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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XXIV

Blasonando de conspirador que en su mano tiene la clave de secreta intriga y el hilo con el cual se mueven misteriosamente las voluntades, D. Bruno acogió con incredulidad risueña lo que su mujer había dicho del amor de Isabel, y lo contradijo con suficiencia y seguridad. «¡A buena parte vienes tú con esas historias que le cuentan a tu amiga los cocineros y lacayos, mujer! ¡Si acá todo lo sabemos, y en nuestro poder obra un tesoro de informaciones del origen más alto, del propio cosechero como quien dice! No hay tal amor de la Reina por el D. Francisco. ¡Buena es la niña para no saber distinguir entre sus primos! Sabrás que más de cuatro veces ha mostrado Isabelita su querer al D. Enrique, dando en ello una prueba concluyente, como dice Milagro, de su mucha discreción y agudeza. Perfectamente enterada de todos los pueblos de la costa donde va tocando el bergantín Manzanares, que, entre paréntesis, es un barco que navega por la mar adelante, movido del viento que sopla en las velas… para que te vayas enterando… pues informada la augusta señorita de todos los parajes en que fondea el bergantín… y el fondeo se hace, para que te enteres, echando a lo hondo del mar un gancho de hierro que llaman ancla, con el cual se agarra, etcétera… pues, como te digo, sabiendo la Reina que esta semana toca en Barcelona, y la otra en la Coruña… que son puertos en fila unos después de otros en la misma mar… le manda a su primo un mensajero con regalitos y cartas, todo ello a escondidas de su madre, y en las cartas le dice que le espera, que no desmaye, que sí… y pon tú luego todas las etcéteras que quieras».

– Dime tú cómo y por qué cabo sabes esas cosas, Bruno, y veré yo si debo o no debo creerlas.

– No es un cabo solo; muchos cabitos vienen a las manos de los que andamos en este negocio, mujer. Para no cansarte, te diré que toda la gente liberal que bulle por aquí desperdigada está en el ajo; que nuestros emigrados trabajan con las cortes europeas, mientras los de acá vamos formando la opinión y dando cada día más fuerza, como dice Milagro, al partido enriquista. Cierto que María Cristina cerdea; pero ya se quitará los moños la señora napolitana cuando vea que la popularidad de D. Enrique se lleva de calle a las intrigas de Palacio; cuando la Reina, que mira con simpatía nuestro juego, alce el gallo y se pronuncie, y diga: «alto ahí»; que lo dirá, pierde cuidado… motivos tenemos para creerlo.

– Verás tú todo eso, Bruno, gran bestia, cuando vuelen los bueyes y se afeiten las ranas. Estás alucinado, emborrachado con las conversaciones que tenéis en el café. Entiendo yo que los cafés son las parroquias del embuste, y que la catedral del mentir es el Casino, esa taberna fina y de señores a donde tú vas a perder el tiempo y a llenarte de sinrazones. ¿Qué sabes ni qué saben esos casineros de nada tocante a Real Familia, o a príncipes y princesas; qué saben del manejo que traen entre sí de Corte en Corte, este Palacio con el de las Dos o las Tres Sicilias, la España con la Francia de Tullirías, y con la misma Inglaterra, que es toda de herejes, con perdón, o con el Papa Santo nuestro Pontífice, cabeza de todos los coronados?

– En el Casino —replicó D. Bruno dándoselas de muy pillo, entendedor de toda la miseria humana, – sabemos que la muerte repentina de la Infanta Carlota, a quien vimos paseando a caballo por la Casa de Campo dos días antes de su fallecimiento, no tiene explicación.

– Quita allá, mastuerzo… ¿Qué quieres decir, que la pobre Infanta no se murió de muerte natural?

– Me guardaré muy bien —replicó D. Bruno con ínfulas de rectitud— de acusar a nadie, no teniendo, como dice Milagro, pruebas que conviertan nuestra sospecha en certidumbre. No hago más que señalar el hecho, como dice Centurión, de que la Infanta Carlota era una Princesa liberal, muy liberal.

– Quita, quita, harto de ajos.

– Y que por ser liberal, protectora del Progreso, y por haberse declarado enemiga de esos malditos Muñoces, la tomó su hermana entre ojos, y la echó de aquí poco menos que a patadas, olvidando que si no es por Doña Carlota y su célebre bofetón, la Corona habría pasado a D. Carlos. Motivos tenemos para creer en el liberalismo de aquella señora, y estamos bien persuadidos de que en el Purgatorio, donde ahora está, sigue siendo liberal, y que no tienen sentido común las embajadas que de ella traen frailes y monjas al volver de los abismos infernales o purgatoriales. Si algún recado envía esa señora a sus hijos, será recomendándoles que no hagan ascos al Progreso, y que sean príncipes ilustrados, filósofos, y se penetren bien, como dice Milagro, del espíritu del siglo.

– Al diablo tus espíritus, Bruno… ¿Crees tú que esos señores se cuidan del siglo, ni de otro espíritu que el Espíritu Santo, el único que a ellos les ilumina?

– Déjame seguir. Sabemos también que si liberal fue Doña Luisa Carlota, no lo fue menos su augusto marido, el Infante D. Francisco de Paula, el cual, por lo callado y circunspecto, parece menos agudo de lo que es. Yo siempre le tuve por hombre de mucho asiento, y buena prueba de ello dio a toda la Europa cuando felicitó a nuestro D. Baldomero por su elevación a la Regencia… Pues los amigos de Madrid me han contado que en los tiempos en que regentaba la napolitana, D. Francisco honró con su presencia las reuniones masónicas, queriendo de este modo mostrar su gusto del filosofismo, y le pusieron de mote Dracón, por ser costumbre antigua en las logias llamar a las personas con nombres que no fueran de santos… De aquí vino que la Corte se alborotara; pero aquello no pasó adelante, porque Su Alteza, hombre de gran prudencia, no quiso traer más turbaciones al Reino. Lo evidente es que las ideas avanzadas del de Paula las ha heredado su hijo D. Enrique, el cual nos parece muy digno de ser esposo de nuestra Reina, y por tanto, el primer hombre de la Nación.

– Bueno, hijo, bueno: allá te las hayas con tu candidato y tus conspiraciones —dijo Doña Leandra, fatigada ya del largo coloquio, que no terminaba ni terminar podía con una concordancia de los opuestos pareceres. – Lo que saco en limpio de todo esto, es que Dios, por las faltas vuestras y por los enredos de estos príncipes, en vez de castigarlos a ellos y a vosotros, arroja todo los castigos sobre mí, que soy una pobre rústica y en nada me meto. Resulta que porque tú manipulas en el casorio de Enriquito, yo no puedo irme a mi querida Mancha, y aquí he de vivir consumiéndome, agostándome como una planta con las raíces fuera de la tierra. ¡He resistido, Señor, he tragado mis amarguras, he agotado toda la fuerza de mi resignación, y ya no puedo más, ya no más, Dios mío, Virgen Santa de Calatrava!…

Terminó la señora con entrecortadas sílabas y un llorar infantil, tapándose la cara con las flaquísimas manos. Trató de consolarla el esposo, asegurándole que si se difería el viaje por razones de peso, no se renunciaba a la dicha de realizarlo. Lo harían pronto en condiciones de completa felicidad, resueltos, si no todos, los más importantes problemas que afectaban a la familia. No debía Leandra entregarse a la desesperación por una tardanza inevitable, de fuerza mayor, sino mecerse, como decía Milagro, en dulces esperanzas, pues no estaba lejos el día en que hijos y padres tuvieran motivos para dar gracias a Dios por la felicidad que les deparaba. Dicho esto, retirose D. Bruno dejando a su cara mitad sumida en lúgubre congoja, y a darle consuelo acudió Lea, poniendo en ello todo su cariño y los recursos de su galana fantasía. Secando sus lágrimas y respirando con menos opresión, señal de alivio de su duelo, la infeliz señora decía: «Es el Destino, hija, o hablando con cristiandad, es Dios, que no quiere que veamos a nuestra tierra, sin duda porque no nos conviene. Conformémonos con la divina voluntad, y pidámosle que lo que no es hoy, pueda ser mañana. ¡Mañana! ¡Ay, tú eres joven y puedes esperar!… El esperar de los viejos, el mañana de los viejos, suele ser el día negro… la muerte».

Aunque no acababa de persuadirse Lea de que era verdad lo de la conjura por D. Enrique, sino más bien pantalla política que su padre usaba para que no le descubriesen los verdaderos móviles de su pereza, no pasaba día sin que tratase de vencer, ya con razonamientos, ya con carantoñas, la obstinación del buen manchego. Una tarde, viéndole venir sofocado a deshora, entrar en su cuarto y salir al punto llevándose bajo el brazo un rimero de papeles, extrañó tal conducta, contraria a sus hábitos metódicos y a la parsimoniosa lentitud de sus movimientos y andares. ¿Qué ocurría? ¿Qué significaban aquellas prisas, y aquel entrecejo y el hablar brusco, esquivando explicaciones y respuestas? ¿Andaría efectivamente en los malos pasos de una conspiración?… Grande fue el susto de toda la familia aquella noche cuando transcurrió la hora de la cena, y una hora más, sin que D. Bruno pareciese… ¡Y avanzando seguía la noche ¡Jesús!, sin verle entrar!… Puntualísimo era el buen señor a las horas de comida y cena, y su tardanza no podía ser motivada más que por un suceso grave. Al fin, cerca de las doce llegó un hombre de mala traza con el recado de que no se molestase la familia en esperar al Sr. de Carrasco, porque no vendría en toda la noche: ocupaciones de mucha importancia le retenían en casa de unos amigos. Recomendaba, todo ello por la boca y representación de aquel malcarado sujeto, que no se asustasen las señoras, pues no tenía el menor daño en su persona y preciosa salud… No quiso decir más el maldito por más que las tres mujeres, echándole la zarpa, trataron de hacerle explicar el porqué de tal ausencia y el lugar donde D. Bruno se hallaba; mas ni los clamores de las hembras ni los pellizcos y empujones con que acentuaban su enojo movieron al emisario a mayor claridad, y se fue presuroso, dejándolas en la mejor disposición para pasar toda la noche de claro en claro. No quiso Doña Leandra que su hijo mayor saliese a ver si había barricadas, o si andaban por algún barrio tropas en estado de sedición, y aguardaron ansiosas el día. Ningún vecino de la casa tenía conocimiento de que se hubiese alterado el orden en la capital de las Españas, y el que más hablaba de rumores; pero como estos eran el pan cotidiano, no dieron valor a los dichos de la gente. Hablar de trastornos presentes o futuros era en aquellos tiempos tan elemental y sencillo como dar los buenos días o las buenas noches.

 

Por fin sacó de sus crueles dudas a la señora y señoritas manchegas Rafaela del Milagro, que sabedora de su intranquilidad, en la casa se personó muy temprano. «No se asusten —les dijo, – que en Madrid no hay nada. En donde ha estallado una revolución gorda, de las más gordas, es en Galicia».

– ¡Pero, hija, también los gallegos!… —exclamó la de Carrasco, que se aliviaba de su ansiedad viendo tan lejos la marimorena. – Pero dime, hija: ¿no se correrá para acá?

– Aquí, según parece, lo tenían dispuesto para estos días: batallones comprometidos, generales en el ajo… pero ya se considera la revolución abortada.

– Y el mal parto —dijo Doña Leandra, – se debe a que unos faltaron por miedo y otros por desconfianza. ¡Es lo de siempre! ¿Y mi pobre marido es de los abortados o de los abortadores?… El Señor le ilumine para que vea la infamia y la necedad de estos preñados…

– Pues la que han armado en Galicia —dijo melancólica Rafaela, que siempre perdía el color y la vivacidad cuando hablaba de pronunciamientos— es espantosa, según los despachos que han venido de allá esta noche. Y comprenderán ustedes que la cosa trae malicia cuando sepan el grito… ¡Si parecen locos! Oigan el grito y échense a temblar: «¡Abajo la napolitana! ¡Viva la Reina libre! ¡Muera la camarilla! ¡Fuera extranjeros! ¡Libertad, Constitución, Milicia Nacional, y D. Enrique marido de la Reina!».

No se aterraron gran cosa las manchegas con el grito de Galicia, porque en él vieron las ideas que D. Bruno sustentaba en sus conversaciones. Hartas estaban de oír en casa el tal programa, que era por lo visto, según la feliz expresión de Milagro, el verbo del Progreso.

XXV

Claramente vieron ya Lea y su madre que resultaba cierta la conjura, y que el buen señor estaba metido hasta el cuello en aquel enjuague revolucionario. Por Rafaela y por Jenara, así como por la cariñosa amistad del señor de Socobio, sabían a diario todos los incidentes de la sublevación gallega, y del punto que más les interesaba les dio noticias tranquilizadoras el mismo D. Serafín. Carrasco no había ido a Galicia, como al principio se temió: en Madrid permanecía, y en lugar tan seguro que bien podía la familia desechar toda inquietud. Por el lenguaje y la sonrisa de Socobio al expresar estas seguridades, comprendieron las manchegas que en la propia casa del tal se guarecía el conspirador abortado, y Doña Leandra daba gracias a Dios por tan notorio beneficio, pensando que obran cuerdamente los políticos que antes de conspirar se proveen de buenas amistades en uno y otro partido. Así son más eficaces los alumbramientos que vienen bien y menos temibles los malos partos.

De la marcha del alboroto gallego tenía diariamente Eufrasia fieles noticias en casa de la viuda de Navarro, a donde iban Rafaela y su marido las más de las tardes al volver de paseo. Sabíase que al frente del movimiento figuraba un comandante llamado Solís, joven, entendido, valiente, liberal y caballeresco. Según la pintura hecha por Terry, que de sus viajes le conocía, era el nuevo adalid tan poeta como algunos de sus predecesores, no porque hiciera versos, sino porque veía la política y las revoluciones en artística y sentimental forma, imaginando las acciones y los principios antes que razonándolos. Su juventud, su hermosa figura melancólica, dábanle más semejanza con los vates que con los políticos. Oído esto, todos los presentes empezaron a enumerar las distintas celebridades de nuestra tierra que habían poetizado la vida pública, resultando al fin que antes que alzarse como héroes caían como mártires, sacrificados por su propia fantasía y generosidad. A todos agradaba este coloquio, menos a Rafaela, que palidecía y pestañeaba, como turbada de los nervios, al oír tales comentarios de la historia de su tiempo, y si algo decía era para llevar a otro asunto la conversación. ¡Y qué hermosa estaba la Perita después de su casamiento! Algo más abultada de carnes, sin perder su esbeltez ni la flexibilidad de su airoso talle, en su cuello de alabastro y en su rostro de perfecto estilo Pompadour o Watteau, parecían haber colaborado como artífices todos los amorcillos de abanicos y porcelanas. Entre el artificio y la verdad, entre los afeites y el colorido y pasta naturales, ninguna crítica, por sagaz que fuera, podría encontrar diferencias ni separar lo vivo de lo pintado.

Por Socobio, cuyas visitas constantes agradecía mucho Doña Leandra, supo esta que la conjura de Madrid se daba por fracasada, y que a los autores de ella no se les perseguiría más que de fórmula, en razón de su candidez inofensiva; supo también que lo de la Coruña, imponente al principio, se descompuso felizmente por la impericia y sentimentalismo de Solís, cuyas delicadezas eran impropias de la violencia revolucionaria; que por considerar demasiado a Puig Samper, su jefe antes de la rebelión, hubo de cederle Solís las ventajas de una excelente posición estratégica; que divididos los rebeldes y fatigándose en marchas y contramarchas, dieron tiempo a que el Gobierno se previniese, cambiando a Puig Samper por Villalonga, y mandando contra los gallegos a un general joven, ganoso de adelantos en su carrera, D. José de la Concha; que el sublevado de Vigo, comandante Rubín, que al parecer operaba en combinación con Solís, resultó un rebelde incoloro y equívoco, dando lugar a que se le creyese traidor a la causa; que si en efecto el infante D. Enrique alentaba con su presencia en la Coruña, a bordo del bergantín Manzanares, el descabellado alzamiento, tuvo el Gobierno buen cuidado de mandarle levar anclas, conminándole con severos castigos si a la vela no se daba prontito para las costas de Francia; que avanzó Concha; que cogido entre dos fuegos, no lejos de Santiago, el pobre romántico Solís, fue derrotado, quedando cautivo con los oficiales que seguían su rebelde bandera liberal, enriqueña y antinapolitana, y gran parte de sus infelices soldados; y por fin, supo que al ser conducidos a la Coruña los pobres vencidos, se dio orden de que les remataran en el camino, para evitar el duelo y consternación de una grande hecatombe en la capital gallega. En un pueblo antes desconocido, el Carral, célebre desde entonces como teatro de una de las mayores barbaries del siglo, fueron sacrificados por tandas Solís y sus compañeros, jóvenes todos, llenos de vida y de ilusiones generosas, víctimas de una idea, culpables de un delito cometido impunemente una y otra vez por los que les mandaron fusilar. Veintidós víctimas cayeron, inmoladas por leyes que carecían de toda virtud y de toda majestad, y no eran más que un convencionalismo hipócrita, espantajo que figuraba el rostro y vestidura de la Justicia. Con dichas leyes fusilaban hoy los fusilables de ayer, y mataban los moralmente muertos. La fortuna y el éxito eran la razón única de que entre tantos criminales, unos fueran asesinos justicieros y otros víctimas culpables.

Mes y medio y algunos días más, según los documentos más autorizados, duró el eclipse del buen D. Bruno, y también anduvo haciendo la mascarita D. José del Milagro, que sólo se dejaba ver de sus hijas a las altas horas de la noche, embozado hasta los ojos, con peluca y sombrero estrafalario que a un figurón de teatro le asemejaban. Más seriamente guardaron su incógnito Carrasco y Centurión, haciendo el papel airoso de andar en negocios por países extranjeros, sin comunicarse más que con sus familias, y esto con remilgadas precauciones. Salieron al fin de sus escondrijos, afectando un cierto paso y actitud teatrales, pues aunque el Gobierno no se metía con ellos, ni les temía, bueno era que se revistieran de aquel encogimiento que da una tenaz persecución policíaca. La primera vez que D. Bruno se presentó a su familia después de tan larga ausencia, fue grande el alboroto y júbilo de la esposa y de los hijos, que aceptaban con cierto orgullo aquel misterio pomposo de que el padre se revestía. A todos expresó su cariño D. Bruno como si de un dilatado viaje a los antípodas volviese, y les preguntó si le conocían, si no veían en su rostro las huellas de horribles sufrimientos. Por darle gusto respondían que sí, y le incitaban a contar las peripecias de aquella lucha tenebrosa con el Poder público. A su manera, hinchando los sucesos y coloreando las impresiones, refirió Carrasco la tremenda conjuración, que habría dado al traste con la napolitana y la palaciega camarilla, si la debilidad y doblez de algunos comprometidos no malograran en ciernes, como decía Milagro, el más hermoso complot que fraguaran hombres en el mundo. Había que dar tiempo al tiempo antes de emprender otra campañita libertadora, y así lo recomendaban los centros de París y Londres, ordenando a todos que permanecieran a la expectativa, viendo venir las contingencias favorables que había de traer el matrimonio de la Reina.

Después de dos días de descanso en su casa, guardando con los vecinos una reserva del mejor gusto, para que todos alabaran su prudencia y seriedad, volvió Carrasco a la vida ordinaria, y reapareció en las tertulias de café y casino, acudiendo puntual a su domicilio a las horas de comer. A la semana de esta existencia metódica, creyó Doña Leandra que pues el grande obstáculo de la conspiración no existía ya, y parecía D. Bruno absolutamente desocupado y sin ningún negocio, revelándose en todo como hombre aburridísimo de puro holgazán, llegada era la ocasión de marcharse todos a descansar de tantos afanes. Así lo propuso a su marido en los términos más expresivos y con razones muy enteras, sin obtener más que una negativa en crudo. «No podía ocurrírsete la idea de esa viajata en peor coyuntura —le dijo. – ¿Qué razón hay, qué motivos?, me preguntas. Querida Leandra, no puedo satisfacerte por hoy: ten paciencia, y pronto sabrás que sería disparate garrafal ausentarnos ahora de los Madriles».

Y no dijo más: salió de estampía, dejando a la pobre mujer afligida y pasmada, lamentándose de que su esposo, después de haber andado en pasos de conjuración, no hablaba de cosa alguna sin envolver su palabra en ridículos y enfadosos misterios. A la sorpresa de Doña Leandra siguió una pena hondísima, un desconsuelo que abatía su alma y la incapacitaba para toda resolución. Aún fue su dolor más punzante, y se le clavó en el corazón la espada más aguda, viendo que su hija Lea, ordinariamente su paño de lágrimas, no le prodigó aquel día los consuelos que necesitaba, y en vez de lamentar con ella los entorpecimientos que al viaje ofrecía Carrasco, la sorprendió con esta despiadada salida: «No llore, madre, porque nos quedemos algún tiempo más en Madrid, que ya vendrá el día de irnos al pueblo. Lo que es ahora, más vale que en ello no piense». ¡Vaya un modo de consolar! Vencida de su tristeza, y desdeñando el pedir a la hija explicaciones de mudanza tan brusca en su actitud y lenguaje, encerrose en su pena silenciosa, y así estuvo toda la tarde, condoliéndose de la ingratitud de Lea, que sin duda se le había torcido por el melindre de un nuevo noviazgo… ¿Pero cómo podía ser esto, si no se apartaba de la compañía de su madre, ni recibía cartas? A no ser que en ello anduviera Eufrasia, trayéndole mensajes de un flamante, desconocido amador… ¡No eran maldiciones las que Doña Leandra echaba mentalmente a cuantos novios existían en todo el linaje humano, peste de la sociedad y azote de las familias! ¡Que no estuviera el Infierno empedrado de novios!… Debían las familias, los padres, los hermanos, concertarse para emprender contra tales sabandijas una campaña de destrucción, como las que ella había visto en la Mancha contra la terrible plaga de langosta.