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La de Bringas

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XLI

Con terror vio la ingeniosa señora que pasaban uno tras otro los días de la segunda quincena de Agosto, porque, según todas las señales, tras ellos debían venir los primeros de Setiembre. Torres, a quien hizo una indicación de prórroga, se puso pálido y dijo que Torquemada no podía esperar por esto y lo otro y lo de más allá… Bien claro se lo habían dicho ambos el día de la celebración del contrato. Era la cláusula principal, y seguramente el señor de Torquemada lo contaba como seguro…

Y oyendo esto, sopesaba la dama en su mente las dificultades del caso, más graves entonces que lo habían sido en otros análogos. Ocioso es decir, pues ciertas cosas se dicen por sí mismas, que el apoderado de Milagros no llevó a Rosalía el 4 ni el 5, ni ningún otro día de Agosto lo que aquella le había prometido. De Cándida no debía esperar más que fantasías. ¿A quién volver los ojos? Los de Bringas veían, y era locura pensar en sustraer otra vez cantidad alguna del tesoro doméstico. Hablar a su marido con franqueza y confesarle su fragilidad habría sido quizás lo mejor; pero también era lo más difícil. ¡Bueno se pondría!… Sería cosa de alquilar balcones para oírle. ¡Desde que Bringas se enterase de sus enredos, vendría un período de represión fuerte que aterraba más a Rosalía que los apuros que pasaba! Su plan era emanciparse poco a poco; de ningún modo atarse a la autoridad con lazos más apretados… Se las arreglaría sola, como Dios le diera a entender. Dios no la abandonaría, pues otras veces no la había abandonado.

Desde que pasó el 25, notaba en todo su ser comezón, fiebre, recelo, y sus labios gustaban hiel amarguísima. La idea del compromiso en que se iba a ver no la dejaba libre un momento, y ningún cálculo la llevaba a la probabilidad de una solución conveniente… ¡Si Pez volviera pronto!… ¡Él, que tantas veces le había ofrecido…! Pero acordándose de lo arisca que con él estuvo en la ocasión de marras, recelaba que, al regresar a Madrid, su insigne amigo no se hallara tan dispuesto a la munificencia… «¡Oh!, no—decía luego—, le he vuelto loco. Haré de él lo que quiera». Al pensar en esto, recordaba la escena de aquel día, concluyendo por acusarse de excesivamente melindrosa… Si ella no hubiera sido tan… tan… tan tonta, no habría tenido necesidad de pedir dinero al cafre de Torquemada. ¡Una mujer de su condición verse en tales agonías…!, ¿y por qué?, por una miserable cantidad… Bien podría tener miles de duros si quisiera. Ocho años antes el marqués de Fúcar, que con frecuencia la veía en casa de Milagros, le había hecho la corte. ¿Y ella?… un puerco espín. Y no era sólo el marqués de Fúcar su único admirador. Otros muchos, y todos ricos, habíanle manifestado con insistente galantería que estaban dispuestos a hacer cualquier disparate. Pero ella siempre permaneció inflexible en su esquiva honradez. Ni sospechara nunca que esta inflexibilidad, alta y firme como una torre, pudiera algún día sentirse vacilar en sus cimientos, y hubo de parecerle tan extraño lo que a la sazón pensaba, que se creyó muy obra de lo que había sido. «La necesidad—se dijo—, es la que hace los caracteres». Ella tiene la culpa de muchas desgracias, y considerando esto, debemos ser indulgentes con las personas que no se portan como Dios manda. Antes de acusarlas, debemos decir: Toma lo que necesitas; cómprate de comer; tápate esas carnes… ¿Estás bien comida, bien vestida? Pues ahora… venga moralidad.

Discurriendo así, Rosalía se admiraba a sí misma, quiero decir que admiraba a la Rosalía de la época anterior a los trampantojos que a la sazón la traían tan desconcertada; y si por una parte no podía ver sin cierto rubor lo cursi que era en dicha época, por otra se enorgullecía de verse tan honrada y tan conforme con su vida miserable. El alcázar de su felicidad ramplona permanecía aún en pie; pero ya estaba hecha y cargada la mina para volarlo. Antes de dar fuego, la que aún era intachable, de hecho, lo contemplaba melancólica para poder recordarlo bien cuando se sentara sobre sus ruinas.

En las últimas noches de Agosto iba alguna vez al Prado, donde se reunía con las Cucúrbitas, y aunque horriblemente atormentada por la idea del compromiso inminente, tomaba parte en las conversaciones ligeras de la tertulia. Se formaba un grupo bastante animado, al que concurrían algunos caballeros. La Bringas pasábales mentalmente revista de inspección, examinando las condiciones pecuniarias de cada uno. «Este—pensaba—, es más pobre que nosotros; todo facha, todo apariencia, y debajo de tanto oropel un triste sueldo de veinte mil reales. No sé cómo se las arregla para mantener aquel familión…». «Este no tiene más que trampas y mucho jarabe de pico…». «¡Ah!, este sí que es hombre: le suponen doce mil duros de renta; pero se dice que no le gustan las mujeres…». «¡Oh!, este sí que es enamorado; pero va a que ellas le mantengan… y qué ajadito está…». «Este no tiene sobre qué caerse muerto… es un libertino de mal gusto que no hace calaveradas más que con las mujeres de mala vida…». «He aquí uno a quien yo debo gustar mucho, según la cara que me pone y las cosas que me dice… pero sé por Torres que Torquemada le prestó dos mil reales para llevar a baños a su mujer, que está baldada… ¡pobrecita!…». De esta revista resultaba que casi todos eran pobretones más o menos vergonzantes, que escondían su miseria debajo de una levita comprada con mil ahogos, y los pocos que tenían algún dinero eran de temperamento reposado y frío… Veíase la dama encerrada en un doble círculo infranqueable. Pobretería era el uno, honradez el otro. Si los saltaba, ¿adónde iría a caer?… Observando en la semioscuridad del Prado la procesional marea de paseantes, veía pasar algunas personas, muy contadas, que atraían la atención de su exaltado espíritu. El farol más próximo les iluminaba lo bastante para reconocerles; después se perdían en la sombra polvorosa. Vio al marqués de Fúcar, que había vuelto ya de Biarritz, orondo, craso, todo forrado de billetes de Banco; a Onésimo, que solía mirar como suyo el Tesoro público, a Trujillo el banquero, a Mompous, al agente de Bolsa D. Buenaventura de Lantigua, y otros. De estos poderosos, unos la conocían, otros no; alguno de ellos habíale dirigido tal cual vez miradas que debían de ser amorosas. Otros eran de intachables costumbres dentro y fuera de su casa…

Retirose Rosalía a la suya, con la cabeza llena de todo aquel personal matritense, y les veía pasar por la región más encendida de su cerebro, yendo y viniendo como en el Prado. Ahora los pobres, luego los ricos, después los honrados… y vuelta a empezar. Para mayor confusión suya, Bringas parecía que estaba aquellos días más amable, más cariñoso; pero en lo referente a gastos, mostrábase inflexible como nunca:

«Hijita—le dijo al acostarse—. Desde el primero de Setiembre volveré a la oficina. Es preciso trabajar, y sobre todo economizar. Nos hemos atrasado considerablemente, y hay que recobrar a fuerza de privaciones el terreno perdido. Cuento contigo hoy como he contado siempre; cuento con tu economía, con tu docilidad y con tu buen sentido. Si hemos de salir adelante, conviene que en un año por lo menos no se gaste ni un real en pingajos. Veo que con lo que tienes podrás estar elegante por espacio de seis años lo menos. Y si vendieras algo para poder hacerme yo un trajecito, bien te lo agradecerían estos pobres huesos… Perdóname si alguna vez he sido un poco duro contigo y con ciertas mañas que sacabas… Me parecía que te salías algo de nuestro régimen tradicional. Pero teniendo en cuenta tus virtudes, cierro mis ojos a aquella disparatada ostentación y espero que tú me correspondas, volviendo a tu modestia y no poniéndome en el caso de hacer una justiciada. De este modo nuestros hijos tendrán pan que llevar a la boca y zapatos con que calzarse, y yo podré esperar tranquilo la vejez».

Estas severas y razonables expresiones por una parte la conmovían, por otra la aterraban. Volver al rancio sistema de un trapito atrás y otro delante, y a las infinitas metamorfosis del vestido melocotón, érale ya imposible; engañar a aquel infeliz dábale mucha pena. En esta perplejidad entregábase al acaso, a la Providencia, diciendo: «Dios me ayudará. Los acontecimientos me dirán lo que debo hacer».

Si el gran Pez volviera pronto la sacaría de aquel atolladero. Estudiaba ella el medio de explotar su liberalidad sin venderse. Consiguiendo esto sería la mujer más lista del orbe… Pero faltaba que D. Manuel regresara de aquellos cansados baños. Carolina había dicho que vendría a principios de Setiembre, sin fijar fecha. ¡Qué ansiedad! ¡Y el día 2…!

Lo primero que tenía que hacer la afanada señora era detener el golpe del prestamista, o aplazarlo por unos días al menos, hasta que Pez viniera. A pesar de las consideraciones pesimistas de Torres, ella esperaba obtener algún éxito presentándose a Torquemada, y el día 31 se aventuró a ir a casa de este, paso desagradable, pero necesario, en cuyo buen resultado fiaba. Vivía el tal en la travesía de Moriana, en un cuarto grande, polvoriento, tenebroso, lleno enteramente de muebles y cuadrotes de vario gusto y precio, despojos de su enorme clientela. Museo del lujo imposible, del despilfarro, de las glorias de un día, aquella casa era toda lágrimas y tristeza. Rosalía sintió secreto pavor al entrar en ella, y cuando Torquemada se le apareció, saliendo de entre aquellos trastos con un gorro turco y un chaquetón de paño de ala de mosca, le entraron ganas de llorar.

XLII

«¿Y la familia?»—le preguntó Torquemada al saludarla.

–No tiene novedad; gracias…—replicó la dama sentándose en la silla que se le ofreció.

Al instante expuso su pretensión de prórroga, empleando sonrisas amables y los términos más dulces que podía imaginar. Pero Torquemada oyó la proposición con fría seriedad, y luego, ofreciendo a las miradas de Rosalía la rosca formada con sus dedos, como se ofrece la hostia a la adoración de los fieles, le dijo estas palabras fatídicas.

 

«Señora, ya dije a usted que no… puedo, no puedo de ninguna manera. Es de todo punto im…posible».

Y viendo que la víctima se negaba a creer tanta crueldad, echó el último argumento en esta forma:

«Si mi padre me pidiera… esa prórroga, no se la concedería. Usted no sabe lo apurado que estoy. Tengo forzosamente que hacer… un depósito. Va en ello mi honor».

La repetición de la súplica, hasta llegar a la pesadez, no quebrantaba aquella roca.

«Diez días nada más»—decía ella con el pagaré atravesado en la garganta.

–Ni diez minutos, señora; no puede… ser. Mucho… lo siento; pero si el día 2…

–Por Dios, hombre, por su madre…

–Me veré obligado a presentar… el pagaré al señor de Bringas, que tiene dinero… me consta…

A pesar de esto, la pobre señora, que pasó aquella noche atormentada por el insomnio y la zozobra, volvió al día siguiente a visitar a su acreedor.

«¿Y la familia?»—le preguntó él después del saludo.

Rosalía suplicó con más vehemencia que el día anterior, y Torquemada negaba y negaba y negaba, acentuando su crueldad con la pavorosa aparición de la rosquilla en el espacio comprendido entre las miradas de los dos interlocutores.

La Pipaón confió a las lágrimas lo que no habían podido conseguir los suspiros. El prestamista, creyendo que se desmayaba, hizo traer un vaso de agua, que ella no quiso probar, porque le daba asco. El poder de una mujer que llora se vio en aquel caso; pues la peña de Torquemada se ablandó al fin, y la prórroga fue otorgada.

«Pero le juro a usted, señora, que si el día 7…».

–El 7 no, el 10…

–El 8. Verdad es que el 8 es fiesta, la Virgen de… Setiembre. Para que vea usted que la quiero complacer, pongo el 9. Pero si el 9 no se realiza el pago, me veré en la precisión… el Sr. don Francisco tiene dinero… me consta.

–¡Ay, gracias a Dios!, hasta el 10.

Rosalía se conceptuaba dichosa al ver delante de sí aquellos días de respiro. En este tiempo vendría Pez quizás. Trajérale Dios pronto.

Desde el primero de Setiembre, Bringas empezó a ir a la oficina, aunque trabajaba muy poco, y se pasaba todo el tiempo hablando con el segundo jefe. Era una picardía que le hubieran cercenado el sueldo en el mes de Agosto, y en cuanto la Señora viniera, pensaba él interesarla en su favor para subsanar un despropósito tan sin gracia. Mientras Thiers estaba en su oficina, su mujer pasaba las horas casi sola. Rara vez iban visitas a la casa; pues la mayor parte de sus amigas, a excepción de las de Cucúrbitas, no habían vuelto aún de baños. Dos o tres veces fue a verla Refugio, y charlaron de modas y de los artículos que había recibido de Burdeos. La Pipaón no la trataba ya con tanta altivez, aunque cuidando siempre de establecer la diferencia que existe entre una señora honrada y una mujer de conducta misteriosa y equívoca.

Desde que aquellos ahogos financieros empezaron a sofocarla, Rosalía había adquirido la costumbre de calcular, siempre que hablaba con cualquier persona, el dinero que la tal persona podía tener. «Esta perra tiene dinero—se dijo cierto día mirando a la de Sánchez y oyendo la descripción ampulosa del comercio que iba a establecer».

Al verla salir de la casa, ocurriole a Rosalía la atrevidísima idea de acudir a ella… ¡Qué horror! Esta idea fue al punto rechazada por ignominiosa. No, antes de humillarse tanto y perder tan en absoluto su dignidad, la Bringas prefería que su marido le diera el gran escándalo y le dijese cuanto había que decir… ¡Buena pieza era la tal Refugio! Roja de vergüenza se ponía nuestra amiga sólo de pensar que se rebajaba a pedirle favores de cierta clase. Precisamente el día antes le había contado Torres que la dichosa niña era el escándalo de la vecindad, y estaba enredada con tres o cuatro hombres a la vez.

El día 5 un dependiente de Sobrino Hermanos fue a avisar a Rosalía que empezaba a llegar de París el género nuevo de la estación. Eran maravillas. Quería Sobrino que su distinguida parroquiana viese todo y diera su parecer sobre algunas telas de una novedad algo estrepitosa. Acudió ella al reclamo; pero lo mucho y nuevo y rico que vio no fue parte a distraerla de la pena que llenaba su alma. Habría deseado comprar todo o siquiera algo; pero ¿cómo, ¡Santo Dios!, en la situación apuradísima en que estaba, amenazada de un grave cataclismo doméstico? «Esto lo he traído para usted»,—le decía Sobrino con infernal amabilidad. Pero ella, poniendo una cara desconsoladísima y quejándose de dolor de cabeza, negábase a comprar, aunque los ojos se le iban tras de las originales telas, y más aún tras de los admirables modelos colocados en los maniquís. En fichús, encajes, manteletas, camisetas, pellizas, estaban allí las Mil y una noches de los trapos. El día 6, ya con el dogal al cuello, triste y apenas sin esperanza, con ganas de echarse a llorar y sintiendo en su alma como un secreto anhelo de confesarse a su marido, Rosalía volvió a casa de Sobrino Hermanos. Iba por distraerse nada más y arrancar de su cerebro, durante un rato, la temerosa imagen de Torquemada. Por la calle del Arenal encontró a Joaquinito Pez, el cual, muy gozoso, le dijo: «Hemos tenido parte, mañana llegan». Oír esto Rosalía, y ver el cielo abierto, la cerrazón de su alma despejada, la cuestión del día 9 resuelta, y el mundo mejorado, y la humanidad redimida de sus añejos dolores, fue todo uno. Siguió por la calle adelante despidiendo alegría de su rostro fresco; y entrando en la tienda de Sobrino, empezó a ver cosas y a dar sobre todas ellas su parecer, encareciendo unas, desdeñando otras, no harta nunca de ver y de comentar. «Que me lleven esto a casa… Vaya, Sr. Sobrino, al fin se sale usted con la suya; me quedo con el fichú». Estas y otras frases, todas referentes a adquisiciones, matizaban el charlar loco de aquel día.

XLIII

Llegó el grande hombre. Rosalía no se equivocaba al suponer que la primera visita de él, y después de quitarse el polvo del camino, sería para sus amigos de Palacio. Y desde que Bringas se fue a la oficina, emperejilose para recibir al que, mientras estuvo ausente, había llenado su pensamiento en las horas de mayor tristeza. Porque de fijo D. Manuel vendría de los baños más avispado, más caballeresco y más liberal que antes lo fuera, y lo fue mucho. La dama conoció sus pasos cuando se acercaba a la puerta, y le entró un temblor… luego una vergüenza… ¡Ánimo, mujer! Echó un vistazo en el espejo a su aspecto personal, que era inmejorable, y después de hacerle aguardar un poquito, salió a Embajadores… La emoción debió entorpecerla un poco al saludarle. Apenas se dio cuenta de que confundía unas palabras con otras y de que se embarullaba un poco al hablar de la completa mejoría de Bringas. ¡Y qué bueno estaba Pez! Parecía que se había quitado diez años más de encima, y que se hallaba en la plenitud de los tiempos pisciformes. Su amabilidad, su distinción no habían cambiado nada; pero algo observó Rosalía desde el principio de la visita, que le hubo de parecer tan extraño como desconsolador. Ella había creído que Pez, desde el primer momento, se mostraría tan vivo de genio como el día de marras, y en esto se llevó un solemne chasco. Mi amigo se presentaba juicioso, reservadísimo, y no tenía para ella sino las consideraciones discretas y comedidas que se deben a una señora. ¿Era que se había verificado un cambio radical en sus sentimientos? Pues no sería porque ella no estuviera bien guapa, que en realidad había echado el resto aquel día… Pasaba tiempo y la Bringas no volvía de su asombro, el cual se iba resolviendo en despecho a medida que Pez agotaba todos los temas de conversación, el tiempo, el calor de Madrid, la salud de todos, las conspiraciones, sin tocar, ni por incidencia, el que ella estimaba más oportuno. El laconismo de las respuestas de ella y el énfasis nervioso con que se abanicaba, eran indicios de su contrariedad. Y Pez, cada vez más frío, con un cierto airecillo de persona superior a las miserias humanas, continuaba hablando de cosas indiferentes con admirable seso, sin perder la brújula, sin decir nada que anunciase una conciencia vacilante o una virtud en peligro. Habíase convertido, por gracia de los aires del Norte, en un varón ejemplar, modelo de rectitud y templanza. Su parecido con el Santo Patriarca antojósele a Rosalía más vivo que nunca; pero consideró aquella belleza rubia como la más sosa perfección del mundo. No le faltaba más que la vara de azucenas para pasar a figurar en la cartulina de los cromos de a peseta que se venden por las calles. A Rosalía empezó a repugnarle tanta circunspección, y ya estaba reuniendo todo su desprecio para dedicárselo por entero, cuando la idea de los compromisos del día 9 la acometió con furia. Pez, leyendo en su cara, le dijo: «Está usted pálida».

Rosalía no le contestó. Estaba embebecida en su pena, diciendo: «Pecar, llámote necesidad y digo la mayor verdad del mundo… Pues no necesitando, ¿qué mujer habrá tan tonta que no desprecie a toda esta canalla de hombres?».

Pez, un poco más tierno, díjole que notaba en ella algo de extraño, tristeza, quizás preocupaciones graves. Esta indicación la consideró ella como una feliz coyuntura para decir algo. Iba a probar si Pez era el mismo caballero vivaracho y rumboso de antes, o si se había trocado en un empedernido egoísta. La dama, haciendo también graciosos alardes de reserva, replicó: «Cosas mías. Lo que a mí me pasa, ¿a quién interesa más que a mí sola?».

Lentamente mi amigo descendía de aquellas cimas de virtud en que se había encaramado. Inclinose más hacia ella y le habló de ingratitud en tono de queja amorosa. Rosalía vislumbró horizontes de salvación que alumbraban con débil luz las tinieblas de aquel funesto día 9, ya tan próximo. Como llamaron de súbito a la puerta y entraron los pequeños, no pudo la de Bringas ser más explícita, ni Pez tampoco; únicamente tuvo ella tiempo de hacer constar una cosa: «Deseaba mucho que usted volviese. Tengo que hablarle…».

Los besuqueos de los niños interrumpieron esta grata conferencia, que iba tan conforme al plan de la Pipaón. Pero más tarde, después del regreso de Bringas y del largo párrafo que él y Pez echaron sobre las cosas políticas, Rosalía tuvo ocasión de cambiar con su amigo más de una palabra en la Saleta, secretamente, con lo que él puso punto a la visita y se retiró.

Más bien triste que alegre estuvo la Pipaón toda aquella tarde y noche. Su esposo advirtió en ella una sobriedad verbal que rayaba en mutismo; y según su costumbre, no hizo esfuerzo alguno por corregirla. En toda casa es preferible siempre la concisión de una mujer a su locuacidad, y Thiers no tenía gran empeño en alterar esta regla. En la mañana del día 8, Rosalía, vestida con pulcra sencillez, se despidió de su marido. Iba a misa, como lo demostraba el devocionario con tapas de nácar que llevara en la mano… Su marido no debía extrañar que tardase algo, pues iba a ver a la de Cucúrbitas que estaba en peligro de muerte.

«Oí que le daban hoy los Sacramentos»—dijo Bringas con verdadera pena.

Salió después de dar sus disposiciones para el almuerzo, en la presunción de tardar algo, y Thiers se quedó en manos del barbero, pues desde la enfermedad no confiaba en su vista lo bastante para afeitarse solo. A su lado estaba Paquito de Asís, a quien el papá echaba una reprimenda amistosa por varios motivos; era el uno que mi niño, no pudiendo sustraerse a la influencia que sobre la juventud ejerce toda idea expansiva, se había dejado contaminar en la Universidad del mal de simpatías por la llamada revolución. Entre sus compañeros tremolaba el estandarte del oscurantismo; pero de poco acá había en su pensamiento reservas, condescendencias, debilidades…; en fin, que el angelito estaba algo tocado del virus… «Del virus revolucionario—repitió Bringas dos o tres veces mientras le rapaban—, y es preciso que eso se te cure de raíz. Ya verás, ya verás la que se arma si triunfa esa canalla. Los horrores de la Revolución francesa van a ser sainetes en comparación de las tragedias que aquí tendremos».

Otra maña del mozalbete traía muy quemado a D. Francisco, y era que empezaba a dañar su espíritu el maleficio de una perversa doctrina titulada krausista. Bringas la había oído calificar de pestilente a un sabio capellán amigo suyo. De algún tiempo acá, Paquito de Asís andaba con unas enredosas monsergas del yo, el no yo, el otro y el de más allá, que sacaban de quicio al buen D. Francisco. Este le dijo, en resumidas cuentas, que si no echaba de su cabeza aquellas filosofías, le iba a quitar de la Universidad y a ponerle de hortera en una tienda.

Trascurrió toda la mañana, y cansados de esperar a Rosalía, almorzaron. La señora llegó a eso de la una, un poco sofocada. «Muy malita la pobre»—dijo adelantándose a su marido, que ya tenía la boca abierta para preguntarlo por la hermana de Cucúrbitas. Y se encerró en el Camón para quitarse el velo y cambiar de vestido. Por la tarde salieron todos a paseo con los trapitos de cristianar, en correcta formación, los pequeños muy compuestitos, mamá y papá tan graves y apersonados como siempre. Bueno será decir que nunca, en tiempo alguno, había la Pipaón de la Barca tenido a su esposo por más respetable que aquel día… Le miraba y le oía con cierta veneración y se conceptuaba extraordinariamente inferior a él, pero tan inferior que casi casi no merecía fijar sus ojos en él. Atontada y distraída estuvo en el paseo, y en su casa, por la noche, más aún. Su espíritu, apartado de las sencillas escenas domésticas y de cuanto allí se hizo y se dijo, vivía en región distinta, atento a cosas remotas y desconocidas absolutamente para los demás. «Vaya que estás en babia esta noche—dijo Bringas algo enojado—, al notar la tercera o cuarta de sus equivocaciones».

 

Y ella no se atrevió a chistar. Después, mientras el padre y los pequeños jugaban a la lotería, encerrose ella en el Camón, y allí, sentada, cruzados los brazos, la barba sobre el pecho, se entregó a las meditaciones que querían devorar su entendimiento como la llama devora la arista seca.