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La desheredada

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—II—

En esta mazmorra de Gutenberg fue metido Mariano para su aprendizaje. Primero le había puesto Juan Bou a copiar dibujos fáciles con tinta autógrafa; pero mostró tan escasa disposición para esto, que le confirmó a la imprenta, mandándole adiestrarse en la caja. Sus primeras torpezas, sus descuidos, sus malas respuestas, fueron castigadas tan severamente por el maestro, ayudado de una correa, que bien pronto el muchacho le cogió miedo, y con el miedo vino el respeto y cierta convicción de que la obediencia y el trabajo le convenían por el momento más que la holganza y la maldad. En poco tiempo adquirió alguna destreza, al amparo de un cajista viejo casi inválido y de un chico listísimo, a quien años atrás conocimos y conoció mejor Mariano con el nombre de Majito. Este ganaba cuatro reales, y Pecado tan sólo dos; pero aquella honrada ganancia llevaba semanalmente a su alma como un grano de legítimo orgullo, el cual bien podía con el tiempo, ser base sobre que se construyera la dignidad de que carecía.

El rigor del castigo y la obligación de ocuparse en un ejercicio sedentario y monótono, en local de mediana luz y nada alegre, hicieron a Mariano taciturno; palideció su rostro y adelgazó su cuerpo. A los cuatro meses ya componía él solo, si no con ligereza, con exactitud, las leyendas de las aleluyas, que eran en número fabuloso. Se las sabía todas de memoria y le bastaba ver la tosca viñeta para adivinar y componer en seguida los pareados. Él y su compañero el Majito se disparaban a cada instante los versillos, aplicándolos a cualquier idea o suceso del momento. Tan pronto sacaban a relucir alguna oportuna cita de la Vida del hombre flaco, a saber: El verlo en paños menores—causaba risa, señores, como aquella de la Vida de don Espadón, que dice: Todo el día está bailando—y a su dama acariciando. El aburrimiento de los dos chicos les llevaba por una especie de proceso psicológico que enlaza el bostezo con el arte, a poner en música los tales pareados, y cuando el Majito cantaba los de la Procesión del Viernes Santo, que dicen: Muchos niños en seguida—van con velita encendida, le contestaba Pecado: Delante van con decencia—los de la Beneficencia.

También sabían de memoria, sin olvidar una tilde, los romances de matones, guapezas, robos, asesinatos, anécdotas del patíbulo.

Cuando Mariano ganó tres reales, Juan Bou, haciendo justicia a sus progresos, atendió sus reclamaciones. El muchacho aborrecía la caja. Quería trabajar en litografía; pero como no tenía aptitud ni pulso para el dibujo, quiso ser estampador. Púsose a ello, ayudando al oficial de la prensa y máquina, y bien pronto conoció Bou que Mariano había escogido bien. Aprendió a manejar con habilidad el ácido y la grasa, y también sabía marcar con precisión. La máquina gustaba tanto a Pecado, que siempre que podía no se quitaba de alrededor de ella, atento a sus ordenados movimientos. Al mirarla, afanada, despidiendo de sus dientes y coyunturas un sudor negro y craso, sentía que se le comunicaba el vértigo de ella, y por momentos se suponía también compuesto de piezas de hierro que marchaban a su objeto con la precisión fatal de la Mecánica.

A pesar de sus baladronadas políticas y de su aspecto feroz, Juan Bou, el ursus spelæus, era lo que vulgarmente se llama un infeliz, un buenazo, un alma de Dios. Tenía corazón tierno, bondadoso y sensible, y no podía ver una desgracia sin tratar de aliviarla. Si cuando estaba picado de mala mosca su lenguaje era conciso y brutal y se comía a los niños crudos, cuando le volvía el buen humor su dicción se fluidificaba, adornándose con toda la hojarasca de la fanfarronería. Conversaba familiarmente con los muchachos, mostrándoles, ya la expresión seductora de sus sabidurías políticas, ya los dramáticos pasajes de su historia de mártir.

Cuando Mariano llevaba seis meses de aprendizaje con jornal de seis reales, era, ¡cosa rara!, el oficial con quien más simpatizaba Juan Bou. ¿Había entre ellos semejanza grande o disparidad absoluta? No se sabe bien. No se sabe tampoco cuál de estas dos cosas engendra la simpatía. Conste, sin embargo, que también Mariano era fanfarrón, y que en el trato de seis meses con Bou se le había comunicado la idolatría del ente Pueblo. En cuanto a las sanguijuelas del país, que chupan la sangre del obrero, y en cuanto a todos nosotros, que no tenemos callosidades en las manos, Mariano creía aborrecerlos tanto como su maestro; pero lo que hacía era envidiarlos, pues la envidia suele usar la máscara del odio.

En el fondo de su alma, Pecado anhelaba ser también sanguijuela y chupar lo que pudiera, dejando al pueblo en los puros huesos; se desvivía por satisfacer todos los apetitos de la concupiscencia humana y por tener mucho dinero, viniera de donde viniese. En esto se distinguía radicalmente de su maestro, amantísimo del trabajo. Bou no quería galas, ni lujo, ni vicios caros, ni palacios; lo que quería era que todos fuésemos pueblo; que todo el que tuviera boca tuviera una herramienta en la mano; que no hubiera más que talleres y se cerraran los lugares de holganza; que se suprimieran las rentas y no hubiera más que jornales; que cada cual no fuera propietario nada más que de la cuchara con que había de comer la sopa nacional.

En la sala donde estaba la máquina, tenía Bou su mesa de trabajo, y en esta la piedra en que dibujaba, puesta sobre un disco de madera giratorio, con cuyo mecanismo él le daba vueltas como si fuera un papel. A poca distancia veíase la prensa de mano donde se sacaban las pruebas y se hacían los reportes. El estampador era un joven muy aficionado a la charla, hablaba sin ton ni son, escapándose de él el discurso y la palabra como se escapa el aire de un fuelle agujereado. Era un intellectus lleno de roturas. Mariano tenía en su laconismo una brutalidad sentenciosa.

«¿Que habláis ahí, muchachos?—dijo de pronto Juan Bou, que estaba aquel día de bonísimo talante, por haber cobrado una antigua cuenta.

–Este—replicó el estampador con el sentimiento de modestia que le inspiraban sus pocas luces al ponerlas frente a la sabiduría del maestro—, este dice que el año que viene ya no trabaja más.

–Eso lo dirá la correa—manifestó Bou sonriendo y sin levantar los ojos de la piedra—. ¿Y qué vas a comer si no trabajas?… Me parece que tú eres de casta de sanguijuela… Y algo he oído yo. No sé quién me dijo si eres noble o no eres noble…

–Dice este—prosiguió el estampador, gozoso de que el maestro pensase como él—que cuando su hermana gane el pleito, será caballero.

–¿El pleito?… ¿Sabéis como haría yo que se ganaran de una vez todos los pleitos?—dijo Bou, regocijándose con el efecto que sus admirables ideas causaban en los dos muchachos—. Pues mandaría pegar fuego a todos los archivos, a la escribanía A y a la escribanía B. Total, que no dejaría un papel vivo. La humanidad no necesita de papeles. Hay que liquidar…, ¿estáis? Hay que decir: «Hasta aquí llegó la cosa»…, y palante… Yo diría a los jueces, escribanos, alguaciles, magistrados y demás pillería: «¿Queréis almorzar? Pues ahí tenéis la azada, el arado, el escoplo o lo que más os convenga. Pero con papeles no se come aquí, señores…». ¿Que no querían? Pues hacia un estanque de tinta, los ahogaba en él…, y palante.

–Dice este—repitió el oficial, que se pirraba por delatar los disparates de su amigo—que todos no son iguales y que él está ya cargado de ser pobre.

–No hay pobreza en la honradez, no hay honra como la del trabajo—afirmó Juan Bou incorporándose y dejando ver el esplendor lumínico de su ojo rotatorio, que parecía una rueda de fuegos artificiales—. ¡Pobre!¿Qué ere decir esto? Es una necedad, una… lucubración contraria a los grandes principios. ¿Tienes satisfechas tus necesidades? Sí. ¿Tienes hambre? No. ¿Estás vestido? Sí. Pues eres tan rico como el duque A o el conde B, o quizá más».

Y de este lenguaje sencillo y lapidario, que a la altura de Marco Aurelio le ponía, pasó por gradación suave a otro más acentuado, más enérgico, si bien no más elocuente, diciendo:

«Todo lo demás es superfluidad y lujo, es explotar al obrero, chupar su sangre, alimentarse de su sudor bendito, comerse los refinados manjares amasados con las lágrimas del pobre. Ved esos que andan por ahí, toda esa chuma de esos señores y holgazanes. ¿De qué viven? De nuestro trabajo. Ellos no labran la tierra, ellos no cogen una herramienta, ellos no hacen más que pasear, comer bien, ir al teatro y leer libros llenos de bobadas… Comparémonos ahora. Nosotros somos las abejas, ellos los zánganos; nosotros hacemos la miel, vienen ellos y se la comen. Nos dejan las sobras, nos echan un pedazo de pan, por lástima, como a los perros… Pero todo se andará, tunantes, todo se andará; vendrá la cosa y haremos cuentas, sí, la gran cuenta, el Juicio Final de la humanidad. ¡Oh, pillos!, también nosotros tenemos nuestro valle de Josafat. Allí se os aguarda. Allí estaremos. Con un pedazo de lápiz tamaño así, y un papel de cigarro, basta para hacer el gran balance. Es la liquidación fácil, porque es la última… y palante».

Mariano y su colega le oían absortos.

«Dice este—continuó el estampador, incansable en la denuncia—que él ha de poder poco o ha de soltar pronto la blusa.

–Vamos a ver—manifestó el maestro volviendo a su trabajo—; explícanos lo que tú piensas… ¿A qué aspiras tú? ¿Qué deseas tú?

–¿Yo?—dijo Mariano con terrible laconismo—. Tener dinero.

–¡Tener dinero! El dinero es una fórmula, un medio de cambio—declaró con olímpica suficiencia Juan Bou—. ¿Y si llega un día en que no haya dinero, en que no represente nada el dinero, porque las cosas, o mejor dicho, el servicio A y el servicio B se cambien directamente sin necesidad de ese intermediario?

 

–Chúpate esa—dijo por lo bajo el estampador a compañero.

–Sí, se suprimirá el dinero, que no sirve más que para negocios indecentes. Suprimiendo el numerario, quedarán suprimidos los ladrones… y palante».

Ambos abrieron medio palmo de boca.

«Pero el dinero—se aventuró a decir Mariano—no se ha de quitar hoy ni mañana…

–Quién sabe… La cosa está mal. Dicen que esto se va. Me escriben de Barcelona que se está trabajando…

–El dinero no se suprime—afirmó Pecado rebelándose tenazmente contra la incontrovertible sabiduría del maestro.

–Hombre, que sí.

–Pues yo quiero ser rico.

–¡Ser rico! ¿Y qué es la riqueza, bruto? Es una cosa convencional, acémila. Hay por ahí unos cuantos tunos que se comen lo que no es suyo, lo que es de todos, del común, y el día en que se diga: «Ea, bastante ha durado la mamancia…», va a ser bueno, va a ser bueno. Nosotros diremos: «A ver, señor duque de Tal, ¿de dónde sacó usted las tierras A y las dehesas B? Señor banquero Cuál, ¿de dónde sacó usted los millones A y B que tiene en el Banco?».—«Hombre, dirán ellos, pues yo…».—«Valientes pillos están ustedes, acaparadores, por no decir otra cosa…». Conque ya ves. No habrá entonces dinero, ni Banco, ni Bolsa; no habrá más que servicios mutuos, toma y daca. Que yo necesito un jamón, el comestible A o el comestible B: me voy a la tienda, y me encuentro que el tendero necesita etiquetas, anuncios. Pues ahí va, y venga. El sastre hará pantalones al zapatero, y el zapatero le hará zapatos al sastre. Es un organismo sencillísimo, brutos. Vosotros no habéis estudiado la cosa, no habéis trabajado por la cosa, no habéis estado en calabozos, no habéis comido ratas desabridas… Se trata de un organismo; ¿sabéis lo que es un organismo?».

Ambos callaron. Creían que se trataba de un organillo; pero no se atrevían a decirlo.

«Este dice también—añadió el denunciador sin poder contener la risa—que quiere ser célebre.

–¡Célebre! Ta, ta, ta—exclamó Juan Bou, radiante, al considerar el triunfo que a su oratoria se preparaba—. ¿Conque célebre y todo…, es decir, hombre grande? ¡Valiente papamoscas! ¿Y qué entiendes tú por celebridad? La de los guerreros y capitanes, la de esos bobos que llaman poetas, escritorzuelos… Los unos son los verdugos de la humanidad: no han hecho más que matar gente. Los otros han engañado y extraviado a la humanidad, contándola mil mentiras y embelecos. Cógeme a tal o cual guerrero, al poeta A o al prosista B. ¿Qué han hecho por el pueblo? Nada. Su celebridad se acabará también, porque se suprimirá la Historia. Se hará una Historia nueva, en que no figuren más que los que han inventado una máquina o perfeccionado la herramienta A o B. Esos sí, esos sí que tendrán estatuas.

–¿Y quién… va a hacer las estatuas?—preguntó con gran viveza de pensamiento Mariano.

–Toma—dijo Bou, reponiéndose después de desconcertarse un poco—, los escultores. Habrá escultores que harán las estatuas de los obreros célebres, de los padres de la patria, y se les pagará con comestibles, mano de obra… Parece que eres tonto… Ahora, si tú quieres ser célebre inventando la dirección de los globos, o cosa así, entonces nada te digo. Por ahí, por ahí… Pero no envidies a los personajes del día, a esas sanguijuelas del pueblo. Mira tú qué tipos. ¿Prim?, un tunante. ¿O'Donnell?, un pillo. Tiranos todos y verdugos. Olózaga, Castelar, Sagasta, Cánovas. Parlanchines todos. ¿Y ese Thiers de Francia? Otro que tal. Cuando toquen a barrer, veréis cómo queda esto… Nada, nada; aplícate a este oficio y puede que llegues a notabilidad. Ya sabes, comerás y vestirás con tu trabajo. Toma y daca… y palante.

–Pero este dice que quiere ser célebre, aunque para ello tenga que hacer una barbaridad.

–Hombre, hombre, ¿tú quieres dar golpe? Valiente papamoscas. Pues dalo, hombre, dalo. No te faltará ocasión, cuando se grite «abajo la tiranía», pórtate bien. Inventa cualquier cosa, aunque sea una barbaridad, como dices. Puede que no lo sea. Hoy se tiene por barbaridad lo que mañana quizá se mire como una gran acción. Nada, hombre…palante, palantito…».

Siguió hablando en este tono y desarrollando su idea con tal copia de audaces juicios, que los muchachos le oían como si fuera una sibila.

«Lo que yo quiero es moneda—volvió a decir Mariano con rudeza concisa.

–¡Ah!, ya no quieres celebridad, sino plata. No era como tú el célebre Erostrato.

–¿Quién?

–Uno que pegó fuego—dijo Bou reventando de erudición—a un templo… no sé si de Babilonia, de Venecia o de dónde.

–¿Y sacó dinero?

–Vuelta con el dinero.

–Con dinero se tiene todo.

–Y tú quieres tener todo: gozar, disfrutar; lo mismo que cualquiera de esos pillos, lo mismo que la sanguijuela A o la sanguijuela B.

Mariano gruñía, dando a conocer, con bárbaro modo, su ardiente anhelo de ser sanguijuela.

«Ea, bastante se ha charlado—dijo el maestro echando un vistazo a la prensa—.Palante… Sacadme esos reportes ahora mismo».

Y siguió un silencio sólo turbado por los rumores de la actividad taciturna. Oíase el gemido de la prensa, el roce del pegajoso rodillo negro y el rascar de la pluma del maestro sobre la piedra. Juan Bou, que aunque buen catalán tenía un oído infernal, destrozaba entre dientes La Marsellesa, como destroza el fumador la colilla del cigarro. Después escupía unas cuantas notas, y callaba para empezar de nuevo al poco rato. Se había contagiado de la afición de sus aprendices a cantorrear los pareados de las aleluyas, y así, sin pensarlo, cantaba con la música de Rouget de L'Isle estos versos: Muchos niños pequeñitos—van vestidos de angelitos.

Capítulo V
Entreacto en el café

Mariano pasó algún tiempo en esta vida, sin que ocurriera cosa alguna digna de ser contada. Pero en la primavera del 76 ya empezó a fastidiarse. Dejaba de asistir al taller con harta frecuencia, y se pasaba horas y más horas en el café del Sur. Por el afán de aumentar su peculio había contraído el vicio del juego, frecuentando innobles garitos, o agregándose a los nefandos círculos que al aire libre, en las puertas de los ventorros de extramuros funcionan. Su suerte era mala, se aturdía y perdía casi siempre. Cuando ganaba se permitía lujos desenfrenados, como ir al teatro de la Infantil y ver todas las funciones desde la primera a la última, convidarse a chuletas con tomate en cualquier taberna, ir a los bailes vespertinos de criadas y costureras, donde danzaba y hacía conquistas. Cuando las ganancias habían sido por ventura fenomenales, alquilaba un jamelgo, se iba trotando hasta la Puerta de Hierro, o daba la vuelta a Madrid paseando por el Retiro entre las filas de coches de lujo y jinetes ricos. Para que esta parodia vil y nauseabunda de las disipaciones de la clase superior fuese más completa, tenía sus pequeñas deudas con el mozo del café y con los amigos.

Ya faltase todo el día al taller de Bou, ya asistiese puntualmente, nunca dejaba de ir al café del Sur. A veces no estaba más que un rato, a veces cuatro o cinco horas. Se le veía solo, en blusa azul y gorra, con los codos sobre la mesa, el vaso de café delante y en la boca un puro de a cuarto, mirando las nubecillas de humo con estúpida somnolencia.

¿Pero quién es aquel señor que abre la puerta del café y esparce su vista por el local, como buscando a alguien, y desde que ve a Mariano viene hacia él, y se le sienta enfrente? ¿Quién ha de ser sino el bendito D. José? Bien se conoce en su faz su martirio y las tristezas que está pasando. Ved su cara demacrada y mustia, sus ojos impregnados de cierta melancolía de funeral; ved también sus mejillas, antes competidoras de las rosas y claveles, ahora pálidas y surcadas de arrugas. ¿Qué le pasa? Él nos lo dirá. Durante algún tiempo su único consuelo ha sido agregarse a Mariano en el café del Sur y frente a él exhalar sus quejas, semejantes a las de los pastores de antaño; y así como las ovejas (dicho está por los poetas) se olvidaban de pacer para escuchar los cantos de los Salicios y Nemorosos, Mariano dejaba enfriar el café por atender a lo que D. José le refería.

«Hoy tampoco la he podido ver—dijo aquel día (abril de 1876)—. Ese Sr. Botín es un verdugo: no la deja salir de casa; no la deja asomarse al balcón… Te digo que me gustaría que el señor Botín y yo nos viéramos un día las caras… Yo soy padrino de tu hermana, yo soy su segundo padre, y debo velar por ella… ¡Luego el pobre Riquín estará tan solo, extrañará tanto no verme a todas horas y no jugar conmigo, como antes!… Porque has de saber que Riquín no quiere a nadie más que a mí; me quiere más que a su propia madre. Lo que es a Botín no le puede ver».

Al decir esto, Relimpio dejaba conocer, al trasluz de su pena, el regocijo de la venganza. ¡Riquín no quería al otro! ¡Oh placer de los dioses!

«Mi hermana tiene la culpa—dijo Mariano—. Ese tío Botín es una fiera. ¿Por qué no le planta en la calle, como es debido? Pero vea usted…, de aquellas cosas que pasan, ¡puño!… Él es rico; ella se ve mal… Si trabajara como yo, viviría como es debido… De consiguiente, yo no pienso poner los pies en su casa, porque una vez que fui me dijo que no volviera. De consiguiente, ese Botín no quiere que ni yo, ni usted, ni mi tía Encarnación vayamos allá. No quiere estorbos. Yo no voy, porque suponga usted que nos encontramos Botín y yo, hablamos, y sin saber cómo, pues…, de aquellas cosas que pasan…, reñimos. Total, que me hago cuenta de que no tengo tal hermana.

–Si al menos la dejara salir a la calle siempre que ella quisiera—indicó Relimpio embuchándose el café, mientras el otro se rompía las mandíbulas para sacar humo del duro cigarro—Pero quia, quia. Tiene que valerse de mil tretas para salir. La pobre lleva ya tres meses de esta vida y no sé cómo aguanta. ¿Al teatro? Que si quieres… Los domingos la hace ir a misa, y aquí paz… Dicen que ese señor es mojigato.

–Es rico—afirmó Mariano con el tono de asombro mezclado de respeto que empleaba siempre para expresar aquella idea.

–Riquísimo. Gana millones. Si le dejan se come a España en menos que pía un pollo. ¿Y no sabes lo mejor? Es casado. Mira, si yo no fuera una persona decente, le escribiría un anónimo a su señora contándole los devaneos… Pero no está en mi sangre, no. La señora de Botín es condesa o baronesa; él es conde o barón consorte, ¿te enteras? Ella es, según dicen, buena persona, y hace muchas caridades. Hablan de que va a fundar un hospital.

–Sanguijuelas del país y del pobre que trabaja, ¡repuño!… Ellos gastan lo nuestro… Pero ya, ya verán, ¡puño! El mejor día… de aquellas cosas que pasan… El mundo da una vuelta, y palante… Ahora nos toca a nosotros. De consiguiente, venga dinero. Que todo se reparta como es debido.

–Y el que no trabaje que no coma. Lo mismo pienso yo. Desde que se fue D. Amadeo, ¡y aquel sí era persona decente!, esto está perdido. Es verdad que se acabó la guerra; pero ¿cómo se acabó? A fuerza de dinero. Esta gente es atroz. Aquí no hay administración, ni se llevan los libros de cuentas del Estado como manda la Teneduría. Mira tú; mientras no se suprima eso de que los ex ministros tengan treinta mil reales… Yo no sé cómo no se les ocurren estas cosas… Señor, que no podemos con la Hacienda, que hay déficit. ¿Pues qué más tiene usted que quitar tanto empleado vagabundo?… Señor, que la política… Pues fuera política… Si quisieran, todo lo arreglarían bien. Con ir dejando a un lado a los piratas y colocando a la gente honrada… Mira tú, es bien fácil. A ver… ¿D. Fulano es un hombre honrado? Sí señor. Pues venga acá. ¿Y D. Zutano? También. Venga. Ea, ya me tienes la Administración arreglada. Yo sé que los tunantes chillarían; pero que chillaran hasta reventar».

Estas sabias apreciaciones duraban poco, y luego volvía D. José a la monotonía de sus lamentos pastoriles. Durante varios días repitió las mismas cosas… La había visto un momento… Estaba desmejorada y triste… Riquín tampoco era feliz… En mayo añadió a tan enfadosos temas uno que era más agradable a la concupiscencia de Mariano.

«¿Sabes—le dijo—que mi hijo Melchor ha emprendido un gran negocio? Llegó aquí el mes pasado. Por cierto que me cogió desprevenido. Yo le creía en la Habana. Pero el Capitán General le quitó el destino a los veinte días de haber tomado posesión de él y me lo embarcó para la Península… Intrigas políticas… envidias y miserias.

–De aquellas cosas que pasan…—murmuró Mariano, demostrando perspicacia—. Don Melchor tendría las uñas un poco largas; de consiguiente…

–Quita, quita, hombre. Melchor es la misma honradez.

–Sí; pero…, de aquellas cosas que pasan…, al verse allí entre tanto dinero…, de consiguiente…

 

–Hombre, no.

–Total, que se volvió para acá sin un real.

–No tanto. Algo ha traído… Pues te contaré el negocio, que es grande, tremendo. Es un secreto que ha descubierto.

–¡Un secreto!… Y lo guardará… como es debido.

–No, lo pone a disposición de todo el mundo. Ha hecho unos prospectitos, ¿sabes? Luego ha puesto un anuncio en los periódicos, diciendo que el que quiera saber el secreto del negocio mande veinte reales en sellos. Ajajá. No puedes figurarte los sellos que han entrado en casa. Pero ya se va cansando la gente y vienen pocas cartas.

–¿Pero el secreto…?

–No sé cuál es.

–¿Y si…, de aquellas cosas que pasan…, resulta que no hay tal secreto…?

–Yo no sé… Desde que tomó la casa en la calle de los Abades, donde vivimos, se ocupa de otras cosas. Escribe artículos en un periódico. La ha tomado con las compañías de ferrocarriles y otras empresas gordas, y, ¡si vieras!, las pone como hoja de perejil. Nada, que las mata, que las está matando. Yo le digo que ya que escribe, escriba de cosas útiles, por ejemplo, de que los ingleses deben devolvernos a Gibraltar. Eso sí, yo creo que si esto se dice un día y otro día, al fin hemos de lograrlo. Y si no, guerra, guerra con los ingleses. ¡Ah! ¿No hicimos lo del Callao? Aquello si que fue grande. Te lo contaré, pues lo sé como si lo hubiera visto».

Pero Mariano no paraba mientes en aquel interesante capítulo de Historia. La epopeya de los veinte reales en sellos cautivaba más su espíritu, adormeciéndole en cálculos voluptuosos y combinaciones de riquezas y placeres.

Algunos días después, Mariano era el que llevaba noticias del hijo de D. José.

«Ayer—dijo—estuvo D. Melchor hablando más de dos horas con Juan Bou. Ha inventado una rifa para los pobres. Está unido con otros señores, y de consiguiente, tiene autorización del Gobierno, como es debido. ¡Recontrapuño, qué negocito! Juan Bou hace los billetes y le dan parte.

–Si estoy enterado, hombre. Como que yo he de llevar la contabilidad. Es una idea humanitaria. Ya no habrá más pobres por las calles… Volviendo a lo mismo, Marianín, te diré que la vi ayer en misa. Por la tarde fui a sacar al niño a paseo. ¡Ah!¿No sabes? Lo del pleito va bien. Hombre, si te veremos al fin…».

Mariano se desperezó y después que hubo estirado bien sus extremidades, descargó el puño sobre la mesa, diciendo:

«¡Maldita sea la Biblia!».

Isidora, que vivía en la calle de las Huertas, salía con frecuencia al balcón, y si veía a su padrino paseándose de arriba abajo y echando con disimulo un vistazo al piso segundo, sentía pena y lástima. Unas veces le hacía señales de que entrase, otras de que no entrase, y D. José obedecía con humildad. Llamole un día con agraciado gesto, desde dentro, alzando el visillo y mostrando su cara preciosa tras el cristal. Relimpio subió.

¡Cómo le palpitaba el corazón! Entró, cogió en sus brazos al niño, diole mil besos en la frente, en los rizos, y cargado con él, entró en la sala. Isidora vestía una bata azul de corte elegantísimo. Acababa de peinarse y su cabeza era una maravilla. Nadie que la viese, sin saber quién era, podría dudar que pertenecía a la clase más elevada de la sociedad. Contemplola D. José, más que con amor, con veneración, con fanatismo, como el salvaje contempla el fetiche, y poco faltó para que se la hincara delante.

«Estás, estás…—le dijo turbado por la emoción—, que pareces una diosa… Vengan las duquesas a tomarte por modelo… ¡Riquín!, hijo mío, sol, dame más besos… ¡Bendita sea tu madre!».

Mucho se alegraba también Isidora de ver a su padrino; pero un asunto urgentísimo les separaría muy pronto.

«¿No viene hoy ese bruto?—dijo Relimpio.

–No; hoy habla en el Congreso.

–¿De modo que me estaré aquí hasta anochecida?

–No, porque tengo que hacer, tengo que salir…».

¡Don José puso una cara tan triste!… Sus ojos vivos se amortiguaron como la llama de la exhausta lámpara colgada delante del santo.

«Tengo que hacer—dijo Isidora, sacando una carta—. Y usted me va a hacer el favor de llevar ahora mismo esta carta a Joaquín».

Don José dio un gran suspiro. Puso la cara más desconsolada y agoniosa del mundo, la cara que pondría toda persona a quien se obligara a beber un vaso de vinagre.

«¿De veras que no estás hoy en casa?

–No. Si usted quiere, puede venir a jugar con Riquín.

–Le sacaré a paseo. Está bueno el día. ¿Qué te parece?

–Muy bien.

–Pues voy, voy a hacer tu encargo»—murmuró el viejo, consolándole la idea de pasear al niño.

Isidora salió. Su traje realizaba el difícil prodigio, no a todas concedido, de unir la riqueza a la modestia, pues todo en ella era selecto, nada chillón, sobrecargado ni llamativo. Llevaba en su cara y en sus maneras la más clara ejecutoria que se pudiera imaginar, y por dondequiera que iba hacía sombra de blasones. Y sin embargo, por desgracia suya, empezaba a ser conocida, y cuantos la encontraban sabían que no era una lady.

¡Dama por la figura, por la elegancia, por el vestido!… Por el pensamiento y por las acciones, ¿qué era?… La sentencia es difícil.