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Misericordia

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XXV

No desistía el apasionado marroquí de ganar la voluntad de la dama (que así debemos llamarla en este caso, toda vez que como tal él la veía con los ojos de su alma); y conociendo que los medios positivos eran los más eficaces, y que antes que las razones con que él pudiera expugnarla la rendiría su propia codicia y el anhelo de enriquecerse, se arrancó con otro sortilegio, producto natural de su sangre semítica y de su rica imaginación. Díjole que entre todos los secretos de que por favor de Dios era depositario, había uno que no pensaba confiar más que a la persona que fuese dueña de todo su cariño; y como esta persona era ella, la mujer soñada, la mujer prometida por el soberano Samdai, a ella sola revelaba el infalible procedimiento para descubrir los tesoros soterrados. Aunque afectaba Benina no dar crédito a tales historias, ello es que no perdió sílaba del relato que Almudena le hizo. La cosa era muy sencilla, por él pintada, aunque las dificultades prácticas para llegar a producir el mágico efecto saltaban a la vista. La persona que quisiera saber, siguro, siguro, dónde había dinero escondido, no tenía más que abrir un hoyo en la tierra, y estarse dentro de él cuarenta días, en paños menores, sin otro alimento que harina de cebada sin sal, ni más ocupación que leer un libro santo, de luengas hojas, y meditar, meditar sobre las profundas verdades que aquellas escrituras contenían…

–¿Y eso tengo que hacerlo yo?—dijo Benina impaciente—. ¡Apañado estás! ¿Y ese libro está escrito en tu lengua? Tonto, ¿cómo voy a leer yo esos garrapatos, si en mi propio castellano natural me estorba lo negro?

Leyerlo mí… leyer tú.

–Pero en ese agujero bajo tierra, que será la casa de los topos, ¿podemos estar los dos?

Siguro.

–Bueno. Y para poder ver bien la letra de ese libro—dijo con sorna la dama—, llevarás antiparras de ciego…

–Mí saberlo de memueria—replicó impávido el africano».

La operación, pasados los cuarenta días de penitencia, terminaba por escribir en un papelito, como los de cigarro, ciertas palabras mágicas que él sabía, él solo; luego se soltaba el papelito en el aire, y mientras el viento lo llevaba de aquí para allá, ella y él rezarían devotamente oraciones mochas, sin quitar los ojos del papel volante. Allí donde cayese, se encontraría, cavando, cavando, el tesoro soterrado, probablemente una gran olla repleta de monedas de oro.

Manifestó Benina su incredulidad soltando la risa; pero alguna huella dejaba en su espíritu la nueva quisicosa para encontrar tesoros, porque con toda formalidad se dejó decir: «No creo yo que haya dinero enterrado en los campos. Puede que en tu tierra se den esos casos; pero lo que es aquí… donde lo tienes es en los patios, en las corraladas, debajo del suelo de las leñeras, almacenes y bodegas, y, si a mano viene, empotrado en las paredes…

–Mismo poder yo discubrierlo él… Yo dicer ti, si tú quiriendo mí, si tú casar migo.

–Ya trataremos de eso más despacio—dijo Benina quitándose el pañuelo y volviéndoselo a poner, señal de impaciencia y ganas de marcharse.

–No dirti tú, amri, no—murmuró el ciego quejumbroso, agarrándola por la falda.

–Es tarde, hijo, y hago falta en casa.

–Tú migo siempre.

–No puede ser por ahora. Ten paciencia, hijo».

Poseído nuevamente de furor, al sentir que se levantaba, se arrojó sobre ella, clavándole la zarpa en los brazos, y manifestando con rugidos, más que con voces, su ardiente anhelo de tenerla en su compañía. «Mí queriendo ti… Matar mí, ajogar mismo yo en río, si tú no venier mí…

–Déjame por Dios, Almudena—dijo con acento de aflicción la dama, creyendo vencerle mejor con súplicas afectuosas—. Yo te quiero; pero me llaman mis obligaciones.

–Matar yo galán bunito—gritó el ciego apretando los puños, y dando algunos pasos hacia la anciana, que medrosa se había apartado de él.

–Ten juicio; si no, no te quiero… Vámonos. Si me prometes ser bueno y no pegarme, iremos juntos.

Piegar ti no, no… quiriendo ti más que a la bendita luz.

–Pues si no me pegas, vamos—dijo Benina, aproximándose cariñosa, y cogiéndole por el brazo».

Apaciguado el buen Mordejai, emprendieron otra vez la marcha hacia arriba, y por el camino dijo el ciego a la dama que se había despedido de Santa Casilda, por romper con la Petra; y como los tiempos venían malos y no se ganaban perras, pensaba trasladarse aquella misma tarde a las Cambroneras, cabe el Puente de Toledo, pues en aquel barrio había estancias para dormir por solos diez céntimos cada noche. No aprobó Benina el cambio de domicilio, porque allí, según había oído, vivían en grande estrechez e incomodidad los pobres, amontonados y revueltos en cuartuchos indecentes; pero él insistió, dolorido y melancólico, asegurando que quería estar mal, hacer penitencia, pasarse los días yorando, yorando, hasta conseguir que Adonai ablandase el corazón de la mujer amada. Suspiraron ambos, y silenciosos subieron toda la calle de Toledo.

Como Benina le ofreciese un duro para la mudanza, Almudena expresó un desinterés sublime: «No querierdinieroDiniero cosa puerca… asco diniero… Mí quierer amrimuquier mía migo.

–Bueno, bueno: ten paciencia—le dijo Benina, temerosa de que se descompusiera al final de la jornada—. Yo te prometo que mañana hablaremos de eso.

–¿Viner tú Cambroneras?

–Sí, te lo prometo.

–Mí no golver pirroquia… Carga mí gente suberbiosa: Casiana, Eliseo… asco mí genta. Mí pedir Puenta Tolaido

–Espérame mañana… y prométeme tener juicio.

Yorando, yorando mí.

–¿Pero a qué vienen esos lloriqueos?… Almudenilla, si yo te quiero… Amos, no me des disgustos.

Ora ti, casa tuya, ver galán bunito, jacer tú cariños él.

–¿Yo? ¡Estás fresco! ¡Sí, sí, para él estaba! ¿Pero tú qué te has creído? ¡Valiente caso hago yo de esa estantigua! Tiene más años que la Cuesta de la Vega: es pariente de mi señora, y por encargo de esta se le recogió para llevarle a casa.

–¡Mam'rracho él!

–¡Y tan mamarracho! Ni hay comparanza entre él y tú… En fin, chico: tengo mucha prisa. Adiós. Hasta mañana».

Aprovechando un momento en que el marroquí se quedaba como lelo, apretó a correr, dejándole arrimadito a la pared, junto a la tienda llamada del Botijo. Era la única forma posible de separación, dada la tenaz adherencia del pobre ciego. Desde lejos le miró Benina, inmóvil, la cabeza caída. Pasado un rato, se dejó caer en el suelo, y allí le vieron toda la tarde los transeúntes, sentado, mudo, la negra mano extendida.

No encontró la Nina en su casa grandes novedades, como por tal no se tuviera el contento de Doña Paca, que no cesaba de alabar la finura de su huésped, y la gracia con que a la conversación traía los recuerdos de Algeciras y Ronda. Sentíase la buena señora transportada a sus verdes años; casi olvidaba su pobreza, y movida del generoso instinto que en aquella edad primera había sido fundamento de su carácter imprevisor y de sus desgracias, propuso a Nina que se trajeran para Frasquito dos botellas de Jerez, pavo en galantina, huevo hilado, y cabeza de jabalí.

«Sí, señora—replicó la criada—: todo eso traeremos, y luego nos vamos a la cárcel, para ahorrar a los tenderos el trabajo de llevarnos. ¿Pero usted se ha vuelto loca? Para esta noche haré unas sopas de ajo con huevos, y san sacabó. Crea usted que a ese caballero le sabrán a gloria, acostumbrado como está a comistrajos indecentes.

–Bueno, mujer. Se hará lo que tú quieras.

–En vez de cabeza de jabalí, pondremos cabeza de ajo.

–Creo, con tu permiso, que en todas las circunstancias, aunque sea sacrificándose, debe una portarse como quien es. En fin, ¿cuánto dinero tenemos?

–Eso a usted no le importa. Déjeme a mí, que ya sabré arreglarme. Cuando se acabe, no es usted quien ha de ir a buscarlo.

–Ya, ya sé que irás tú y lo buscarás. Yo no sirvo para nada.

–Sí sirve usted; y ahora, ayúdeme a pelar estas patatitas.

–Lo que quieras. ¡Ah!… se me olvidaba. Frasquito toma té… y como está tan delicadillo, hay que traerlo bueno.

–Del mejor. Iré por él a la China.

–No te burles. Vas a la tienda, y pides del que llaman mandarín. Y de paso te traes un quesito bueno para postre…

–Sí, sí… eche usted y no se derrame.

–Ya ves que está acostumbrado a comer en casas grandes.

–Justamente: como la taberna de Boto, en la calle del Ave María… ración de guisado, a real; con pan y vino, treinta y cinco céntimos.

–Estás hoy… que no se te puede aguantar. Pero a todo me avengo, Nina. Tú mandas.

–¡Ay, si yo no mandara, bonitas andaríamos! Ya nos habrían llevado a San Bernardino o al mismísimo Pardo».

Bromeando así llegó la noche, y cenando frugalmente, alegres los tres y resignados con la pobreza, mal tolerable y llevadero cuando no falta un pedazo de pan con que matar el hambre. Y el historiador debe hacer constar asimismo que el buen temple en que estaba Doña Paca se torció un poco al recogerse las dos en la alcoba, la señora en su cama, Benina en el suelo, por haber cedido su lecho a Frasquito. Como la viuda de Zapata era tan voluble de genio, en un instante, sin que se supiera el motivo, pasaba de la bondad apacible a la ira insana, de la credulidad infantil a la desconfianza marrullera, de las palabras razonables a los disparates más absurdos. Conocía muy bien la criada este fácil girar de los pensamientos y la voluntad de su señora, a quien comparaba con una veleta; y sin tomar a pecho sus displicencias y raptos de ira, esperaba que cambiase el viento. En efecto, este variaba de improviso, rolando al cuadrante bueno; y si en un momento la malva se había convertido en cardo, en otro momento tornaba a su primera condición.

 

El mal humor de Doña Paca en la noche a que me refiero, debe atribuirse, según datos fehacientes, a que Frasquito, en sus conversaciones de la tarde, y en los ratos de la cena y sobremesa de esta, mostró por Benina unas preferencias que lastimaron profundamente el amor propio de la viuda infeliz. A Benina manifestaba el buen señor casi exclusivamente su gratitud, reservando para la señora una cortés deferencia; para Benina eran todas sus sonrisas, sus frases más ingeniosas, la ternura de sus ojos lánguidos, como de carnero a medio morir; y a tantas indiscreciones unió Ponte la de llamarla ángel como unas doscientas veces en el curso de la frugal cena.

Y dicho esto, oigamos a Doña Paca, entre sábanas metida, mientras la otra se acostaba en el suelo: «Pues, hija, nadie me quita de la cabeza que le has dado un bebedizo a este pobre señor. ¡Vaya cómo te quiere! Si no fueras una vieja feísima y sin ninguna gracia, creería que le habías hecho tilín… Cierto que eres buena, caritativa, que sabes ganar la simpatía por lo bien que atiendes a todo, y por tu dulzura y ese modito suave… que bien podría engañar a los que no te conocen… Pero con todas esas prendas, imposible que un hombre tan corrido se prende de ti… Si te lo crees y por ello estás inflada de orgullo, mi parecer es que no te compongas, pobre Nina. Siempre serás lo que fuistes… y no temas que yo le quite a D. Frasquito la ilusión, contándole tus malas mañas, lo sisona que eras, y otras cosillas, otras cosillas que tú sabes, y yo también…».

Callaba Benina, tapándose la boca con la sábana, y esta humildad y moderación encendieron más el rencorcillo de la viuda de Zapata, que prosiguió molestando a su compañera: «Nadie reconoce como yo tus buenas cualidades, porque las tienes; pero hay que ponerte siempre a distancia, no dejarte salir de tu baja condición, para que no te desmandes, para que no te subas a las barbas de los superiores. Acuérdate de las dos veces que tuve que echarte de mi casa por sisona… ¡A tal extremo llegó tu descaro, ¿qué digo descaro? tu cinismo en aquel vicio feo, que… vamos, yo, que jamás he hecho una cuenta, ni me gusta, veía mi dinero pasando de mi bolsillo al tuyo… en chorro continuo!… Pero ¿qué? ¿No dices nada?… ¿No contestas? ¿Te has vuelto muda?

–Sí, señora, me he vuelto muda—fue la única respuesta de la buena mujer—. Puede que cuando la señora se canse y cierre el pico, lo abra yo para decirle… en fin, no digo nada».

XXVI

«Ja, ja… Di lo que quieras…—prosiguió Doña Paca—. ¿Te atreverías a decir algo ofensivo de mí? ¡Que no he sabido llevar el Cargo y Data! ¿Y qué? ¿Quién te ha dicho a ti que las señoras son tenedoras de libros? El no llevar cuentas ni apuntar nada, no era más que la forma natural de mi generosidad sin límites. Yo dejaba que todo el mundo me robase; veía la mano del ladrón metiéndose en mi bolsillo, y me hacía la tonta… Yo he sido siempre así. ¿Es esto pecado? El Señor me lo perdonará. Lo que Dios no perdona, Benina, es la hipocresía, los procederes solapados, y el estudio con que algunas personas componen sus actos para parecer mejores de lo que son. Yo siempre he llevado el alma en mi rostro, y me he presentado a los ojos de todo el mundo como soy, como era, con mis defectos y cualidades, tal como Dios me hizo… ¿Pero tú no tienes nada que contestarme?… ¿O es que no se te ocurre nada para defenderte?

–Señora, callo, porque estoy dormida.

–No, tú no duermes, es mentira: la conciencia no te deja dormir. Reconoces que tengo razón, y que eres de las que se componen para disimular y esconder sus maldades… No diré que sean precisamente maldades, tanto no. Soy generosa en esto como en todo, y diré flaquezas… pero ¡qué flaquezas! Somos frágiles: verdaderamente tú puedes decir: «No me llamo Benina, sino Fragilidad…». Pero no te apures, pues ya sabes que no he de ir con cuentos al Sr. de Ponte para desprestigiarte, y deshojar la flor de sus ilusiones… ¡Qué risa!… No viendo en ti, como no puede verlo, una figura elegante, ni un rostro fresco y sonrosado, ni modales finos, ni educación de señora, ni nada de eso, que es por lo que se enamoran los hombres, habrá visto… ¿qué? Por Dios que no acierto. Si tú fueras franca, que no lo eres, ni lo serás nunca… ¿Oyes lo que digo?

–Sí, señora, oigo.

–Si tú fueras franca, me dirías que el Sr. de Ponte te llama ángel por lo bien que haces las sopas de ajo, acartonaditas… Y ¿te parece a ti que esto es suficiente motivo para que a una mujer la llamen ángel con todas sus letras?

–¿Pero a usted qué le importa?… Deje al Sr. de Ponte Delgado que me ponga los motes que quiera.

–Tienes razón, sí, sí… Puede que te lo diga irónicamente, que estos señorones, muy curtidos en sociedad, emplean a menudo la ironía, y cuando parece que nos alaban, lo que hacen es tomarnos el pelo, como suele decirse… Por si el hombre va por derecho, y se ha prendado de ti con buen fin… que todo podría ser, Benina… se ven cosas muy raras… tú debes proceder con lealtad, y confesarle tus máculas, no vaya a creer Frasquito que la pureza de los ángeles del cielo es cualquier cosa comparada con tu pureza. Si así no lo haces, eres una mala mujer… La verdad, Nina, en estos casos, la verdad. El hombre se ha creído que eres un prodigio de conservación, ja, ja… que has hecho un milagro, pues milagro sería, en plena vida de Madrid y en la clase de servicio doméstico, una virginidad de sesenta años… Puedes plantarte en los cincuenta y cinco, si así te conviene… Pero si le engañas en la edad, que esta es superchería muy corriente en nuestro sexo, no andes con bromas en lo que es de ley moral, Nina; eso no. Mira, hija, yo te quiero mucho, y como señora tuya y amiga te aconsejo que le hables clarito, que le cuentes tus faltas y caídas. Así el buen señor no se llamará a engaño, si andando el tiempo descubre lo que tú ahora le ocultaras. No, Nina, no; hija mía, dile todo, aunque se te ponga la cara muy colorada, y se te congestione la verruga que llevas en la frente. Confiesa tu grave falta de aquellos tiempos, cuando contabas treinta y cinco años… y ten valor para decirle: «Sr. D. Frasquito, yo quise a un guardia civil que se llamaba Romero, el cual me tuvo trastornada más de dos años, y al fin se negó a casarse conmigo…». Vamos, mujer, no es para que te pongas como la grana. Después de todo, ¿qué ha sido ello? Querer a un hombre. Pues para eso han venido las mujeres al mundo: para querer a los hombres. Tuviste la desgracia de tropezar con uno, que te salió malo. Cuestión de suerte, hija. Ello es que estuviste loca por él… Bien me acuerdo. No se te podía aguantar; no hacías nada al derecho. Sisabas de lo lindo, y mientras tú no tenías un traje decente, a él no le faltaban buenos puros… A mí, que veía tus padecimientos y tu ceguera, pues atormentada y sin un día de tranquilidad, en vez de huir del suplicio, ibas a él; a mí, que vi todo esto, nadie tiene que contármelo, Nina. Conozco la historia, aunque no la sé toda entera, porque algo me has ocultado siempre… y a mí me refirieron cosas que no sé si son ciertas o no… Dijéronme que de tus amores tuviste…

–Eso no es verdad.

–Y que lo echaste a la Inclusa…

–Eso no es verdad—repitió Benina con acento firme y sonora voz, incorporándose en el lecho. Al oírla, calló súbitamente Doña Paca, como el ratoncillo nocturno que cesa de roer al sentir los pasos o la voz del hombre. Oyose tan sólo, durante largo rato, alguno que otro suspiro hondísimo de la señora, que después empezó a quejarse y a gruñir por lo bajo. La otra no chistaba. Había hecho rápida crisis el genio de la infeliz señora, determinándose un brusco giro de la veleta. La ira y displicencia trocáronse al punto en blandura y mimo. No tardó en presentarse el síntoma más claro de la sedación, que era un vivo arrepentimiento de todo lo que había dicho y la vergüenza de recordarlo, pues no significaban otra cosa los gruñidos, y el quejarse de imaginarios dolores. Como Benina no respondiera a estas demostraciones, Doña Paca, ya cerca de media noche, se arrancó a llamarla: «Nina, Nina, ¡si vieras qué mala estoy! ¡Vaya una nochecita que estoy pasando! Parece que me aplican un hierro caliente al costado, y que me arrancan a tirones los huesos de las piernas. Tengo la cabeza como si me hubieran sacado los sesos, poniéndome en su lugar miga de pan y perejil muy picadito… Por no molestarte, no te he dicho que me hagas una tacita de tila, que me refriegues la espalda, y que me des una papeleta de salicilato, de bromuro, o de sulfonal… Esto es horrible. Estás dormida como un cesto. Bien, mujer, descansa, engorda un poquito… No quiero molestarte».

Sin despegar los labios, abandonaba Nina el jergón, y, echándose una falda, hacía la taza de tila en la cocinilla económica, y antes o después daba la medicina a la enferma, y luego las friegas, y por fin acostábase con ella para arrullarla como a un niño, hasta que conseguía dormirla. Anhelando olvidar la señora su anterior desvarío, creía que el mejor medio era borrar con expresiones cariñosas las malévolas ideas de antes, y así, mientras su compañera la arrullaba, decíale: «Si yo no te tuviera, no sé qué sería de mí. Y luego me quejo de Dios, y le digo cosas, y hasta le insulto, como si fuera un cualquiera. Verdad que me priva de muchos bienes; pero me ha dado tu compañía y amistad, que vale más que el oro y la plata y los brillantes… Y ahora que me acuerdo, ¿qué me aconsejas tú que debo hacer para el caso de que vuelvan D. Francisco Morquecho y D. José María Porcell con aquella embajada de la herencia?…

–Pero, señora, si eso lo ha soñado usted… y los tales caballeros hace mil años que están muy achantaditos debajo de la tierra.

–Dices bien: yo lo soñé… Pero si no aquellos, otros puede que vengan con la misma música el mejor día.

–¿Quién dice que no? ¿Ha soñado usted con cajas vacías? Porque eso es señal de herencia segura.

–¿Y tú, qué has soñado?

–¿Yo? Anoche, que nos encontrábamos con un toro negro.

–Pues eso quiere decir que descubriremos un tesoro escondido… Mira tú, ¿quién nos dice que en esta casa antigua, que habitaron en otro tiempo comerciantes ricos, no hay dentro de tal pared o tabique alguna olla bien repleta de peluconas?

–Yo he oído contar que en el siglo pasado vivieron aquí unos almacenistas de paños, poderosos, y cuando se murieron… no se encontró dinero ninguno. Bien pudiera ser que lo emparedaran. Se han dado casos, muchos casos.

–Yo tengo por cierto que dinero hay en esta finca… Pero a saber dónde demontres lo escondieron esos indinos. ¿No habría manera de averiguarlo?

–¡No sé… no sé!—murmuró Benina, dejando volar su mente vagarosa hacia los orientales conjuros propuestos por Almudena.

–Y si en las paredes no, debajo de los baldosines de la cocina o de la despensa puede estar lo que aquellos señores escondieron, creyendo que lo iban a disfrutar en el otro mundo.

–Podrá ser… Pero es más probable que sea en las paredes, o, un suponer, en los techos, entre las vigas…

–Me parece que tienes razón. Lo mismo puede ser arriba que abajo. Yo te aseguro que cuando piso fuerte en los pasillos y en el comedor, y se estremece todo el caserón como si quisiera derrumbarse, me parece que siento un ruidillo… así como de metales que suenan y hacen tilín… ¿No lo has sentido tú?

–Sí, señora.

–Y si no, haz la prueba ahora mismo. Date unos paseos por la alcoba, pisando fuerte, y oiremos…».

Hízolo Benina como su señora mandaba, con no menos convicción y fe que ella, y en efecto… oyeron un retintín metálico, que no podía provenir más que de las enormes cantidades de plata y oro (más oro que plata seguramente) empotradas en la vetusta fábrica. Con esta ilusión se durmieron ambas, y en sueños seguían oyendo el tin, tin…

La casa era como un inmenso cuerpo, y sudaba, y por cada uno de sus infinitos poros soltaba una onza, o centén, o monedita de veintiuno y cuartillo.