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Misericordia

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Fuese Ponte Delgado, despidiéndose con afectuosas salutaciones y sonrisas tristes, y tras él Benina, que apresuró el paso para alcanzarle en el portal o en la calle, deseosa de echar con él un parrafito.

XIX

«Sí, D. Frasco—le dijo codeándose con él en la calle de San Pedro Mártir—. Usted no tiene confianza conmigo, y debe tenerla. Yo soy pobre, más pobre que las ratas; y Dios sabe las amarguras que paso para mantener a mi señora y a la niña, y mantenerme a mí… Pero hay quien me gana en pobreza, y ese pobre de más solenidá que nadie es usted… No diga que no.

–Señá Benina, repito que es usted un ángel.

–Sí… de cornisa… Yo no quiero que usted esté tan desamparado. ¿Por qué le ha hecho Dios tan vergonzoso? Buena es la vergüenza; pero no tanta, Señor… Ya sabemos que el Sr. de Ponte es persona decente; pero ha venido a menos, tan a menos, que no se lo lleva el viento porque no tiene por dónde agarrarlo. Pues bueno: yo soy Juan Claridades; después de atender a todo lo del día, me ha sobrado una peseta. Téngala…

–Por Dios, señá Benina—dijo Frasquito palideciendo primero, después rojo.

–No haga melindres, que le vendrá muy bien para que pueda pagarle a Bernarda la cama de anoche.

–¡Qué ángel, santo Dios, qué ángel!

–Déjese de angelorios, y coja la moneda. ¿No quiere? Pues usted se lo pierde. Ya verá como las gasta la dormilera, que no fía más que una noche, y apurando mucho, dos. Y no salga diciendo que a mí me hace falta. ¡Como que no tengo otra! Pero yo me gobernaré como pueda para sacar el diario de mañana de debajo de las piedras… Que la tome, digo.

Señá Benina, he llegado a tal extremidad de miseria y humillación, que aceptarla la peseta, sí, señora, la aceptaría, olvidándome de quién soy y de mi dignidad, etc… pero ¿cómo quiere usted que yo reciba ese anticipo, sabiendo, como sé, que usted pide limosna para atender a su señora? No puedo, no… Mi conciencia se subleva…

–Déjese de sublevaciones, que no somos aquí de tropa. O usted se lleva la pesetilla, o me enfado, como Dios es mi padre. D. Frasquito, no haga papeles, que es usted más mendigo que el inventor del hambre. ¿O es que necesita más dinero, porque le debe más a la Bernarda? En este caso, no puedo dárselo, porque no lo tengo… Pero no sea usted lila, D. Frasquito, ni se haga de mieles, que esa lagartona de la Bernarda se lo comerá vivo, si no le acusa las cuarenta. A un parroquiano como usted, de la aristocracia, no se le niega el hospedaje porque deba, un suponer, tres noches, cuatro noches… Plántese el buen Frasquito, con cien mil pares, y verá cómo la Bernarda agacha las orejas… Le da usted sus cuatro reales a cuenta, y… échese a dormir tranquilo en el camastro».

O no se convencía Ponte, o convencido de lo buena que sería para él la posesión de la peseta, le repugnaba el acto material de extender la mano y recibir la limosna. Benina reforzó su argumentación diciéndole: «Y puesto que es el niño tan vergonzoso, y no se atreve con su patrona, ni aun dándole a cuenta la cantidá, yo le hablaré a Bernarda, yo le diré que no le riña, ni le apure… Vamos, tome lo que le doy, y no me fría más la sangre, Sr. D. Frasquito».

Y sin darle tiempo a formular nuevas protestas y negativas, le cogió la mano, le puso en ella la moneda, cerrole el puño a la fuerza, y se alejó corriendo. Ponte no hizo ademán de devolverle el dinero, ni de arrojarlo. Quedose parado y mudo; contempló a la Benina como a visión que se desvanece en un rayo de luz, y conservando en su mano izquierda la peseta, con la derecha sacó el pañuelo y se limpió los ojos, que le lloraban horrorosamente. Lloraba de irritación oftálmica senil, y también de alegría, de admiración, de gratitud.

Aún tardó Benina más de una hora en llegar a la calle Imperial, porque antes pasó por la de la Ruda a hacer sus compras. Estas hubieron de ser al fiado, pues se le había concluido el dinero. Recaló en su casa después de las dos, hora no intempestiva ciertamente: otros días había entrado más tarde, sin que la señora por ello se enfadara. Dependía el ser bien o mal recibida de la racha de humor con que a Doña Paca cogía en el momento de entrar. Aquella tarde, por desgracia, la pobre señora rondeña se hallaba en una de sus más violentas crisis de irritabilidad nerviosa. Su genio tenía erupciones repentinas, a veces determinadas por cualquier contrariedad insignificante, a veces por misterios del organismo difíciles de apreciar. Ello es que antes de que Benina traspasara la puerta, Doña Francisca le echó esta rociada: «¿Te parece que son éstas horas de venir? Tengo yo que hablar con D. Romualdo, para que me diga la hora a que sales de su casa… Apuesto a que te descuelgas ahora con la mentira de que fuiste a ver a la niña, y que has tenido que darle de comer… ¿Piensas que soy idiota, y que doy crédito a tus embustes? Cállate la boca… No te pido explicaciones, ni las necesito, ni las creo; ya sabes que no creo nada de lo que me dices, embustera, enredadora».

Conocedora del carácter de la señora, Benina sabía que el peor sistema contra sus arrebatos de furor era contradecirla, darle explicaciones, sincerarse y defenderse. Doña Paca no admitía razonamientos, por juiciosos que fuesen. Cuanto más lógicas y justas eran las aclaraciones del contrario, más se enfurruñaba ella. No pocas veces Benina, inocente, tuvo que declararse culpable de las faltas que la señora le imputaba, porque, haciéndolo así, se calmaba más pronto.

«¿Ves cómo tengo razón?—proseguía la señora, que cuando se ponía en tal estado, era de lo más insoportable que imaginarse puede—. Te callas… quien calla, otorga. Luego es cierto lo que yo digo; yo siempre estoy al tanto… Resulta lo que pensé: que no has subido a casa de Obdulia, ni ese es el camino. Sabe Dios dónde habrás estado de pingo. Pero no te dé cuidado, que yo lo averiguaré… ¡Tenerme aquí sola, muerta de hambre!… ¡Vaya una mañana que me has hecho pasar! He perdido la cuenta de los que han venido a cobrar piquillos de las tiendas, cantidades que no se han pagado ya por tu desarreglo… Porque la verdad, yo no sé dónde echas tú el dinero… Responde, mujer… defiéndete siquiera, que si a todo das la callada por respuesta, me parecerá que aún te digo poco».

Benina repitió con humildad lo dicho anteriormente: que había concluido tarde en casa de D. Romualdo; que D. Carlos Trujillo la entretuvo la mar de tiempo; que había ido después a la calle de la Cabeza…

«Sabe Dios, sabe Dios lo que habrás hecho tú, correntona, y en qué sitios habrás estado… A ver, a ver si hueles a vino».

Oliéndole el aliento, rompió en exclamaciones de asco y horror: «Quita, quítate allá, borracha. Apestas a aguardiente.

–No lo he catado, señora; me lo puede creer».

Insistía Doña Paca, que en aquellas crisis convertía en realidades sus sospechas, y con su terquedad forjaba su convicción.

«Me lo puede creer—repitió Benina—. No he tomado más que un vasito de vino con que me obsequió el Sr. de Ponte.

–Ya me está dando a mí mala espina ese señor de Ponte, que es un viejo verde muy zorro y muy tuno. Tal para cual, pues también tú las matas callando… No pienses que me engañas, hipócrita… Al cabo de la vejez, te da por la disolución, y andas de picos pardos. ¡Qué cosas se ven, Señor, y a qué desarreglos arrastra el maldito vicio!… Te callas: luego es cierto. No; si aunque lo negaras no me convencerías, porque cuando yo digo una cosa, es porque la sé… Tengo yo un ojo…».

Sin dar tiempo a que la delincuente se explicara, salió por este otro registro:

«¿Y qué me cuentas, mujer? ¿Qué recibimiento te hizo mi pariente D. Carlos? ¿Qué tal? ¿Está bueno? ¿No revienta todavía? No necesitas decirme nada, porque, como si hubiera estado yo escondidita detrás de una cortina, sé todo lo que hablasteis… ¿A que no me equivoco? Pues te dijo que lo que a mí me pasa es por mi maldita costumbre de no llevar cuentas. No hay quien le apee de esa necedad. Cada loco con su tema; la locura de mi pariente es arreglarlo todo con números… Con ellos se ha enriquecido, robando a la Hacienda y a los parroquianos; con ellos quiere al fin de la vida salvar su alma, y a los pobres nos recomienda la medicina de los números, que a él no le salva ni a nosotros nos sirve para nada. ¿Con que acierto? ¿Fue esto lo que te dijo?

–Sí, señora. Parece que lo estaba usted oyendo.

–Y después de machacar con esa monserga del Debe y Haber, te habrá dado una limosna para mí… Ignora que mi dignidad se subleva al recibirla. Le estoy viendo abrir las gavetas como quien quiere y no quiere, coger el taleguito en que tiene los billetes, ocultándolo para que no lo vieras tú; le veo sobar el saquito, guardarlo cuidadosamente; le veo echar la llave… Y el muy cochino se descuelga con una porquería. No puedo precisar la cantidad que te habrá dado para mí, porque es tan difícil anticiparse a los cálculos de la avaricia; pero desde luego te aseguro, sin temor de equivocarme, que no ha llegado a los cuarenta duros».

La cara que puso Benina al oír esto no puede describirse. La señora, que atentamente la observaba, palideció, y dijo después de breve pausa:

«Es verdad: me he corrido mucho. Cuarenta, no; pero, aun con lo cicatero y mezquino que es el hombre, no habrá bajado de los veinticinco duros. Menos que eso no lo admito, Nina; no puedo admitirlo.

–Señora, usted está delirando—replicó la otra, plantándose con firmeza en la realidad—. El Sr. D. Carlos no me ha dado nada, lo que se llama nada. Para el mes que viene empezará a darle a usted una paga de dos duros mensuales.

–Embustera, trapalona… ¿Crees que me embaucas a mí con tus enredos? Vaya, vaya, no quiero incomodarme… Me tiene peor cuenta, y no estoy yo para coger berrinches… Comprendido, Nina, comprendido. Allá te entenderás con tu conciencia. Yo me lavo las manos, y dejo a Dios que te dé tu merecido.

 

–¿Qué, señora?

–Hazte ahora la simple y la gatita Marirramos. ¿Pero no ves que yo te calo al instante y adivino tus infundios? Vamos, mujer, confiésalo; no trates de añadir a la infamia el engaño.

–¿Qué, señora?

–Pues que has tenido una mala tentación… Confiésamelo, y te perdono… ¿No quieres declararlo? Pues peor para ti y para tu conciencia, porque te sacaré los colores a la cara. ¿Quieres verlo? Pues los veinticinco duros que te dio para mí D. Carlos, se los has dado a ese Frasquito Ponte para que pague sus deudas, y vaya a comer de fonda, y se compre corbatas, pomada y un bastoncito nuevo… Ya ves, ya ves, bribonaza, cómo todo te lo adivino, y conmigo no te valen ocultaciones. Si sé yo más que tú. Ahora te ha dado por proteger a ese Tenorio fiambre, y le quieres más que a mí, y a él le atiendes y a mí no, y de él te da lástima, y a mí, que tanto te quiero, que me parta un rayo».

Rompió a llorar la señora, y Benina que ya sentía ganas de contestar a tanta impertinencia dándole azotes como a un niño mañoso, al ver las lágrimas se compadeció. Ya sabía que el llanto era la terminación de la crisis de cólera, la sedación del acceso, mejor dicho, y cuando tal sucedía, lo mejor era soltar la risa, llevando la disputa al terreno de las burlas sabrosas.

«Pues sí, señora Doña Francisca—le dijo abrazándola—. ¿Creía usted que habiéndome salido ese novio tan hechicero y tan saleroso, le había de dejar yo en necesidad, sin darle para el pelo?

–No creas que me engatusas con tus bromitas, trapalona, zalamera…—decía la señora, ya desarmada y vencida—. Yo te aseguro que no me importa nada lo que has hecho, porque el dinero de Trujillete yo no lo había de tomar… Preferiría morirme de hambre, a manchar mis manos con él… Dáselo, dáselo a quien quieras, ingratona, y déjame a mí en paz; déjame que me muera olvidada de ti y de todo el mundo.

–Ni usted ni yo nos moriremos tan pronto, porque aún hemos de dar mucha guerra—le dijo la criada, disponiéndose con gran diligencia a darle de comer.

–Veremos qué porquerías me traes hoy… Enséñame la cesta… Pero, hija, ¿no te da vergüenza de traerle a tu ama estas piltrafas asquerosas?… ¿Y qué más? coliflor… Ya me tienes apestada con tus coliflores, que me dan flato, y las estoy repitiendo tres días… En fin, ¿a qué estamos en el mundo más que a padecer? Dame pronto estos comistrajos… ¿Y huevos no has traído? Ya sabes que no los paso, como no sean bien frescos.

–Comerá usted lo que le den, sin refunfuños, que el poner tantos peros a la comida que Dios da, es ofenderle y agraviarle.

–Bueno, hija, lo que tú quieras. Comeremos lo que haya, y daremos gracias a Dios. Pero come tú también, que me da pena verte tan ajetreada, desviviéndote por los demás, y olvidada de ti misma y del alivio de tu cuerpo. Siéntate conmigo, y cuéntame lo que has hecho hoy».

A media tarde, comían las dos, sentaditas a la mesa de la cocina. Doña Paca, suspirando con toda su alma, entre un bocado y otro, expresó en esta forma las ideas que bullían en su mente:

«Dime, Nina, entre tantas cosas raras, incomprensibles, qué hay en el mundo, ¿no habría un medio, una forma… no sé cómo decirlo, un sortilegio por el cual nosotras pudiéramos pasar de la escasez a la abundancia; por el cual todo eso que en el mundo está de más en tantas manos avarientas, viniese a las nuestras que nada poseen?

–¿Qué dice la señora? ¿Que si podría suceder que en un abrir y cerrar de ojos pasáramos de pobres a ricas, y viéramos, un suponer, nuestra casa llena de dinero, y de cuanto Dios crió?

–Eso quiero decir. Si son verdad los milagros, ¿por qué no sucede uno para nosotras, que bien merecido nos lo tenemos?

–¿Y quién dice que no suceda, que no tengamos esa ocurrencia?—respondió Benina, en cuya mente surgió de improviso, con poderoso relieve y extraordinaria plasticidad, el conjuro que Almudena le había enseñado, para pedir y obtener todos los bienes de la tierra.

XX

De tal modo se posesionaron de su espíritu la idea y las imágenes expresadas por el ciego africano, que a punto estuvo de contarle a su ama el maravilloso método de conjurar y hacer venir al Rey de baixo terra. Pero recelando que aquel secreto sería menos eficaz cuanto más se divulgara, contúvose en su locuacidad, y tan sólo dijo que bien podría suceder que de la noche a la mañana se les metiera por las puertas la fortuna. Al acostarse junto a Doña Paca, pues dormían en la misma alcoba, pensó que todo aquello de Almudena era una papa, y tomarlo en serio la mayor de las necedades. Quiso dormirse, mas no pudo; volvió su espíritu a dar agasajo a la idea, creyéndola de posible realización, Y si esfuerzos hacía por desecharla, con mayor tenacidad la pícara idea se le metía en el cerebro.

«¿Qué se pierde por probarlo?—se decía, arropándose en la cama—. Podrá no ser verdad… ¿Pero y si lo fuese? ¡Cuántas mentiras hubo que luego se volvieron verdades como puños!… Pues lo que es yo, no me quedo sin probarlo, y mañana mismo, con el primer dinero que saque, compro el candil de barro, sin hablar. El cuento es que no sé cómo puede tratarse un artículo sin hablar… En fin, me haré la sordomuda… Luego buscaré el palitroque, también sin hablar… Falta que el moro me enseñe la oración, y que yo la aprenda sin que se me escape un verbo…».

Después de un breve sueño, despertó creyendo firmemente que en la salita próxima había unas esportonas o seretas muy grandes, muy grandes, llenas de diamantes, rubiles, perlas y zafiros… En la obscuridad de las habitaciones nada podía ver; pero de que aquellas riquezas estaban allí no tenía la menor duda. Cogió la caja de fósforos, dispuesta a encender, para recrear su vista en el tesoro; mas por no despertar a Doña Paca, cuyo sueño era muy ligero, dejó para la mañana el examen de tantas maravillas… Pasado un rato, no tardó en reírse de su ilusión, diciéndose: «¡Pues no soy poco lila!… Es todavía pronto para que traigan eso…». Al amanecer, despertose al ladrido de dos perrazos blancos que salían de debajo de las camas; sintió la campanilla de la puerta; echose al suelo, y en camisa corrió a abrir, segura de que llamaba algún ayudante o gentilhombre del Rey de luenga barba y vestido verde… Pero no era nadie; no había ser viviente en la puerta.

Arreglose para salir, disponiendo el desayuno de la señora, y dando el primer barrido a la casa, y a las siete salía ya con su cesta al brazo por la calle Imperial. Como no tenía un céntimo ni de dónde le viniera, encaminose a San Sebastián, pensando por el camino en D. Romualdo y su familia, pues de tanto hablar de aquellos señores, y de tanto comentarlos y describirlos, había llegado a creer en su existencia. «¡Vaya que soy gilí!—se decía—. Invento yo al tal D. Romualdo, y ahora se me antoja que es persona efetiva y que puede socorrerme. No hay más D. Romualdo que el pordioseo bendito, y a eso voy, y veremos si cae algo, con permiso de la Caporala». El día era bueno; al entrar, díjole Pulido que había funeral de primera, y boda en la sacristía. La novia era sobrina de un ministro pleniputenciano, y el novio… cosa de periódicos. Ocupó Benina su puesto, y se estrenó con dos céntimos que le dio una señora. Sus compañeras trataron de hacerla cantar el para qué la había llamado D. Carlos; pero sólo contestó con evasivas y medias palabras. Suponiendo la Casiana que el señor de Trujillo había tratado con señá Benina el darle los restos de comida de su casa, la trató con miramiento, sin duda por llamarse a la parte.

Al fin los del funeral no repartieron cosa mayor; y si los del bodorrio se corrieron algo más, acudió tanta pobretería de otros cuadrantes, y se armó tal barullo y confusión, que unos cogieron por cinco, y otros se quedaron in albis. Al ver salir a la novia, tan emperifollada, y a las señoras y caballeros de su compañía, cayeron sobre ellos como nube de langosta, y al padrino le estrujaron el gabán, y hasta le chafaron el sombrero. Trabajo le costó al buen señor sacudirse la terrible plaga, y no tuvo más remedio que arrojar un puñado de calderilla en medio del patio. Los más ágiles hicieron su agosto; los más torpes gatearon inútilmente. La Caporala y Eliseo trataban de poner orden, y cuando los novios y todo el acompañamiento se metieron en los coches, quedó en las inmediaciones de la iglesia la turbamulta mísera, gruñendo y pataleando. Se dispersaba, y otra vez se reunía con remolinos zumbadores. Era como un motín, vencido por su propio cansancio. Los últimos disparos eran: «Tú cogiste másme han quitado lo míoaquí no hay decenciacuánto pillo…». La Burlada, que era de las que más habían apandado, echaba sapos y culebras de su boca, concitando los ánimos de toda la cuadrilla contra la Caporala y Eliseo. Por fin, intervino la policía, amenazándoles con recogerles si no callaban, y esto fue como la palabra de Dios. Los intrusos se largaron; los de casa se metieron en el pasadizo. Benina sacó de toda la campaña del día, comprendido funeral y boda, 22 céntimos, y Almudena, 17. De Casiana y Eliseo se dijo que habían sacado peseta y media cada uno.

Al retirarse juntos el ciego marroquí y Benina, lamentándose de su mala sombra, fueron a parar, como la otra vez, a la plaza del Progreso, y se sentaron al pie de la estatua para deliberar acerca de las dificultades y ahogos de aquel día. No sabía ya Benina a qué santo encomendarse: con la limosna de la jornada no tenía ni para empezar, porque érale forzoso pagar algunas deudillas en los establecimientos de la calle de la Ruda, a fin de sostener el crédito y poder trampear unos días más. Díjole Almudena que él se hallaba en absoluta imposibilidad de favorecerla; lo más que podía hacer era entregarle las perras de la mañana, y por la noche lo que sacar pudiera en el resto del día, pidiendo en su puesto de costumbre, calle del Duque de Alba, junto al cuartel de la Guardia Civil. Rechazó la anciana esta generosidad, porque también él necesitaba vivir y alimentarse, a lo que repuso el marroquí que con un café con pan migao, en la Cruz del Rastro, tenía bastante para tirar hasta la noche. Resistiéndose a admitir la oferta, planteó Benina la cuestión de conjurar al Rey de baixo terra, mostrando una confianza y fe que fácilmente se explican por la grande necesidad en que estaba. Lo desconocido y misterioso busca sus prosélitos en el reino de la desesperación, habitado por las almas que en ninguna parte hallan consuelo.

«Ahora mismo—dijo la pobre mujer—, quiero comprar las cosas. Hoy es viernes, y mañana sábado hacemos la prueba.

Compriar ti cosas, sin hablar…

–Claro, sin decir una palabra. ¿Qué se pierde por hacer la prueba? Y dime otra cosa: ¿ha de ser precisamente a media noche?».

Contestó el ciego que sí, repitiendo las reglas y condiciones imprescindibles para la eficacia del conjuro, y Benina trató de fijarlo todo en su memoria.

«Ya sé—le dijo al fin—, que estarás todo el día en la fuentecilla del Duque de Alba—. Si se me olvida algo, iré a preguntártelo, y a que me enseñes la oración. Eso sí que me ha de costar trabajo aprenderlo, sobre todo si no me lo pones en lengua cristiana, que lo que es en la tuya, hijo de mi alma, no sé cómo voy a componerme para no equivocarme.

–Si quivoquiar ti, Rey no vinier».

Desalentada con estas dificultades, separose Benina de su amigo, por la prisa que tenía de reunir algunas perras con que completar lo que para las obligaciones de aquel día necesitaba, y no pudiendo esperar ya cosa alguna del crédito, se puso a pedir en la esquina de la calle de San Millán, junto a la puerta del café de los Naranjeros, importunando a los transeúntes con el relato de sus desdichas: que acababa de salir del hospital, que su marido se había caído de un andamio, que no había comido en tres semanas, y otras cosas que partían los corazones. Algo iba pescando la infeliz, y hubiera cogido algo más, si no se pareciese por allí un maldito guindilla que la conminó con llevarla a los sótanos de la prevención de la Latina, si no se largaba con viento fresco. Ocupose luego en comprar los adminículos para el conjuro, empresa harto engorrosa, porque todo había de hacerse por señas, y se fue a su casa pensando que sería gran dificultad efectuar allí la endiablada hechicería sin que se enterase la señora. Contra esto no había más recurso que figurar que D. Romualdo se había puesto muy malito, y salir de noche a velarle, yéndose a casa de Almudena… Pero la presencia de la Petra podría ser obstáculo: al peligro de que un testigo incrédulo imposibilitara la cosa, se añadía el inconveniente grave de que, en caso de éxito feliz, la borrachona quisiera apropiarse todos o una parte de los tesoros donados por el Rey… Por cierto que mejor que en piedras preciosas, sería que lo trajesen todo en moneda corriente, o en fajos de billetes de Banco, bien sujetos con una goma, como ella los había visto en las casas de cambio. Porque… no era floja pejiguera tener que ir a las platerías a proponer la venta de tantas perlas, zafiros y diamantes… En fin, que lo trajeran como les diese la gana: no era cosa de poner reparos, ni exigir muchos perendengues.

 

Halló a Doña Paca de mal temple, porque se había parecido en la casa, muy de mañana, un dependiente de la tienda, y habíala insultado con expresiones brutales y soeces. La pobre señora lloraba y se tiraba de los pelos, suplicando a su fiel amiga que arase la tierra en busca de los pocos duros que hacían falta, para tirárselos al rostro al bestia del tendero, y Benina se devanaba los sesos por encontrar la solución del terrible conflicto.

«Mujer, por piedad, discurre, inventa algo—le decía la señora, hecha un mar de lágrimas—. Para las ocasiones son los amigos. En circunstancias muy críticas, no hay más remedio que perder la vergüenza… ¿No se te ocurre, como a mí, que tu D. Romualdo podría sacarnos del compromiso?».

La criada no contestó. Preparando la comida de su ama, daba vueltas en su mente a las combinaciones más sutiles. Repetida la proposición por Doña Paca, pareció que Benina la encontraba razonable. «D. Romualdo… sí, sí. Iré a ver… Pero no respondo, señora, no respondo. Quizás desconfíen… Una cosa es hacer caridad, y otra prestar dinero… y no salimos del paso con menos de diez duros… ¿Qué dijo ese bruto de Gabino? ¿que volvería mañana a darnos otro escándalo?… ¡Canalla, ladrón… que todo lo vende adúltero!… Pues, sí, es cosa de diez duros, y no sé si D. Romualdo… Por él no quedaría; pero su hermana es puño en rostro… ¡Diez duros!… Voy a ver… Pero no extrañe la señora que tarde un poco. Estas cosas… no sabe una cómo tratarlas… Depende de la cara que pongan; a lo mejor salen con aquello de «vuelva usted…». Me voy, me voy; ya me entra la desazón… tardaré… pero no tarda quien a casa llega…

–Sobre todo si no trae las manos vacías. Vete, hija, vete, y el Señor te acompañe y te afine las entendederas. Si yo tuviera tu talento, pronto saldría de estas trapisondas. Aquí me quedo rezando a todos los santos del cielo para que te inspiren, y a las dos nos saquen de este Purgatorio. Adiós, hija».

Habiéndose trazado un plan, el único que, en su certero juicio, le ofrecía remotas probabilidades de éxito, dirigiose Benina a la calle de Mediodía Grande, y a la casa de dormir propiedad de su amiga Doña Bernarda.