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La de Bringas

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XLVII

«Por ese descaro—le hubiera dicho ella—, por ese cinismo con que tú hablas de señoras, cuyo zapato no mereces descalzar, se te debía arrancar esa lengua de víbora y luego azotarte públicamente por las calles, desnuda de medio cuerpo arriba, así, así, así…».

En su mente, le daba los azotes y la ponía en carne viva. Tan volada estaba ya la Bringas y tan grande esfuerzo tenía que hacer para contenerse, que halló preferible cualquier catástrofe doméstica al tormento horroroso que padecía. «Me voy—pensaba—, no puedo aguantar. Prefiero que mi marido me desprecie y me esclavice, a que esta miserable me escupa la cara como me la está escupiendo».

Pero al pensar esto, figurábase ver al señor de Torquemada exponiendo a D. Francisco, con la rosquilla por delante, la obligación de satisfacer la deuda; representábase luego al irritado esposo… No, con todo el poder de su imaginación, no podía representarse la noble ira de aquel santo hombre tan enemigo de enredos. «Antes que eso—concluyó por decir—, todo, todo, incluso que esta frutilla temprana me pisotee… Yo sola paso la vergüenza; nadie me lo sabe y ni nadie me lo ha de sacar a la cara».

«Un caballero amigo mío—dijo Refugio pasando de aquel tono convencido al de la jovial ligereza—, me ha dicho que aquí todo es pobretería, que aquí no hay aristocracia verdadera, y que la gran mayoría de los que pasan por ricos y calaveras no son más que unos cursis… Porque vea usted… ¿En qué país del mundo se ve que una señora con título, como la Tellería, ande pidiendo mil reales prestados, como me los ha pedido a mí? Aquí ha habido quien se ha pegado un tiro por haber perdido seiscientos reales a una carta. Y cuando un señorito se gasta cien claretes con una mujer, dicen que ha arruinado a la familia. Pues no quiero hablar de los que viven de gorra, como muchitos a quienes yo conozco, que van a los teatros con billetes regalados, que viajan gratis, y hasta se ponen vestidos usados ya por otras personas… ¡Todo por aparentar!… Cuando veo a estos tales, me pongo yo muy hueca, porque no debo a nadie, y si lo debo lo pago; vivo de mi trabajo, y nadie tiene que ver con mis acciones, y lo primero que digo es que no engaño a nadie, que el que no me quiera así que me deje, ¿está usted?, porque de lo mío como… Celestina, vete a Levante y di que nos traigan café. ¿Quiere usted café?».

–Gracias, replicó Rosalía con desabrimiento, ya gastadas las fuerzas.

Levantose para retirarse. Aquella mujer le repugnaba tanto y hería de tal modo su orgullo con lo ordinario de aquellas expresiones y la ruindad de aquellos pensamientos, que no quiso humillarse más. Refugio la detuvo por el brazo, diciéndole en una carcajada:

«¿De veras no quiere usted tomar café con nosotras? Espérese, que se me está ocurriendo darle el dinero».

Rosalía se sentó, y alegrósele el alma con estas palabras. Aquel diablillo que tenía delante y que le hacía mil muecas indecentes, tornose humano y aun agradable.

«Son las dos y cuarto»—suspiró la de Bringas sin poder dejar de sonreír, y encontrando una gracia particular en la boca grande y en la dentadura mellada de Refugio.

–¿A qué hora tiene que pagar?

–A las tres—se dejó decir la otra con gran espontaneidad.

–Aún sobra tiempo.

Oyose el ruido de la puerta que Celestina había cerrado de golpe, al salir en busca del café. La del diente menos, estirándose más y tomando una actitud más que perezosa, chabacana, le dijo entre risas muy descorteses:

«Si estuviera aquí la Señora, no pasaría usted esos apurillos, porque con echarse a sus pies y llorarle un poco… Dicen que la Señora consuela a todas las amigas que le van con historias y que tienen maridos tacaños o perdularios. Ya se ve; si yo tuviera en mi mano, como ella, todo el dinero de la nación, también lo haría. Pero déjese usted estar, que ya le ajustarán las cuentas. Dice un caballero que viene a casa, que ahora sí que se arma de veras».

«¿Pero cuántos caballeros conoces tú, grandísimo apunte?—le habría dicho Rosalía, si hubiera estado en situación de ser severa—. Tú tratas con todos los caballeros del género humano. ¿No habrá uno que te tire, de una bofetada, todos los dientes que te quedan, y que, por cierto, son muy bonitos?».

–Sí, lo que es ahora—añadió Refugio con desparpajo—, cambiaremos de aires… Vayan con Dios. Habrá libertad, libertades…

Esta falta de respeto, esta manera de hablar de Su Majestad enfadó tanto a la dama, que estuvo a punto de dar al traste con toda su circunspección y llegarse a la infame y decirle:

«Para que aprendas a hablar como se debe, toma este arañazo…». Contentose con dos o tres monosílabos de reprobación. Su cara estaba ya como un pimiento. En una de aquellas manotadas que daba la Sánchez, tiró un cestito que sobre la chimenea estaba, y de él cayó una cajetilla de cigarros.

«¿También fumas, cochinaza?»—habríale preguntado Rosalía, si hubiera podido hablar con espontaneidad; pero miró a la otra recoger del suelo la cajetilla, y no dijo nada.

Al poco rato entró el mozo con el café, y dejó el servicio sobre el velador. Fue preciso quitar muchas cosas para hacerle sitio. Refugio y Celestina, después de repetir su invitación a la de Bringas, se prepararon a tomarlo. Ambas se daban respectivamente el mismo tratamiento y se tuteaban con igual franqueza. Lo dicho, no se sabía cuál de las dos era la criada y cuál la señora, aunque realmente Celestina estaba un poco más derrotada que la otra.

«¡Virgen del Carmen!—exclamó para sí Rosalía—. ¡Con qué gente me he metido!… Si el Señor me saca en bien de este mal paso, nunca más volveré a dar otro semejante».

–Celestina—dijo la mellada en tono amistoso—, ¿y yo no me peino hoy?

La otra explicó su tardanza con lo mucho que tenía que hacer. Todo estaba aún sin arreglar, el gabinete como una leonera, la alcoba lo mismo… Cuando Refugio acabó de tomar su café y Celestina empezaba a poner algún orden en el gabinete, Rosalía, no pudiendo refrenar su impaciencia, cerró con estrepito el abanico…

«Debe de ser muy tarde. Las tres menos cuarto quizás».

–Lo peor de todo—dijo Refugio, jugando con su víctima—, es que… Ahora me acuerdo… Si no puedo, no puedo darle a usted nada. Ya se me había olvidado que hoy mismo, esta tarde misma, tengo que pagar dos mil y pico de reales.

Rosalía creyó firmemente que una culebra se le enroscaba en el pecho, apretándola hasta ahogarla. No tuvo fuerzas para decir nada. Hubiérase abalanzado a la miserable para clavarle en aquella cara diablesca las diez uñas de sus extremidades superiores. Pero esto que algunas veces se piensa y se desea, rara vez se hace. Levantose… Sólo pudo articular un sonido gutural, débil expresión de su ira, atenazada por la dignidad.

«Está jugando conmigo como un gato con una bola de papel…—pensó—. Me voy; si no, la ahogo…».

–Aguarde usted—dijo Refugio—. Se me ocurre una cosa. Basta que haya prometido socorrer a usted, para que no me vuelva atrás. La palabra de una Sánchez Emperador es palabra imperial… Y sobre todo, tratándose de la familia

«Suelta la familia de tu boca asquerosa»—le hubiera dicho Rosalía.

–Pues se me ocurre que puedo pedir eso a una amiga.

–¿Pero te haces cargo de la hora que es?—dijo la de Bringas, recobrando la esperanza.

–Si vive muy cerca de aquí, en la calle de la Sal…

–¿Pero te estás con esa calma?

–Quia… Tendré tiempo de peinarme. ¡Celestina!

–Mujer… no tienes tiempo.

Refugio se levantó. Rosalía, dando algunos pasos hacia ella, cogió el vestido y lo ahuecó, haciendo ademán de ponérselo…

–Échate este vestido… te pones un manto, un pañuelo por la cabeza…

Refugio pasó a la alcoba. Desde ella dijo: «¿mi corsé?» y la de Bringas corrió a llevárselo, y le ayudó a ceñírselo. Cuando estaban en tal operación, la taimada se dejó decir esto:

«Bien podía el Sr. de Pez librarla a usted de estas crujías… Pero no siempre se le coge con dinero. Tronadillo anda el pobre ahora…».

Rosalía no dijo nada. La vergüenza le quemaba el rostro y le oprimía el corazón. Lo que hizo fue apretar el corsé y tirar furiosamente del cordón, como si quisiera partir en dos mitades el cuerpo de la diablesa.

«Señora, por Dios, que me divide usted… Yo no me aprieto tanto. Eso se deja para las gordonas que quieren ponerse un tallecito de sílfide… Qué le parece, ¿me peinaré?».

–No… recógete el pelo con una redecilla, con una cinta… Así estás muy bien… estás mejor… con esa melena alborotada… Pareces una Herodías que hay en un cuadro de Palacio… Vamos, avíate… súbete esos pelos… Mira que es muy tarde… A ver, yo te ayudaré.

Sentose Refugio, y la Bringas le arregló la abundante cabellera en un periquete.

«Vaya una doncella que me he echado…—dijo la de Sánchez, riendo—. ¡Tanto honor…!».

Y luego cuando parecía dispuesta a salir, se puso a cantar y a dar vueltas por el gabinete. Rosalía vio con terror que se sentaba en un sillón con mucha calma.

«¡Pero mujer!…»—exclamó la Bringas sulfurada…

Había en su cerebro un rebullicio como el de los relojes de pared momentos antes de dar la hora. Y la otra con refinada calma dijo así:

«Hace mucho calor; no tengo ganas de salir».

–Pero tú… ¿juegas… o qué…?

–No se apure usted, señora, no se encabrite, no se encumbre—replicó la Sánchez—. Si se me viene con sofoquinas y con aquello de ordeno y mando, no hemos hecho nada. Usted en su casa, y yo en la mía. Los cinco mil reales… mírelos usted; aquí están. Por no salir se los voy a dar, y yo buscaré lo que necesito.

XLVIII

Como, a pesar de esto, no se los ponía en la mano, Rosalía estaba en ascuas.

«Y le voy a dar un consejo—prosiguió la miserable—, un buen consejo, para que vea que me intereso por la familia. Y es que no ande en líos con Doña Milagros, que es capaz de volver del revés a la más sentada. Métase en su rincón, a la vera del pisa-hormigas, y déjese de historias… No vaya más a casa de Sobrino y créame. Es mucho Madrid este. No se fíe de los cariñitos de la Tellería, que es muy ladina y muy cuca».

 

Rosalía daba cabezadas de aquiescencia. Por fin, la Sánchez puso en su mano los billetes… ¡Oh!, ¡qué descanso sintió en su alma la desdichada señora!… Por si a la diablesa se le ocurría quitárselos, decidió marcharse sin tardanza.

«¿Qué, se va usted?».

–Es muy tarde. No puedo perder ni un minuto. Ya sabes que te lo agradezco mucho. ¡Ah!… ¿Quieres que hagamos un recibito?

–No hace falta—dijo Refugio con arranque, echándoselas de noble y desprendida—. Entre personas de la familia… ¡Ah!, esta tarde le mandaré el sombrero y las demás cosillas.

–Como quieras…

–Aguarde un momento, que le voy a decir una cosa.

–¿Qué?—preguntó Rosalía aterrada otra vez.

–Le voy a contar lo que dijo de usted la marquesa de Tellería.

–¿De mí?

–De usted… ahí, sentadita en ese mismo sillón. Me parece que la estoy oyendo. Fue el día antes de marcharse a baños. Vino a comprarme unas flores artificiales. Habló de usted y dijo… ¡qué risa!… dijo que era usted ¡una cursi!

Rosalía se quedó petrificada. Aquella frase la hería en lo más vivo de su alma. Puñalada igual no había recibido nunca. Y cuando bajaba presurosa la escalera, el dolor de aquella herida del amor propio la atormentaba más que las que había recibido en su honra. ¡Una cursi! El espantoso anatema se fijó en su mente, donde debía quedar como un letrero eterno estampado a fuego sobre la carne.

«Dios mío, lo que he padecido hoy sólo tú lo sabes… Creo que me han salido canas—pensaba al ir en coche a casa de Torquemada—. ¡Qué Gólgota!…».

Y fue y subió anhelante, porque ya habían dado las tres. Pero tuvo la suerte de encontrar al inquisidor, ya impaciente y dispuesto para ir a Palacio. La recibió sonriendo y preguntole por la salud de la familia. La adoración de la rosquilla formada con los dedos no la mortificó tanto como otros días. El gusto de conjurar aquel gran peligro y de librarse de acreedor tan antipático, no le permitía fijarse en exterioridades más o menos cargantes. Abreviando la sesión lo más posible, se despidió. ¡Las humillaciones de aquel día la tenían tan nerviosa…!

«No puede ser que Milagros haya dicho eso de mí—pensaba, camino de Palacio, atormentada por aquella inscripción horrible que le quemaba la frente—. Es mentira de esa bribona… ¡Qué día! Cuando llegue a casa lo primero que he de ver es si me he llenado de canas. La cosa no ha sido para menos».

Y lo primero que hizo fue mirarse al espejo. Digámoslo para tranquilidad de las damas que en situación semejante se pudieran ver. No le había salido ninguna cana. Y si le salieron, no se le conocían. Y si se la conocieran, ya habría ella buscado medio de taparlas.

Lo que sí está fuera de toda duda es que a consecuencia de los contratiempos de aquellos días, estaba la señora tan aplanada y con los espíritus tan decaídos, que su esposo llegó a figurarse que había perdido la salud. «Tú tienes algo; no me lo niegues. ¿Quieres que venga el médico?… Ya ves, si hubieras tomado los baños de los Jerónimos, otro gallo te cantara». Pero ella aseguraba no tener nada, y si no se opuso a que viniera el médico, tampoco declaró a este ninguna dolencia terminante. Todo era cosa de los pícaros nervios, esos diablillos que se divierten en molestar a las señoras distinguidas, cuando no les ayudan en sus disimulos. Lo positivo en la desazón de la de Bringas era su tristeza, temores de todo y por la menor causa, inapetencia, principalmente una manera especial y novísima de considerar a su marido. Si en la estimación que por él sentía había una baja considerable, las formas externas del respeto acusaban cierto refinamiento y estudio. A diversos juicios se presta esto; pero en la imposibilidad de poner en luz de evidencia las causas de tal sibaritismo de afectos exteriores, hay que recurrir a la hipótesis, y ver en ellos algo semejante a las zalamerías que se emplean para catequizar a un empleado de Aduanas cuando se quiere pasar contrabando. Rosalía probaba el sistema pacífico y venal para el alijo de sus trapos. Poco a poco iba exhibiéndolos. Cada día reparaba D. Francisco algo nuevo, trabándose una discusión que ella intentaba aplacar con graciosos embustes y con caricias y términos dulzones. Pero no siempre lo conseguía, y el honrado señor llegó a preocuparse seriamente de aquellos lujos que salían por escotillón, como las sorpresas de teatros. Más de una vez se manifestó inflexible en la demanda de explicaciones, preparándose a oírlas con un arsenal de lógica, ante cuyo aparato temblaba la esposa como un criminal ante las pruebas. Pero ya ella se iba curtiendo poco a poco, o mejor dicho, blindándose contra aquella fiscalización impertinente. Empezó por no tomarla muy a pechos y por no importársele mucho que el ratoncito Pérez creyera o no lo que ella decía. Ya estaba resuelta a explicar sus irregularidades con la incontrovertible lógica del porque sí, cuando un acontecimiento gravísimo vino a librarla de aquella pena, porque el aduanero se volvió como tonto y olvidó completamente sus papeles. Aquel trastorno moral y mental de Bringas fue de la manera siguiente:

Una mañana bajó a la oficina tan tranquilo como de costumbre, y todavía no había puesto los codos sobre la mesa, cuando uno de sus compañeros, el Sr. de Vargas, se llegó a él y le dijo al oído: «Se ha sublevado la Marina». Pareciole a Bringas tan absurda la noticia, que se echó a reír. Pero Vargas insistía, daba detalles, recitaba el texto de los telegramas… D. Francisco estuvo largo rato aturdido, como el que recibe un canto en la cabeza. Ni aun podía respirar… El otro añadió, para acabar de desconcertarle, palabras más lúgubres. «El diluvio, amigo Bringas… Ahora sí que es de veras». Recobrado un tanto nuestro economista, fue con su amigo y otros empleados al cuarto del subintendente (el intendente estaba en San Sebastián), y allí vio a otros individuos de la casa, todos consternadísimos. «La cosa es muy seria… ¡Qué infamia!… ¡La Marina española!… ¿Pero cómo? Ya se ve; en cuanto ha tenido buques… Si parece cuento… Y el Gobierno, ¿qué hará?… Mandar un ejército inmediatamente… Pero quia, si es un torrente… Cádiz sublevada, Sevilla sublevada, toda Andalucía ardiendo… Pobre Señora… Bien se lo decían, y ella sin hacer caso… ¿Y los generales que estaban en Canarias?… Pues en Cádiz. ¿Y Prim? Navegando hacia Barcelona… En fin, la de acabose».

Esto ocurría el 19. Bringas subió a su casa más muerto que vivo. Todo el día y los siguientes estuvo como lelo; no comía, no dormía, no hacía más que pedir noticias, abrazar casi llorando a los que las traían favorables, despedir a cajas destempladas a los que las referían adversas. El pobre señor, abstraído de todo, se olvidó hasta de la administración de su casa. Si en aquellos días se viste su mujer de Emperatriz de Golconda, la mira y se queda tan fresco.

Con la pérdida del apetito trastornose su naturaleza. Francamente, había motivo para temer en él una perturbación grave. Andaba con dificultad, pronunciaba torpemente algunas palabras, y el órgano de la visión había vuelto a sus antiguas mañas, alterando y coloreando de un modo extraño los objetos. ¡Qué lástima, estropearse así cuando iba tan bien de la vista, que determinó concluir la obra de pelo, de la cual faltaba muy poco! «Nada, nada—solía decir—, si esta gran infamia prevalece, yo me muero».

Rosalía y Paquito de Asís también estaban muy alicaídos, si bien la primera tenía momentos en que la curiosidad podía más que la pena.

La revolución era cosa mala, según decían todos, pero también era lo desconocido, y lo desconocido atrae las imaginaciones exaltadas, y seduce a los que se han creado en su vida una situación irregular. Vendrían otros tiempos, otro modo de ser, algo nuevo, estupendo y que diera juego. «En fin—pensaba ella—, veremos eso».

Pez continuaba yendo a la casa; mas ella le había tomado tal aversión, que apenas le dirigía la palabra. Con respecto a esto, los pensamientos de la orgullosa dama eran tantos y tan varios, que no acertaré a reproducirlos. Hacía propósito de no volver a pescar alimañas de tan poca sustancia, y se figuraba estar tendiendo sus redes en mares anchos y batidos, por cuyas aguas cruzaran gallardos tiburones, pomposos ballenatos y pejes de verdadero fuste. Su mente soñadora la llevaba a los días del próximo invierno, en los cuales pensaba inaugurar una campaña social tan entretenida como fructífera. Esquivando el trato de Peces, Tellerías y gente de poco más o menos, buscaría más sólidos y eficaces apoyos en los Fúcares, los Trujillo, los Cimarra y otras familias de la aristocracia positiva.

XLIX

Era el acabamiento del mundo… D. Francisco oyó, gimiendo, que también se pronunciaban Béjar, Santoña, Santander y otras plazas. El señor de Pez, con una crueldad sin ejemplo, dijo a su amigo que no pensara en que tal derrumbamiento se podía componer, pues la Reina estaba perdida y no tenía más remedio que meterse en Francia… ¡Bien había dicho él, bien había anunciado, bien había pronosticado y vaticinado lo que estaba pasando!

Cándida, por el contrario, traía buenas noticias… «Novaliches sale con un ejército atroz, pero muy atroz… Verá usted cómo los desbarata en un decir Jesús… Cuentan que en algunos pueblos de Andalucía han rechazado a los rebeldes… Aquí hay mucha gente que quiere alarmar, y pinta las cosas con colores demasiado vivos. Yo he oído que no es tanto como se dice».

Bringas le dio un abrazo. «¿Y el titulado Prim dónde está?»—preguntó.

–Oí que le habían dado un tiro… Y si no, se lo darán más tarde… Yo sostengo que si la Reina tuviera ánimo para venirse acá y presentarse, y echar una arenga, diciendo: todos sois mis hijos, se arreglaría esto fácilmente.

Lo mismo pensaba Bringas; pero él hubiera preferido que resucitara Narváez, cosa un poco difícil. «¡Oh!, si D. Ramón viviera… Pues como esto no se resuelva pronto, vamos a tener en Madrid una degollina, porque como aquí hay poca tropa, los llamados demócratas o demagogos se echarán a la calle. Tendremos una guillotina en cada plazuela». Cada día estaba el pobre señor más enfermo. Se admiraba de la tranquilidad de sus compañeros, que habían tomado con calma la catástrofe, y no creían imposible colarse en cualquier otra oficina, si la revolución hacia tabla rasa del Patrimonio Real. Y tan indecorosa hallaba la idea de la defección, que aseguraba estar dispuesto a pedir una limosna por las calles antes que una credencial a los titulados revolucionarios.

«Pero hombre, no te apures—le decía su mujer—. Volverás a los Santos Lugares».

–¿Pero tú crees, tonta, que van a quedar Lugares Santos? Todos serán lugares pecadores. Verás la que se arma: guillotinas, sangre, ateísmo, desvergüenza, y por fin, vendrán las naciones… no te creas, ya puede que estén viniendo… en socorro de la Reina; vendrán las naciones y se repartirán nuestra pobre España.

Casi le da al buen señor un ataque apoplético el día 29 cuando se supo en Madrid lo de Alcolea. Madrid se pronunciaba también. Llevó la noticia Paquito, que había pasado por la Puerta del Sol y visto mucha gente… Un general arengaba a la muchedumbre, y otro se quitaba las hombreras del uniforme. Después de esto, la gente corría por las calles con más señales de júbilo que de pánico. Grupos diversos recorrían las calles dando vivas a la Revolución, a la Marina, al Ejército, y diciendo que Isabel II no era ya Reina. Algunos llevaban banderas con diferentes lemas y otros quitaban las reales coronas de las tiendas. Todo esto lo contó Paquito de Asís a su papá, atenuando lo que le parecía que había de serle desagradable. El pobre chico tenía que disimular, porque si bien su entendimiento se amoldaba a las ideas de su padre, era niño y no podía sustraerse a la fascinación que la libertad ejerce sobre todo espíritu despierto que empieza a enredar con los juguetes del saber histórico y social. Contando aquellas cosas en tono de duelo y consternación, un gozo extraño, incomprensible, le retozaba por todo el cuerpo. No acertaba a comprender la causa de ello; pero era sin duda que su alma no había podido precaverse contra el alborozo expansivo de la capital, y lo había respirado como los pulmones respiran el aire en que los demás viven.

«Ya no hay remedio—dijo Bringas, sacando fuerzas de su extremado abatimiento—. Ahora preparémonos. Que sea lo que Dios quiera. Resignación. Las turbas no tardarán en invadir esta casa para saquearla… No perdonarán a nadie. Mostrémonos dignos, aceptemos el martirio…».

Se le atravesaba algo en la garganta… Callaron todos, atendiendo a los ruidos que en los pasillos de la ciudad sonaban y en el patio. Gran zozobra reinaba en toda la casa. Los vecinos salían a las puertas a saber noticias y a comunicarse sus impresiones. Bajaban algunos, ansiosos de saber si ocurrían novedades; pero en el patio había gran silencio, y aunque las puertas permanecían abiertas, no entraba bicho viviente. Cuando menos se la esperaba, entró Cándida turbadísima, diciendo entre ahogados gemidos:

 

«Ya… ya…».

–¿Qué, señora, qué hay?

–El saqueo… ¡Ay D. Francisco de mi alma!… Por la calle de Lepanto hemos visto bajar las turbas. ¡Pero qué fachas, qué rostros patibularios, qué barbas sin peinar, qué manos puercas!… Nada, que ahora nos degüellan.

–Pero la guardia de Palacio… los alabarderos…

–Si deben andar sublevados también… Todos son unos. ¡El Señor nos asista!

Hubo un rato de pánico en la casa; mas no fue de larga duración, porque los Bringas, saliendo al pasillo, vieron que por allí discurrían algunos vecinos de la ciudad, tan sosegados como si nada pasara.

«¿Pero qué hay?».

–Nada: unos cuantos chiquillos que están alborotando en el portal; pero no hay cuidado. Del Ayuntamiento han mandado una guardia.

Paquito de Asís bajó, contra la opinión de su padre, que temía cualquier catástrofe inesperada, y a la media hora subió contando lo que ocurría.

«Abajo hay una guardia de paisanos».

–¿Con armas?

–Sí, de las que cogieron esta tarde en el Parque… Pero es gente pacífica. Unos llevan sombrero, otros gorra, este montera y aquel boina. Parece que están de broma.

–Sí, para bromitas estamos… ¿Y la tropa?

–Se ha retirado al cuartel.

–De modo, ¡Santo Cristo del Perdón!, que estamos en poder de la canalla, de los descamisados, de las llamadas masas…

–Han puesto un cartel que dice:Palacio de la Nación, custodiado por el Pueblo.

–Sí, buena cuenta darán…—dijo Bringas con dolor vivísimo—. No va a quedar en Palacio ni una hilacha. La suerte es que antes de llegar aquí tienen mucho en que cebarse, y cuando suban a estos barrios, ya estarán tan hartos, que…

Continuó durante la noche la intranquilidad. Bringas y otros muchos vecinos no se acostaron o hicieron traer provisiones para muchos días. A cada instante temían verse acometidos por las turbas. Pero con gran sorpresa observaron que ningún ruido turbaba la paz augusta del Alcázar. Parecía que la institución monárquica dormía aún en él, tranquila y sosegada, como en los buenos tiempos.

En la mañana del 30, Cándida entró muy sofocada. «¿No saben lo que pasa?»—dijo antes de saludar.

«¿Qué, señora, qué?»—preguntaron todos con la mayor ansiedad, creyendo que algo muy estupendo había ocurrido.

–Pues que esa pobre gente que custodia a Palacio no ha cenado en toda la noche. Desde media tarde de ayer están ahí, y nadie se ha acordado de mandarles algo con que alimentarse. Yo no sé en qué piensa la Junta, porque han de saber que hay una Junta que llaman revolucionaria, ni el Ayuntamiento. Crea usted que da lástima verlos. Yo bajé esta mañana y estuve hablando con ellos. No crea usted, Sr. D. Francisco, unos pobrecillos, almas de Dios… Como no nos manden acá otros descamisados que esos, ya podemos echarnos a dormir. Algunos se subieron a las habitaciones reales, y andaban por allí hechos unos bobos, mirando a los techos. Otros preguntaban por las cocinas. ¡Era un dolor, una cosa atroz, hijo, verles muertecitos de hambre! Me daba una lástima, que no puede usted figurarse. Mis vecinas y otras muchas personas del tercero les han bajado al fin alguna cosilla, y en el portal grande están sentados en grupos. Para una tortilla hay treinta bocas; para una botella de vino cincuenta. En fin, es una risa. Baje usted y verá, verá. No hay miedo; son unos angelotes. ¿Robar? Ni una hebra. ¿Matar? Si acaso alguna paloma. Dos o tres de ellos se han entretenido en cazar a nuestras inocentes vecinas; pero con muy mala fortuna. Los revolucionarios tienen mala puntería.

–¡Pobres palomas!… En efecto—dijo Bringas—, yo he sentido tiros esta mañana.

–Pocas han caído. A mí me han regalado tres, gordísimas… Le digo a usted que esos infelices son la mejor gente del mundo.

–A mí que no me digan—exclamó Bringas amostazado—. Eso no cuela, eso es patraña. Aquí hay algún intríngulis. Y sí es verdad lo que usted dice, esa no es canalla, lo repito, esa no es canalla; son caballeros… disfrazados.