Za darmo

La de Bringas

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XXXVIII

«Pero en fin, me conformo. No he salido mal, pues he salido con ojos. Lo primero es la salud, y lo primero de la salud la vista. Y la verdad es que ese asesino me ha curado bien. ¡Ocho mil realitos! Es muy posible—añadió dando un suspiro e incomodándose levemente—, que si no hubiera sido por tus elegancias, el escopetazo no habría pasado de cuatro mil…».



Sacó el dinero, hizo poner una carta muy fina y muy cortés, dando las gracias al sabio doctor por su admirable asistencia, y todo, carta y billetes, ¡oh dulces prendas de su alma!, lo introdujo en un sobre magnífico, de los de la oficina. Paquito fue a llevar este segundo recado. Si Bringas veía con tristeza la expatriación de sus queridos billetes, por otra parte experimentaba la satisfacción honda y viva de pagar. Este placer sólo es dado a las personas de mucho arreglo, que al economizar el dinero economizan las sensaciones que produce, y de estas, se contentan con gozar las más puras y espirituales.



Deslizábanse después de este día, con lentitud tediosa, los del mes de Agosto, el mes en que Madrid no es Madrid, sino una sartén solitaria. En aquellos tiempos no había más teatro de verano que el circo de Price, con sus insufribles caballitos y sus

clows

 que hacían todas las noches las mismas gracias. El histórico Prado era el único sitio de solaz, y en su penumbra los grupos amorosos y las tertulias pasaban el tiempo en conversaciones más o menos aburridas, defendiéndose del calor con los abanicazos y los sorbos de agua fresca. Los madrileños que pasan el verano en la Villa son los verdaderos desterrados, los proscritos, y su único consuelo es decir que beben la mejor agua del mundo.



En su horrible hastío, no gustaba la Pipaón de ir al Prado, porque era esto como pasar revista de miseria y cursilería. Había empleado ya muchas veces la enojosa fórmula-explicación de su destierro: «Teníamos tomada casa en San Sebastián, poro con la enfermedad de Bringas…»; y cansada de ella, esquivaba las ocasiones de repetirla. Por la noche los Bringas y algunas personas de las pocas que en la ciudad habían quedado, solían sacar sillas a la terraza, y formaban en el lado del Norte un grupo que no carecía de animación. Cándida no faltaba nunca. Completaban la pandilla la señora de un Montero de Espinosa, las de dos jefes de oficio, la de un oficial de la Secretaría Particular, la del director de las Reales Mesas, la del jefe del Guardarropa del Rey. Del sexo masculino asistían los poquísimos que en Madrid estaban, y eran de la clase más baja; pero es el verano muy democratizante, y mis queridos Bringas, anhelosos de sociedad, no se desdeñaban de alternar, en una tertulia al raso, con porteros de Banda y de Vidriera, con el encargado del Guardamuebles, con el ayudante de Platería, con dos casilleres, gente toda de seis mil reales para abajo. A estos solía unirse algún ayudante de cocina, que gozaba de catorce mil, y algún ujier de Saleta, que percibía nueve mil. En dichas tertulias se hablaba del calor que había hecho por el día, de la Corte, que ya había salido de la Granja para Lequeitio, y de otras menudencias del personal y de la casa. En el piso tercero y en los espacios que al modo de plazoletas cortan la longitud de los pasillos-calles, había también tertulias formadas de mozos de oficio, doncellas, barrenderos y gente que subía de Caballerizas. En el sitio correspondiente a las grandes rejas que dan a la plaza de Oriente, sobre la cornisa, la huelga duraba toda la noche con gran animación, risas, guitarreo y algún refresco de horchata de cepas. Doña Cándida trinaba contra estos desórdenes, porque no podía pegar los ojos en toda la noche, y amenazaba a los transgresores con denunciarlos al Inspector general.



Por las mañanas toda la familia bajaba al Manzanares, donde Isabelita y Alfonsín se bañaban. El papá había sacado nuevamente a luz su traje de mahón, y con esto, y el sombrero de paja parecía que acababa de venir de la Habana. Resguardados de la luz por espejuelos muy oscuros, sus ojos sanaban rápidamente, gracias al puntual cumplimiento del plan curativo que le había dejado Golfín. El aire de la mañana y la alegría del balneario le ponían de muy buen humor, y sin cesar aseguraba que si los

tontos que se van fuera

 conocieran los establecimientos de los

Jerónimos, Cipreses, el Arco Iris, la Esmeralda

 y

el Andaluz

, de fijo no tendrían ganas de emigrar. También Paquito se arrojaba intrépido a las ondas de aquellos pequeños mares sucios, metidos entre esteras, y nadaba que era un primor, de pie sobre el fondo. A Alfonsín era preciso pegarle para hacerle salir, y la niña no entraba sino a la fuerza. Regresaban los cinco lentamente, los pequeños con apetito de avestruces, D. Francisco muy contento y también con propósitos de no desairar el almuerzo. Para bajar al río, la Bringas tenía que vencer la repugnancia que aquello le inspiraba. Sólo por amor de sus hijos era ella capaz de hacer tal sacrificio. Le daban asco el agua y los bañistas, todos gente de poco más o menos. No podía mirar sin horror los tabiques de esteras, más propios para atentar a la decencia que para resguardarla, y el vocerío de tanta chiquillería ordinaria le atacaba los nervios.



Por las tardes, casi al anochecer, solía bajar a Madrid, para visitar a alguna amiga o dar una vuelta por las tiendas conocidas. En estas había poquísima gente. Luenga cortina mantenía en el local una atmósfera menos calorosa que la de la calle, y esta penumbra, como la ociosidad, convidaba a los dependientes a dormir sobre las piezas de tela. De vez en cuando encontraba en casa de

Sobrino Hermanos

 a alguna señora rezagada, a alguna proscrita como ella. Nueva edición de la famosa fórmula: «Teníamos tomada casa en San Sebastián; pero…». La otra solía decir con laudable franqueza: «Nosotros esperamos a los trenes baratos de Setiembre».



Como en aquellos días los tenderos estaban mano sobre mano, entreteníanse en mostrar a la señora telas diversas y cositas de capricho. «Esto se llevará mucho en el otoño… De esto viene ahora surtido, porque será la moda de la estación». Tales frases parecían salir de los pliegues de las piezas al ser desdobladas. El principal, que se estaba disponiendo para hacer el acostumbrado viaje a París, la incitaba a comprar algo, y ella caía en la tentación, unas veces porque se le presentaban verdaderas gangas, otras porque el género le entraba por el ojo derecho, encendiendo todos los fuegos de su pasión trapística, y no podía menos de satisfacer, so pena de padecer mucho, el deseo de adquirirlo. ¡Oh! Del martirio de aquel verano se había de resarcir en el próximo otoño, vistiéndose como Dios mandaba, quisiéralo o no su marido. Tenía propósito de hacerse un vestido nuevo de terciopelo para el invierno y una capota de las más airosas, nuevas y elegantes. A sus niños pequeños les vestiría como principitos. Ya, ya vería el bobillo con quién trataba… Pensando en estos y otros planes, recorría despacio las calles para volver a su casa; deteníase ante los escaparates de modas y de joyería, y hacía mil cálculos sobre la probabilidad más o menos remota de poseer algo de lo mucho valioso y rico que veía. La tristeza de Madrid en tal época aumentaba su tristeza. El sosiego de algunas calles a las horas de más calor, el melancólico alarido de los que pregonan horchatas y limonadas, el paso tardo de los caballos jadeantes, las puertas de las tiendas encapuchadas con luengos toldos, más son para abatir que para regocijar el ánimo de quien también siente en su epidermis el efecto de una alta temperatura y en su espíritu la nostalgia de las playas. Las tormentas precedidas de viento y sucia polvareda le excitaban horriblemente los nervios, y su único gusto al presenciarlas era ver desmentidos los pronósticos meteorológicos de Bringas, el cual, desde que el cielo se nublaba, decía: «verás cómo esta tarde refresca». ¡Qué había de refrescar…! Al contrario, duplicaba el calor.



Si alguna vez salía por la noche, la atmósfera pesada y sofocante de las primeras horas de esta la ponía de un humor endiablado, y más aún el pensar cuán felices eran los que en aquel momento se paseaban en la Zurriola. Todo Madrid le parecía ordinario, soez, un lugarón poblado de la gente más zafia y puerca del mundo. Cuando veía a los habitantes de los barrios más populares posesionados de las aceras, ellos en mangas de camisa, ellas muy a la ligera, los chiquillos medio desnudos enredando en el arroyo, creía hallarse en un pueblo de moros, según la idea que tenía de las ciudades africanas. Levantábase temprano y se bañaba en su propia casa, por no querer rebajarse a ser náyade de un río tan pedestre y cursi como el señor de Manzanares. En las primeras horas del día, abiertos de par en par los balcones de la casa, que daban a Poniente, entraba un poco de fresco, y el cuerpo y el espíritu de la dama recibían algún consuelo. Cuando iba a dar una vueltecita por las tiendas, la mortificaban los olores que por diversas puertas salían en las calles más populosas, olor de humanidad y de guisotes. Las rejas de los sótanos despedían en algunos sitios una onda de frescura que la convidaba a detenerse; mas en aquellos sótanos donde había cocinas, el vaho era tan repugnante que la empujaba hacia el arroyo. Veía con delicia las mangas de riego, sintiendo ganas de recibir la ducha en sus propias carnes; pero luego se desprendía del suelo un vapor asfixiante, mezclado de emanaciones nada balsámicas, que la obligaba a avivar el paso. Los perros bebían en los charcos sucios formados por los chorros del riego y después refugiábanse en la sombra, como los vendedores ambulantes, cansados de pregonar zapatillas de cabra, tubos,

todo a real

, puntillas, guías de ferrocarril, pitos y

pucheros artificiales para economía de carbón

… En aquellas horas, en aquella horrible y molesta estación, sólo las moscas y Bringas eran felices.



XXXIX

Fue, sí, el día de San Lorenzo cuando recibieron una carta que a entrambos les dejó perplejos y así como atontados. ¿A quién no le sale al paso alguna vez lo maravilloso, ese elemento de vida que los antiguos representaban por apariciones de ángeles, dioses y genios? En nuestra edad lo maravilloso existe lo mismo que en las pasadas, sólo que los ángeles han variado de nombre y figura, y no entran nunca por el agujero de la llave. Lo extraordinario que a mis queridos amigos sorprendió en su soledad, fue una carta de Agustín Caballero. Uno y otro creyeron que el propio fantasma del generoso indiano se les ponía delante. Expresándose en plural, les decía que habían tomado una casa en Arcachón, y sabedores de que a Bringas y a los niños les convenía respirar aires frescos y salinos, les invitaban a pasar un mes allá. El ofrecimiento era tan cordial como explícito. La casa era muy grande, con jardín y mil comodidades. Los señores de Bringas serían hospedados a lo grande y tratados a cuerpo de rey, sin que tuvieran que hacer gasto de ninguna clase… «Amparo y yo—decía la carta en conclusión—, nos alegraremos mucho de que aceptéis».

 



El primer impulso de Rosalía fue de odio y despecho… ¡Atreverse a invitar a una familia honrada…! «Eso es para darse lustre alternando con nosotros… Eso es para poder pasar por personas decentes, presentándose en nuestra compañía… En una palabra, quieren que seamos el pabellón honrado que cubra la mercancía de contrabando… ¿No te da ira? Porque esto es una injuria».



D. Francisco estaba tan ocupado en desenredar el espantoso lío de ideas que la carta armó en su mente, que aún no había tenido tiempo de indignarse. Ella siguió rumiando su despecho, y en la tempestad de nubarrones que se desató en su cerebro, brillaban relámpagos que decían: «¡Arcachón!». En el retumbante son de esta palabra, más

chic

 y simpática aún si era emitida por la nariz, iba como envuelto un mundo de satisfacciones elegantes. Ir a Francia, encontrar en la estación de San Sebastián o San Juan de Luz a algunas familias españolas conocidas y decirles, después de los primeros saludos: «Voy a Arcachón», era como confesarse emparentada con el padre Eterno. Al pensar esto, una bocanada de humo balsámico salía del corazón de la dama, llenaba todo su tórax y se le subía hasta la nariz, dándole un picor muy vivo y ahuecándosela considerablemente. Por fin el cerebro de Bringas, tras un laboriosísimo parto, dio a luz esta idea:



–¿Se habrán casado?…



–¡Casarse!… no lo creas… Pues poco lo habrían cacareado… Nada, viven como los animales… Es una indecencia que nos inviten a vivir en su compañía. Pues ¿qué?… ¿no hay ya distinciones entre las personas, no hay moralidad? ¡Creen que nosotros tenemos tan poca vergüenza como ellos…!



–¡Qué lástima que no estén casados!—murmuró el economista mirando a sus pulgares que estaban quietos uno frente a otro, como recelosos de unirse—. Porque si vivieran como Dios manda… Ya ves qué proporción. ¡Billetes gratis, casa gratis, comida gratis!…



La idea de humillarse a Amparo y ser su huésped y deberle un favor grande, sublevó el orgullo de la Pipaón…



–Tú serías capaz de aceptar—dijo—. Yo no puedo rebajarme a tanto.



–No, yo no… Es que decía… Pongo por caso—tartamudeó Bringas, más perplejo aún—. Y no tenemos motivos para asegurar que no se hayan casado.



–Cásense o no… ¿Te parece que es digno…?, esa tonta a quien hemos dado de comer las sobras de nuestra casa…



–Ay, hija mía, no te remontes, ¿quién se acuerda ya de eso? El mundo olvida pronto esas cosas. Al que tiene dinero no se le pregunta nunca si ha comido la sopa boba. Figúrate tú, en Arcachón nadie nos conocerá, ni a ellos ni a nosotros… No es que yo quiera ir. Al contrario. Le contestaré dándole las gracias…



Tal negativa puso nuevamente ante los ojos de la dama la ideal perspectiva de un viaje a aquel famoso sitio de recreo. «Arcachón». ¡Con qué música deliciosa sonaría en las visitas de otoño esta frase que, de puro aristocrática, tenía algo del crujir de la seda: «Hemos estado en Arcachón». Bastaba esta chispa para hacer estallar otra vez la tormenta en aquel ahuecado cerebro, mientras el de Bringas hervía en consideraciones económicas: «¡Pasar una temporadita en Francia sin gastar un real!…». Los dos esposos estuvieron durante largo rato contemplando y revolviendo sus propias ideas, sin comunicárselas ni cambiar una palabra. A veces se miraban en silencio. Cada cual esperaba, sin duda, que el otro dijera algo, proponiendo una fórmula de conciliación… Por la tarde se volvió a hablar del asunto; más Rosalía, henchida de soberbia, persistió en sus repugnancias y en poner a Agustín y a Amparo por los suelos… Por la noche, la ilusión del viaje ganó en su espíritu tanto terreno, que se aventuró a hacerse una pregunta inspirada en el sentido recto de las cosas: «¿Y a mí qué me importa que se casen o se dejen de casar o que ella sea como Dios quiere?». Su alma se inundaba de tolerancia; pero no quería dar su brazo a torcer ni manifestarse vencida, por lo cual esperaba que su marido cediera antes para hacerlo después ella afectando obediencia y resignación. El gran Thiers, en tanto, después de pesar en su mente las ventajas del viaje, miraba a su esposa como deseando que de ella partiese la iniciativa de conciliación. Era como cuando dos están enojados y ninguno quiere ser el primero en romper el hielo y hablar de paces.



Rosalía se acostó, segura de que Bringas, a la mañana siguiente, se mostraría inclinado a aceptar la invitación de su primo. Ya sabía ella lo que tenía que decir. Primero, mucha ira, mucha protesta de dignidad, mucha palabrería contra Amparo y Agustín, después una serie de modulaciones de transición. Ella (Rosalía) acostumbraba no hacer caso de sí propia y sacrificar su gusto al gusto de los demás… Por sus hijos estaba dispuesta a hacer todo género de sacrificios y a pasar sonrojos y humillaciones. Era evidente que Isabelita necesitaba baños de mar y Alfonsito también… Ante esta necesidad, los gustos de ella, sus escrúpulos, no tenían ningún valor. En una palabra, si Bringas opinaba que debían ir, ella cerraría los ojos y…



Pero contra lo que esperaba, el cominero no habló una palabra de viaje a la mañana siguiente. Levantose tarareando y parecía olvidado del asunto. En vano Rosalía le pinchaba, echando pestes contra los baños de los Jerónimos y quejándose de un calor mortífero. Él no decía más sino: «Para lo que queda ya… Desde el 15 empezará a refrescar». Con esto se desesperaba Rosalía.



Aguardó hasta la tarde, impaciente y llena de ansiedad, y viendo que el ratoncito Pérez no mentaba para nada al tal Arcachón, aventurose a decir:



«Pero en fin, ¿qué contestas a Agustín? Yo te diré que por mi parte, aunque me repugna vivir con esa gente… ya ves, por los niños…».



–¡Qué niños ni qué ocho cuartos! Están muy buenos…—exclamó Bringas agitando el sombrero de paja, como si fuera a dar un viva—. Si los baños del Manzanares son los mejores del mundo… Mira qué colores ha echado la niña. Alfonsito parece un roble… Cada vez me río más de los

tontos que se van fuera

… Y no creas, anoche he estado pensando en eso… Digan lo que quieran, siempre hay gastos. Tendríamos billetes gratis hasta la frontera; ¿pero de la frontera para allá?



–Si no son más que doscientos treinta kilómetros—dijo con gran espontaneidad Rosalía, que había alimentado su ilusión leyendo la Guía de ferrocarriles.



–Sean pocos o muchos, esos kilómetros nos habrían de salir caros. Además, ¿cómo ir sin llevarles un regalo? ¿Te parece bien entrar en su casa con las manos vacías?… Luego, otros gastos… Resueltamente no vamos. Desde el 15 ya refresca. Observa cómo van achicando los días. Anoche ya la temperatura fue más suave… No nos movamos, hija, que bien nos va en Madrid.



Oyó esto Rosalía con vivo enojo; pero su misma soberbia le vedaba contradecirlo. Callose; y en el pecho le hacían revoltijos las culebrillas de su ilusión desvanecida. Ya se había acostumbrado a la idea de encontrar a las amigas en la estación de San Sebastián y darles con Arcachón en los hocicos, de poner en sus cartas la data de Arcachón, y por fin, de Arcachonizarse para todo el otoño e invierno próximos.



XL

En la tristeza de su destierro, una sola cosa alegraba el alma de la infeliz señora, y era que sus niños gozaban de inmejorable salud. Isabelita, cuyas desazones tenían siempre a su mamá muy sobre ascuas, no había sufrido, durante el verano, ninguno de aquellos trastornos espasmódicos que marchitaban su infancia. Fueran o no buenos los baños de los Jerónimos, ello es que la niña había ganado, tomándolos, carnes y colores, amén de un apetito excelente. En cuanto al pequeño, excuso decir que con las aguas del Manzanares se puso a reventar de sano. Su robustez era tal, que no cesaba de probarse a sí misma y de cultivarse para llegar a ser más grande y poderosa. El instinto de desarrollo le impulsaba incesantemente a los ejercicios corporales, y a ensayar y aprender actos de trabajosa energía. Subir a las mayores alturas que pudiera, trepar por una pilastra, hacer cabriolas, cargar pesos, arrastrar muebles, verter y distribuir agua, jugar con fuego y si podía con pólvora, eran los divertimientos que más le encantaban. No revelaba aptitudes de habilidad mecánica como su papá. Era más bien un hábil destructor de cuanto caía en sus manos. Durante aquellas tareas de fuerza, echaba de su boquita blasfemias y ternos aprendidos en la calle. Cuando la melindrosa de su hermanita los oía, ¡santo Dios!, en seguida iba corriendo a llevar el cuento a su padre. «Papá, Alfonsito está diciendo cosas…». Y D. Francisco, que aborrecía los lenguarajos, gritaba: «Niño, ven aquí pronto. Que me traigan de la cocina una guindilla». Ya con la guindilla en la mano, y teniendo al criminal cogido por el pescuezo, hacía ademán da querer restregarle con ella los hocicos; pero le miraba ceñudo, diciendo: «Por esta vez, pase; pero como repitas esas porquerías, te quemo la boca, y se te cae la lengua, y luego, en vez de hablar como las personas, rebuznarás como los burros».



Alfonsito tenía pasión por los carros de mudanza. Ver uno de estos en la calle era su mayor delicia. Todo le entusiasmaba, los forzudos caballos, aquel cajón donde iba una casa, los espejos colgados debajo, y por último, aquellos gandules de blusa azul que iban sentados arriba, dormitando al lento vaivén de la máquina. Su ilusión era ser como aquellos tíos, dirigir un carro, cargarlo, descargarlo, y se imaginaba uno tan grande, tan grande que cupieran en él todos los muebles de Palacio. En su delirio de imitación, ejercitando el espíritu y los músculos, se entretenía horas enteras en dar a su pensamiento el mayor grado de realidad posible. Como D. Quijote soñaba aventuras y las hacía reales hasta donde podía, así Alfonsín imaginaba descomunales mudanzas y trataba de realizarlas. D. Francisco, que estaba en Gasparini con Isabelita, oía ruido de trastos, chasquidos de látigo, y estas palabrotas: ¡Ala… arriba… upa… ajo… arre caballo! En medio del cuarto apilaba sillas, y entre los huecos de ellas ponía cacharros, trebejos, la piedra de machacar carne, la mano del almirez, líos de trapo, escobas y cuanto encontraba a mano. El gato iba encima de todo. Después empezaba a descargar latigazos sobre el montón, y si alguna cosa se caía, allí eran los gritos y el patear. Encendido el rostro y sudoroso, el bravo chico no paraba hasta que Isabelita iba a informarse, de parte de su papá, del motivo de tal estrépito.



–Si vieras, papaíto—decía la niña, muerta de risa—; ha puesto sillas unas sobre otras, y está dando latigazos y diciendo unas borricadas…



–Dile a ese

gallegote

 que si voy allá le pondré cada nalga como un tomate…



(Bringas tenía la mala costumbre de llamar

gallegos

 a los brutos, costumbre muy generalizada en Madrid y que acusa tanta grosería como ignorancia.)



Isabelita tenía gustos o inclinaciones muy distintas de las de su hermano. Más que la diferencia de sexo, la de temperamento era causa de que los dos hermanos jugasen casi siempre aparte uno del otro. No miremos con indiferencia el retoñar de los caracteres humanos en estos bosquejos de personas que llamamos niños. Ellos son nuestras premisas; nosotros ¿qué somos sino sus consecuencias?



Digo que Isabelita, si alguna vez jugaba con muñecas, no tenía en esto gusto tan grande como en reunir y coleccionar y guardar cosillas. Tenía la manía coleccionista. Cuanta baratija inútil caía en sus manos, cuanto objeto rodaba sin dueño por la casa, iba a parar a unas cajitas que ella tenía en un rincón a los pies de su cama. ¡Y cuidado que tocara nadie aquel depósito sagrado!… Si Alfonsín se atrevía a poner sus profanas manos en él, ya tenía la niña motivo para estar gimoteando y suspirando una semana entera… Estos hábitos de urraca parecía que se exacerbaban cuando estaba más delicada de salud. Su único contento era entonces revolver su tesoro, ordenar y distribuir los objetos, que eran de una variedad extraordinaria, y por lo común, de una inutilidad absoluta. Los pedacitos de lanas de bordar y de sedas y trapo llenaban un cajón. Los botones, las etiquetas de perfumería, las cintas de cigarros, los sellos de correo, las plumas de acero usadas, las cajas de cerillas vacías, las mil cosas informes, fragmentos sin uso ni aplicación, rayaban en lo incalculable. Pero el montón más querido lo componían las estampitas francesas dadas como premio en la escuela, los cromitos del Sagrado Corazón, del Amor Hermoso, de María Alacoque y de Bernardette, pinturillas en que el arte parisién representa las cosas santas con el mismo estilo de los figurines de modas. También había lo que ella llamaba papel de encaje, que son las hojuelas estampadas que cubren las cajas de tabacos. Aquello era de los cigarros de Agustín, y se lo había dado Felipe. No contaré los papelillos de agujas vacíos, los guantes viejos, los tornillos, las flores de trapo, los pitos de San Isidro, los muñequillos, restos de un nacimiento, las mil menudencias allí hacinadas. En otra parte tenía Isabel muy bien guardada su hucha, dentro de la cual, al agitarla, sonaba una música deliciosa de cuartos. Estaba ya tan llena, que pesaba así como un quintal. No le costaba a ella poco trabajo vigilarla y esconderla de las codiciosas miradas y rapaces manos de Alfonsín, que, si lo dejaran, la rompería para coger el dinero y gastarlo todo en triquitraques… o comprar un carro de mudanza con caballos de verdad.

 



Tan enamorada estaba Isabelita de su tesoro de cachivaches, que lo reservaba de todo el mundo, hasta de su mamá; pues esta se lo descomponía, se lo desordenaba, y parecía tenerlo en poca estima, pues alguna vez le dijo: «No seas cominera, hija. ¿Qué gusto tienes en guardar tanta porquería?». La única persona a quien ella consentía poner las manos en el tesoro era su papá; pues este admiraba la paciencia de la niña y le alababa el hábito de guardar. En aquellos largos días de verano, D. Francisco, que no podía leer ni trabajar ni ocuparse en nada, se hubiera aburrido de lo lindo, si no tuviese el recurso de jugar con su hija a revolver, ordenar y distribuir cosillas. «Ángel—decía después de dormir su siesta—, tráete las cajitas y nos entretendremos». Los dos en Gasparini, sin testigos, se pasaban toda la tarde sentados en el suelo, sacando los objetos y clasificándolos, para volver a guardarlos después con mucho cuidado. «Algunas de estas cosas servirán todavía—decía el economista—. Pongamos los huesos de albaricoque juntitos aquí. Vamos a contarlos: son veintitrés. Ahora se pone encima un papel, ¿estás? Primero se mete en medio la cajita de plumas con las cuentas dentro, para que no se corran los huesos de albaricoque… ¡Ajajá! Venga otro papel. Veme dando ahora las cajas de fósforos; dos, dos… dos… dos. ¿Ves? Se cubre todo y así no se pueden rodar. Siguen los cacharritos… No pongamos los botones de hueso al lado de los de metal: separemos igualmente los de hueso de los de madera, no sea que riñan. En todas partes hay clases, hija mía… Así… Ahora coloquemos estos líos de trapos a un ladito, para, que no se junten con las flores artificiales, no sea que tengan envidia de ellas y se echen a reñir. En todas partes hay malas pasiones… Las obras de arte por separado. Este es el Museo a donde vienen los ingleses, que son estos pitos del Santo… Veme dando cosas…».



Frecuentemente, después de puesto todo, se volvía a sacar para meterlo de nuevo, colocado de otra manera. También jugaban ambos a las muñecas, vistiéndolas y desnudándolas, recibiendo y pagando visitas. En tanto, el otro bruto de Alfonsín arreaba las caballerías y cargaba su carro hasta que no podía más. En todos los contratiempos el pequeñuelo iba a buscar refugio en las faldas de su querida mamá, así como la niña siempre se arrimaba a D. Francisco para buscar mimo o pedir justicia en algún pleito con su hermano. Alfonso sabía engolosinar a su madre con caricias astutas cuando quería obtener de ella algunos ochavos, y la besuqueaba y hacía mil zalamerías.



–Un secreto, mamá—decía subiéndosele al regazo, y abrazándola y aplicándole su boca al oído—. Un secreto…


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