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Misericordia

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XXXV

Sentía Ponte Delgado vivas ganas de pedir explicaciones al tipo aquel por su mirar impertinente. La causa de este no podía ser otra que la novedad que Frasquito ofrecía al público con el despintado de su rostro, y el buen caballero se decía: «¿Pero qué le importa a nadie que yo me arregle o deje de arreglarme? Yo hago de mi fisonomía lo que me da la gana, y no estoy obligado a dar gusto a los señores, presentándoles siempre la misma cara. Con la vieja, lo mismo que con la joven, sé yo hacerme respetar y dejar bien puesto mi decoro». Ya se proponía contraponer al mirar cargantísimo de aquel punto una ojeada de desprecio, cuando el de los caracoles, vaciado, comido y chupado el último, y puesta la cáscara en su sitio, pagó el gasto; se colocó en los hombros la capa, que se le había caído; encasquetose la gorrilla, y levantándose se fue derecho al desteñido caballero, y con muy buen modo le dijo: «Sr. de Ponte, perdóneme que le haga una pregunta».

Por el tono cordial del individuo, comprendió Frasquito que era un infeliz, de estos que expresan con el modo de mirar todo lo contrario de lo que son.

«Usted dirá…

–Perdóneme, Sr. de Ponte… Quería saber, siempre que usted no lo lleve a mal, si es verdad que Antonio Zapata y su hermana han tenido una herencia de tantismos millones.

–Hombre, tanto como de millones, no creo… Diré a usted: mi parte en la herencia, como la que también disfruta Doña Francisca Juárez, no pasa de una pensión, cuya cuantía no sabemos aún a punto fijo. Pero podré darle a usted dentro de poco noticias exactas. ¿Por casualidad es usted periodista?

–No, señor: soy pintor heráldico.

–¡Ah! Yo creí que era usted de estos que averiguan cosas para ponerlas en los periódicos.

–Lo que yo pongo es anuncios. Porque como el arte heráldico está tan por los suelos, me dedico al corretaje de reclamos y avisos… Antonio y yo trabajamos en competencia, y nos hacemos una guerra espantosa. Por eso, al saber que Zapata es rico, quiero que usted influya con él para que me traspase sus negocios. Soy viudo y tengo seis hijos».

Al decir esto, poniendo en su tono tanta sinceridad como hombría de bien, clavaba en el rostro de su interlocutor una mirada semejante a la del asesino en el momento de dar el golpe a su víctima. Antes de que Ponte le contestara, prosiguió diciendo: «Yo sé que usted es amigo de la familia, y que habla con Doña Obdulia… Y a propósito: Doña Obdulia, o su señora madre, ahora que son ricas, querrán sacar título. Yo que ellas lo sacaría, siendo, como son, de la Grandeza de España. Pues que no se olvide usted de mí, Sr. de Ponte… Aquí tiene mi tarjeta. Yo les compongo el escudo y el árbol genealógico, y la ejecutoria en letra antigua, con iniciales en purpurina, a menor precio que se lo haría el pintor más pintado. Puede usted juzgar de mi trabajo por los modelos que tengo en casa.

–Yo no puedo asegurarle a usted—dijo Frasquito dándose mucha importancia, con un palillo entre los dientes—, que saquen título ni que no saquen título. Nobleza les sobra para ello por los cuatro costados, pues así los Juárez, como los Zapatas, y los Delgados y Pontes, son de lo más alcurniado de Andalucía.

–Los Pontes tienen una puente sínople sobre gules, y cuarteles de azur y oro…

–Verdad… Por mi parte no pienso sacar título, ni mi herencia es para tanto… Esas señoras, no sé… Obdulia merece ser Duquesa, y lo es por la figura y el tono, aunque no se decida a ponerse la corona. De Emperatriz le corresponde, como hay Dios. En fin, yo no me meto… Y dejando a un lado la heráldica, vamos a otra cosa».

En esto, el de los caracoles se había sentado junto a Frasquito, y con su mirar siniestro era el terror de los parroquianos que les rodeaban.

«Puesto que usted se dedica al corretaje de anuncios, ¿podría indicarme una buena casa de huéspedes?…

–Precisamente hoy he hecho dos… Aquí las tengo en mi cartera para Imparcial y Liberal. Entérese usted… Son de lo bueno: 'habitaciones hermosas, comida a la francesa, cinco platos… treinta reales'.

–Me convendría más barata… de catorce o diez y seis reales.

–También las hago… Mañana podré darle una lista de seis lo menos, todas de confianza».

Les cortó el diálogo la aparición repentina de Antonio Zapata, que entró sofocado, metiendo ruido, bromeando a gritos con el dueño del establecimiento y con varios parroquianos. Subió al cuarto interior, y tirando sobre la mesa la voluminosa cartera que llevaba, y echándose atrás el sombrero, se sentó junto a Frasquito y el de los caracoles.

«¡Vaya una tarde, caballeros, vaya una tarde!—exclamó fatigado; y al chiquillo que servía le dijo—: No tomo nada. He comido ya… Mi señora madre nos ha metido en el cuerpo una gallina a mi mujer y a mí… y encima tira de Champagne… y tira de bartolillos.

–¡Chico, quién te tose ahora!…—le dijo el de los caracoles, la palabra dulce, el mirar terrorífico—. Y es preciso que me des pronto una razón: ¿me cedes o no me cedes tu negocio?

–¡Buena se puso mi mujer cuando le propuse no trabajar más! Creí que me mordía y que me sacaba los ojos. Nada: que seguiremos lo mismo, ella en su máquina, yo en mis anuncios, porque eso de la herencia no sabemos qué pateta será… Amigo Ponte, ¿conoce usted esa finca de la Almoraima? ¿Cuánto nos dará de renta?

–No puedo precisarlo—replicó Frasquito—. Sé que es una magnífica posesión, con monte, potrero, tierras de sembradura, ainda mais, el mejor puesto de Andalucía para codornices, cuando van a pasar el Estrecho.

–Allá nos iremos una temporada… Pero mi mujer, ni pa Dios quiere que deje yo este oficio de pateta. Aguántate por ahora, Polidura, que con mi Juliana no se juega: le tengo más miedo que a una leona con hambre… Y cuéntame, ¿qué has hecho hoy?… ¡Ah! ya no me acordaba: mi madre quiere comprar una araña…

–¡Una araña!

–Sí, hombre, o lámpara colgante para el comedor. Me ha dicho si sabemos de alguna buena y vistosa, de lance…

–Sí, sí—replicó Polidura—. En la almoneda de la calle de Campomanes la tenemos.

–Otra… También quiere saber si se proporcionarán alfombras de moqueta y terciopelo en buen uso.

–Eso, en la almoneda de la Plaza de Celenque. Aquí lo tengo: 'Todo el mobiliario de una casa. Horas, de una a tres. No se admiten prenderos'.

–Mi hermana, que, entre paréntesis, se zampó esta tarde media gallina, lo que quiere es un landó de cinco luces…

–¡Atiza!

–Yo he aconsejado a Obdulia—indicó Frasquito con gravedad—, que no tenga cocheras, que se entienda con un alquilador.

–Claro… Pero no dará pa tanto el cortijo de pateta. ¡Landó de cinco luces! Y que tiren de él las burras de leche del señó Jacinto».

Soltó la risa Polidura; mas notando que al algecireño le sabían mal aquellas bromas, quiso variar de conversación al instante. El desvergonzado Antonio Zapata se permitió decir a Ponte: «Con franqueza, D. Frasco: creo que está usted mejor así.

–¿Cómo?

–Sin betún. Bonita figura de caballero anciano y respetable. Convénzase de que con el tinte no consigue usted parecer joven; lo que parece es… un féretro.

–Querido Antonio—replicó Ponte haciendo repulgos con boca y nariz para disimular su ira, y figurar que seguía la broma—, nos gusta a los viejos espantar a los muchachos para que… para que nos dejen en paz. Los chicos del día, por querer saberlo todo, no saben nada…».

El pobre señor, azarado, no sabía qué decir. Sus tonterías envalentonaron a Zapata, que prosiguió mortificándole:

«Y ahora que estamos en fondos, amigo Ponte, lo primero que tiene usted que hacer es jubilar el sarcófago.

–¿Qué?

–El sombrero de copa que tiene usted para los días de fiesta, y que es de la moda que se gastaba cuando ahorcaron a Riego.

–¿Qué entiende usted de modas? Estas se renuevan, y las formas de ayer vuelven a llevarse mañana.

–Así será en la ropa; pero en las personas, el que pasó, pasado se queda. No le quedan a usted más que los pinreles. Los juanetes que debía tener en ellos, se le han subido a la cabeza… Sí, sí… yo digo que usted piensa con los callos».

Ya le faltaba poco a Frasquito para estallar en ira, y de fijo le hubiera tirado a la cabeza el plato, el vaso de vino y hasta la mesa, si Polidura no tratara de atenuar la maleante burla con estas palabras conciliadoras: «Cállate, tonto, que el Sr. de Ponte no ha entrado en Villavieja, y lleva sus añitos mejor que nosotros.

–No es viejo, no… Es de cuando Fernando VII gastaba paletot… Pero, en fin, si se ofende, me callo… Sr. de Ponte, sabe que se le quiere, y que si gasto estas bromas es por pasar el rato. No haga usted caso, maestro, y hablemos de otra cosa.

–Sus chanzas son un poco impertinentes—dijo Frasquito con dignidad—, y si quiere, irrespetuosas… Pero es usted un chiquillo, y…

¡Pata!… Ea, se acabó. Voy a preguntarle una cosa, respetable Sr. de Ponte: ¿en qué empleará usted los primeros cuartos de la pensión?

–En una obra de justicia y de caridad. Le compraré unas botas a Benina cuando parezca, si parece, y un traje nuevo.

–Pues yo le compraré un vestido de odalisca. Es lo que le cuadra, desde que se ha dedicado a la vida mora.

–¿Qué dice usted? ¿Se sabe dónde está ese ángel?

–Ese ángel está en el Pardo, que es el Paraíso a donde son llevados los angelitos que piden limosna sin licencia.

–Bromas de usted.

–¡Humoradas de la vida, Sr. de Ponte! Yo sabía que la Nina se arrimaba a la puerta de San Sebastián, por pescar algún ochavo… La necesidad es terrible consejera. ¡Cuando la pobre Nina lo hacía!… Pero yo no supe hasta hoy que anda emparejada con un moro ciego, y que de ahí le viene su perdición.

–¿Está usted seguro de lo que dice?

 

–Lo he visto. A mamá no he querido decirle nada, porque no se disguste; pero… ya estoy al tanto. En una redada que echaron los policías, cogieron a Nina y al otro, y les zamparon en San Bernardino. De allí me les empaquetaron para el Pardo, de donde me mandó Nina un papelito, diciéndome que haga un empeño para que la suelten… Veréis lo que hice esta mañana: alquilé una bicicleta y me fui al Pardo… Antes que se me olvide: si sabe mi mujer que he paseado en bicicleta, tendremos bronca en casa. Tú, Polidura, ten cuidado de no venderme: ya sabes cómo las gasta Juliana… Pues sigo: me planté allá, y la vi: la pobre está descalza y con los trapitos en jirones. Da pena verla. El moro es tan celoso, ¡Dios! que cuando me oyó hablar con ella se puso frenético, y me quiso pegar… 'Galán bunito—decía—, mí matar galán bunito'. Por no escandalizar, no le di un par de morradas…

–Yo no creo que Benina, a sus años…—indicó Frasquito tímidamente.

–¿Qué ha de hacer usted más que encontrar muy naturales los pinitos de los ancianos?

–En fin—dijo Polidura, arrojando todo el furor de su mirada sobre Antonio—, haz por sacarla. Habrá que buscar un empeño en el Gobierno civil.

–Sí, sí… Gestionemos inmediatamente—propuso Ponte—. ¿Será todavía Gobernador Pepe Alcañices?

–¡Hombre, por Dios! ¿Quién dice? ¿El Duque de Sexto? Usted se empeña en no pasar del año de la Nanita.

–Si eso es del tiempo de la guerra de África, Sr. de Ponte, o poco después—afirmó el de los caracoles—. Yo me acuerdo… cuando la unión liberal… Era Ministro de la Gobernación D. José Posada Herrera. Yo estaba en La Iberia con Calvo Asensio, Carlos Rubio y D. Práxedes… Pues apenas ha llovido desde entonces…

–Sea lo que quiera, señores—añadió Frasquito poniéndose en la realidad—, hay que sacar a Nina…

–Hay que sacarla.

–Con su morito a rastras. Mañana mismo iré a ver a un amigo que tengo en la Delegación… Pero no se olviden: tú, Polidura, ten cuidado y no metas la pata… Si sabe Juliana que alquilé la bicicleta, ya tengo máquina para un semestre.

–¿Va usted a volver al Pardo?…

–Puede. ¿Y usted, maneja el pedal?

–No lo he probado. En todo caso, yo iría a caballo.

–Anda, anda, y qué calladito se lo tenía. ¿Monta usted a la inglesa o a la española?

–Yo no sé… Sólo sé que monto bien. ¿Quiere usted verlo?

–Hombre, sí… Vaya, una apuestita: si no se rompe usted la cabeza, pago el alquiler del caballo.

–Y si usted no se desnuca en la máquina, la pago yo.

–Convenido. ¿Y tú, Polidura?

–¿Yo?… en el coche de San Francisco.

–Pues allá los tres. Sus convido a caracoles.

–Yo convido a lo que quieran—dijo Frasquito levantándose—; y si conseguimos traernos a Nina y al riffeño, convite general.

–El disloque…».

XXXVI

No se consolaba Doña Paca de la ausencia de Nina, ni aun viéndose rodeada de sus hijos, que fueron a participar de su ventura, y a darle parte principal de la que ellos saboreaban con la herencia. Con aquel cambio de impresiones placenteras, fácilmente se transportaba el espíritu de la buena señora al séptimo cielo, donde se le aparecían risueños horizontes; pero no tardaba en caer en la realidad, sintiendo el vacío por la falta de su compañera de trabajos. En vano la volandera imaginación de Obdulia quería llevársela, cogida por los cabellos, a dar volteretas en la región de lo ideal. Dejábase conducir Doña Francisca, por su natural afición a estas correrías; pero pronto se volvía para acá, dejando a la otra, desmelenada y jadeante, de nube en nube y de cielo en cielo. Había propuesto la niña a su mamá vivir juntas, con el decoro que su posición les permitía. De hecho se separaba de Luquitas, señalándole una pensión para que viviera; tomarían un hotel con jardín; se abonarían a dos o tres teatros; buscarían relaciones y amistades de gente distinguida… «Hija, no te corras tanto, que aún no sabes lo que te rentará tu mitad de la Almoraima; y aunque yo, por lo que recuerdo de esa hermosa finca, calculo que no será un grano de anís, bueno es que sepas qué tamaño ha de tener la sábana antes de estirar la pierna».

Al decir esto, hablaba la viuda de Zapata con las ideas de la práctica Nina, que se renovaban en su mente y en ella lucían como las estrellas en el Cielo. Por de pronto, Obdulia dejó su casa de la calle de la Cabeza, instalándose con su madre, movida del propósito de buscar pronto vivienda mejor, nuevecita y en sitio alegre, hasta que llegara el día de sentar sus reales en el hotel que ambicionaba. Aunque más moderada que su hija en el prurito de grandezas, sin duda por el vapuleo con que la domara la implacable experiencia, Doña Paca se iba también del seguro, y creyéndose razonable, dejábase vencer de la tentación de adquirir superfluidades dispendiosas. Se le había metido entre ceja y ceja la compra de una buena lámpara para el comedor, y hasta que viese satisfecho su capricho, no podía tener sosiego la pobre señora. El maldito Polidura le proporcionó el negocio, encajándole un disforme mamotreto, que apenas cabía en la casa, y que, colgado en su sitio, tocaba en la mesa con sus colgajos de cristal. Como pronto habían de tener casa de techos altos, esto no era inconveniente. También le hizo adquirir el de los caracoles unos muebles chapeados de palosanto, y algunas alfombras buenas, que tuvieron el acierto de no colocar, extendiendo sólo retazos allí donde cabían, para darse el gusto de pisar en blando.

Obdulia no cesaba de dar pellizcos al tesoro de su mamá para adquirir tiestos de bonitas plantas, en los próximos puestos de la Plazuela de Santa Cruz, y en dos días puso la casa que daba gloria verla: los sucios pasillos se trocaron en vergeles, y la sala en risueño pensil. En previsión de la vida de hotel, adquirió también plantas decorativas de gran tamaño, latanias, palmitos, ficus y helechos arborescentes. Veía Doña Francisca con gozo la irrupción del reino vegetal en su triste morada, y ante tanta belleza, sentía emociones propiamente infantiles, como si al cabo de la vejez volviera a jugar con los nacimientos. «¡Benditas sean las flores—decía, paseándose por sus encantados jardines—, que dan alegría a las casas, y bendito sea Dios, que si no nos permite disfrutar del campo, nos consiente, por poco dinero, que traigamos el campo a casa!».

Todo el día se lo pasaba Obdulia cuidando sus macetas, y tanto las regaba, que en algún momento faltó poco para que se hiciera preciso atravesar a nado el trayecto desde la salita al comedor. Ponte la incitaba con sus ponderaciones y aspavientos a seguir comprando flores, y a convertir su casa en Jardín Botánico, o poco menos. Por cierto que el primero y segundo día de aquella vida nueva, tuvo que reñir Doña Paca al buen Frasquito, porque siempre que salía se le olvidaba llevarle el libro de cuentas que le había encargado. El galán manido se disculpaba con la muchedumbre de sus ocupaciones, hasta que una tarde entró con diversos paquetes de compras, y la dama rondeña vio entre estos el libro, del cual se apoderó al instante con ganas de inaugurar en él la cuenta y razón de un porvenir dichoso. «Pasaré en seguida todo lo que tengo apuntado en este papelito—dijo—: lo que se trae de casa de Botín, la araña, las alfombras, varias cosillas… medicamentos… en fin, todito. Y ahora, hija mía, a ver cómo me das nota clara de tanta y tanta flor, para apuntarlas ce por be, sin que se escape ni una hoja… Pon mucho cuidado para que salga el balance… ¿Verdad, Frasquito, que tiene que salir el balance?».

Curiosa, como hembra, no pudo menos de guluzmear en los paquetes que llevó Ponte. «¿A ver qué trae usted ahí? Mire que no he de permitirle tirar el dinero. Veamos: un hongo claro… Bien, me parece muy bien. A buen gusto nadie le gana. Botas altas… ¡Hombre, qué elegantes! Vaya un pie: ya querrían muchas mujeres… Corbatas: dos, tres… Mira, Obdulia, qué bonita esta verde con motas amarillas. Un cinturón que parece un corsé—faja. Bueno debe de ser esto para evitar que crezca el vientre… Y esto ¿qué es?… ¡Ah! espuelas. Pero Frasquito, por Dios, ¿para qué quiere usted espuelas?

–Ya… es que va a salir a caballo—dijo Obdulia gozosa—. ¿Pasará por aquí? ¡Ay, qué pena no verle!… ¿Pero a quién se le ocurre vivir en este cuartucho interior, sin un solo agujero a la calle?

–Cállate, mujer, pediremos a la vecina, Doña Justa, la profesora de partos, que nos permita pasar y asomarnos cuando el caballero nos ronde la calle… ¡Ay, pobre Nina, cuánto se alegraría también de verle!».

Explicó Ponte Delgado su inopinado renacer a la vida hípica, por el compromiso en que se veía de ir al Pardo en excursión de recreo con varios amigos, de la mejor sociedad. Él solo iba a caballo; los demás, a pie o en bicicleta. De las distintas clases de sport o deportes hablaron un rato con grande animación, hasta que les interrumpió la entrada de Juliana, la mujer de Antonio, que desde la noticia de la herencia frecuentaba el trato de su suegra y cuñada. Era mujer garbosa, simpática, viva de genio, de tez blanca y magnífico pelo negro, peinado con arte. Cubría su cuerpo con mantón alfombrado, y la cabeza con pañuelo de seda de cuarteles chillones; calzaba preciosas botinas, y sus bajos denotaban limpieza y un buen avío de ropa. «¿Pero esto es el Retiro, o la Alameda de Osuna?—dijo al ver el enorme follaje de arbustos y flores—. ¿A qué viene tanta vegetación?

–Caprichos de Obdulia—replicó Doña Paca, que se sentía dominada por el carácter, ya enérgico, ya bromista, de su graciosa nuera—. Esta monomanía de hacer de mi casa un bosque, me está costando un dineral.

–Doña Paca—le dijo su nuera cogiéndola sola en el comedor—, no sea usted tan débil de natural, y déjese guiar por mí, que no he de engañarla. Si hace caso de las bobadas de Obdulia, pronto se verá usted tan perdida como antes, porque no hay pensión que baste cuando falta el arreglo. Yo suprimiría el bosque y las fieras… dígolo por ese orangután mal pintao que han traído ustedes a casa, y que deben poner en la calle más pronto que la vista.

–El pobre Ponte se va mañana a su casa de huéspedes.

–Déjese llevar por mí, que entiendo del gobierno de una casa… Y no me salga con la matraca del librito de llevar cuentas. La persona que tiene el arreglo en su cabeza, no necesita apuntar nada. Yo no sé hacer un número, y ya ve cómo me las compongo. Siga mi consejo: múdese a un cuarto baratito, y viva como una pensionista de circunstancias, sin echar humos ni ponerse a farolear. Haga lo que yo, que me estoy donde estaba, y no dejaré mi trabajo hasta que no vea claro eso de la herencia, y me entere de lo que da de sí el cortijo. Quítele a su hija de la cabeza lo del hotel si no quieren verse por puertas, y tome una criada que les guise, y ataje el chorro de dinero que se va todos los días a la tienda de Botín».

Conforme con estas ideas se mostraba Doña Francisca, asintiendo a todo, sin atreverse a contradecirla ni a oponer una sola objeción a tan juiciosos consejos. Sentíase oprimida bajo la autoridad que las ideas de Juliana revelaban con sólo expresarse, y ni la ribeteadora se daba cuenta de su influjo gobernante, ni la suegra de la pasividad con que se sometía. Era el eterno predominio de la voluntad sobre el capricho, y de la razón sobre la insensatez.

«Esperando que vuelva Nina—indicó tímidamente la señora—, he pedido a Botín…

–No piense usted más en la Nina, Doña Paca, ni cuente con ella aunque la encontremos, que ya lo voy dudando. Es muy buena, pero ya está caduca, mayormente, y no le sirve a usted para nada. Además, ¿quién nos dice que quiere volver, si sabemos que por su voluntad se ha ido? Le gusta andar de pingo, y no hará usted carrera de ella como la prive de estarse la mitad del día tomando medida a las calles».

Para no perder ripio, insistió Juliana en la recomendación que ya había hecho a su suegra de una buena criada para todo. Era su prima Hilaria, joven, fuerte, limpia y hacendosa… y de fiel no se dijera. Ya vería pronto la diferiencia entre la honradez de Hilaria y las rapiñas de otras.

«¡Ay!… Pero es muy buena la Nina—exclamó Doña Paca, rebulléndose bajo las garras de la ribeteadora, para defender a su amiga.

–Muy buena, sí, y debemos socorrerla… No faltaba más… darle de comer… Pero créame, Doña Paca, no hará usted nada de provecho sin mi prima. Y para que no dude más, y se quite quebraderos de cabeza, esta misma tarde, anochecido, se la mando.

–Bueno, hija, que venga, y se encargará de la casa… Y a propósito: aquí hay una gallina asada que se va a perder. Ya me indigesta tanta gallina. ¿Quieres llevártela?

–¿Cómo no? Venga.

–También quedaron cuatro chuletas. Ponte ha comido fuera.

 

–Vengan.

–¿Te lo mando con Hilaria?

–No, que me lo llevo yo misma. Vamos a ver cómo me arreglo. Lo pongo todo en un plato, y el plato en una servilleta… así; agarro mis cuatro puntas…

–¿Y este pedazo de pastel?… Es riquísimo.

–Lo envuelvo en un periódico, y ¡hala, que es tarde! Y toda esta fruta, ¿para qué la quiere? Pues apenas ha traído manzanas y naranjas… Deme acá… las pongo en mi pañuelo…

–Vas a ir cargada como un burro.

–No importa… ¡A lo que estamos, tuerta! Mañana vendré por aquí, a ver cómo anda esto, y a decirle a usted lo que tiene que hacer… Pero, cuidadito, que no salgamos con echarse en el surco y volver a las andadas. Porque si mi señora suegra se tuerce en cuanto yo vuelva la espalda, y empieza a derrochar y hacer disparates…

–No, no, hija… ¡Qué cosas tienes!

–Claro, que si se me dice tanto así, yo no me meto en nada. Con su pan se lo coma, y cada palo aguante su vela. Pero yo quiero que usted tenga conduta y no pase malos ratos, ni se vea, como hasta ahora, entre las uñas de los usureros.

–¡Ay, si cuanto dices es la pura razón! Tú sí que sabes, tú sí que vales, Juliana. Cierto que tienes el geniecillo un poco fuerte; pero ¿quién no ha de alabártelo, si con ese ten con ten has domado a mi Antonio? De un perdido has hecho un hombre de bien.

–Porque no me achico; porque desde el primer día le administré el bautismo de los cinco mandamientos; porque le chillo en cuanto le veo cerdear un poco; porque le hago andar derecho como un huso, y me tiene más miedo que los ladrones a la Guardia civil.

–¡Y cómo te quiere!

–Es natural. Se hace una querer del marido, enjaretándose los calzones como me los enjareto yo… Así se gobiernan las casas chicas y las grandes, señora, y el mundo.

–¡Qué salero tienes!

–Alguna sal me ha puesto Dios, sobre todo en la mollera. Ya lo irá usted conociendo. Ea, que me marcho. Tengo que hacer en casa».

Mientras esto hablaban suegra y nuera, en la salita Obdulia y Ponte departían acerca de aquella, diciendo la niña que jamás perdonaría a su hermano haber traído a la familia una persona tan ordinaria como Juliana, que decía diferiencia, petril y otras barbaridades. No harían nunca buenas migas. Al despedirse, Juliana dio besos a Obdulia, y a Frasquito un apretón de manos, ofreciéndose a plancharle las camisolas, al precio corriente, y a volverle la ropa, por lo mismo o menos de lo que le llevaría el sastre más barato. Además, también sabía ella cortar para hombre; y si quería probarlo, encargárale un traje, que de fijo no saldría menos elegante que el que le hicieran los cortadores de portal que a él le vestían. Toda la ropa de su Antonio se la hacía ella, y que dijeran si andaba mal el chico… ¡a ver! Pues a su tío Bonifacio le había hecho una americana que estrenó para ir al pueblo (Cadalso de los Vidrios) el día del Santo, y tanto gustó allí la prenda, que se la pidió prestada el alcalde para cortar otra por ella. Dio las gracias Ponte, mostrándose escéptico, con galantería, en lo concerniente a las aptitudes de las señoras para la confección de ropa masculina, y la despidieron todos en la puerta, ayudándola a cargarse los diversos bultos, atadijos y paquetes que gozosa llevaba.