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Misericordia

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XVI

Del arte exquisito para conservar la ropa no hablemos. Nadie como él sabía encontrar en excéntricos portales sastres económicos, que por poquísimo dinero volvían una pieza; nadie como él sabía tratar con mimo las prendas de uso perenne para que desafiaran los años, conservándose en los puros hilos; nadie como él sabía emplear la bencina para limpieza de mugres, planchar arrugas con la mano, estirar lo encogido y enmendar rodilleras. Lo que le duraba un sombrero de copa no es para dicho. Para averiguarlo no valdría compulsar todas las cronologías de la moda, pues a fuerza de ser antigua la del chisterómetro que usaba, casi era moderna, y a esta ilusión contribuía el engaño de aquella felpa, tan bien alisada con amorosos cuidados maternales. Las demás prendas de ropa, si al sombrero igualaban en longevidad, no podían emular con él en el disimulo de años de servicio, porque con tantas vueltas y transformaciones, y tantos recorridos de aguja y pases de plancha, ya no eran sino sombra de lo que fueron. Un gabancillo de verano, clarucho, usaba D. Frasquito en todo tiempo: era su prenda menos inveterada, y le servía para ocultar, cerrado hasta el cuello, todo lo demás que llevaba, menos la mitad de los pantalones. Lo que se escondía debajo de la tal prenda, sólo Dios y Ponte lo sabían.

Persona más inofensiva no creo haya existido nunca; más inútil, tampoco. Que Ponte no había servido nunca para nada, lo atestiguaba su miseria, imposible de disimular en aquel triste occidente de su vida. Había heredado una regular fortunilla, desempeñó algunos destinos buenos, y no tuvo atenciones ni cargas de familia, pues se petrificó en el celibato, primero por adoración de sí mismo, después por haber perdido el tiempo buscando con demasiado escrúpulo y criterio muy rígido un matrimonio de conveniencia, que no encontró, ni encontrar podía, con las gollerías y perendengues que deseaba. En la época en que aún no existía la palabra cursi, Ponte Delgado consagró su vida a la sociedad, vistiendo con afectada elegancia, frecuentando, no diré los salones, porque entonces poco se usaba esta denominación, sino algunos estrados de casas buenas y distinguidas. Los verdaderos salones eran pocos, y Frasquito, por más que en su vejez hacía gala de haber entrado en ellos, la verdad era que ni por el forro los conocía. En las tertulias que frecuentaba y bailes a que asistía, así como en los casinos y centros de reunión masculina, no digamos que desentonaba; pero tampoco se distinguía por su ingenio, ni por esa hidalga mezcla de corrección y desgaire que constituye la elegancia verdadera. Muy estiradito siempre, eso sí; muy atento a sus guantes, a su corbata, a su pie pequeño, resultaba grato a las damas, sin interesar a ninguna; tolerable para los hombres, algunos de los cuales verdaderamente le estimaban.

Sólo en nuestra sociedad heterogénea, libre de escrúpulos y distinciones, se da el caso de que un hidalguete, poseedor de cuatro terruños, o un empleadillo de mediano sueldo, se confundan con marqueses y condes de sangre azul, o con los próceres del dinero, en los centros de falsa elegancia; que se junten y alternen los que explotan la vida suntuaria por sus negocios, o sus vanidades, o bien por audaces amoríos, y los que van a bailar y a comer y departir con las señoras, sin más objeto que procurarse recomendaciones para un ascenso, o el favor de un jefe para faltar impunemente a las horas de oficinas. No digo esto por Frasquito Ponte, el cual era algo más que un pelagatos fino en los tiempos de su apogeo social. Su decadencia no empezó a manifestarse de un modo notorio hasta el 59; se defendió heroicamente hasta el 68, y al llegar este año, marcado en la tabla de su destino con trazo muy negro, desplomose el desdichado galán en los abismos de la miseria, para no levantarse más. Años antes se había comido los últimos restos de su fortuna. El destino que con grandes fatigas pudo conseguir de González Bravo, se lo quitó despiadadamente la revolución; no gozaba cesantía, no había sabido ahorrar. Quedose el cuitado sin más rentas que el día y la noche, y la compasión de algunos buenos amigos que le sentaban a su mesa. Pero los buenos amigos se murieron o se cansaron, y los parientes no se mostraban compasivos. Pasó hambres, desnudeces, privaciones de todo lo que había sido su mayor gusto, y en tan tremenda crisis, su delicadeza innata y su amor propio fueron como piedra atada al cuello para que más pronto se hundiera y se ahogara: no era hombre capaz de importunar a los amigos con solicitudes de dinero, vulgo sablazos, y sólo en contadísimas ocasiones, verdaderos casos críticos o de peligro de muerte, en la lucha con la miseria, se aventuró a extender la mano en demanda de auxilio, revistiéndola, eso sí, para guardar las formas, de un guante, que aunque descosido y roto, guante era al fin. Antes se muriera de hambre Frasquito, que hacer cosa alguna sin dignidad. Se dio el caso de entrar disfrazado en el figón de Boto, a comer dos reales de cocido, antes que presentarse en una buena casa, donde si le admitían con agasajo, también lastimaban con crueles bromas su decoro, refregándole en el rostro su gorronería y parasitismo.

Con angustioso afán buscaba el infeliz medios de existencia, aunque fueran de los menos lucrativos; pero la cortedad de sus talentos dificultaba más lo que en todos los casos es difícil. Tanto revolvió, que al fin pudo encontrar algunos empleíllos, indignos ciertamente de su anterior posición, pero que le permitieron vivir algún tiempo sin rebajarse. Su miseria, al cabo, podía decorarse con un barniz de dignidad. Recibir un corto auxilio pecuniario como pasante de un colegio, o como escribiente de unos boteros de la calle de Segovia, para llevarles las cuentas y ponerles las cartas, era limosna ciertamente, pero tan bien disimulada, que no había desdoro en recibirla. Arrastró vida mísera durante algunos años, solitario habitante de los barrios del Sur, sin atreverse a pasar a los del Centro y Norte, por miedo de encontrar conocimientos que le vieran mal calzado y peor vestido; y habiendo perdido aquellos acomodos, buscó otros, aceptando al fin, no sin escrúpulos y crispaduras de nervios, el cargo de comisionista o viajante de una fábrica de jabón, para ir de tienda en tienda y de casa en casa ofreciendo el género, y colocando las partidas que pudiera. Mas tan poca labia y malicia el pobrecillo desplegaba en este oficio chalanesco, que pronto hubo de quedarse en la calle. Últimamente le deparó el cielo unas señoras viejas de la Costanilla de San Andrés, para que les llevara las cuentas de un resto de comercio de cerería, que liquidaban, cediendo en pequeñas partidas las existencias a las parroquias y congregaciones. Escaso era el trabajo; mas por él le daban tan sólo dos pesetas diarias, con las cuales realizaba el milagro de vivir, agenciándose comida y lecho, y no se dice casa, porque en realidad no la tenía.

Ya desde el 80, que fue el año terrible para el sin ventura Frasquito, se determinó a no tener domicilio, y después de unos días de horrorosa crisis en que pudo compararse al caracol, por el aquel de llevar su casa consigo, entendiose con la señá Bernarda, la dueña de los dormitorios de la calle del Mediodía Grande, mujer muy dispuesta y que sabía distinguir. Por tres reales le daba cama de a peseta, y en obsequio a la excepcional decencia del parroquiano, por sólo un real de añadidura le dejaba tener su baúl en un cuartucho interior, donde, además, le permitía estar una hora todas las mañanas arreglándose la ropa, y acicalándose con sus lavatorios, cosméticos y manos de tinte. Entraba como un cadáver, y salía desconocido, limpio, oloroso y reluciente de hermosura.

La restante peseta la empleaba en comer y en vestirse… ¡Problema inmenso, álgebra imposible! Con todos sus apuros, aquella temporada le dio relativo descanso, porque no sufría la humillación de pedir socorro, y malo o bueno, tuerto o derecho, tenía el hombre un medio de vivir, y vivía y respiraba, y aún le sobraba tiempo para dar algunas volteretas por los espacios imaginarios. Su honesto trato con Obdulia, que vino del conocimiento con Doña Paca y de las relaciones comerciales de las viejas cereras con el funerario, suegro de la niña, si llevó al espíritu de Ponte el consuelo de la concordancia de ideas, gustos y aficiones, le puso en el grave compromiso de desatender las necesidades de boca para comprarse unas botas nuevas, pues las que por entonces prestaban servicio exclusivo hallábanse horrorosamente desfiguradas, y por todo pasaba el menesteroso, menos por entrar con feo pie en las regiones de lo ideal.

XVII

Con el espantoso desequilibrio que trajeron al menguado presupuesto, las botas nuevas y otros artículos de verdadera superfluidad, como pomada, tarjetas, etc., en los cuales fue preciso invertir sumas de relativa consideración, se quedó Frasquito enteramente vacío de barriga y sin saber dónde ni cómo había que llenarla. Pero la Providencia, que no abandona a los buenos, le deparó su remedio en la casa misma de Obdulia, que le mataba el hambre algunos días, rogándole que la acompañase a almorzar; y por cierto que tenía que gastar no poca saliva para reducirle, y vencer su delicadeza y cortedad. Benina, que le leía en el rostro la inanición, gastaba menos etiquetas que su señorita, y le servía con brusquedad, riéndose de los melindres y repulgos con que daba delicada forma a la aceptación.

Aquel día, que tan siniestro se presentaba, y que la aparición de Benina trocó en uno de los más dichosos, Obdulia y Frasquito, en cuanto comprendieron que estaba resuelto el problema de la reparación orgánica, se lanzaron a cien mil leguas de la realidad, para espaciar sus almas en el rosado ambiente de los bienes fingidos. Las ideas de Ponte eran muy limitadas: las que pudo adquirir en los veinte años de su apogeo social se petrificaron, y ni en ellas hubo modificación, ni las adquirió nuevas. La miseria le apartó de sus antiguas amistades y relaciones, y así como su cuerpo se momificaba, su pensamiento se iba quedando fósil. En su manera de pensar, no había rebasado las líneas del 68 y 70. Ignoraba cosas que sabe todo el mundo; parecía hombre caído de un nido o de las nubes; juzgaba de sucesos y personas con candorosa inocencia. La vergüenza de su aflictivo estado y el retraimiento consiguiente, no tenían poca parte en su atraso mental y en la pobreza de sus pensamientos.

 

Por miedo a que le viesen hecho una facha, se pasaba semanas y aun meses sin salir de sus barrios; y como no tuviera necesidad imperiosa que al centro le llamase, no pasaba de la Plaza Mayor. Le azaraba continuamente la monomanía centrífuga; prefería para sus divagaciones las calles obscuras y extraviadas, donde rara vez se ve un sombrero de copa. En tales sitios, y disfrutando de sosiego, tiempo sin tasa y soledad, su poder imaginativo hacía revivir los tiempos felices, o creaba en los presentes seres y cosas al gusto y medida del mísero soñador.

En sus coloquios con Obdulia, Frasquito no cesaba de referirle su vida social y elegante de otros tiempos, con interesantes pormenores: cómo fue presentado en las tertulias de los señores de Tal, o de la Marquesa de Cuál; qué personas distinguidas allí conoció, y cuáles eran sus caracteres, costumbres y modos de vestir. Enumeraba las casas suntuosas donde había pasado horas felices, conociendo lo mejorcito de Madrid en ambos sexos, y recreándose con amenos coloquios y pasatiempos muy bonitos. Cuando la conversación recaía en cosas de arte, Ponte, que deliraba por la música y por el Real, tarareaba trozos de Norma y de Maria di Rohan, que Obdulia escuchaba con éxtasis. Otras veces, lanzándose a la poesía, recitábale versos de D. Gregorio Romero Larrañaga y de otros vates de aquellos tiempos bobos. La radical ignorancia de la joven era terreno propio para estos ensayos de literaria educación, pues en todo hallaba novedad, todo le causaba el embeleso que sentiría una criatura al ver juguetes por primera vez.

No se saciaba nunca la niña (a quien es forzoso llamar así, a pesar de ser casada, con su aborto correspondiente) de adquirir informes y noticias de la vida de sociedad, pues aunque algunos conocimientos de ello tuviera, por recuerdos vagos de su infancia, y por lo que su madre le había contado, hallaba en las descripciones y pinturas de Ponte mayor encanto y poesía. Sin duda, la sociedad del tiempo de Frasquito era más bella que la coetánea, más finos los hombres, las señoras más graciosas y espirituales. A ruego de ella, el elegante fósil describía los convites, los bailes, con todas sus magnificencias; el buffet o ambigú, con sus variados manjares y refrigerios; contaba las aventuras amorosas que en su tiempo dieron que hablar; enumeraba las reglas de buena educación que entonces, hasta en los ínfimos detalles de la vida suntuaria, estaba en uso, y hacía el panegírico de las bellezas que en su tiempo brillaron, y ya se habían muerto o eran arrinconados vejestorios. No se dejó en el tintero sus propias aventurillas, o más bien pinitos amorosos, ni los disgustos que por tales excesos tuvo con maridos escamones o hermanos susceptibles. De las resultas, había tenido también su duelo correspondiente, ¡vaya! con padrinos, condiciones, elección de armas, dimes y diretes, y, por fin, choque de sables, terminando todo en fraternal almuerzo. Un día tras otro, fue contando las varias peripecias de su vida social, la cual contenía todas las variedades del libertinaje candoroso, de la elegancia pobre y de la tontería honrada. Era también Frasquito un excelente aficionado al arte escénico, y representó en distintos teatros caseros papeles principales en Flor de un día y La trenza de sus cabellos. Aún recordaba parlamento y bocadillos de ambas obras, que repetía con énfasis declamatorio, y que Obdulia oía con arrobamiento, arrasados los ojos en lágrimas, dicho sea con frase de la época. Refirió también, y para ello tuvo que emplear dos sesiones y media, el baile de trajes que dio, allá por los años de Maricastaña, una señora Marquesa o Baronesa de No sé cuántos. No olvidaría Frasquito, si mil años viviese, aquella grandiosa fiesta, a la que asistió de bandido calabrés. Y se acordaba de todos, absolutamente de todos los trajes, y los describía y especificaba, sin olvidar cintajo ni galón. Por cierto que los preparativos de su vestimenta, y los pasos que tuvo que dar para procurarse las prendas características, le robaron tanto tiempo día y noche, que faltó semanas enteras a la oficina, y de aquí le vino la primera cesantía, y con la cesantía sus primeros atrasos.

Aunque en muy pequeña escala, también podía Frasquito satisfacer otra curiosidad de Obdulia: la curiosidad, o más bien ilusión, de los viajes. No había dado la vuelta al mundo; pero ¡había estado en París! y para un elegante, esto quizás bastaba. ¡París! ¿Y cómo era París? Obdulia devoraba con los ojos al narrador, cuando este refería con hiperbólicos arranques las maravillas de la gran ciudad, nada menos que en los esplendorosos tiempos del segundo Imperio. ¡Ah! ¡la Emperatriz Eugenia, los Campos Elíseos, los bulevares, Nôtre Dame, Palais Royal… y para que en la descripción entrara todo, Mabille, las loretas!… Ponte no estuvo más que mes y medio, viviendo con grande economía, y aprovechando muy bien el tiempo, día y noche, para que no se le quedara nada por ver. En aquellos cuarenta y cinco días de libertad parisiense, gozó lo indecible, y se trajo a Madrid recuerdos e impresiones que contar para tres años seguidos. Todo lo vio, lo grande y lo chico, lo bello y lo raro; en todo metió su nariz chiquita, y no hay que decir que se permitió su poco de libertinaje, deseando conocer los encantos secretos y seductoras gracias que esclavizan a todos los pueblos, haciéndoles tributarios de la voluptuosa Lutecia.

Precisamente aquel día, mientras Benina con diligencia suma trasteaba en la cocina y comedor, Frasquito contaba a Obdulia cosas de París, y tan pronto, en su pintoresco relato, descendía a las alcantarillas, como se encaramaba en la torre del pozo artesiano de Grenelle.

–Muy cara ha de ser la vida en París—le dijo su amiga—. ¡Ah! Sr. de Ponte, eso no es para pobres.

–No, no lo crea usted. Sabiendo manejarse, se puede vivir como se quiera. Yo gastaba de cuatro a cinco napoleones diarios, y nada se me quedó por ver. Pronto aprendí las correspondencias de los ómnibus, y a los sitios más distantes iba por unos cuantos sus. Hay restauranes económicos, donde le sirven a usted por poco dinero buenos platos. Verdad es que en propinas, que allí llaman pour boire, se gasta más de la cuenta; pero créame usted, las da uno con gusto por verse tratado con tanta amabilidad. No oye usted más que pardon, pardon a todas horas.

–Pero entre las mil cosas que usted vio, Ponte, se olvida de lo mejor. ¿No vio usted a los grandes hombres?

–Le diré a usted. Como era verano, los grandes hombres se habían ido a tomar baños. Víctor Hugo, como usted sabe, estaba en la emigración.

–Y a Lamartine, ¿no le vio usted?

–En aquella época, ya el autor de Graziella había fallecido. Una tarde, los amigos que me acompañaban en mis paseos me enseñaron la casa de Thiers, el gran historiador, y también me llevaron al café donde, por invierno, solía ir a tomarse su copa de cerveza Paul de Kock.

–¿El de las novelas para reír? Tiene gracia; pero sus indecencias y porquerías me fastidian.

También vi la zapatería donde le hacían las botas a Octavio Feuillet. Por cierto que allí me encargué unas, que me costaron seis napoleones… ¡pero qué hechura, qué género! Me duraron hasta el año de la muerte de Prim…

–Ese Octavio, ¿de qué es autor?

–De Sibila y otras obras lindísimas.

–No le conozco… Creo confundirle con Eugenio Sué, que escribió, si no recuerdo mal, los Pecados capitales y Nuestra Señora de París.

Los Misterios de París, quiere usted decir.

–Eso… ¡Ay, me puse mala cuando leí esa obra, de la gran impresión que me produjo!

–Se identificaba usted con los personajes, y vivía la vida de ellos.

–Exactamente. Lo mismo me ha pasado con María o la hija de un jornalero…».

En esto les avisó Benina que ya tenía preparada la pitanza, y les faltó tiempo para caer sobre ella y hacer los debidos honores a la tortilla de escabeche y a las chuletas con patatas fritas. Dueño de su voluntad en todo acto que requiriese finura y buenas formas, Ponte se las compuso admirablemente con sus nervios para no dar a conocer la ferocidad de su hambre atrasada. Con bondadosa confianza, Benina le decía: «Coma, coma, Sr. de Ponte, que aunque esta no es comida fina, como las que a usted le dan en otras casas, no le viene mal ahora… Los tiempos están malos. Hay que apencar con todo…

–Señora Nina—replicaba el proto-cursi—, yo aseguro, bajo mi palabra de honor, que es usted un ángel; yo me inclino a creer que en el cuerpo de usted se ha encarnado un ser benéfico y misterioso, un ser que es mera personificación de la Providencia, según la entendían y entienden los pueblos antiguos y modernos.

–¡Válgate Dios lo que sabe, y qué tonterías tan saladas dice!».

XVIII

Con la reparadora substancia del almuerzo, los cuerpos parecía que resucitaban, y los espíritus fortalecidos levantaron el vuelo a las más altas regiones. Instalados otra vez en el gabinete, Ponte Delgado contó las delicias de los veranos de Madrid en su tiempo. En el Prado se reunía toda la nata y flor. Los pudientes iban de estación a la Granja. Él había visitado más de una vez el Real Sitio, y había visto correr las fuentes.

«¡Y yo que no he visto nada, nada!—exclamaba Obdulia con tristeza, poniendo en sus bellos ojos un desconsuelo infantil—. Crea usted, amigo Ponte, que ya me habría vuelto tonta de remate, si Dios no me hubiera dado la facultad de figurarme las cosas que no he visto nunca. No puede usted imaginar cuánto me gustan las flores: me muero por ellas. En su tiempo, mamá me dejaba tener tiestos en el balcón: después me los quitaron, porque un día regué tanto, que subió el policía y nos echaron multa. Siempre que paso por un jardín, me quedo embobada mirándolo. ¡Cuánto me gustaría ver los de Valencia, los de la Granja, los de Andalucía!… Aquí apenas hay flores, y las que vemos vienen por ferrocarril, y llegan mustias. Mi deseo es admirarlas en la planta. Dicen que hay tantísimas clases de rosas: yo quiero verlas, Ponte; yo quiero aspirar su aroma. Se dan grandes y chicas, encarnadas y blancas, de muchas variedades. Quisiera ver una planta de jazmín grande, grande, que me diera sombra. ¡Y cómo me quedaría yo embelesada, viendo las mil florecillas caer sobre mis hombros, y prendérseme en el pelo!… Yo sueño con tener un magnífico jardín y una estufa… ¡Ay! esas estufas con plantas tropicales y flores rarísimas, quisiera verlas yo. Me las figuro; las estoy viendo… me muero de pena por no poder poseerlas.

–Yo he visto—dijo Ponte—, la de D. José Salamanca en sus buenos tiempos. Figúresela usted más grande que esta casa y la de al lado juntas. Figúrese usted palmeras y helechos de gran altura, y piñas de América con fruto. Me parece que la estoy viendo.

–Y yo también. Todo lo que usted me pinta, lo veo. A veces, soñando, soñando, y viendo cosas que no existen, es decir, que existen en otra parte, me pregunto yo: '¿Pero no podría suceder que algún día tuviera yo una casa magnífica, elegante, con salones, estufa… y que a mi mesa se sentaran los grandes hombres… y yo hablara con ellos y con ellos me instruyera?'.

–¿Por qué no ha de poder ser? Usted es muy joven, Obdulia, y tiene aún mucha vida por delante. Todo eso que usted ve en sueños, véalo como una realidad posible, probable. Dará usted comidas de veinte cubiertos, una vez por semana, los miércoles, los lunes… Le aconsejo a usted, como perro viejo en sociedad, que no ponga más de veinte cubiertos, y que invite para esos días gente muy escogida.

–¡Ah!… bien… lo mejor, la crema

–Los demás días, seis cubiertos, los convidados íntimos y nada más; personas de alcurnia, ¿sabe? personas allegadas a usted y que le tengan cariño y respeto. Como es usted tan hermosa, tendrá adoradores… eso no lo podrá evitar… No dejará de verse en algún peligro, Obdulia. Yo le aconsejo que sea usted muy amable con todos, muy fina, muy cortés; pero en cuanto se propase alguno, revístase de dignidad, y vuélvase más fría que el mármol, y desdeñosa como una reina.

–Eso mismo he pensado yo, y lo pienso a todas horas. Estaré tan ocupada en divertirme, que no se me ocurrirá ninguna cosa mala. ¡Que gusto ir a todos los teatros, no perder ópera, ni concierto, ni función de drama o comedia, ni estreno, ni nada, Señor, nada! Todo lo he de ver y gozar… Pero crea usted una cosa, y se la digo con el corazón. En medio de todo ese barullo, yo gozaría extremadamente en repartir muchas limosnas; iría yo en busca de los pobres más desamparados, para socorrerles y… En fin, que yo no quiero que haya pobres… ¿Verdad, Frasquito, que no debe haberlos?

 

–Ciertamente, señora. Usted es un ángel, y con la varilla mágica de su bondad hará desaparecer todas las miserias.

–Ya se me figura que es verdad cuanto usted me dice. Yo soy así. Vea usted lo que me pasa: hace un rato hablábamos de flores; pues ya se me ha pegado a la nariz un olor riquísimo. Paréceme que estoy dentro de mi estufa, viendo tantos primores, y oliendo fragancias deliciosas. Y ahora, cuando hablábamos de socorrer la miseria, se me ocurrió decirle: 'Frasquito, tráigame una lista de los pobres que usted conozca, para empezar a distribuir limosnas'.

–La lista pronto se hace, señora mía—dijo Ponte contagiado del delirio imaginativo, y pensando que debía encabezar la propuesta con el nombre del primer menesteroso del mundo: Francisco Ponte Delgado.

–Pero habrá que esperar—añadió Obdulia, dándose de hocicos contra la realidad, para volver a saltar otra vez, cual pelota de goma, y remontarse a las alturas—. Y diga usted: en ese correr por Madrid buscando miserias que aliviar, me cansaré mucho, ¿verdad?

–¿Pero para qué quiere usted sus coches?… Digo, yo parto de la base de que usted tiene una gran posición.

–Me acompañará usted.

–Seguramente.

–¿Y le veré a usted paseando a caballo por la Castellana?

–No digo que no. Yo he sido regular jinete. No gobierno mal… Ya que hemos hablado de carruajes, le aconsejo a usted que no tenga cocheras… que se entienda con un alquilador. Los hay que sirven muy bien. Se quitará usted muchos quebraderos de cabeza.

–¿Y qué le parece a usted?—dijo Obdulia ya desbocada y sin freno—. Puesto que he de viajar, ¿a dónde debo ir primero, a Alemania o a Suiza?

–Lo primero a París…

–Es que yo me figuro que ya he visto a París… Eso es de clavo pasado… Ya estuve: quiero decir, ya estoy en que estuve, y que volveré, de paso para otro país.

–Los lagos de Suiza son linda cosa. No olvide usted las ascensiones a los Alpes para ver… los perros del Monte San Bernardo, los grandes témpanos de hielo, y otras maravillas de la Naturaleza.

–Allí me hartaré de una cosa que me gusta atrozmente: manteca de vacas bien fresca… Dígame, Ponte, con franqueza: ¿qué color cree usted que me sienta mejor, el rosa o el azul?

–Yo afirmo que a usted le sientan bien todos los colores del iris; mejor dicho: no es que este o el otro color hagan valer más o menos su belleza; es que su belleza tiene bastante poder para dar realce a cualquier color que se le aplique.

–Gracias… ¡Qué bien dicho!

–Yo, si usted me lo permite—manifestó el galán marchito, sintiendo el vértigo de las alturas—, haré la comparación de su figura de usted con la figura y rostro… ¿de quién creerá?… pues de la Emperatriz Eugenia, ese prototipo de elegancia, de hermosura, de distinción…

–¡Por Dios, Frasquito!

–No digo más que lo que siento. Esa mujer ideal no se me ha olvidado, desde que la vi en París, paseando en el Bois con el Emperador. La he visto mil veces después, cuando flaneo solito por esas calles soñando despierto, o cuando me entra el insomnio, encerrado las horas muertas en mis habitaciones. Paréceme que la estoy viendo ahora, que la veo siempre… Es una idea, es un… no sé qué. Yo soy un hombre que adora los ideales, que no vive sólo de la vil materia. Yo desprecio la vil materia, yo sé desprenderme del frágil barro

–Entiendo, entiendo… Siga usted.

–Digo que en mi espíritu vive la imagen de aquella mujer… y la veo como un ser real, como un ente… no puedo explicarlo… como un ente, no figurado, sino tangible y…

–¡Oh! sí… lo comprendo. Lo mismo me pasa a mí.

–¿Con ella?

–No… con… no sé con quién».

Por un momento, creyó Frasquito que el ser ideal de Obdulia era el Emperador. Incitado a completar su pensamiento, prosiguió así:

«Pues, amiga mía, yo que conozco, que conozco, digo, a Eugenia de Guzmán, sostengo que usted es como ella, o que ella y usted son una misma persona.

–Yo no creo que pueda existir tal semejanza, Frasquito—replicó la niña, turbada, echando lumbre por los ojos.

–La fisonomía, las facciones, así de perfil como de frente, la expresión, el aire del cuerpo, la mirada, el gesto, los andares, todo, todo es lo mismo. Créame usted, yo no miento nunca.

–Puede ser que haya cierto parecido…—indicó Obdulia, ruborizándose hasta la raíz del cabello—. Pero no seremos iguales; eso no.

–Como dos gotas de agua. Y si se parecen ustedes en lo físico…—dijo Frasquito, echándose para atrás en el sillón y adoptando un tonillo de franca naturalidad—, no es menor el parecido en lo moral, en el aire de persona que ha nacido y vive en la más alta posición, en algo que revela la conciencia de una superioridad a la que todos rinden acatamiento. En suma, yo sé lo que me digo. Nunca veo tan clara la semejanza como cuando usted manda algo a la Benina: se me figura que veo a Su Majestad Imperial dando órdenes a sus chambelanes.

–¡Qué cosas!… Eso no puede ser, Ponte… no puede ser».

Entrole a la niña un reír nervioso, cuya estridencia y duración parecían anunciar un ataque epiléptico. Riose también Frasquito, y desbocándose luego por los espacios imaginativos, dio un bote formidable, que, traducido al lenguaje vulgar, es como sigue:

«Hace poco indicó usted que me vería paseando a caballo por la Castellana. ¡Ya lo creo que podría usted verme! Yo he sido un buen jinete. En mi juventud, tuve una jaca torda, que era una pintura. Yo la montaba y la gobernaba admirablemente. Ella y yo llamamos la atención en La Línea primero, después en Ronda, donde la vendí, para comprarme un caballo jerezano, que después fue adquirido… pásmese usted… por la Duquesa de Alba, hermana de la Emperatriz, mujer elegantísima también… y que también se le parece a usted, sin que las dos hermanas se parezcan.

–Ya, ya sé…—dijo Obdulia, haciendo gala de entender de linajes—. Eran hijas de la Montijo.

–Cabal, que vivía en la plazuela del Ángel, en aquel gran palacio que hace esquina a la plaza donde hay tantos pajaritos… mansión de hadas… yo estuve una noche… me presentaron Paco Ustáriz y Manolo Prieto, compañeros míos de oficina… Pues sí, yo era un buen jinete, y créame, algo queda.

–Hará usted una figura arrogantísima…

–¡Oh! no tanto.

–¿Por qué es usted tan modesto? Yo lo veo así, y suelo ver las cosas bien claras. Todo lo que yo veo es verdad.

–Sí; pero…

–No me contradiga usted, Ponte, no me contradiga en esto ni en nada.

–Acato humildemente sus aseveraciones—dijo Frasquito humillándose—. Siempre hice lo mismo con todas las damas a quienes he tratado, que han sido muchas, Obdulia, pero muchas…

–Eso bien se ve. No conozco otra persona que se le iguale en la finura del trato. Francamente, es usted el prototipo de la elegancia… de la…

–¡Por Dios!…».

Al llegar a esta frase, el punto o vértice del delirio hízoles caer de bruces sobre la realidad la brusca entrada de Benina, que, concluidas sus faenas de fregado y arreglo de la cocina y comedor, se despedía. Cayó Ponte en la cuenta de que era la hora de ir a cumplir sus obligaciones en la casa donde trabajaba, y pidió licencia a la imperial dama para retirarse. Esta se la dio con sentimiento, mostrándose pesarosa de la soledad en que hasta el próximo día quedaba en sus palacios, habitados por sombras de chambelanes y otros guapísimos palaciegos. Que estos, ante los ojos de los demás mortales, tomaran forma de gatos mayadores, a ella no le importaba. En su soledad, se recrearía discurriendo muy a sus anchas por la estufa, admirando las galanas flores tropicales, y aspirando sus embriagadoras fragancias.