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Misericordia

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XXI

La dueña del establecimiento brillaba por su ausencia. Fue recibida Benina por la encargada, y por un hombre llamado Prieto, que disfrutaba de toda la confianza de aquella, y llevaba la contabilidad del alquiler diario de camas. No tuvo la anciana más remedio que esperar, pues aquel par de congrios carecían de facultades para resolverle el problema que tan atrozmente la inquietaba. Hablando, hablando, del negocio de dormir (el año iba muy malo, y cada noche dormía menos gente, y los micos menudeaban), ocurriole a Benina preguntar por Frasquito Ponte; a lo que respondió Prieto que la noche anterior se habían visto en el caso de no admitirle porque era deudor ya de siete camas, y no había dado nada a cuenta.

«¡Pobre señor!—dijo Benina—; habrá dormido al raso… Es un dolor… a sus años… Mejorando lo presente, es más viejo que la Cuesta de la Vega».

Refirió la encargada que no sabiendo Don Frasquito dónde meterse, había conseguido ser albergado en la casa del Comadreja, calle de Mediodía Chica, dos pasos de allí. Por más señas, había corrido la noticia de que estaba enfermo. Al oír esto, olvidósele repentinamente a Benina el objeto principal que a tal sitio la llevara, y no pensó más que en averiguar qué había sido del desamparado Frasquito. Tiempo tenía de dar un salto a la casa del Comadreja, y volver a punto que regresase a su domicilio la Doña Bernarda. Dicho y hecho. Un momento después, entraba la diligente anciana en la fementida tabernuca que da la cara al público en el establecimiento citado, y lo primero que allí vio fue la abominable estampa de Luquitas, el esposo de Obdulia, que con otros perdidos y dos o tres mujeres zarrapastrosas, jugaba a las cartas en una sucia mesilla circular, entre copas de Cariñena y Pardillo. En el momento de entrar Benina, acababan un juego, y antes de echar otra mano, el hijo de Doña Paca tiró sobre la mesa los asquerosos naipes, que en mugre competían con las manos de los jugadores; se levantó tambaleándose, y con media lengua y finura desconcertada, de la que suelen emplear los borrachos, ofreció a la criada de su suegra un vaso de vino. «Quite allá, señorito, yo ya he bebido… Se agradece…»—dijo la anciana, rechazando el vaso.

Pero tan pesado se puso el señorito, y con tal insistencia le coreaban los demás pidiendo que bebiese la señora, que esta tuvo miedo, y tomó la mitad del contenido del vaso pegajoso. No quería ponerse a mal con aquella gentuza, por lo que pudiera tronar, y sin perder tiempo ni meterse en dimes y diretes con el vicioso Luquitas, por el abandono en que a su mujer tenía, se fue derecha a su objeto: «¿Y no está por aquí la Pitusa?

–Aquí está para servirla—dijo una mujer escuálida, saliendo por estrecha puertecilla, bien disimulada entre los estantes llenos de botellas y garrafas que había detrás del mostrador. Como grieta que da paso al escondrijo de una anguila, así era la puerta, y la mujer el ejemplar más flaco, desmedrado y escurridizo que pudiera encontrarse en la fauna a que tales hembras pertenecen. Tan flaco era su rostro, que al verlo de perfil podría tenérsele por construido de chapa, como las figuras de las veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con toda holgura un dedo. Los dientes mellados y negros, las cejas calvas, las pestañas pitañosas, los ojos tiernos, de mirada de lince, completaban su fisonomía. Del cuerpo no he de decir sino que difícilmente se encontrarían formas más exactamente comparables a las de un palo de escoba vestido, o, si se quiere, cubierto de trapos de fregar suelos; de los brazos y manos, que al gesticular parecía que azotaban, como los tirajos de un zorro que quisiera limpiar el polvo a la cara del interlocutor; de su habla y acento, que sonaban como si estuviera haciendo gárgaras, y aunque parezca extraño, diré también, para dar completa idea de la persona, que de todas estas exterioridades desapacibles se desprendía un cierto airecillo de afabilidad, un moral atractivo, por lo que termino asegurando que la Pitusa no era antipática ni mucho menos.

–«¿Qué trae por acá la señá Benina?—le dijo sacudiéndole de firme en los dos hombros—. Oí contar que estaba usted en grande, en casa rica… Ya, ya sacará buenas rebañaduras… ¡Y que no tendrá usted mal gato!…

–Hija, no… De eso hace un siglo. Ahora estamos en baja.

–¿Qué? ¿Le va mal?

–Tirando, tirando. Si sopas, comerlas, y si no, nada… Y el Comadreja, ¿está?

–¿Para qué le quiere, señá Benina?

–Hija, te pregunto por saber de él, si está con salud.

–Se defiende. La herida se le abre cuando menos lo piensa.

–Vaya por Dios… Dime otra cosa…

–Mándeme.

–Quiero saber si has recogido en tu casa a un caballero que le llaman Frasquito Ponte, y si le tienes aquí todavía, porque me dijeron que anoche se puso muy malo».

Por toda respuesta, la Pitusa mandó a Benina que la siguiera, y ambas, agachándose, se escurrieron por el agujero que hacía las veces de puerta entre los estantillos del mostrador. De la otra parte arrancaba una escalera estrechísima, por la cual subieron una tras otra.

«Es una persona decente, como quien dice, personaje—añadía Benina, segura ya de encontrar allí al infortunado caballero.

–De la grandeza. Vele aquí a dónde vienen a parar los títulos».

Por un pasillo mal oliente y sucio llegaron a una cocina, donde no se guisaba. Fogón y vasares servían de depósito de botellas vacías, cajas deshechas, sillas rotas y montones de trapos. En el suelo, sobre un jergón mísero, yacía cuan largo era D. Francisco Ponte, en mangas de camisa, inmóvil, la fisonomía descompuesta. Dos mujeronas, de rodillas a un lado y otro, la una con un vaso de agua y vino, la otra atizándole friegas, le hablaban a gritos: «Vuelva en sí… ¿Qué demonios le pasa?… Eso no es más que maulería. ¿No quiere beber más?».

Benina, de hinojos, se puso también a gritarle, sacudiéndole: «D. Frasquito de mi alma, ¿qué es eso? Abra los ojos y véame: soy la Nina».

No tardaron las dos tarascas que, entre paréntesis, si apostaran a repugnantes y feas, no habría quien les ganara; no tardaron, digo, en dar a la anciana las explicaciones que del suceso pedía. No admitido Ponte en las alcobas de la Bernarda, arrimose al quicio de la puerta de la capilla de Irlandeses para pasar la noche. Allí le encontraron ellas, y se pusieron a darle bromas, a decirle cosas… amos… cosas que se dicen y que no eran para ofenderse. Total: que el pobre vejete mal pintado se hubo de incomodar, y al correr tras ellas con el palo levantado para pegarles, pataplum, cayó redondo al suelo. Soltaron ellas la risa, creyendo que había tropezado; pero al ver que no se movía, acudieron; llegose también el sereno, le echó a la cara la linterna, y entonces vieron que tenía un ataque. Húrgale por aquí, húrgale por allá, y el buen señor como cuerpo difunto. Llamado el Comadreja, lo desanimó, y dijo que todo era un sincopiés; y como es caritativo él, buen cristiano él, y además había estudiado un año de Veterinaria, mandó que le llevaran a su casa para asistirle y devolverle el resuello con friegas y sinapismos.

Así se hizo, cargándole entre las dos y otra compañera, pues el enfermo pesaba como un manojo de cañas, y en casa, a fuerza de pellizcos y restregones, volvió en sí, y les dio las gracias tan amable. La Pitusa le hizo unas sopas, que tomó con apetito, dando a cada momento las más expresivas gracias… tan fino, y así estuvo hasta la mañana, bien apañadito en su jergón. No podían ponerle en un cuarto, porque en toda la noche apenas los hubo desocupados, y allí, en la cocina vieja, estaba muy bien, por ser pieza de ventilación.

Lo peor fue que a la mañana, cuando se levantaba para marcharse, le repitió el ataque, y todo el santo día le daban de hora en hora unos sincopieses tan tremendos, que se quedaba como cadáver, y costaba Dios y ayuda volverle en sí. Le habían dejado en mangas de camisa, porque se quejaba de calor; pero allí estaba la ropa sin que nadie la tocase, ni le afanaran cosa alguna de lo que tenía en los bolsillos. Había dicho el Comadreja que si no se recobraba en la noche, daría parte a la Delegación para que le llevaran al Hospital.

Manifestó Benina a la Pitusa que era un dolor mandar al Hospital a tan ilustre señorón, y que ella se determinaría a llevarle a su casa, sí… Hirió la mente de la anciana una atrevida idea, y con la resolución que era cualidad primaria de su carácter, se apresuró a ponerla en práctica con toda prontitud. «¿Quieres oírme una palabrita?—dijo a la Pitusa, cogiéndola por el brazo para sacarla de la cocina. Y al extremo del pasillo, entraron en la única habitación vividera de la casa: una alcoba con cama camera de hierro, colcha de punto de gancho, espejos torcidos, láminas de odaliscas, cómoda derrengada, y un San Antonio en su peana, con flores de trapo y lamparilla de aceite. El diálogo fue rápido y nervioso:

«¿Qué se le ofrece?

–Pues poca cosa. Que me prestes diez duros.

Señá Benina, ¿está usted en sus cabales?

–En ellos estoy, Teresa Conejo, como lo estaba cuando te presté los mil reales, y te salvé de ir a la cárcel… ¿No te acuerdas? Fue el año y el día del ciclón, que arrancó los árboles del Botánico… Tú habitabas en la calle del Gobernador; yo en la de San Agustín, donde servía…

–Sí que me acuerdo. Yo la conocí a usted de que comprábamos juntas…

–Te viste en un fuerte compromiso.

–Empezaba yo a rodar por el mundo…

–Y rodando, rodando, caíste en una tentación…

–Y como servía usted en casa grande, yo calculé y dije: 'Pues esta, si quiere, podrá sacarme'.

 

–Te llegaste a mí con mucho miedo… lo que pasa… no querías levantarte el faldón, y que yo te dejara destapada.

–Pero usted me tapó… ¡Cuánto se lo agradecí, Benina!

–Y sin réditos… Luego tú, en cuanto hiciste las paces con el del almacén de vinos, me pagaste…

–Duro sobre duro.

–Pues bien: ahora soy yo la que se ha caído: necesito doscientos reales, y tú me los vas a dar.

–¿Cuándo?

–Ahora mismo.

–¡Mecachis… San Dios! ¡Como no se me vuelva dinero la chimenea de los garbanzos!

–¿No los tienes? ¿Ni tu Comadreja tampoco?

–Estamos como el gallo de Morón… ¿Y para qué quiere los diez duros?

–Para lo que a ti no te importa. Di si me los das o no me los das. Yo te los pagaré pronto; y si quieres real por duro, no hay incomeniente.

–No es eso: es que no tengo ni un cuarto partido por medio. Este ganado indecente no trae más que miseria.

–¡Válgate Dios! ¿Y…?

–No, no tengo alhajas. Si las tuviera…

–Busca bien, maestra.

–Pues bueno. Hay dos sortijas. No son mías: son del Rey de Bastos, un amigo de Rumaldo, que se las dio a guardar, y Rumaldo me las dio a mí.

–Pues…

–Si usted me da su palabra de desempeñarlas dentro de ocho días y traérmelas, pero palabra formal, ¡San Dios! lléveselas… Darán los diez por largo, pues una de ellas tiene un brillante que da la catarata».

Poco más se habló. Cerraron bien la puerta, para que nadie pudiera fisgonear desde el pasillo. Si alguien lo hiciera, no habría oído más que un abrir y cerrar de los cajones de la cómoda, un cuchicheo de Benina, y roncas gárgaras de la otra.

XXII

A poco de volver las dos mujeres al lado del desmayado Frasquito, entró el Comadreja, que era un mocetón achulado, de buen porte, con tez y facciones algo gitanescas, sombrero ancho, bien ceñido el talle, y lo primero que dijo fue que pronto sería conducido el interfezto al Hospital. Protestó Benina, sosteniendo que la enfermedad de Ponte era de las que exigen trato casero y de familia; en el Hospital se moriría sin remedio, y así, valía más que ella se le llevara a la casa de su señora Doña Francisca Juárez, la cual, aunque había venido muy a menos, todavía se hallaba en posición de hacer una obra de caridad, albergando a su paisano el Sr. de Ponte, con quien tenía, si mal no recordaba, lejano parentesco. En esto volvió de su desvanecimiento el galán pobre, y reconociendo a su bienhechora, le besó las manos, llámandola ángel y qué sé yo qué, muy gozoso de verla a su lado. Con gesto imperioso, al que siguió una patada, la Pitusa ordenó a las dos arrapiezas que se fueran a su obligación en la puerta de la calle; el Comadreja bajó a despachar, y quedándose solas la Benina y su amiga con el pobre Ponte, le vistieron del levitín y gabán para llevársele.

«Aquí en confianza, D. Frasquito—le dijo la Benina—, cuéntenos por qué no hizo lo que le mandé.

–¿Qué, señora?

–Dar a Bernarda la peseta, a cuenta de noches debidas… ¿O es que se gastó la peseta en algo que le hacía falta, un suponer, en pintura para la fisonomía del bigote? En este caso, no digo nada.

–Cosmético, no… yo se lo juro—respondió Frasquito con lánguido acento, sacando de su boca las palabras como con un gancho—. Lo gasté… pero no en eso… Tenía que pro… pro… si lo diré al fin… que proporcionarme una foto… grafía».

Rebuscó en el bolsillo de su gabán, y de entre sobadas cartas y papeles, sacó uno que desdobló, mostrando un retrato fotográfico, tamaño de tarjeta ordinaria.

«¿Quién es esta madama?—dijo la Pitusa, que con presteza lo cogió para examinarlo—. Como guapa, lo es…

–Quería yo—prosiguió Frasquito tomando aliento a cada sílaba—, demostrarle a Obdulia su perfecta semejanza con…

–Pues este retrato no es de la niña—dijo Benina contemplándolo—. Algo se le parece en el corte de cara; pero no es mismamente.

–Digan ustedes si se parece o no. Para mí son idénticas… La una como la otra, esta como aquella.

–¿Pero quién es?

–La Emperatriz Eugenia… ¿Pero no la ven? No lo había más que en casa de Laurent, y no lo daban por menos de una peseta… Forzoso adquirirlo, demostrar a Obdulia la similitud…

–D. Frasquito, por la Virgen, mire que vamos a creer que está ido… ¡Gastar la peseta en un retrato!…».

No se dio por convencido el caballero pobre, y guardando cuidadosamente la cartulina, se abrochó su gabán y trató de ponerse en pie; operación complicadísima que no pudo realizar, por la extraordinaria flojedad de sus piernas, no más gruesas que palillos de tambor. Con la prontitud que usar solía en casos como aquel, Benina salió a tomar un coche, para lo cual antes tenía que evacuar otra diligencia de suma importancia. Mas como era tan ejecutiva, pronto despachó: con sus diez duros en el bolsillo, volvió a Mediodía Grande en coche simón tomado por horas, y en la puerta de la casa se tropezó con Petra la borrachera y su compañera Cuarto e kilo, que de la taberna vociferando salían.

–«Ya, ya sabemos que se le lleva consigo…—dijéronle con retintín—. Así se portan las mujeres de rumbo, que estiman a un hombre… Vaya, vaya, que eso es correrse… Bien se ve que se puede.

–¡A ver!… Pero como a ustedes no les importa, yo digo… ¿Y qué?

–Pues na… En fin, aliviarse.

–¡Contento que tiene usted al ciego Almudena!

–¿Qué le pasa?

–Que ha esperado a la señora toda la tarde… ¡Cómo había de ir, si andaba buscando al caballero canijo!…

–Un recadito nos dio para usted por si la veíamos.

–¿Qué dice?

–A ver si me acuerdo… ¡Ah! sí: que no compre la olla…

–La olla de los siete bujeros… que él tiene una que trajo de su tierra.

–¿Y qué? ¿Van a poner fábrica de coladores? Si no, ¿para qué son tantos ujeros?

–Cállense las muy boconas. Ea, con Dios.

–Y estamos de coche. ¡Vaya un lujo! ¡Cómo se conoce que corre la guita!

–Que os calléis… Más valdría que me ayudarais a bajarle y meterle en el coche.

–Vaya que sí. Con alma y vida».

De divertimiento sirvió a todas las de casa y a las de fuera. Fue una ruidosa función el acto de bajar a Frasquito, cantándole coplas en son funerario, y diciéndole mil cuchufletas aplicadas a él y a la Benina, que insensible a los desahogos de la vil canalla, se metió en su coche, llevando al caballero andaluz como si fuera un lío de ropa, y mandó al cochero picar hacia la calle Imperial, cuidando de despabilar bien al caballo.

No fue, como es fácil suponer, floja sorpresa la de Doña Francisca al ver que le metían en la casa un cuerpo al parecer moribundo, transportado entre Benina y un mozo de cuerda. La pobre señora había pasado la tarde y parte de la noche en mortal ansiedad, y al ver cosa tan extraña, creía soñar o tener trastornado el sentido. Pero la traviesa criada se apresuró a tranquilizarla, diciéndole que aquel no era cadáver, como de su aspecto lastimoso podía colegirse, sino enfermo gravísimo, el propio D. Frasquito Ponte Delgado, natural de Algeciras, a quien había encontrado en la calle; y sin meterse en más explicaciones del inaudito suceso, acudió a confortar el atribulado espíritu de Doña Paca con la fausta noticia de que llevaba en su bolso nueve duros y pico, suma bastante para atender al compromiso más urgente, y poder respirar durante algunos días.

–«¡Ah, qué peso me quitas de encima de mi alma!—exclamó la señora elevando las manos—. El Señor le bendiga. Ya estamos en situación de hacer una obra de caridad, recogiendo a este desgraciado… ¿Ves? Dios en un solo punto y ocasión nos ampara y nos dice que amparemos. El favor y la obligación vienen aparejados.

–Hay que tomar las cosas como las dispone… el que menea los truenos.

–¿Y dónde ponemos a este pobre mamarracho?—dijo Doña Paca palpando a Frasquito, que, aunque no estaba sin conocimiento, apenas hablaba ni se movía, yacente en el santo suelo, arrimadito a la pared».

Como después del casamiento de Obdulia y Antoñito habían sido vendidas las camas de estos, surgió un conflicto de instalación doméstica, que Nina resolvió proponiendo armar su cama en el cuartito del comedor, para colocar en ella al pobre enfermo. Ella dormiría en un jergón sobre la estera, y ya verían, ya verían si era posible arrancar al cuitado viejo de las uñas de la muerte.

«Pero, Nina de mi alma, ¿has pensado bien en la carga que nos hemos echado encima?… Tú que no puedes, llévame a cuestas, como dijo el otro. ¿Te parece que estamos nosotras para meternos a protectoras de nadie?… Pero acaba de contarme: ¿fue D. Romualdo bendito quien…?

–Sí, señora, Rumaldo…—respondió la anciana, que en su aturdimiento no se había preparado para el embuste.

–¡Bendito, mil veces bendito señor!

–Ella… Teresa Conejo.

–¿Qué dices, mujer?

–Digo que… ¿Pero usted no se entera de lo que hablo?

–Has dicho que… ¿Por ventura es cazador D. Romualdo?

–¿Cazador?

–Como has dicho no sé qué de un conejo.

–Él no caza; pero le regalan… qué sé yo… tantas cosas… la perdiz, el conejo de campo… Pues esta tarde…

–Ya; te dijo: 'Benina, a ver cómo me pones mañana este conejo que me han traído…'.

–Sobre si había de ser en salmorejo o con arroz, estuvieron disputando; y como yo nada decía y se me saltaban las lágrimas, 'Benina, ¿qué tienes? Benina, ¿qué te pasa?…'. En fin, que del conejo tomé pie para contarle el apuro en que me veía…».

Convencida Doña Paca, ya no se pensó más que en instalar a Frasquito, el cual parecía no darse cuenta de lo que le pasaba. Al fin, cuando ya le habían acostado, reconoció a la viuda de Juárez, y mostrándole su gratitud con apretones de manos y un suspirar afectuoso, le dijo:

«Tal hija, tal madre… Es usted el vivo retrato de la Montijo.

–¿Qué dice este hombre?

–Le da porque todas nos parecemos a… no sé quién… a los emperadores de Francia… En fin, dejarlo.

–¿Estoy en el palacio de la plaza del Ángel?—dijo Ponte examinando la mísera alcoba con extraviados ojos.

–Sí, señor… Arrópese ahora; estese quietecito para que coja el sueño. Luego le daremos buen caldo… y a vivir».

Dejáronle solo, y Benina se echó nuevamente a la calle, ávida de tapar la boca a los acreedores groseros, que con apremio impertinente y desvergonzado abrumaban a las dos mujeres. Diose el gustazo de ponerles ante los morros los duros que se les debían, hizo más provisiones, fue a la calle de la Ruda, y con su cesta bien repleta de víveres y el corazón de esperanzas, pensando verse libre de la vergüenza de pedir limosna, al menos por un par de días, volvió a su casa. Con presteza metódica se puso a trabajar en la cocina, en compañía de su ama, que también estaba risueña y gozosa. «¿Sabes lo que me ha pasado—dijo a Benina—en el rato que has estado fuera? Pues me quedé dormidita en el sillón, y soñé que entraban en casa dos señores graves, vestidos de negro. Eran D. Francisco Morquecho y D. José María Porcell, paisanos míos, que venían a participarme el fallecimiento de D. Pedro José García de los Antrines, tío carnal de mi esposo.

–¡Pobre señor; se ha muerto!—exclamó Nina con toda el alma.

–Y el tal D. Pedro José, que es uno de los primeros ricachos de la Serranía…

–Pero dígame: ¿es soñado lo que me cuenta o es verdad?

–Espérate, mujer. Venían esos dos señores, D. Francisco y D. José María, médico el uno, el otro secretario del Ayuntamiento… pues venían a decirme que el García de los Antrines, tío carnal de mi Antonio, les había nombrado testamentarios…

–Ya…

–Y que… la cosa es clara… como no tenía el tal sucesión directa, nombraba herederos…

–¿A quién?

–Ten calma, mujer… Pues dejaba la mitad de sus bienes a mis hijos Obdulia y Antoñito, y la otra mitad a Frasquito Ponte. ¿Qué te parece?

–Que a ese bendito señor debían de hacerle santo.

–Dijéronme D. Francisco y D. José María que hace días andaban buscándome para darme conocimiento de la herencia, y que preguntando aquí y acullá, al fin averiguaron las señas de esta casa… ¿por quién dirás? por el sacerdote D. Romualdo, propuesto ya para obispo, el cual les dijo también que yo había recogido al señor de Ponte… 'De modo—me dijeron echándose a reír—, que al venir a ofrecer a usted nuestros respetos, señora mía, matamos dos pájaros de un tiro'.

–Pero vamos a cuentas: todo eso es, como quien dice, soñado.

–Claro: ¿no has oído que me quedé dormida en el sillón?… Como que esos dos señores que estuvieron a visitarme, se murieron hace treinta años, cuando yo era novia de Antonio… figúrate… y García de los Antrines era muy viejo entonces. No he vuelto a saber de él… Pues sí, todo ha sido obra de un sueño; pero tan a lo vivo que aún me parece que les estoy mirando… Te lo cuento para que te rías… no, no es cosa de risa, que los sueños…

 

–Los sueños, los sueños, digan lo que quieran—manifestó Nina—, son también de Dios; ¿y quién va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?

–Cabal… ¿Quién te dice a ti que detrás, o debajo, o encima de este mundo que vemos, no hay otro mundo donde viven los que se han muerto?… ¿Y quién te dice que el morirse no es otra manera y forma de vivir?…

–Debajo, debajo está todo eso—afirmó la otra meditabunda—. Yo hago caso de los sueños, porque bien podría suceder, una comparanza, que los que andan por allá vinieran aquí y nos trajeran el remedio de nuestros males. Debajo de tierra hay otro mundo, y el toque está en saber cómo y cuándo podemos hablar con los vivientes soterranos. Ellos han de saber lo mal que estamos por acá, y nosotros soñando vemos lo bien que por allá lo pasan… No sé si me explico… digo que no hay justicia, y para que la haiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana, y soñando, un suponer, traeremos acá la justicia».

Contestó Doña Paca con una sarta de suspiros sacados de lo más hondo de su pecho, y Benina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea fija, a pensar nuevamente en el maravilloso conjuro. Trasteando sin sosiego en la cocina, con los ojos del alma, no veía más que el cazuelo de los siete bujeros, el palo de laurel, vestido, y la oración… ¡demontres de oración! ¡Esto sí que era difícil!