Za darmo

La de Bringas

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XIV

Desde que el primo Agustín emigró a Burdeos, los de Bringas no iban al teatro sino de tarde en tarde, ocupando localidades de amigos enfermos o de aquellos que se aburrían de la repetición excesiva de una pieza dramática. No recuerdo si eran los lunes o los martes cuando Milagros hacía la gracia de quedarse en casa. D. Francisco iba a estas reuniones con su mujer; pero últimamente se sentía tan fatigado que Rosalía tuvo que ir sola con Paquito. En Mayo, la proximidad de los exámenes obligaba al discreto joven a no desamparar sus estudios, y entonces acompañaba a su mamá hasta el portal de la casa de Tellería, volviéndose a la suya y a la fatiga de sus libros. Pez era el encargado de llevar a la señora de Bringas al domicilio conyugal a las doce o la una de la noche, y por el camino, que desde el primer trozo de la calle de Atocha a Palacio no es muy largo, rara vez dejaba D. Manuel de entonar la jeremiada de sus disturbios domésticos. Cada noche relataba episodios más lastimosos, y conseguía mover borrascas de compasión en el pecho de Rosalía.

Cuando esta llegaba a su vivienda, ya don Francisco, fatigadas vista y cabeza por haber leído dos o tres periódicos después del trabajo del cenotafio, se había metido en la cama y dormitaba tosiendo unos ratos y roncando otros. Después de dar una vuelta por el cuarto de los niños para ver si estaban desabrigados o si Isabelita tenía pesadilla, Rosalía charlaba un poco con su marido, mientras iba soltando una por una sus galas, sus faldas y aquella máquina del corsé donde su carne, prisionera, reclamaba con muy visibles modos la libertad. Aunque tenía mucho gusto en ir a las tertulias de Milagros, la rutina de adular a su marido inspirábale conceptos algo contrarios a la verdad; pero bien se lo pueden perdonar en gracia de los juicios maravillosamente exactos que hacía sobre cosas y personas observadas por ella en los salones de Tellería.

«Hijito, si tú no vuelves, yo no voy más allá. Me fastidia la tertulia de Milagros lo que no puedes figurarte… Aquello no es para mí. ¡Se ven unas cosas…! ¡Por cierto que me reí más…! La pobre Milagros, como tiene tanta confianza conmigo, todo me lo cuenta y sé sus apuros como si los pasara yo misma. Es una sofocación, y yo no sé cómo esa mujer tiene alma para recibir gente sin poseer medios para nada. Esta noche no ha dado más que cuatro melindres, cuatro porquerías… ¡qué vergüenza! Figúrate lo que saldrán diciendo los gorrones que no van a esas casas más que para que les den de cenar… En mi vida he visto mujer de más pecho. Habían dado las siete y aún no sabía como arreglar el buffet. Mandó a la confitería… es para morirse de risa… y no quisieron fiarle veinte libras de pastas. No sé de dónde sacó aquel jamón en dulce que era todo recortes y sobras, ni aquella cabeza de jabalí que olía a desperdicios… En fin, un asco… Tenía buenos vinos, eso sí… Vete a saber de dónde los ha sacado, y quién es el incauto que se los dio… Estaba la pobre apuradísima; pero ¡cómo lo disimulaba…! No creas, tan campante, sonriendo a todo el mundo; y cuando iba para dentro se trasformaba y parecía un capitán de barco mandando la maniobra en caso de naufragio. (Indignándose.) ¡Ah!, ese badulaque, ese zanganote del marqués tiene la culpa. Está empeñado hasta los ojos, y el día en que los acreedores se echen encima, no tendrá camisa que ponerse. La pobre Milagros es muy buena, es un alma de Dios; pero hay que reconocer que es muy gastadora. Si le ponen mil duros en la mano, se los gasta en un día como si fueran cien reales. Yo le doy consejos, lo predico, le trazo un plan, un método; pero ¡quia!, es inútil. A veces parece reformada; pero sale, pasa por una tienda, ve cualquier trapo, y adiós mi dinero… pierde el seso, le entra la fiebre… Yo le digo, cuando la veo comprar: «Ya se le saltó a usted un tornillo de la cabeza…» ¡Y si vieras…! Los hijos dan lástima. Esta noche entré en el cuarto de Leopoldito, y te digo que parece un biombo de una zapatería de portal; la pared llena de mamarrachos pegados con obleas, escenas de toros, caricaturas de periódicos… en fin, indecentísimo, y cada cosa por su lado, todo revuelto; mucho olor de potingue de botica, porque el chico es una laceria; noveluchas de a peseta en vez de libros de estudio; látigos y bastones en tal número que habría para poner tienda de ello; la cama deshecha, porque se había levantado a las seis de la tarde… Por allí andaba cojeando, con las botas rotas, pidiendo de comer y atisbando los dulces y fiambres que traían, para abalanzarse a ellos como un hambriento… Gustavo ya es otra cosa. ¡Qué formalito y qué bien educado! Allí andaba discutiendo con los hombres y echando mucha palabra retumbante… Se me figura un muñeco de Scropp con su fraquito sietemesino, y cuando habla, lo mismo que cuando anda, parece que le han dado cuerda con una llave… María es la que se está poniendo hermosísima. La marquesa no la presenta aún para que no la envejezca, y da dolor ver aquella mujercita tan desarrollada ya… no creas, tiene más delantera que su mamá… da dolor verla metida allá dentro jugando con las muñecas, enredando con las criadas o copiando temas del francés. Bastante tenía que hacer la pobre esta noche con vigilar al hermanito para que no metiese sus manos sucias en todo y no sobase los dulces y no lamiera los helados… Yo tomé una yema que apestaba a aceite de hígado de bacalao, y de fijo anduvieron por allí los dedos de Leopoldito.

»(Indignada otra vez.) Pero el marqués… ¡vaya un apunte! Quien le oye y no le conoce, cree que es el hombre más juicioso del mundo. No habla más que del Senado y de las cosas que ha dicho o va a decir allí. ¡Qué pico de oro! Él arreglaría todos los asuntos de España si le dejaran… Pero como no le dejan, eso se pierde el país. Según dice, las comisiones le absorben todo el tiempo… Dictamen acá, dictamen allá… Me ha dicho Milagros que de algunos meses a esta parte se dedica a las criadas, y que no puede entrar en la casa ninguna que no sea un espanto de fea. En fin, que el marqués, bajo aquella capita de caballero, es una sentina. A mí no me puede ver, porque le suelto cada indirecta… Es que me da asco, y la pobre Milagros me causa mucha pena. ¡Pobre mujer, pobre mártir! Figúrate que su mariducho, como ella dice, la tiene siempre a la cuarta pregunta, y la infeliz pasa la pena negra para salir adelante con el gasto de la casa. Así, no extraño que la pobrecita haya tenido algunas distracciones… No soy yo quien lo dice; lo dicen otros, y aunque lo repito en confianza, no significa esto que lo crea, porque a saber si…».

D. Francisco, dormido ya profundamente, estaba tan distante de todas aquellas miserias que su mujer contaba como lo está el Cielo de la Tierra.

XV

No versaban todas las confidencias sobre el mismo tema; que la fértil imaginación de Rosalía buscaba instintivamente la variedad en aquellas nocturnas raciones de jarabe de pico con que arrullaba a su buen esposo. Atenta a sostener siempre el papel que representaba y que desde algún tiempo exigía de ella mucho esmero, por apartarse cada día más de la expresión sincera de su carácter, mostrábase disgustada de cosas que en realidad le producían más agrado que pena, verbi gratia:

«¡Ay, hijito!, yo creí que nuestro amigo Pez no acababa esta noche de contarme sus trapisondas domésticas. De veras, le tengo lástima… ¡pero qué mareo de hombre y qué organillo de lamentaciones! Carolina no tiene perdón de Dios, y bien podía enmendarse, al menos para evitarnos las jaquecas que nos da su marido…».

D. Francisco se dormía antes que ella. A veces Rosalía estaba desvelada e inquieta hasta muy tarde, envidiando el dulcísimo descanso de aquel bendito, que reposaba sobre su conciencia blanda como un ángel sobre las nubes de la Gloria. La ingeniosa dama no hallaba blanduras semejantes, sino algo duro y con picos que la tenía en desasosiego toda la noche. Porque su pasión del lujo la había llevado insensiblemente a un terreno erizado de peligros, y tenía que ocultar las adquisiciones que hacía de continuo por los medios más contrarios a la tradición económica de Bringas. Tenía los cajones de la cómoda atestados de pedazos de tela, estos cortados, aquellos por cortar. Enorme baúl mundo guardaba, con sospechosa discreción, mil especies de arreos diversos, los unos antiguos, retocados o nuevos los otros, todo a medio hacer, revelando la súbita interrupción del trabajo por la presencia de testigos importunos. Era preciso ocultar esto a la vigilancia fiscal de D. Francisco que en todo se metía, que interpelaba hasta por un carrete de algodón no presupuesto en su plan de gastos. Rosalía se desvelaba pensando en los embustes que habían de servirle de descargo en caso de sorpresa. ¿Con qué patrañas explicaría el crecimiento grande de la riqueza y variedad de su guardarropa? Porque la muletilla de los regalos de la Reina estaba ya muy gastada y no podía usarse más tiempo sin peligro.

Un día D. Francisco volvió de la oficina antes de lo que acostumbraba, y sorprendió a Rosalía en lo más entretenido de su trabajo, funcionando en el Camón, como si este fuera un taller de modista, y asistida de una costurera que había llevado a casa. Más que taller parecía el Camón la sucursal de Sobrino Hermanos.

«¿Peeero mujer, qué es esto?»—dijo Thiers absorto, como quien ve cosas sobrenaturales o mágicas y no da crédito a sus ojos.

Había allí como unas veinticuatro varas de Mozambique, del de a dos pesetas vara, a cuadros, bonita y vaporosa tela que la Pipaón, en sueños, veía todas las noches sobre sus carnes. La enorme tira de trapo se arrastraba por la habitación, se encaramaba a las sillas, se colgaba de los brazos del sofá y se extendía en el suelo para ser dividida en pedazos por la tijera de la oficiala, que, de rodillas, consultaba con patrones de papel antes de cortar. Tiras y recortes de glasé, de las más extrañas secciones geométricas, cortados al bies, veíanse sobre el baúl esperando la mano hábil que los combinase con el Mozambique. Trozos de brillante raso de colores vivos eran los toques calientes, aún no salidos de la paleta, que el bueno de Bringas vio diseminados por toda la pieza, entre mal enroscadas cintas y fragmentos de encaje. Las dos mujeres no podían andar por allí sin que sus faldas se enredaran en el Mozambique y en unas veinte varas de poplín azul marino que se había caído de una silla y se entrelazaba con las tiras de foulard. De aquel bonito desorden salía ese olor especialísimo de tienda de ropas, que es un resto de los olores del tinte fabril, mezclado con los del papel y la madera de los embalajes. Sobre el sofá, media docena de figurines ostentaban en mentirosos colores esas damas imposibles, delgadas como juncos, tiesas como palos, cuyos pies son del tamaño de los dedos de la mano; damas que tienen por boca una oblea encarnada, que parecen vestidas de papel y se miran unas a otras con fisonomía de imbecilidad.

 

Al verse cogida in fraganti, el primer impulso de Rosalía fue recoger todo; pero le faltó tiempo, y el pavor mismo sugiriole una pronta salida, rasgo genial de aquel sutilísimo entendimiento.

«Calla, hombre, por Dios—le dijo, pasándole el brazo por la espalda y sacándole suavemente del Camón para que no se enterase la modista—. Es que… yo creí que te lo había contado anoche. Esos vestidos son de Milagros. Ayer, ¡si vieras!, tuvo la pobre una espantosa reyerta con ese caribe del marqués. Que si él era el que gastaba, que si gastaba más ella, que si tú, que si yo… Por poco hay una tragedia. Yo estaba presente… y te digo que ya estaba pensando en mandar que trajeran árnica… Milagros, que ahora no puede encargarle nada a Eponina porque su marido no le pagaba las cuentas, compró las telas y llevó a su casa una modista para hacerse un par de trajes de verano… ¿Qué cosa más natural? La pobre se arreglaba con veinticuatro varas de Mozambique, a dos pesetas vara, y veintidós de poplín, a catorce… Ya ves qué economía. Pues nada; entra aquel tagarote, que sin duda venía de perder cientos de duros a una sota, y lo mismo fue ver las telas y la modista, empieza a echar por aquella boca unas herejías… ¡Santo Cristo! Yo me quedé… Nada: todo se le volvía pisotear la tela y dar con el pie a los figurines, diciendo: ¡Brrr…!, qué sé yo. Que la pobre Milagros le ha arruinado con sus pingajos. ¿Has visto qué borricadas? Luego se quitó de cuentos, y cogiendo a la pobre modista por un brazo, la plantó en la calle, sin darle tiempo a que se pusiera la mantilla. ¿Has visto qué pedazo de bárbaro?… Milagros se desmayó. Tuvimos que aplicarle éter y qué sé yo qué más cosas… En fin, por sacarla de este compromiso, he tenido que traerme a casa las telas y la modista para hacer aquí la labor. Ella vendrá luego a dirigirla, porque yo, francamente, entiendo poco de estas cosas tan historiadas y tan recargaditas. Emilia, esa chica, es muy hábil y trabaja por poco dinero… Es una infeliz sin pretensiones, pero le da palmetazo al célebre Worth, no te creas…».

Con estas ingeniosidades, aquel buen cristiano se aplacó, y como al poco rato vino la marquesa, se encerraron las tres en el Camón y estuvieron picoteando todo el día, cortando, midiendo, probando, deshaciendo y volviendo a probar, lo dicho por Rosalía resultó tan verosímil como la verdad. Preocupábase, a todas estas, la dama de las insuperables dificultades que sobrevendrían cuando estrenase aquellos vestidos, pues en tal caso, y contra la evidencia, no valdrían los bien trabados enredos que sabía imaginar. Se consolaba con la esperanza de un hecho que sería solución muy fácil y segura. González Bravo había ofrecido a D. Francisco un gobierno de provincia. Pez le instaba para que aceptase, seguro de que se luciría y de que la provincia a quien le cayese un gobernador tan honrado y respetable, habría de saltar de gozo. Pero a él le repugnaba lo espinoso del cargo, y no quería abandonar su tranquilidad y aquel vivir oscuro en que era tan feliz. Si al fin aceptaba Bringas, se iría solo a su ínsula, y la desconsolada esposa se quedaría en Madrid con libertad de estrenar cuantos vestidos quisiera. Pero siendo lo más probable que el gran economista no aceptase, Rosalía se calentaba los sesos discurriendo la salida de su compromiso, y al fin halló una fórmula que, mucho antes de la ocasión de emplearla, revolvía y ensayaba en su mente.

XVI

Ya ves, hijito—decía para sí un mes antes de que el hecho fuera real—, lo que ha pasado… No te lo quise decir para que no te disgustaras, porque al fin nuestra amiga es, y en casa se ha hecho este trabajo. Emilia le exigió el pago adelantado… Pura terquedad. ¡De repente, cañonazo!… Sobrino le pasó la cuenta. Ni a una cosa ni a otra pudo atender la pobre Milagros… No tienes idea de las trapisondas… Ya te contaré. En fin, que he tenido que quedarme con los vestidos por menos de la tercera parte de su valor y me los he arreglado yo misma para no gastar… Es regalado, es una verdadera ganga… Emilia se ha empeñado en ello, y dice que le pague cuando yo quiera… Ya ves…

Bien preparada estaba la comedia para cuando llegase el caso de representarla. Entre tanto, se trabajaba sin descanso en el Camón, con asistencia de Milagros, que cada día llevaba una novedad, ideas felices, la inspiración más reciente de su genio fecundísimo, verbi gratia:

«Yo no puedo ser muy espléndida este verano. Verá usted cómo me arreglo. En casa de los Hijos de Rotondo me han dado unas veinticinco varas de Bareges, muy arregladito… Me ha dicho la de San Salomó que el Bareges se llevará mucho este verano. Francamente, los Mozambiques me apestan ya… Pues sí… arreglaré ese vestido con una sencillez verdaderamente pastoril. Verá usted… tres volantes y adorno de sedas delgadas. El volantito estrecho, guarnecido de encaje, y el entredós, bordado, formando hombrera a lo jockey… Cinturón color lila cerrado por delante con una escarapelita… ¿Sabe usted que aquel sombrero me parece algo estrepitoso?… Tengo otro en proyecto. Verá usted. Con un casquete que guardo del año pasado y las cintas aquellas de terciopelo… No me faltan más que un penacho y un marabout de novedad que le pondré al lado derecho, así…».

A principios de Mayo, Rosalía tuvo que sustraerse, no sin pena, a aquel delicioso trabajo. El médico había ordenado que Isabelita fuera sacada a paseo todas las mañanas. El tiempo estaba hermosísimo y convidaba a gozar de la apacible amenidad del Retiro. Empezó la dama sus paseos matutinos con Isabelita y el pequeñuelo, y desde el segundo día se les agregó el señor de Pez, que padecía de rebeldes inapetencias. Moreno Rubio le había prescrito que madrugara, que se pusiera entre pecho y espalda un vaso grande de agua de la fuente Egipcia o de la Salud, y que la paseara después por espacio de dos horas antes de la hora del almuerzo.

¡Qué contentos iban los cuatro a lo Reservado, cuya entrada se les franqueaba, por ser Rosalía de la casa! ¡Y cuánto gozaban los chicos viendo la casita del Pobre, la del Contrabandista y la Persa, echando migas, a los patitos de la casa del Pescador, subiendo a la carrera por las espirales de la Montaña artificial, que es en verdad, el colmo del artificio! Todos aquellos regios caprichos, así como la Casa de Fieras, declaran la época de Fernando VII, que si en política fue brutalidad, en artes fue tontería pura.

Rosalía y D. Manuel, influidos favorablemente por la gala de la vegetación, la frescura del aire y el picor del sol de Mayo, se reverdecían, y a ratos casi eran tan chiquillos como los chiquillos, es decir, que charlaban atolondradamente, y su andar no era siempre todo lo mesurado que corresponde a personas graves, pues ya lo precipitaban, ya lo contenían más de la cuenta, mientras los niños jugaban al escondite entre las espesas matas. El vaso de agua, obrando maravillosamente sobre la mucosa y todo el aparato digestivo del buen funcionario, producía efectos maravillosos. Activadas sus funciones vitales, recobraba su alegría y verbosidad ampulosa: los instintos galantes no se quedaban atrás en aquella resurrección matutina. Parece mentira que un vaso de agua produzca tales efectos. ¡Cuántas veces tenemos en la mano, sin percatarnos de ello, el remedio de inveterados males!… La fácil palabra de Pez, saltando de un concepto a otro, llegó al capítulo de las lisonjas, que en aquel caso eran muy fundadas, y allí fue el ponderar la frescura y gracia de la dama. ¡Qué bien le sentaba todo lo que se ponía, y qué majestad en su porte! Pocas personas poseían como ella el arte de vestirse y el secreto de hacer elegante cuanto usara… Estas bocanadas de incienso ahogaban a Rosalía, quiero decir, que el depósito de la vanidad (cierta vejiga que los fatuos tienen en el pecho) se le inflaba extraordinariamente y apenas le permitía respirar. También a ella le cosquilleaba en el interior el deseo de hacer algunas confidencias; pero el respeto de su marido le ponía un freno. Por fin, tanto extremó Pez los panegíricos de ella, que la indiscreción se sobrepuso a la prudencia. Les vi varias veces cuando regresaban, ella cargada con un ramo de lilas, el velo un poco echado atrás, cual si sacrificara la compostura a la libertad de la vida campestre, el rostro algo encendido por la agitación del paseo y la vehemencia del discurso; él cargado con otro ramo suplementario, hecho un pollastro, con diez años quitados por ensalmo de encima de su cuerpo; los niños, revoloteando ora delante, ora detrás, ensuciándose de tierra y azotándose con varitas, sacudiendo los árboles tiernos y saltando las acequias salidas de madre. Rosalía hablaba; ¿pero quién, sino el mismo Pez, podría recoger sus palabras, impregnadas de un cierto desconsuelo y melancolía dulce?

La pobrecita no podía lucir nada, porque su marido… Ante todo, no se cansaría de repetir que era un ángel, un ser de perfección… Pero esto no quitaba que fuera muy tacaño y que la tuviese sujeta a un mal traer, deslucida y olvidada. Y no era ciertamente porque careciese de medios, pues Bringas tenía sus ahorros, reunidos cuarto a cuarto. ¿Y para qué? Para maldita la cosa, por el simple gusto de juntar monedas en un cajoncillo y contarlas y remirarlas de vez en cuando… Sin duda aquel hombre… que era muy bueno, eso sí, esposo sin pero y padre excelente… no sabía colocar a su mujer en el rango que por su posición correspondía a entrambos. Porque ella tenía que alternar con las personas de más viso, con títulos y con la misma Reina; y Bringas, no viendo las cosas más que con ojos de miseria, se empeñaba en reducirla al vestidito de merino y a cuatro harapos anticuados y feos. ¡Oh!, lo que ella sufría, lo que penaba para adecentarse era cosa increíble. ¡Sólo Dios y ella lo sabían!… Porque su marido llevaba cuenta y razón de todo, y hasta el perejil que se gastaba en la cocina se traducía en guarismos en su libro de apuntes… La pobre esposa, atenta a la dignidad de su posición social, era un puro Newton, por las matemáticas que tenía que revolver en su caletre para procurarse algún sobrante del gasto de la casa y estirar las mezquinas cantidades que Bringas le daba para vestirse. La cuitada se pelaba los dedos cosiendo y arreglándose sus vestidos; y la minuciosidad de él en la cuenta y razón era tan extremada, que se veía y se deseaba para poder filtrar un día tres reales, otro dos y medio; y a veces nada podía hacer. La continuidad de estas molestias constituía una vida de martirio, y no es que quisiese tener lujo, no: mas juzgaba que su decoro y el contacto con altas personas le imponían deberes ineludibles; creía que ella y los niños no debían hacer mal papel en las casas a donde iban, ni le gustaba que las amigas la mirasen de reojo y cuchichearan entre sí, observando en ella una falda de taracea o una prenda cursi y anticuada… No obstante, quería entrañablemente a su marido, porque fuera de aquello de las miserias era un hombre completo, un ser de elección, bueno y cariñoso, honrado como pocos o como ninguno, hombre que jamás había tenido trapicheos ni tratado con mujerzuelas, ni puesto un duro a una carta, y por fin, de genio tan pacífico, que como no le tocaran a sus presupuestos, se hacía de él lo que se quería… Considerando esto, la infeliz llevaba con paciencia lo otro, es decir, los apurillos para vestirse, y se manejaba como podía para no desmerecer de su elevada clase… De donde resultaba que ambos, el Sr. de Pez y la señora de Bringas tenían respectivamente sus motivos de disentimiento conyugal, él por causa de las furibundas santidades de su esposa, ella por las sordideces de su marido; lo cual prueba que nadie encuentra completa dicha en este mísero mundo, y que es rarísimo hallar dos caracteres en completo acomodo y compenetración dentro de la jaula del matrimonio, pues el diablo o la sociedad o Dios mismo desconciertan y cambian las parejas para que todos rabien, y todos, cada cual en su jaula, hagan méritos para la gloria eterna.