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La desheredada

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Capítulo VII
Flamenca Cytherea

La unión nefanda de estos dos vocablos, bárbaro el uno, helénico el otro, merece la execración universal; pero no importa. Adelante.

Contraviniendo la voluntad y las amonestaciones claras del Excmo. Sr. (tenía la Gran Cruz) D. Alejandro Sánchez Botín, Isidora fue a la pradera de San Isidro, acompañada de su doncella, de Riquín, de D. José de Relimpio y de Mariano. La prisionera del Sátiro no podía resistir ya el anhelo de expansión, de correr libremente, de ser dueña de sí misma un día entero, y, principalmente de darse el gusto de la desobediencia. Haciéndole rabiar gozaba más que divirtiéndose ella. Ya se aplacaría el tirano, pronunciando un par de buenos sermones, y si no se aplacaba, mejor. Estaba cansada de tan grande y molesto estafermo, y bien podía suceder que no haciendo caso de sus insufribles exigencias llegase a dominarle y someterle. Para fundar este imperio convenía un golpe de Estado.

Entre su doncella y la peinadora la vistieron de chula rica. Aquella mañanita de San Isidro, mientras duró el atavío chulesco, todo era regocijo en la casa, todo risas y alegrías. Don José andaba a gatas sirviendo de caballo a Riquín, ya vestido desde el amanecer de Dios, y Mariano cantaba en la cocina rasgueando una guitarra. El vestirse de mujer de pueblo, lejos de ofender el orgullo de Isidora, encajaba bien dentro de él, porque era en verdad cosa bonita y graciosa que una gran dama tuviera el antojo de disfrazarse para presenciar más a su gusto las fiestas y divertimientos del pueblo. En varias novelas de malos y de buenos autores había visto Isidora caprichos semejantes, y también en una célebre zarzuela y en una ópera. Si esto pensaba cuando la doncella y peinadora la estaban vistiendo, luego que se vio totalmente ataviada y pudo contemplarse entera en el gran espejo del armario de luna, quedó prendada de sí misma, se miró absorta y se embebeció mirándose, ¡tan atrozmente guapa estaba! El peinado era una obra maestra, gran sinfonía de cabellos, y sus hermosos ojos brillaban al amparo de la frente rameada de sortijillas, como los polluelos del sol anidados en una nube. No le faltaba nada, ni el mantón de Manila, ni el pañuelo de seda en la cabeza, empingorotado como una graciosa mitra, ni el vestido negro de gran cola y alto por delante para mostrar un calzado maravilloso, ni los ricos anillos, entre los cuales descollaba la indispensable haba de mar. En medio de Madrid surgía, como un esfuerzo de la Naturaleza que a muchos parecería aberración del arte de la forma, la Venus flamenca. Don José estaba medio lelo, y si fuera poeta no dejara de cantar en sáficos la novísima encarnación de la huéspeda de Gnido y Pafos.

Salieron gozosos, acomodándose en una carretela que alquiló Isidora…, y a vivir. Llegaron a la pradera. Isidora sentía un regocijo febril y salvaje. Todo le llamaba la atención, todo era un motivo de grata sorpresa, de asombro y de risa. Su alma revoloteaba en el espacio libre de la alegría, cual mariposa acabada de nacer. Almorzaron en un ventorrillo. Nunca había comido Isidora cosas tan ricas. ¡Cuánto rieron viendo cómo se atracaba Mariano! Don José compró dos pitos, uno para Riquín y otro para él, y ambos estuvieron pita que te pitarás todo el santo día. Si hubieran dejado a Isidora hacer su gusto, habría comprado lo menos dos docenas de botijos, uno de cada forma. Pero no compró más que cuatro. De todas las fruslerías hizo acopio, y los bolsillos de la pandilla llenáronse de avellanas, piñones, garbanzos torrados, pastelillos y cuanto Dios y la tía Javiera criaron. Nunca como entonces le saltó el dinero en el bolsillo y le escoció en las manos, pidiéndole, por extraño modo, que lo gastase. Lo gastaba a manos llenas, y si hubiera llevado mil duros, los habría liquidado también. A los pobres sin número les daba lo que salía en la mano. A todos los cojos, estropeados, seres contrahechos y lastimosos, les arrojaba una moneda. Por último, se le antojó también pitar, y compró el más largo, el más floreado y sonoro de los pitos posibles. Mariano y la doncella también pitaron.

Visitó la ermita y el cementerio, y por último, no queriendo acabar el día sin experimentar todas las emociones que ofrecía la pradera, visitó una por una las innobles instalaciones donde se encierran fenómenos para asombro de los paletos; vio la mujer con barbas, la giganta, la enana, el cordero con seis patas, las serpientes, os ratas tigres provenientes do Japao, y otras mil rarezas y prodigios. Por dondequiera que pasaba, recibía una ovación. Preguntaban todos quién era, y oía una algarabía infinita de requiebros, flores, atrevimientos y galanterías, desde la más fina a la más grosera. Cuando se retiró estaba embriagada de todo menos de vino, porque apenas lo probara, embriagada de luz, de ruido, de placer, de sorpresa, de polvo, de gentío, de pitazos, de coches, de ayes de mendigos, de pregones, de blasfemias, de vanidad, de agua del Santo. Cuando llegó a su casa le dolía la cabeza; acordose entonces de Botín, a quien de seguro encontraría, esperándola airado, y entonces cayó un velo negro sobre sus alegrías. Se volvieron obscuras, y andaban dentro de ella azoradas, corriéndosele del corazón a los labios y dejándole un sabor amargo en todas las partes de su ser por donde pasaban.

Al subir la escalera, despacio, se representaba en la mente, según su costumbre, lo que le había de decir Botín y lo que ella había de contestarle. Decididamente le pondría cara de perro; él echaría su sermón de costumbre sobre el escándalo, y después se aplacaría. Llegaron jadeantes al piso segundo. Don José, que cargaba a Riquín dormido, iba detrás pitando todavía.

Entró en la sala y vio luz en el gabinete. Allí estaba sin duda. Pasó adelante y le halló sentado en una butaca fumando. Desde la primera mirada comprendió Isidora que la gresca sería fenomenal. Botín (a quien no describiremos porque Isidora misma lo ha descrito) estaba pálido, con cierta hinchazón en las serosidades de su cara lobulosa. Isidora afectó indiferencia, dejándose caer en el sillón con la pesadez propia de su cansancio. Como entraron también irreflexivamente Relimpio y Mariano, Botín hizo un gesto de expulsión, diciendo: «No quiero aquí a nadie».

«Con permiso…»—balbució D. José.

Quedáronse solos los dos amantes. Isidora, viéndose en el trance de hacer frente a la tempestad y aun de provocarla, ofreció el pito a Botín, diciéndole con sorna:

«Te he feriado. Toma el pito del Santo».

Botín rompió en dos pedazos el tubo de vidrio y lo arrojó al suelo con ira.

«Todo ese furor es porque he ido a San Isidro sin tu permiso».

Botín vacilaba. En su alma luchaban la ira y el asombro, o más bien la pasión que despertaba en él la traza chulesca de Isidora. Fuertes razones había sin duda para que venciera la cólera.

«Mucho me enfada—dijo con cierta gravedad parlamentaria—que haya usted ido sin mi permiso a la romería. Pero hubiera perdonado fácilmente esa falta. Otras no se pueden perdonar… Estoy aquí desde las cuatro esparándola a usted para decirle que se porta conmigo de una manera infame».

Isidora palideció. Subiendo la escalera había previsto la disputa; pero en esta resultaba una espantable cosa que ella no había previsto.

«De una manera infame—repitió Sánchez Botín—. Acabemos. Me gustan las cosas claras y los juicios rápidos. ¿Dónde están los pendientes de tornillo?

–Aquí están—dijo Isidora llevándose la mano a la oreja.

–¡Mentira! Esos son falsos. Los buenos los ha vendido usted… ¿Y el alfiler, la cadena, el medallón…?

–Esas prendas son mías y puedo disponer de ellas a mi gusto—dijo Isidora prontamente, dueña ya de sí misma.

–Las ha empeñado usted.

–Las he pignorado—replicó ella con aplomo y burla—, como dicen ustedes los hombres de negocios.

–Sé por el tapicero que no ha pagado usted las sillas. Y sin embargo…

–Usted me dio el dinero. Yo preferí emplearlo en otra cosa».

Al decir esto Isidora se puso muy encarnada. Su lengua estaba torpe.

«Se turba usted…

–No me turbo, no»—dijo ella subiéndose de un salto a la cúspide de su orgullo y contemplando desde allí la cólera mezquina de Botín.

Durante la pausa lúgubre que siguió a esta última frase, Isidora revolvió su mente hacia el origen de aquella escena; consideró con vergüenza y despecho que su infidelidad había sido descubierta, y pasó revista a las circunstancias que pudieron haber motivado el tal descubrimiento. ¡Ah!, las indiscreciones de Joaquín Pez, la falta de prudencia… Bien conocía ella que el viudito no era hombre para guardar secretos. Sin duda otras mujeres andaban en aquel torpe lío… Pensó en las prenderas, en las peinadoras, en los chismes y enredos que forman invisible tela de araña en torno de toda existencia equívoca e inmoral; y la ignominia de un hecho tan poco noble abatió por un instante el orgullo de su alma.

«Hace usted un bonito uso de mi dinero»—dijo Botín.

Isidora iba a contestar lo siguiente: «¿Y para qué me lo da usted?». Pero su conciencia se alborotó, y sintiose llena de perplejidad, que nacía del fiero tumulto y combate en que estaban dentro de ella la cólera, los remordimientos, el orgullo. Buscaba una salida pronta, enérgica, que cortase la disputa, dejando a un lado la cuestión moral. Encontrola en estas palabras:

«Usted me es muy antipático. Déjeme usted en paz.

–¡Y tiene el atrevimiento de despedirme!—exclamó Botín con sarcasmo—. Usted que estaba muerta de miseria cuando yo…».

Isidora sentía que venían llamas a su lengua. No pudo contenerse, y abrasó a Botín con estas palabras:

«Su dinero de usted no basta a pagarme… Valgo yo infinitamente más…».

Botín, cubriéndose con su calma egoísta y dando a la disputa un giro tranquilo, que era como los círculos que hace la serpiente, dijo así:

 

«No quiero incomodarme. Veremos quién desaloja… Isidora, he sabido todo lo que ha pasado. No hay que fiarse de precauciones… Esto se acabó… Usted se lo ha ganado… Usted pierde más que yo.

–Me está usted mareando. Déjeme usted en paz.

–A eso voy, a dejar a usted en paz. A ver, a ver, las alhajas, todas las alhajas que he dado a usted y que no estén… pignoradas, váyamelas usted entregando».

Isidora se quitó con nerviosa presteza las sortijas; sacó de una cajita varios objetos de oro, y todo lo tiró a los pies de Botín.

«Bien, bien—dijo el padre de la patria, no desdeñándose de inclinarse para recoger lo que estaba por el suelo—. Ahora quítese usted el mantón de Manila».

Isidora se lo quitó, y haciéndolo como un lío se lo tiró a la cara.

«¿Quiere usted que le entregue todos mis vestidos?

–No es preciso que me los entregue usted—replicó Botín con calma feroz—. Yo me haré cargo de ellos. Quítese usted el que lleva puesto».

Bien pronto la Cytherea se quedó en enaguas.

«Es lástima que no se lleve usted también mis botas—dijo Isidora sentándose y apoderándose con verdadera furia de uno de sus pies para descalzarlo—. Llévelas usted para que las use su señora».

Y se quitó una bota.

«No, no tanto—dijo Botín—; conserve usted su calzado».

Isidora dio algunos pasos cojos con un pie calzado y otro no, y entrando en su alcoba se puso otras botas.

En aquel instante, Botín tuvo que dar a su pasión una nueva batalla; pero el caso era tan grave, que la dignidad llevó la mejor parte. Apartó los ojos de la despojada imagen que delante tenía, y para verla lo menos posible, levantose, y con atención de prendero avaro, abrió el armario de luna y las gavetas de la cómoda, entró en la alcoba, registró todo como un curial que embarga o inventaría. Isidora en tanto arrojaba las preciosas botas en medio del gabinete, y después hacía lo mismo con su peineta.

«Bien—dijo Botín, sentándose otra vez y mirándose su pie pequeño como hacía en el Congreso—. Ahora póngase usted el vestidito que usaba cuando iba a rezar a la iglesia con tanta devoción.

–Lo he dado. Yo no guardo pingos».

Botín volvió a la alcoba. Tomó de una percha una bata, y ofreciéndola a Isidora con imperturbable frialdad, le dijo: «Póngase usted este».

Volvió la cara para no verla, para no ver las lágrimas gruesas que corrían por las mejillas de Isidora, lava de su orgullo que como ardiente volcán bramaba en su pecho.

Sin decir nada, vistiose ella. Botín tomó entonces un tonillo conciliatorio. No era todo lo fiera que es necesario ser para habitar en medio de los bosques. Tenía algo de hombre, si bien nada de caballero.

«Puede usted disponer de toda la ropa blanca—murmuró—. Mande usted por ella mañana.

–No quiero nada—replicó Isidora, bebiéndose sus lágrimas de fuego, pálida, trémula. Y andando hacia la puerta tuvo una inspiración de drama; se volvió a él, le echó rodadas de desprecio por los ojos y le dijo: «Soy la vengadora de los licenciados de Cuba».

Botín se sonreía como un demonio que ha ganado un alma.

«Gozo, gozo con haber ultrajado a un hombre como usted.

–Todavía—dijo Botín haciendo esfuerzos para reír, y golpeándose con el bastón el pie bonito—, todavía tiene usted algo que agradecerme. Puede usted llevarse todo lo del niño.

–Mi hijo no necesita nada».

Isidora corrió hacia adentro. En la cocina, Mariano dormía, reclinado sobre la mesa. En el comedor, D. José y la doncella asistían a Riquín, que había vomitado, y reclinando su hermosa cabeza grande sobre el hombro de Relimpio, se quejaba con agitada somnolencia.

«Le ha hecho daño la comida—dijo el tenedor de libros.

–Tiene algo de calentura»—indicó la doncella, tocándole las mejillas.

Isidora le examinó. Sus lágrimas volvieron a correr

«Don José—dijo resuelta—. Cargue usted a Riquín. Envolvedlo bien en un mantón. Nos vamos ahora mismo.

–¡Ahora!»—exclamó D. José con espanto.

En la puerta del comedor apareció Botín. Después se paseó en el pasillo. Si Isidora estuviera fuerte en Mitología, le habría comparado al Minotauro vagando por las obscuras galerías del laberinto de Creta. Volvió la bestia al gabinete, y desde allí llamó con voz fuerte: «¡Isidora, Isidora!». Y viendo que esta no acudía, salió otra vez al pasillo y dijo en tono más humanitario:

«No llevemos las cosas hasta el último extremo. Riquín está malo. Puedes quedarte aquí hasta mañana».

Pero Isidora iba y venía recogiendo algunas cosas enteramente suyas.

«Quédate, mujer, quédate hasta mañana».

Entró ella en la alcoba. Botín se paseaba con lento andar en el gabinete.

«Vamos, vamos, no seas terca. No te perdono; pero te doy respiro hasta mañana. Además…».

La miró atentamente, mientras ella revolvía en la cómoda. La miró embelesado, ¿a qué negarlo?, y algo confuso le dijo:

«Y mañana podrás llevarte todos tus vestidos».

Isidora no le contestó, ni le miró siquiera. Pero él seguía dando paseos. Estaba nervioso, incomodado consigo mismo. Mitológicamente hablando, se mordía su propia cola.

«Estas mujeres locas—murmuró gruñendo—, si comprendieran su interés; si supieran apreciar lo que valen las relaciones con una persona decente… Isidora, aguarda, oye la voz de un amigo. Vuelve en ti, reflexiona, acuérdate de lo que muchas veces te he dicho. ¿Por qué no has de entrar en una vida ordenada? Yo estoy dispuesto a auxiliarte, proporcionándote un estanco…».

Isidora salió sin concederle ni una mirada. Él fue tras ella. Desde la sala repitió en voz alta:

«Puedes contar con el estanco…».

No recibió contestación. De repente oyó el golpe de la puerta cerrándose con violencia. Todos, menos la doncella, habían salido.

Capítulo VIII
Entreacto en la calle de los Abades

—I—

«¿A dónde vamos?—preguntó Isidora cuando salieron a la calle.

–¡Qué pregunta!… A mi casa—replicó don José, estrechando a Riquín entre sus brazos con ardiente cariño—. Abades, 40. No parece sino que hemos de quedarnos en la calle. No te apures, hija; de menos nos hizo Dios. En casa no te faltará nada. Melchor la ha puesto muy guapamente».

Y en medio de la turbación que el repentino desalojamiento le producía, D. José sintió íntimo gozo al considerarse protector de su ahijada, al sentirla tan cerca de sí, sometida a su generoso amparo. Siempre que hacía algo en beneficio de ella, el pobre señor se crecía y se hinchaba; que hay muchas especies de orgullo. Iban silenciosamente por la calle, él delante, ella detrás, porque la estrechez de las aceras no les permitía caminar juntos.

Cuando llegaron, Melchor estaba en casa. Había hecho de la sala despacho y oficina, y trabajaba en ella, a la luz de una lámpara con pantalla verde que derramaba un círculo de claridad sobre la mesa. Un hombre acompañaba a Melchor, trabajando con él en la misma mesa. Del cerebro del hombre descendía al pupitre una invisible corriente de cálculos que al tocar el papel se condensaba en números, como al influjo de la helada la humedad de la atmósfera cristaliza sobre el suelo. Melchor se levantó un momento para recibir a Isidora, enterarse de lo ocurrido y ofrecerle su casa. Después se volvió a sentar, y requiriendo la benéfica pluma, entonces consagrada a la humanidad doliente, siguió su trabajo.

Rápida ojeada bastó a Isidora para observar a Melchor, que definitivamente se había dejado toda la barba y tenía un aspecto muy vistoso, aunque nunca simpático; para observar también al hombre de los números, que la miró con cierto azoramiento de bestia taurina al hallarse en medio del redondel. Vio también la desamparada sala con su estante, formando como nichos de cementerio, donde yacían ordenados papeles. Un plano de Madrid acompañaba al de la Península. Hacían ambos el papel emblemático de los planos de minas o ferrocarriles en las oficinas de explotación. Prospectos de cuatro tintas en que se pintaban figuras altamente conmovedoras, con Hermanas de la Caridad conduciendo mendigos al Asilo; el frontón mismo del Asilo ideal con columnas griegas y un sol con la insignia triangular de Jehová, difundían por toda la sala la idea de que allí se trabajaba para aliviar la suerte de los menesterosos. Las palabras Rifas, Grandes rifas, Tres sorteos mensuales, seis millones, impresas en colores, revoloteaban por las paredes cual bandadas de pájaros tropicales; y como el papel en que aquellas campeaban era de ramos verdes, la fantasía loca de Isidora no había de esforzarse mucho para hacer de aquel recinto una especie de selva americana alumbrada por la luna. Después vio el resto de la casa, que era de construcción reciente, mas con tan sórdido aprovechamiento del terreno, que más parecía madriguera que humana vivienda. Don José destinó a Isidora su propio cuarto, por no haber otro mejor en la casa, y al punto se ocupó en desalojarle. Él se iría al aposento de la muchacha y la muchacha dormiría Dios sabe dónde. Era interior el cuarto, y tan vasto, que a Isidora le pareció un sepulcro. Don José iba y venía cargando trastos, y cuando estuvo instalada la cama y acostaron en ella a Riquín, díjole Isidora:

«Vaya usted a buscar a Miquis, que ahora, para acabar de arreglar la habitación, la muchacha y yo nos entenderemos».

La muchacha era una alcarreña de esas que acababan de llegar al mercado de criadas, y traía frescas la rudeza del pueblo, la suciedad, la torpeza de manos y de cabeza. Todo lo hacía al revés. Tenía buena voluntad, pero un aliento insoportable. Sus ropas parecían no haberse desprendido de su rechoncho cuerpo desde que nació, y sus greñas mal peinadas, de color de barbas de maíz, despedían un olor a pomada de baratillo, más desagradable que su aliento. Isidora sentía hacia ella repulsión invencible; no la podía mirar, no la podía tocar, y al sentirla cerca, se estremecía de horror. Antes moriría de hambre que comer cosa guisada por ella. Lo primero que Isidora echaba de menos era su doncella, Agustina, tan aseada, tan lista, tan ligera, tan señorita. «No, no—exclamó la joven con angustia—. Yo no nací para pobre, yo no puedo ser pobre».

Dios la amparó en aquella noche de prueba, porque al poco rato de haber lanzado la exclamación dolorosa, salida de lo más vivo de sus entrañas, llegó su cara doncella. Traía en un gran lío toda la ropa de Riquín y algo de la del ama.

«La fiera—dijo—me mandó sacar todo esto. Está bramando. ¡Ay señorita!, si usted le dice dos palabras al salir, hay reconciliación… Yo lo siento. Está arrepentido de su barbaridad. Yo quería traer más; pero no me dejó. Mañana llamará a las prenderas… ¡Ay! ¡Qué lástima! ¡Qué riqueza hay allí!».

Agustina se ofreció a seguir a su servicio, e Isidora lo aceptó con gozo, aunque no tenía en sus bolsillos una sola moneda. ¡Terrible contradicción! Ella no podía ser pobre, y sin embargo lo era.

Ocupándose de arreglar la habitación y de procurarse algunas comodidades, ¡cuántas cosas echaban de menos!… Empezaron a nombrar esto y lo otro. Tal cosa había quedado en la tercera gaveta de la cómoda; tal otra en el armario de luna… Pero ya no había remedio. Por cada objeto que no tenía, Isidora echaba a volar media docena de suspiros, encargados de transmitir su desconsuelo a las insondables esferas de lo pasado.

Riquín parecía mejor. Dormía tranquilamente, y su respiración fácil sonaba como el eco de músicas serafinescas tañidas a la parte allá de lo visible.

Miquis y D. José tardaban. Isidora pasó a la sala porque Melchor le había dicho que tenía que hablarle. Era para ampliar sus ofrecimientos. Podía disponer de toda la casa si gustaba. Si era necesario llamar algún médico afamado, que lo llamaran al momento, y de cuenta de él, del benéfico y filantrópico Melchor, corrían los gastos de botica. Lo principal era que ella se tranquilizase, que no tomara el cielo con las manos, pues estaba en casa de parientes que la querían de veras y donde nada la faltaría… En tanto el hombre corpulento que hacía números no quitaba del rostro de Isidora sus ojos, y parecía pasmado, fascinado por religiosa o mitológica visión.

Como el gran Relimpio hablara entonces de médicos y ensalzase a Miquis, el hombrazo dijo:

«¡Ah Miquis!… Ese todo lo cura con agua fría. Le conozco mucho. Asiste a mi hermana Rafaela, la mujer de Alonso, el conserje de la casa de Aransis».

Isidora no esperaba oír citar su casa ilustre, y se inmutó un poco. Sin dejar de mirarla, el hombrón prosiguió así:

«Y ahora que nombro a la casa de Aransis, me parece… ¡Ah!, bien decía yo. Ya me acuerdo. Un día…, hace años, estaba yo con mi hermana en el portal del palacio y salieron usted, Miquis y otro sujeto. Eso es… Bien decía yo que no era la primera vez… Después he tratado mucho a Miquis. Es simpático. Como él tiene instrucción y yo… algo entiendo de ciertas cosas, discutimos sobre la cuestión A o la cuestión B. Yo le aprieto de firme y él se defiende con retóricas…

 

–Vamos, vamos a concluir esto—dijo Melchor con impaciencia—. Tenemos que de los veinticuatro mil billetes quedan sin vender y a beneficio de la Administración seis mil quinientos…».

Isidora no oyó más, porque llegaron Miquis y D. José. El médico venía de frac, que se alcanzaba a ver bajo un ligero abrigo. Iba a un sarao de cierta casa de tono. Precursoras y compañeras de su fama eran las relaciones, y la entrada que iba teniendo en los más escogidos círculos de la sociedad.

Examinado Riquín, le recetó un calomelano. Era cosa ligera, una indigestión, y probablemente al venidero día estaría como si tal cosa. Hablando después con Isidora del suceso de aquella noche, le dijo así:

«Siento ese percance, porque no hallarás otra fiera como esa. No hay dos Botines en el mundo. Si los hubiera, ¿dónde estaría ya nuestra querida patria? Desde Pirene a Calpe habría sido devorada, y todos los españoles nos agitaríamos en una cárcel de tela, ¡ay!, en los bolsillos de ese afanador de naciones… ¡Tonta, si hubieras sabido aprovecharte!… Pero tú no haces números, y en esta época el que no hace números está perdido.

–Déjame a mí de números. ¿A dónde vas ahora?».

El frac le cautivaba, y ya se estaba ella figurando en su mente los brillantes salones en que iba a entrar Augusto dentro de poco, la mesa riquísima en que se sentaría y las personas cultas y elegantes con quienes había de estar en roce familiar y discreto gran parte de la noche. Era esta la clase de imaginaciones que más fácilmente se moldeaba en su cerebro. Miquis lo conocía y le pasaba la miel por los labios, contándole cosas estupendas, algunas de ellas falsas, y describiéndole aquellos apartados mundos donde ella no podía penetrar sino con la fantasía, mejor aún, con su ferviente anhelo.

«Hace pocas noches—le dijo—comí en casa de la duquesa con tu Pez. Parece que se va a nadar a la Habana, porque aquí se queda en seco. Le han escamado los usureros. ¿Sabes que me da lástima? Es lo que llaman un buen muchacho, servicial, amable, cariñoso, débil, y que no hace daño a nadie más que a sí mismo».

Isidora, turbada y nerviosa, varió la conversación y fingió ganas de reír.

«¡Ah!, me han dicho que te casas. ¿Es verdad?

–Eso dicen, sí. Y cuando el río suena, boda lleva.

–¿Con la del notario?

–Con la de Muñoz y Nones.

–Bien sabes tú arrimarte a buen árbol. Es rica.

–Te juro que no me ha movido la riqueza. Desprecio las pompas y vanidades del mundo. Me caso por amor, por puro amor del corazón. Esto no lo hacemos ya más que los pastores y yo…

–¿Y es bonita?

–Para mí no hay otra que se le iguale.

–«Mejorando lo presente», se dice.

–Y sin mejorarlo, vamos. Antes que todo es mi dama.

–¿Por qué no dices a tu suegro dos palabritas acerca de mi pleito? Va a declarar como testigo. Además es el notario de la casa de Aransis.

–¡Culebra! Quieres corromper al ave fénix de los notarios.

–No, no. Es justicia. Yo le pido que no se deje corromper por los de Aransis. Con eso me basta.

–No conoces a mi presunto suegro. Con decirte que él, por sí solo, desmiente y hace olvidar la mala fama que en todos tiempos han tenido los señores de pluma y sello… Muñoz y Nones ofrece a la admiración de la humanidad el siguiente fenómeno: es un hombre que ha hecho una fortuna con su honradez, fortuna no muy grande, se entiende, como corresponde a la materia de que está hecha. Mi suegro desacredita y niega mil cosas convencionales y rutinarias. Desde Quevedo acá, se ha tenido por corriente que los escribanos sean rapaces, taimados, venales y, por añadidura, feos como demonios, zanquilargos, flacos, largos de nariz y de uñas, sucios y mal educados. Este tipo amanerado ha desaparecido, y en prueba de ello ahí tienes a mi suegro, que es honrado, franco, liberal, y además guapo, simpático, amabilísimo y de agradable trato. En estos tiempos de renovación social las figuras antiguas fenecieron, y no hay ya un determinado modelo personal para cada arte o profesión Así verás hoy un juez de primera instancia que parece un Guardia de Corps; verás un barítono que parece un alcalde de Casa y Corte; verás marinos que parecen oidores, y hasta podrás ver un filósofo que se confundiría con un canónigo. Dígolo porque Muñoz y Nones parece un diplomático. Tiene inclinaciones de gran señor y hábitos de sportman. ¡Lástima que no haya abierto nunca más libro que la Ley de Enjuiciamiento civil! Por lo demás, en la honradez es un lince, y tiene por este concepto casi tanta fama como la que otros tienen por pillos. Es costumbre en nuestra edad suponer y afirmar que no hay por todas partes sino malos acciones, egoísmo y rapacidad. ¡Error, disparate! El mundo se pudriría si le faltase en un momento el desinfectante de la virtud, cuya acción enérgica se nota en todas partes, en las más altas así como en las más bajas esferas… Conque me voy, porque te estoy aburriendo…

–Quedamos en que recomendarás a tu suegro mi pleito.

–Quedamos en que es inútil.

–Bobalicón.

–Serpiente de cascabel, abur».