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Misericordia

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XXXI

Repuesto de su herida el ciego moro, volvió a pedir, a instancias de su amiga, pues no estaban los tiempos para pasarse la vida al sol tocando la vihuela. Las necesidades aumentaban, imponíase la dura realidad, y era forzoso sacar las perras del fondo de la masa humana como de un mar rico en tesoros de todas clases. No pudo Almudena resistir a la enérgica sugestión de la dama, y poco a poco se fue curando de aquellas murrias, y del delirio místico y penitencial que le desconcertó días antes. Convinieron, tras empeñada discusión, en trasladar su punto de San Sebastián a San Andrés, porque Almudena conocía en esta parroquia a un señor clérigo muy bondadoso, que en otra ocasión le había protegido. Allí se fueron, pues; y aunque también en San Andrés había Caporalas y Eliseos, con distintos nombres, por ser estos caracteres como fruto natural de la vida en todo grupo o familia de la sociedad humana, no parecían tan despóticos y altaneros como en la otra parroquia. El clérigo que al marroquí protegía era un joven muy listo, algo arabista y hebraizante, que solía echar algún párrafo con él, no tanto por caridad como por estudio. Una mañana observó Benina que el curita joven salía de la Rectoral acompañado de otro sacerdote, alto, bien parecido, y hablaron los dos mirando al ciego moro. Sin duda decían algo referente a él, a su origen, a su habla y religión endemoniadas. Después uno y otro clérigos en ella se fijaron, ¡qué vergüenza! ¿Qué pensarían, qué dirían de ella? Suponíanla quizás compañera del africano, su mujer quizás, su…

En fin, que el presbítero alto y guapetón se fue hacia la Cava Baja, y el otro, el sabio, se dignó parlotear un rato con Almudena en lengua arábiga. Después se fue hacia Benina, y con todo miramiento le dijo: «Usted, Doña Benigna, bien podría dejarse de esta vida, que a su edad es tan penosa. No está bien que ande tras el moro como la soga tras el caldero. ¿Por qué no entra en la Misericordia? Ya se lo he dicho a D. Romualdo, y ha prometido interesarse…».

Quedose atónita la buena mujer, y no supo qué contestar. Por decir algo, expresó su agradecimiento al Sr. de Mayoral, que así nombraban al clérigo erudito, y añadió que ya había reconocido en el otro señor sacerdote al benéfico D. Romualdo.

«Ya le he dicho también—agregó Mayoral—, que es usted criada de una señora que vive en la calle Imperial, y prometió informarse de su comportamiento antes de recomendarla…».

Poco más dijo, y Benina llegó al mayor grado de confusión y vértigo de su mente, pues el sacerdote alto y guapetón que poco antes viera, concordaba con el que ella, a fuerza de mencionarlo y describirlo en un mentir sistemático, tenía fijo en su caletre. Ganas sintió de correr por la Cava Baja, a ver si le encontraba, para decirle: «Sr. D. Romualdo, perdóneme si le he inventado. Yo creí que no había mal en esto. Lo hice porque la señora no me descubriera que salgo todos los días a pedir limosna para mantenerla. Y si esto de aparecerse usted ahora con cuerpo y vida de persona es castigo mío, perdóneme Dios, que no lo volveré a hacer. ¿O es usted otro D. Romualdo? Para que yo salga de esta duda que me atormenta, hágame el favor de decirme si tiene una sobrina bizca, y una hermana que se llama Doña Josefa, y si le han propuesto para Obispo, como se merece, y ojalá fuera verdad. Dígame si es usted el mío, mi D. Romualdo, u otro, que yo no sé de dónde puede haber salido, y dígame también qué demontres tiene que hablar con la señora, y si va a darle las quejas porque yo he tenido el atrevimiento de inventarle».

Esto le habría dicho, si encontrádole hubiera; pero no hubo tal encuentro, ni tales palabras fueron pronunciadas. Volviose a casa muy triste, y ya no se apartó de su mente la idea de que el benéfico sacerdote alcarreño no era invención suya, de que todo lo que soñamos tiene su existencia propia, y de que las mentiras entrañan verdades. Pasaron dos días en esta situación, sin más novedad que un crecimiento horroroso de las dificultades económicas. Con tanto pordiosear mañana y tarde, nunca le salía la cuenta; no había ya ningún nacido que le fiara valor de un real; la Pitusa amenazola con dar parte si no le devolvía en breve término sus alhajas. Faltábale ya la energía, y sus grandes ánimos flaqueaban; perdía la fe en la Providencia, y formaba opinión poco lisonjera de la caridad humana; todas sus diligencias y correrías para procurarse dinero, no le dieron más resultado que un duro que le prestó por pocos días Juliana, la mujer de Antoñito. La limosna no bastaba ni con mucho; en vano se privaba ella hasta de su ordinario alimento, para disimular en casa la escasez; en vano iba con las alpargatas rotas, magullándose los pies. La economía, la sordidez misma, eran ineficaces: no había más remedio que sucumbir y caer diciendo: «Llegué hasta donde pude: lo demás hágalo Dios, si quiere».

Un sábado por la tarde se colmaron sus desdichas con un inesperado y triste incidente. Salió a pedir en San Justo: Almudena hacía lo mismo en la calle del Sacramento. Estrenose ella con diez céntimos, inaudito golpe de suerte, que consideró de buen augurio. ¡Pero cuán grande era su error, al fiarse de estas golosinas que nos arroja el destino adverso para atraernos y herirnos más cómodamente! Al poco rato del feliz estreno, se apareció un individuo de la ronda secreta que, empujándola con mal modo, le dijo: «Ea, buena mujer, eche usted a andar para adelante… Y vivo, vivo…

–¿Qué dice?…

–Que se calle y ande…

–¿Pero a dónde me lleva?

–Cállese usted, que le tiene más cuenta… ¡Hala! a San Bernardino.

–¿Pero qué mal hago yo… señor?

–¡Está usted pidiendo!… ¿No le dije a usted ayer que el señor Gobernador no quiere que se pida en esta calle?

–Pues manténgame el señor Gobernador, que yo de hambre no he de morirme, por Cristo… ¡Vaya con el hombre!…

–¡Calle usted, so borracha!… ¡Andando digo!

–¡Que no me empuje!… Yo no soy criminala… Yo tengo familia, conozco quién me abone… Ea, que no voy a donde usted quiere llevarme…».

Se arrimó a la pared; pero el fiero polizonte la despegó del arrimo con un empujón violentísimo. Acercáronse dos de Orden público, a los cuales el de la ronda mandó que la llevaran a San Bernardino, juntamente con toda la demás pobretería de ambos sexos que en la tal calle y callejones adyacentes encontraran. Aún trató Benina de ganar la voluntad de los guardias, mostrándose sumisa en su viva aflicción. Suplicó, lloró amargamente; mas lágrimas y ruegos fueron inútiles. Adelante, siempre adelante, llevando a retaguardia al ciego africano, que en cuanto se enteró de que la recogían, se fue hacia los del Orden, pidiéndoles que a él también le echasen la red, y al mismo infierno le llevaran, con tal que no le separasen de ella. Presión grande hubo de hacer sobre su espíritu la desgraciada mujer para resignarse a tan atroz desventura… ¡Ser llevada a un recogimiento de mendigos callejeros como son conducidos a la cárcel los rateros y malhechores! ¡Verse imposibilitada de acudir a su casa a la hora de costumbre, y de atender al cuidado de su ama y amiga! Cuando consideraba que Doña Paca y Frasquito no tendrían qué comer aquella noche, su dolor llegaba al frenesí: hubiera embestido a los corchetes para deshacerse de ellos, si fuerzas tuviera contra dos hombres. Apartar no podía del pensamiento la consternación de su señora infeliz, cuando viera que pasaban horas, horas… y la Nina sin parecer. ¡Jesús, Virgen Santísima! ¿Qué iba a pasar en aquella casa? Cuando no se hunde el mundo por sucesos tales, seguro es que no se hundirá jamás… Más allá de las Caballerizas trató nuevamente de enternecer con razones y lamentos el corazón de sus guardianes. Pero ellos cumplían una orden del jefe, y si no la cumplían, mediano réspice les echarían. Almudena callaba, andando agarradito a la falda de Benina, y no parecía disgustado de la recogida y conducción al depósito de mendicidad.

Si lloraba la pobre postulante, no lloraba menos el cielo, concordando con ella en sombría tristeza, pues la llovizna que a caer empezó en el momento de la recogida, fue creciendo hasta ser copiosa lluvia, que la puso perdida de pies a cabeza. Las ropas de uno y otro mendigo chorreaban; el sombrero hongo de Almudena parecía la pieza superior de la fuente de los Tritones: poco le faltaba ya para tener verdín. El calzado ligero de Benina, destrozado por el mucho andar de aquellos días, se iba quedando a pedazos en los charcos y barrizales en que se metía. Cuando llegaron a San Bernardino, pensaba la anciana que mejor estaría descalza. «Amri—le dijo Almudena cuando traspasaban la triste puerta del Asilo Municipal—, no yorar ti… Aquí bien tigo migo… No yorar ti… contentado mí… Dar sopa, dar pan nosotras…».

En su desolación, no quiso Benina contestarle. De buena gana le habría dado un palo. ¿Cómo había de hacerse cargo aquel vagabundo de la razón con que la infeliz mujer se quejaba de su suerte? ¿Quién, sino ella, comprendería el desamparo de su señora, de su amiga, de su hermana, y la noche de ansiedad que pasaría, ignorante de lo que pasaba? Y si le hacían el favor de soltarla al día siguiente, ¿con qué razones, con qué mentiras explicaría su larga ausencia, su desaparición súbita? ¿Qué podía decir, ni qué invento sacar de su fecunda imaginación? Nada, nada: lo mejor sería desechar todo embuste, revelando el secreto de su mendicidad, nada vergonzosa por cierto. Pero bien podía suceder que Doña Francisca no lo creyese, y que se quebrantara el lazo de amistad que desde tan antiguo las unía; y si la señora se enojaba de veras, arrojándola de su lado, Nina se moriría de pena, porque no podía vivir sin Doña Paca, a quien amaba por sus buenas cualidades y casi casi por sus defectos. En fin, después de pensar en todo esto, y cuando la metieron en una gran sala, ahogada y fétida, donde había ya como un medio centenar de ancianos de ambos sexos, concluyó por echarse en los brazos amorosos de la resignación, diciéndose: «Sea lo que Dios quiera. Cuando vuelva a casa diré la verdad; y si la señora está viva para cuando yo llegue y no quiere creerme, que no me crea; y si se enfada, que se enfade; y si me despide, que me despida; y si me muero, que me muera».

 

XXXII

Aunque Nina no lo pensara y dijera, bien se comprenderá que el desasosiego y consternación de Doña Paca en aquella triste noche superaron a cuanto pudiera manifestar el narrador. A medida que avanzaba el tiempo, sin que la criada volviese al hogar, crecía la angustia del ama, quien, si al principio echó de menos a su compañera por la falta que en el orden material hacía, pronto se inquietó más, pensando en la desgracia que habría podido ocurrirle: cogida de coche, verbigracia, o muerte repentina en la calle. Procuraba el bueno de Frasquito tranquilizarla, pero inútilmente. Y el desteñido viejo tenía que callarse cuando su paisana le decía: «¡Pero si nunca ha pasado esto; nunca, querido Ponte! Ni una sola vez ha faltado de casa en tantísimos años».

Surgieron dificultades graves para cenar formalmente, y nada se adelantaba con que las chiquillas de la cordonera se brindasen oficiosas a sustituir a la criada ausente. Verdad que Doña Paca perdió en absoluto el apetito, y lo mismo, o poco menos, le pasaba a su huésped. Pero como no había más remedio que tomar algo para sostener las fuerzas, ambos se propinaron un huevo batido en vino y unos pedacitos de pan. De dormir, no se hable. La señora contaba las horas, medias y cuartos de la noche por los relojes de la vecindad, y no hacía más que medir el pasillo de punta a punta, atenta a los ruidos de la escalera. Ponte no quiso ser menos: la galantería le obligaba a no acostarse mientras su amiga y protectora estuviese en vela, y para conciliar las obligaciones de caballero con su fatiga de convaleciente, descabezó un par de sueñecitos en una silla. Para esto hubo de adoptar postura violenta, haciendo almohada de sus brazos, cruzados sobre el respaldo, y al dormirse se le quedó colgando la cabeza, de lo que le sobrevino un tremendo tortícolis a la mañana siguiente.

Al amanecer de Dios, vencida del cansancio Doña Paca, se quedó dormidita en un sillón. Hablaba en sueños, y su cuerpo se sacudía de rato en rato con estremecimientos nerviosos. Despertó sobresaltada, creyendo que había ladrones en la casa, y el día claro, con el vacío de la ausencia de Nina, le resultó más triste y solitario que la noche. Según Frasquito, que en esto pensaba cuerdamente, ningún rastro parecía más seguro que informarse de los señores en cuya casa servía Benina de asistenta. Ya lo había pensado también su paisana la tarde anterior; pero como ignoraba el número de la casa de D. Romualdo en la calle de la Greda, no se determinaron a emprender las averiguaciones. Por la mañana, habiéndose brindado el portero a inquirir el paradero de la extraviada sirviente, se le mandó con el encargo, y a la hora volvió diciendo que en ninguna portería de tal calle daban razón.

Y a todas estas, no había en la casa más que algún resto de cocido del día anterior, casi avinagrado ya, y mendrugos de pan duro. Gracias que los vecinos, enterados del conflicto tan grave, ofrecieron a la ilustre viuda algunos víveres: este, sopas de ajo; aquel, bacalao frito; el otro, un huevo y media botella de peleón. No había más remedio que alimentarse, haciendo de tripas corazón, porque la naturaleza no espera: es forzoso vivir, aunque el alma se oponga, encariñada con su amiga la muerte. Pasaban lentas las horas del día, y tanto Ponte como su paisana no podían apartar su atención de todo ruido de pasos que sonaba en la escalera. Pero tantos desengaños sufrieron, que, al fin, rendidos y sin esperanza, se sentaron uno frente a otro, silenciosos, con reposo y gravedad de esfinges, y mirándose confirieron tácitamente la solución del enigma a la divina voluntad. Ya se sabría el paradero de Nina, o los motivos de su ausencia, cuando Dios se dignara darlos a conocer por los medios y caminos a que nunca alcanza nuestra previsión.

Las doce serían ya, cuando sonó un fuerte campanillazo. La dama rondeña y el galán de Algeciras saltaron, cual muñecos de goma, en sus respectivos asientos. «No, no es ella—dijo Doña Paca con gran desaliento—. Nina no llama así».

Y como quisiese Frasquito salir a la puerta le detuvo ella con una observación muy en su punto: «No salga usted, Ponte, que podría ser uno de esos gansos de la tienda que vienen a darme un mal rato. Que abra la niña. Celedonia, corre a abrir, y entérate bien: si es alguno que nos trae noticias de Nina, que pase. Si es alguien de la tienda, le dices que no estoy».

Corrió la chiquilla, y volvió desalada al instante diciendo: «Señora, D. Romualdo».

Efecto de gran intensidad emocional, que casi era terrorífica. Ponte dio varias vueltas de peonza sobre un pie, y Doña Paca se levantó y volvió a caer en el sillón como unas diez veces, diciendo: «Que pase… Ahora sabremos… ¡Dios mío, D. Romualdo en casa!… A la salita, Celedonia, a la salita… Me echaré la falda negra… Y no me he peinado… ¡Con qué facha le recibo!… Que pase, niña… Mi falda negra».

Entre el algecireño y la chiquilla la vistieron de mala manera, y con la prisa le ponían la ropa del revés. La señora se impacientaba, llamándoles torpes y dando pataditas. Por fin se arregló de cualquier modo, pasose un peine por el pelo, y dando tumbos se fue a la salita donde aguardaba el sacerdote, en pie, mirando las fotografías de personas de la familia, única decoración de la mezquina y pobre estancia.

«Dispénseme usted, Sr. D. Romualdo—dijo la viuda de Zapata, que de la emoción no podía tenerse en pie, y hubo de arrojarse en una silla, después de besar la mano al sacerdote—. Gracias a Dios que puedo manifestar a usted mi gratitud por su inagotable bondad.

–Es mi obligación, señora…—repuso el clérigo un tanto sorprendido—, y nada tiene usted que agradecerme.

–Y dígame ahora, por Dios—agregó la señora, con tanto miedo de oír una mala noticia, que apenas hablar podía—; dígamelo pronto. ¿Qué ha sido de mi pobre Nina?».

Sonó este nombre en el oído del buen sacerdote como el de una perrita que a la señora se le había perdido.

«¿No parece?…—le dijo por decir algo.

–¿Pero usted no sabe…? ¡Ay, ay! Es que ha ocurrido una desgracia, y quiere ocultármelo, por caridad».

Prorrumpió en acerbo llanto la infeliz dama, y el clérigo permanecía perplejo y mudo. «Señora, por piedad, no se aflija usted… Será, o no será lo que usted supone.

–¡Nina, Nina de mi alma!

–¿Es persona de su familia, de su intimidad? Explíqueme…

–Si el Sr. D. Romualdo no quiere decirme la verdad por no aumentar mi tribulación, yo se lo agradezco infinito… Pero vale más saber… ¿O es que quiere darme la noticia poquito a poco, para que me impresione menos?…

–Señora mía—dijo el sacerdote con impaciente franqueza, ávido de aclarar las cosas—. Yo no le traigo a usted noticias buenas ni malas de la persona por quien llora, ni sé qué persona es esa, ni en qué se funda usted para creer que yo…

–Dispénseme, Sr. D. Romualdo. Pensé que la Benina, mi criada, mi amiga y compañera más bien, había sufrido algún grave accidente en su casa de usted, o al salir de ella, o en la calle, y…

–¿Qué más?… Sin duda, señora Doña Francisca Juárez, hay en esto un error que yo debo desvanecer, diciendo a usted mi nombre: Romualdo Cedrón. He desempeñado durante veinte años el arciprestazgo de Santa María de Ronda, y vengo a manifestar a usted, por encargo expreso de los demás testamentarios, la última voluntad del que fue mi amigo del alma, Rafael García de los Antrines, que Dios tenga en su santa gloria».

Si Doña Paca viera que se abría la tierra y salían de ella escuadrones de diablos, y que por arriba el cielo se descuajaraba, echando de sí legiones de ángeles, y unos y otros se juntaban formando una inmensa falange gloriosa y bufonesca, no se quedara más atónita y confusa. ¡Testamento, herencia! ¿Lo que decía el clérigo era verdad, o una ridícula, despiadada burla? ¿Y el tal sujeto era persona real, o imagen fingida en la mente enferma de la dama infeliz? La lengua se le pegó al paladar, y miraba a D. Romualdo con aterrados ojos.

«No es para que usted se asuste, señora. Al contrario: yo tengo la satisfacción de comunicar a Doña Francisca Juárez el término de sus sufrimientos. El Señor, que ha probado sin duda ya con creces su conformidad y resignación, quiere premiar ahora estas virtudes, sacándola a usted de la tristísima situación en que ha vivido tantos años».

A doña Paca le caía un hilo de lágrimas de cada ojo, y no acertaba a proferir palabra. ¡Cuál sería su emoción, cuáles su sorpresa y júbilo, que se borró de su mente la imagen de Benina, como si la ausencia y pérdida de esta fuese suceso ocurrido muchos años antes!

«Comprendo—prosiguió el buen sacerdote enderezando su cuerpo y aproximando el sillón para tocar con su mano el brazo de Doña Francisca—, comprendo su trastorno… No se pasa bruscamente del infortunio al bienestar, sin sentir una fuerte sacudida. Lo contrario sería peor… Y puesto que se trata de cosa importante, que debe ocupar con preferencia su atención, hablemos de ello, señora mía, dejando para después ese otro asunto que la inquieta… No debe usted afanarse tanto por su criada o amiga… ¡Ya parecerá!».

Esta frase llevó de nuevo al espíritu de Doña Paca la idea de Nina y el sentimiento de su misteriosa desaparición. Notando en el ya parecerá de D. Romualdo una intención benévola y optimista, dio en creer que el buen señor, después que despachase el asunto principal, le hablaría del caso de la anciana, que sin duda no era de suma gravedad. Pronto la mente de la señora con rápido giro de veleta tornó a la idea de la herencia, y a ella se agarró, dejando lo demás en el olvido; y observando el presbítero su ansiedad de informes, se apresuró a satisfacerla.

–Pues ya sabrá usted que el pobre Rafael pasó a mejor vida el 11 de Febrero…

–No lo sabía, no, señor. Dios le haya dado su descanso… ¡ay!

–Era un santo. Su único error fue abominar del matrimonio, despreciando los excelentes partidos que sus amigos le proponíamos. Los últimos años vivió en un cortijo llamado las Higueras de Juárez

–Lo conozco. Esa finca fue de mi abuelo.

–Justamente: de D. Alejandro Juárez… Bueno: pues Rafael contrajo en las Higueras la afección del hígado que le llevó al sepulcro a los cincuenta y cinco años de edad. ¡Lástima de mocetón, casi tan alto como yo, señora, con una musculatura no menos vigorosa que la mía, y un pecho como el de un toro, y aquel rostro rebosando vida!…

–¡Ay!…

–En nuestras cacerías del jabalí y del venado, nunca conseguí cansarle. Su amor propio era más fuerte que su complexión fortísima. Desafiaba los chubascos, el hambre y la sed… Pues vea usted aquel roble quebrarse como una caña. A los pocos meses de caer enfermo se le podían contar los huesos al través de la piel… se fue consumiendo, consumiendo…

–¡Ay!…

–¡Y con qué resignación llevaba su mal, y qué bien se preparó para la muerte, mirándola como una sentencia de Dios, contra la cual no debe haber protesta, sino más bien una conformidad alegre! ¡Pobre Rafael, qué pedazo de ángel!…

–¡Ay!…

–Yo no vivía ya en Ronda, porque tenía intereses en mi pueblo que me obligaron a fijar mi residencia en Madrid. Pero cuando supe la gravedad del amigo queridísimo, me planté allá… Un mes le acompañé y asistí… ¡Qué pena!… Murió en mis brazos.

–¡Ay!…».

Estos ayes eran suspiros que a Doña Paca se le salían del alma, como pajaritos que escapan de una jaula abierta por los cuatro costados. Con noble sinceridad, sin dejar de acariciar en su pensamiento la probable herencia, se asociaba al duelo de D. Romualdo por el generoso solterón rondeño.

«En fin, señora mía: murió como católico ferviente, después de otorgar testamento…

–¡Ay!…

–En el cual deja el tercio de sus bienes a su sobrina en segundo grado, Clemencia Sopelana, ¿sabe usted? la esposa de D. Rodrigo del Quintanar, hermano del Marqués de Guadalerce. Los otros dos tercios los destina, parte a una fundación piadosa, parte a mejorar la situación de algunos de sus parientes que, por desgracias de familia, malos negocios u otras adversidades y contratiempos, han venido a menos. Hallándose usted y sus hijos en este caso, claro está que son de los más favorecidos, y…

–¡Ay!… Al fin Dios ha querido que yo no me muera sin ver el término de esta miseria ignominiosa. ¡Bendito sea una y mil veces el que da y quita los males, el Justiciero, el Misericordioso, el Santo de los Santos!…».

 

Con tal efusión rompió en llanto la desdichada Doña Francisca, cruzando las manos y poniéndose de hinojos, que el buen sacerdote, temeroso de que tanta sensibilidad acabase en una pataleta, salió a la puerta, dando palmadas, para que viniese alguien a quien pedir un vaso de agua.