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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XX

Volvieron a un trato cariñoso, aunque no muy íntimo, las dos hermanas —prosiguió Doña Cristeta-; pero la enormísima caterva de Muñoces que se nos fue metiendo en la servidumbre, trajo nuevos disgustos. Cuentan que quedó despoblado Tarancón. Los padres, viendo tan bien casado al chico, no habían de ser tan zotes que desperdiciaran la buena ocasión de colocar a todita la familia. Yo me pongo en su caso. A una hermana, la Alejandra, la tuvimos de Camarista; a D. José Muñoz, de Contador del Real Patrimonio, y con ellos vino una reata de parientes, amigos y allegados que no se acaba nunca. Mil desazones ocurrieron, y todo era enojos, piques, desabrimientos; que cuanto más grande es una casa, más fácilmente extienden por ella los malignos la máquina de chismes y enredos. A mi señora la perdió su propio genio desmandado, y de tal modo se descompuso, que ella y su marido el Infante hubieron de salir a destierro, por razón política… ¡Que si Don Francisco de Paula había hocicado o no había hocicado con los del Progreso…! Embustes, hija, pretextos para echarles de aquí. No pude yo seguir a la Infanta porque mi Nicolás, que atacado venía del pecho desde el año anterior, se me agravó en aquellos días, y su enfermera tuve que ser hasta que se le llevó Dios. Fue un dolor, ¡ay! Figúrese usted, Leandra, un hombre como un castillo… Pero vamos al cuento. En París, donde no tenía Doña Luisa Carlota quien le moderase los ímpetus, hizo esta señora ¡pobrecita de mi alma!, desatinos enormes. Perdida toda discreción, no sólo contaba sin rebozo a cuantos oírla querían la historieta de su hermana con el caballero de Tarancón, sino que permitió que alguien la escribiese con tales pormenores y malicias, que ello parecía obra del demonio… Se me olvidaba decir a usted que cuando salió desterrada mi señora, no caí yo en desgracia semejante, pues la Reina Cristina, sabedora de los buenos consejos que yo daba a la Infanta, en la casa me dejó, y sirviéndola yo con rectitud, le di pruebas de mi lealtad a la Real Familia, sin distinción de hermanas. Por esto fue mayor mi rabia cuando me enteraron de las inconveniencias de la otra en París… Vino después la caída de Cristina, despojada de la Regencia por ese pillo de Espartero; la Reinita y su hermana quedaron en Palacio como prisioneras del Progreso, hasta que los buenos vinieron a libertarlas y a poner las cosas de la Nación en su lugar. Volvió a Madrid Doña Luisa Carlota, y yo a su intimidad. ¡Ay, qué arrepentida estaba de sus ligerezas! Tal era su pena, que no debemos atribuir a otra causa su muerte prematura. Y motivos tenía la pobre para desesperarse y poner el grito en el cielo. Reñida con su hermana, ya era punto menos que imposible colocar a uno de sus hijos en el Trono casándole con Isabel II. ‘Pero, señora —le decía yo, no menos desconsolada que ella, – ¿por qué no hizo Vuestra Alteza caso de mí, que mil veces tuve el honor de advertirle que previera este matrimonio?’. Y ella bajaba la cabeza humillada, y decía: ‘tienes razón: he sido una bestia, sí, Cristeta, una bestia…’. Pero ya no tenía remedio: la Reina Cristina, que no quería ya cuentas con su hermana, hizo la cruz a los hijos de esta, Paco y Enrique, borrándolos de la lista de maridos probables de Isabel. Mi señora, que si no modelo de hermanas, fue madre excelente, devoraba su amargura por la condenación de sus queridos niños, y tanto quiso contener, tanto quiso amarrar su genio dentro del alma para no escandalizar, que de ello le vino el arrebato de sangre que remató su vida. ¡Pobre, desgraciada señora! Si pecó de imprudencia y de ira, le habrá valido contra esos pecados su grande amor de madre, y lo buena y generosa que fue siempre para su servidumbre… En fin, Dios la tenga en su santo seno».

Suspiraron las dos mujeres, y Doña Leandra, que grandemente en aquellas historias se interesaba, preguntó la razón de que habiendo sido descartados los dos infantitos en vida de su madre, hubieran vuelto a figurar en la lista con probabilidades de triunfo.

«Vámonos de aquí —dijo Doña Cristeta, ya dolorida de la dureza del asiento, – que corre un aire demasiado fresco, y además viene mucha gente a la iglesia: alguien nos ha mirado como extrañando que dos señoras nos sentemos en estos escalones entre la pobretería y los chiquillos. Si a usted le parece, subiremos por la Plazuela de Santo Domingo a la calle de Los Preciados, y en la bollería de Lucas, esquina a la calle de la Ternera, compraré media libra de ciento en boca, para llevamos a casa y tener algo en que ir picando por el camino». Así lo hicieron, y metidas en la trastienda de la bollería, donde solas se encontraron sentaditas junto a una redonda mesa que allí había para los golosos amigos de la casa, Cristeta prosiguió su cuento: «Pues ya verá usted por qué Doña María Cristina, que desde el 44 viene diciendo Trápani, nada más que Trápani, ahora dice Paquito, y nada más que Paquito. La Providencia, hija, es la Providencia, que protege a España entre todas las naciones, y siempre la saca de sus apuros; es Dios, hablando con mas propiedad, quien ha señalado a España el único camino, y quien pone en el Trono, al lado de la Reina, el marido que ha de hacerla feliz a ella y a todos los españoles…».

Y ávida de cosas dulces, dijo al hombracho que servía: «Mira, Fulgencio, si no tenéis aquí licor de rosa, tráenos dos copitas de la botillería de Beranga». Paladeando las dos señoras el menjurje, Doña Leandra, toda oídos, se iba enterando de lo que su amiga relataba, que fue así palabra más o menos: «No había quien de la cabeza le quitase a mi Doña Cristina la obstinación por Trápani, que es su hermanito más pequeño. Según cuentan, los Reyes de Nápoles le criaban para la Iglesia, y en Roma le tenían en una casa de jesuitas; pero, hija, al ver que Cristina quería traérnosle al Trono de las Españas, se les remontaron los humos, y ya no se pensó más que en enseñar al niño a montar a caballo y a tirar las armas, cosas muy distintas de la santa religión. El chico es bueno, según parece; pero aquí no ha caído bien su candidatura, por lo que dicen de que gastaba sotana. Ni España quiere acá más napolitanos, ni a las potencias, que son las naciones, para que se vaya usted enterando, tampoco les hace gracia que sea esposo de Isabel II ese doctrino. Cuando llegó aquí la Reina Madre, se nos dijo en Palacio que era un hecho lo de Trápani, y no ha sabido la señora tocar otra tecla hasta hace pocos días. El Rey de Francia y su mujer la Reina Amelia, tía de Cristina, dijeron: ‘fuera Trápani’, y por sí y ante sí entraron en tratos con las Reinas, sin hacer caso del Gobierno español. ¿Recuerda usted, Leandra, que hace unos días, cuando pasábamos del patio de Palacio a la plaza de la Armería, vimos a un señorón que bajaba por la escalera grande, seguido de unos caballeros elegantes, y entraba en su lujoso coche…?».

– Me dijo usted que era el Embajador de Julio, digo, de Francia.

– El señor Conde de Bresson, un caballero que es la misma finura, más listo que la pólvora, y de tanta agudeza que si España fuera el ojo de una aguja, por él se meterían con la mayor sutileza el Embajador, el Rey Luis Felipe y toda la Francia. Este señor es el que lleva la intriga de los casamientos por sí y ante sí, sin cuidarse para nada del Gobierno, atento sólo a su rival y contrincante el Embajador de Inglaterra, que es un tal Mister Bullwer.

– Como una no sabe de estas cosas —dijo Doña Leandra con la mayor candidez, – yo ¿qué me creí?, que la Reina primero, y después su familia y el Gobierno de acá, determinaban lo del casorio, y que las potencias terrenales no tenían por qué meterse en ello.

– ¡Ay, amiga mía!, no se casa una Reina en lo que se persigna un cura loco. El Rey de Francia puede mucho, y tiene que mirar por su reino y por la familia de Borbón, y antes que consentir que la Inglaterra meta el rabo en las cosas de esta familia, armaría una gran guerra… ¡Ay!, estemos bien con la Francia, que nos quiere, y por lo mucho que nos quiere nos pegará si nos descuidamos. El viejo de las Tullerías, como en la casa grande se le llama, ha cerrado ya trato con nuestra Familia Real. Ha eliminado a todos los príncipes extranjeros y al D. Carlitos Luis… Eliminar es lo mismo que decir quitar de en medio… ha decidido que Isabel se case con uno de sus primos, los hijos de D. Francisco y de mi señora, y que Luisa Fernanda dé la mano a un príncipe francés… Esto lo ha determinado ayer, y todavía no se ha hecho cargo el público, ni el Gobierno mismo, ni nadie. Yo lo sé, y a usted se lo cuento con encargo especial de que no diga esta boca es mía.

– ¡Quitar de en medio al hijo de D. Carlos! —exclamó Doña Leandra con susto. – ¿Y qué dirá de esto el Austria?

– ¡El Austria! Valiente caso hacemos aquí del Austria.

– ¿Pues no es una nación de muchísimo poder, y con un gran ejército de tropas austríacas?

– Puede ser y es de cuidado, sí señora; pero está muy lejos.

– ¿Cae hacia la parte de las Dos Sicilias?

– No señora; más arriba: sube usted por la Italia; tuerce usted a mano derecha, y detrás de los Alpes, allí está. La Francia es vecina nuestra, y puede más, más; como que la tenemos ahí…

– ¿Dónde?

– Hija, en la frontera de Francia, asomada a las ventanas o almenas de unos murallones que llamamos Pirineos.

– Pues las calabazas que dan a D. Carlos Luis no le sabrán bien al Padre Santo.

– Ya se arreglará todo por nuestros obispos, que no son ranas. Hoy por hoy, téngalo usted por tan cierto como que este es día, no hay más consorte de la Reina que Paquito, lo que no es corta felicidad, pues de sus condiciones excelentes puedo dar fe, y de sus virtudes para Rey y marido.

– ¿Y no hubo cuestiones por si preferían a este hermano o al otro?

– No, señora, porque a Enrique le dio de lado el Rey de Francia. Es también muy bueno, y sabe mucho, vaya… los dos estudiaban sus leccioncitas a competencia… ¡qué gozo de hijos!, y no desmerecen uno de otro en aplicación y caballerosidad. Pero Francisco, que siempre fue muy metido en sí, tuvo el acierto de cerrar el pico en estas cuestiones y no meterse en nada, mientras que Enrique, soliviantado seguramente por malos consejeros, se puso a jugar a la politiquilla, y enredando, enredando, como quien dice, largó un manifiesto a la Nación… ¡pobre ángel! Lo que yo digo: ¡quién meterá a estos muchachos en la simpleza de echarles chicoleos a la Nación!… No crea usted que se anduvo en chiquitas. Que si la Libertad, que si los principios, que si tal… que si la Europa… Vino a decir que los reyes deben tener en una mano el Progreso y en otra el Orden. En fin, que por estas pamplinas el pobre chico se cayó en la fosa y le han descartado. La plaza de marido de Isabel II se la gana el primogénito por no meterse en dibujos. Dios protege a los callados. ¡Viva Isabel y Francisco!, y dennos una cáfila de príncipes robustos, guapos, listos, buenos españoles y buenos cristianos. El Trono, el Orden y la Religión están de enhorabuena, que para mirar por todo le sobran virtudes al niño… Así le llamo porque su infancia graciosa no se aparta de mis recuerdos, y para mí, aunque grande le vea, sentado en el Trono, con todo el arreo correspondiente, siempre será el que tantas veces arrullé en la cuna; el que cargué en mis brazos, entreteniéndole con cualquier juguetillo; el que vi luego tan aplicadito a las lecciones, tan bien ordenado en sus cosas, que todo lo guardaba y coleccionaba, libros, estampitas, papeles, sin permitir que nada se le tocara; el que nunca pronunció palabra fea, ni gustó de compañía de mujeronas ni de juegos indignos entre hombrachos; el que siempre fue la misma pulcritud, y por lo tocante al alma, piadoso como ninguno, con una constancia en las devociones impropia de su edad…

 

Tanto prodigó Doña Cristeta los toques lisonjeros en la pintura, que a Doña Leandra se le despertó curiosidad de conocer al bello y virtuoso joven, presunto dueño de Isabel II, y manifestó a su amiga deseos de verle, aunque fuese por la rendija de una puerta; a lo que respondió la camarista que a la sazón estaba el infantito fuera de Madrid, en militar servicio; pero ya se le había mandado venir, para que él y su novia se tratasen y viesen a menudo, aproximación necesaria de dos almas que debían arder juntas en la llama del amor conyugal…

Ya no hablaron más en la bollería, porque se vino encima la noche, y las dos señoras, con sendos paquetes de ciento en boca, tomaron la vuelta de Jacometrezo para dirigirse, no al domicilio de la Carrasco, sino al de la Socobio, en el número 14 y 16 del Caballero de Gracia, donde habían concertado cenar juntas. Así lo hicieron, esmerándose la palaciega en dar todo el esplendor posible al obsequio, y mientras cenaban y de sobremesa, no cesaron de picotear, hasta que llegó el chico mayor de Carrasco a buscar a su madre. Eran las doce. Casi al mismo tiempo que Doña Leandra entraron en la casa Eufrasia y Lea, que venían del Circo, donde habían visto el estreno de Juana la Prie, de Donizetti, por el gran Moriani. La ópera, según dijeron, era ligerita; Moriani había cantado como un ruiseñor, y la Gruitz lució un traje de superior gusto y elegancia.

XXI

Si el ardiente amor a la tierra natal y la fatalidad de vivir lejos de ella no fueran bastante motivo para que la pobre Doña Leandra aborreciese a Madrid, seríalo la confusión de ideas y el laberinto de opiniones que hacían de la Corte de las Españas un pueblo de locos. Vivían aquí las personas para pelearse de continuo por lo chico y lo grande, disparando unas contra otras fuego mortífero de recriminaciones, ironías y dicharachos, ya por un desacuerdo en el modo de apreciar las piruetas de la Guy Stephan, ya por el problema político y monárquico del casorio de la Reina, y por el valimiento y calidades de cada uno de los novios o candidatos. En su propia casa vio la buena señora una muestra de la general discordia, que fue para ella motivo de gran amargura, porque eran sus hijas las que reñían, y casi casi se tiraron de los pelos en una furiosa Reyerta y examen de pretendientes al regio tálamo. Con autoridad enérgica las hizo callar mandándoles que mirasen a las obligaciones domésticas y no se metieran en lo que no les importaba. Y el mismo día en que estas terribles querellas ocurrían, en ocasión que la señora remendaba su ropa, única labor que aliviaba sus tristezas, llegose a ella Eufrasia, y revolviendo trapos y rebuscando botones, le dijo:

«Ya no volveré a reñir con Lea, porque ella es algo simple de por sí, y ese retrógrado de Tomasito, ahora metido entre carlistones, le ha llenado la cabeza de viento. ¡Miren que hablarnos de D. Carlos Luisito como el único consorte posible! ¡Y salirnos con que así será porque lo quiere el Austria! Yo, que estoy enterada de todo, le contaré a Su Merced lo que hay, si me promete guardar el secreto. No debe conocerlo padre, porque se le escapará decirlo en el café, y corrida la noticia por Madrid antes de tiempo, armarse podría una gran trapatiesta entre las naciones que andan en el ajo… No, no, madre: tengamos reserva, que esto es muy delicado».

– Sí, hija: cada cual calle lo suyo, hasta que venga la verdad a sacarnos a todos de confusiones. ¿Y eso que sabes te lo ha contado Terry? No es mala autoridad la de quien tanto priva en la Embajada del inglés.

– Como que el Embajador es su gran amigo y todo se lo dice. Donde quiera que se encuentran hablan en inglés para que no los entienda nadie. Pues verá Su Merced lo que hay. Ello es ya cosa convenida entre la Corte de Londres y la Corte de Madrid; pero no quieren que se entere la Francia para que ese títere de Bresson no nos arme un enredo. La Reina se casará con Coburgo, el Príncipe D. Leopoldo de Coburgo y Gotha, que así se llama.

– Hija, ¿qué me dices?… ¡Pero si entendía yo que ese duque de la Gota era el más eliminado de todos!

– No haga caso Su Merced. La Inglaterra es la que puede más, y ha dicho el Lord primer Ministro que como casen a Isabel II con un Borbón, habrá la más terrible guerra que se ha visto… Y la Inglaterra está en lo firme, porque el casar a la Reina con uno de la misma familia, en la cual vienen uniéndose ya, de tiempo atrás, primos con primas, y tíos con sobrinas, es traer la degeneración… ¿Su Merced me entiende? Sí, porque nadie sabe mejor que Su Merced que a los ganados de ovejas y cochinos se les muda de padres para que no desmedre la raza.

– Sí, hija; ¿pues no he de entenderlo? Lo mismo que en los animales pasa en las personas, y también en el trigo, que si no mudamos de simiente, pronto empeora la casta… Pero el Sr. Terry me dispense… no van las tornas por el lado de ese Comburgos, o como quiera que se llame.

– Madre, le aseguro a Su Merced que sí. La Gran Bretaña trabaja bajo cuerda por fastidiar al francés, que quiere meternos aquí a uno de sus príncipes, para que luego se alce con el santo y la limosna y nos convierta en provincia francesa… A eso van. Pero los ingleses, que como nosotros tienen Reina, y esta casada con uno de los de Coburgo, no consienten que Francia meta el hocico. Ya se han entendido la Reina Cristina y Mister Bullwer, y concertada tienen la boda. Se cree, esto no lo sabe Terry a punto fijo, que la Inglaterra no ha venido con las manos vacías, y que cede a España unas islas de no sé qué mares… De modo que hasta por ese lado vamos ganando. Y hay más: el príncipe Leopoldo es ilustrado, a diferencia de los de acá y de los de Nápoles, criados en el absolutismo y en las ñoñerías; es un muchachote robusto, que es lo que nos conviene, de ideas liberales…

– Cállate, hija; cállate por Dios, y ¡no hables de liberalismo!… ¡Lucido estaría el Trono si ahora saliéramos con que se sentaba en él un miliciano nacional, que haría de nuestra Reina una miliciana nacionala, y nos metería otra vez en los enredos de los patrióticos y de la libertad de la imprenta…! Quita, quita; el Sr. Terry está soñando. ¡Pues digo, si a más de patriota es hereje, y nos viene acá con la libertad de los cultos, y a predicarnos que seamos ateos…!

– No, madre: eso no puede ser, porque se le ha puesto la condición de que abrace el catolicismo…

– Y ¿qué sacamos de que lo abrace?… Vamos, que le da un abrazo y después se queda tan fresco… ¡Si creerá la Inglaterra que aquí estamos en Babia!… ¿Y el Papa qué haría? Pues descomulgarnos a todos y dejarnos con un pie en el Infierno… Quita, quita: el Sr. Terry ha oído campanas y no sabe dónde. Elegido está ya el marido de Isabel; pero no es extranjero ni Bocurgo, ni nada de eso.

– A Su Merced —dijo Eufrasia con burla respetuosa, – le ha trastornado el seso esa ardilla de Doña Cristeta, haciéndole creer que el esposo elegido es D. Francisquito, el mayor de los chicos del Infante… ¡Pero si la Socobio no sabe más que lo que le cuentan en las cocinas de Palacio, a donde va todos los días en busca de las tajadas de sobra!

– Calla, simple, y no digas tal de Cristeta, que come en el mismo plato de Su Majestad Madre, y esta la convida todos los días a tomar chocolate del que le mandan de Nápoles o de las Sicilias, hecho con más canela que el que aquí gastamos. ¿Quién le pone las medias a Cristina más que Cristeta? ¿Y quién le hace la mascarita a la Reina Isabel cuando ella y su hermana juegan a carnavales? No vuela una mosca en aquellos aposentos sin que se entere mi amiga, y hasta olfatea lo que hablan Cristina y el Embajador de Francia.

– Pues yo le aseguro a Su Merced que el tal Bresson anda de capa caída y ya no le hacen caso, y que el negociado de casamientos está en la casa de míster Bullwer… Dígale Su Merced a la Socobio que vaya recogiendo velas en lo de D. Paquito, que a este, como a su hermano el Enrique, les ha hecho Inglaterra la cruz. En Londres les tienen por poca cosa. Usted no sabe, yo sí lo sé, que D. Francisco pidió al Rey de Francia la mano de su hija la Princesa Clementina, y Luis Felipe se la negó con desprecio. ¡Y ahora le iban a dar la mano de la Reina! Madre, no crea usted las papas que le cuenta Cristeta.

– Para papas las tuyas, Eufrasia. El señor Terry, como todos los españoles de ahora, está trastornado, y el trastorno le hace ver y leer periódicos que no existen. Pero sea lo que quiera, D. Francisco es un joven ilustrado, tan ilustradillo como cualquier otro príncipe, y además un modelo de virtudes… para que lo sepas.

– Sí, madre; es tan virtuoso, que en Pamplona, donde está su regimiento de guarnición, se pasa todo el tiempo en compañía del obispo, que es un carlistón rancio, y en visitas de monjas y frailes.

– ¿Y eso qué?

– Nada… Un periódico de Londres ha dicho que en su casa de la calle de la Luna tenía un cuarto con altarito, todo lleno de imágenes y estampas, y que allí se pasaba las horas de rodillas rezando y haciendo novenitas… ¡Bonita cosa para un Rey ocuparse en vestir y desnudar a un Niño Dios de talla! No dice Terry que esto sea verdad; puede que no lo sea; pero en Inglaterra así lo cuentan, y ello basta para que se burlen de los españoles si le tomamos de Rey marido.

– Te prohíbo —dijo Doña Leandra severamente, – que hables del primo hermano de Su Majestad con tan poco miramiento, dando oídos a las calumnias y chismes de esos perros protestantes. Sea o no esposo de la Isabel, es el tal un príncipe español, y los manchegos, como la mejor y más antigua sangre española, le debemos respeto y veneración. Que no vuelva yo a oír en tu boca esos disparates de que viste y desnuda al Niño Jesús, no porque sea razón de que le tengamos en poco, pues tales actos son meritorios, sino porque esas hablillas las echan a volar los ingleses para desacreditarnos y abrirle los caminos al alemanote o animalote.

– Algo habrá de esto —replicó Eufrasia con timidez, – y ya empecé por decir que yo no lo creía, como no creo tampoco lo que se cuenta… ¿lo digo?… pues que entre el Obispo de Pamplona y una monja muy lista, cuyo nombre se me ha ido de la memoria, han inducido al tal Francisco a ver claros los derechos de Don Carlos y turbios los de Isabel… Esto no será verdad; pero la Inglaterra le ha tomado entre ojos, porque hace morisquetas al absolutismo, y antes que consentir que se siente en el Trono, armará una guerra con Francia, y entonces veremos quién puede más.

– Pues en ese caso —dijo Doña Leandra con turbación y enojo, soltando la costura, – las naciones nos ponen la pata en el cuello, y no nos dejan casar a Isabel a nuestro gusto, o al gusto de ella, que es lo natural. Ya veo que hay más mal en el aldegüela del que se suena, y que con tantas querellas y pareceres distintos los españoles corremos a la perdición y al acabamiento. El mejor día, disputándose la mano de la niña, vienen aquí el Austria por un lado, la Inglaterra por otro, de esta parte la Francia, de aquellotra el Papado y las Dos Sicilias, todos armados hasta los dientes, y nos hacen polvo, nos parten y nos reparten, llevándose cada uno el pedazo que le acomode. No dejarán más que la Mancha, que como está en el centro, hasta ella no han de llegar los dientes de esos lobos carniceros… y de ello me huelgo yo, porque así seremos los manchegos los únicos españoles que sostengan la decencia y el punto castellano. Sí, sí: guerras tendremos, por ser aquí tan locos y estar siempre a la greña negros y blancos, ya debajo de la bandera del Progreso, ya de otra bandera, y hoy te pronuncias tú, mañana yo… Razón hay, créelo, hija mía, para que nos merienden las naciones y pongan aquí de Rey a cualquier extranjero hi de tal, atravesado y hereje. Dejémonos quitar a nuestros verdaderos Reyes, dando crédito a la malicia de que aquí los príncipes se entretienen en vestir y desnudar al Niño Jesús… Sí, sí: creamos eso, ayudemos a que corra esa ridiculez, y buenos quedaremos ante el mundo, como quien dice, la Europa, o verbigracia, el universo ilustrado. Mejor estaríamos nosotros en el África que en la Europa, si el África es, como cuentan, tan parecida a la Mancha… y aunque en ella hay moros, mejor nos entenderíamos con estos que con tanto civilizado perverso de las Austrias y de las Inglaterras…

 

Levantose iracunda la señora, y moviendo sus flacos brazos causó a la hija no poca sorpresa y susto, por ser de grandísima novedad que con tanta vehemencia y criterio tan exclusivo hablase de cosas y personas políticas. Algo más quiso decir Eufrasia, ampliando sus referencias y queriendo echar de sí la responsabilidad que en la difusión de ellas pudiera caberle; pero Doña Leandra, con vivo gesto, le puso en la boca la mano huesuda y en el oído esta terrible admonición:

«Ni una palabra más te consiento, boba, que al no respetar la fama de nuestros Príncipes, faltas al respeto a tus padres, que todo es uno, padres y Reyes, y no siendo así no hay grandeza, no hay poder en la Nación. Guárdate de traerme más cuentos y de marearnos con la Inglaterra, pues si tu novio es inglesado, con su pan se lo coma, y menos mal si es hombre de bien, como creo. Cuando os caséis, hazte tú, si quieres, inglesada, por lo de no con quien naces, sino con quien paces; pero en el entretanto, no nos hurgue el Sr. Terry a los españoles, si no quiere ver el pie de que cojeamos. Y también le dices de mi parte, de mi parte, ¿entiendes?, que aunque deseamos ver bien casada a nuestra querida Reina, para su felicidad y la nuestra, miramos antes por la familia; que no se caliente la cabeza con tantos Coburgos y Cabargos, ni con las intriguillas del Míster de la Inglaterra, sino que piense, pues ya es hora, en cumplir su promesa y determinación de matrimonio, que no es bueno que las muchachas honestas y de buena familia se eternicen en los noviazgos. Si fuera D. Emilio un pelón, no nos quejaríamos de la tardanza; pero bien sabemos que de nadie necesita licencia para casarse, ni es de los que tienen que juntar algunos duros para mercar cuatro sillas y una cama. Con que… que no te entretenga más. Tu padre y yo nos creemos muy honrados con que un señor tan pudiente te tome por mujer; pero no debemos tampoco achicarnos, que si a ti te envidian el esposo que te llevas, él no sale mal librado; y si tu educación no es a lo extranjero, ni sabes lo que otras, le llevas un buen palmito, le llevas tu honestidad, tus cristianos sentimientos y el buen nombre de nuestra casa. Cierto que tu hacienda no iguala con la suya; pero tampoco eres de las que van con lo puesto. Bien puedes apretarle, hija mía, para que se decida pronto, y ponte muy enfurruñada si no lo hace. Ya ves cómo estoy de flaca y consumida; es que no vivo, no puedo vivir mientras mis dos hijas no se coloquen… ¿Llegará ese día, Señor? No lo deseo por vosotras tan sólo, sino por mí, por mi salud, por mi existencia, que no es tan despreciable para que yo no mire un poco por ella. Espero a que os caséis para largarme a la Mancha y llevarme mis pobres huesos, que este Madrid quiere robarme: él a quitármelos, y yo a que no. Veremos quién gana. Decídanlo vuestros novios, hijas mías, y no consientan que me robe mis huesos esta tierra maldita».