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La de Bringas

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XXXV

Se sintió aliviada… libre de aquel espantoso hervor de su cerebro. Su mamá le limpiaba el sudor de su frente, llamándola con palabras cariñosas. Había sentido Rosalía sus quejidos, síntoma indudable de la pesadilla, y saltó de la cama para correr en su socorro. Eran las doce. Hízole después una taza de té, y ayudada de Prudencia le mudó las sábanas. A la media hora la pobre niña descansaba tranquila, y su mamá se fue a dormir al sofá del gabinete, porque la cama despedía fuego. Antes quiso dar parte a su marido de la desazón de la niña.

–¿Lo de siempre?—preguntó él desde el embozo de la única sábana con que se cubría.

–Sí, lo de siempre, pesadilla, convulsiones; ha sido de los ataques más fuertes. Por fin se ha tranquilizado. ¡Pobre ángel! Tú te empeñas en que a nuestra niña se le arraigue esta propensión a la epilepsia… ¡sabiendo que se corrige con los baños de mar…!

–Lo mismo son los de los Jerónimos… digo, son mejores.

La voz de Rosalía, objetando algo, se perdió en los aposentos inmediatos. Bringas, después de toser un poco, envolvió en las nubes del sueño su opinión sobre la superioridad de los baños del Manzanares ante todos los baños del mundo.

La mejoría de nuestro amigo se acentuaba tanto, que Golfín desde mediados de Julio dejó de ir a la casa. D. Francisco, acompañado de Paquito, iba a la consulta dos veces por semana. Como el doctor tenía su casa en la calle del Arenal, poco trecho había que recorrer. Los oscuros cristales de unas gafas oftálmicas, amén de una gran visera verde, resguardaban sus ojos de la luz, Golfín, siempre amabilísimo con el recomendado de Su Majestad, le despachaba pronto. Estaba muy satisfecho de su cura, y elogiaba la excelente naturaleza del enfermo, vencedora del mal en pocas semanas. En la última de Julio anunció el oculista a su cliente que se marchaba a principios de Agosto a dar una vuelta por Alemania. «Pero ya no necesita usted que yo lo vea. Le doy de alta, y por lo que pueda ocurrir, uno de mis ayudantes pasará por aquí tres o cuatro veces mientras yo esté fuera». Bringas oyó con júbilo esta despedida del concienzudo médico, indicio cierto de que el mal estaba vencido. Llevado de su honradez y delicadeza, rogó al doctor que antes de partir le pasase… «Ya usted me entiende… la cuentecita de sus honorarios». Golfín se deshizo en cumplidos. «Tiempo habrá… ¿qué prisa tiene usted?… En fin, como usted quiera…». Y el gran economista, al salir con su hijo, pesaba en la balanza de su mente los términos de aquel enigma aritmético que pronto se había de revelar. ¿Qué tipo regulador o qué tarifa le aplicaría? ¿Le consideraría como pobre de solemnidad, como empleado alto, como rentista bajo o como burgués vergonzante y pordiosero? A todas horas del día y de la noche pensaba Thiers en esto, y deseaba que la cuenta llegase para salir de su angustiosa duda.

Desde que D. Francisco anunció a su esposa, que a principios de Agosto era necesario pagar al médico, la pobre señora creyó más urgente la reposición de los billetes sustraídos de la arqueta. Felizmente, Milagros le había dado poco más de la mitad de lo que su deuda importaba, con promesa de entregar el resto antes de marcharse a Biarritz. «Las cosas se me van arreglando bien—le dijo—. Seguramente tendré lo bastante para los compromisos de estos días, y aun creo poder dejar a usted algo si lo necesita… No, no hay que agradecer… Es que no me hace falta, y más seguro está en esas manos que en las mías». Con estas promesas y ofrecimientos, la Pipaón veía próximo el término de su ahogo. Contentas ambas, aunque la de Thiers tenía los espíritus algo abatidos por no poder ir a baños, pasaban ratos deliciosos hablando de modas. La Tellería, con aquel arte tan admirable y tan suyo, se las compuso muy bien para volver a tomar algunas de las cosillas que regaló a Rosalía en aquellos raptos de cariño precursores del empréstito. «Puesto que usted no sale, maldita la falta que le hará esta pamela… ni esta forma de paja… Veré cómo la arreglo yo para mí… Aquí no podrá usted usar el pelo de cabra. Es tela muy impropia de estos calores. Como allá se siente fresco algunos días, me la llevo. Yo he de traerle a usted cosas mejores… ¡Ah!, le dejaré unas varas de crudillo para vestidos de los pequeñuelos, y unos pedazos de crespón que me han sobrado». Con todo se conformaba la Bringas. No pudiendo ella lucirse en las provincias del Norte, quería vengarse de su destino engalanando a su prole; ya se había provisto de figurines, y proyectaba cosas no vistas para que Isabelita y Alfonso publicaran en la Plaza de Oriente, entre la festiva república de niños, el buen gusto de su opulenta mamá.

«Tiene Sobrino unos abrigos de verano—decía Milagros—, que me entusiasman. No me voy sin tomar uno. Ya sabe usted… medios pañuelos de imitación a Chantilly, con guipure».

–Los he visto, hija; los he visto ayer—replicó la otra dando un gran suspiro.

–No se desconsuele usted, querida—dijo Milagros acariciándola—. En Bayona se compran estas cosas por la mitad, y luego se introducen sin pagar derechos. Yo le traeré a usted uno de estos medios pañuelos, más bonito que los que tiene Sobrino… ¿Quiere usted para los niños un poco de piel del diablo, a cuadritos, que no me hace falta? Se la mandaré. En cambio me llevo estos fichús que no son propios para Madrid… ¿Irá usted al Prado? Allí, con el velito y la camiseta basta. Los sombreros parece que se despegan de la cabeza en el verano de Madrid. Esta armadura de linó que mandé a usted para nada le servirá. Usarela yo. Se la devolveré en el otoño adornada con algo, de mucha novedad, que no se conozca todavía por aquí… ¡Ah!, le recomiendo para los niños unos sombreros marineros que ha traído Sempere y unas como gorras o boinas. Son monísimas… Y no haga usted más compras: le mandaré un par de medias azules para cada uno, y creo tener un buen pedazo de piqué que podrá usted utilizar.

En cambio de las cosas que con tanta zandunga iba recuperando, enviole un lío compuesto de informes retazos, cintas y recortes que, en puridad, no servían para nada. Gracias que saliese de allí una corbata para Paquito y otra para el excelso pescuezo del ratoncito Pérez.

Una mañana que la Pipaón estaba sola, pues Thiers había ido a la consulta, presentose inopinadamente Pez. Vestido de verano, con el ligero y elegante traje de alpaca de color, parecía un pollo. Veíale siempre Rosalía con gusto, y en aquella ocasión le vio con mayor agrado, por lo terso y remozado que estaba. Cada vez se crecía más en el espíritu de la noble señora la imagen de aquel sujeto, y se afianzaba más en los dominios de su pensamiento. Y antes que los atractivos exteriores de él, antes que sus modales y su señorío, la cautivaban los propósitos que hizo de protegerla en cualquier circunstancia aflictiva. Hubiérase rendido al protector antes que al amante; quiero decir que si Pez no hubiera puesto aquellas paralelas del ofrecimiento positivo, el terreno ganado habría sido mucho menos grande. Él, no obstante ser muy experto, contaba más con la fuerza de sus gracias personales que con aquel otro medio de combate. Pero a muy pocos es dado conocer todas las variedades de la flaqueza humana. Aquel bélico artificio, usado simplemente como auxiliar, resultó más eficaz que los disparos de Cupido.

Y aquel día estuvo Pez tan expresivo desde los primeros momentos, tan atrevidillo y despabilado, que Rosalía, considerándose sola con él en la casa (pues también los niños y Prudencia habían salido) se vio en grandísima turbación. Cuanto en su alma había de recto y pudoroso, así lo ingénito como lo educado por Bringas en tantos años de intachable vida conyugal, se sublevó y se puso en guardia. Pez resultaba ser un muchacho casquivano en aquella hora crítica; transfigurose en un romántico de los que se decoran con desesperación, y se engalanan con un bonito anhelo de morirse. Su lenguaje y sus modos, perfectamente adaptados al ardoroso temple de la canícula, aterraron a Rosalía, primeriza en aquella desazón de las amistades culpables. Dígase y repítase en honor suyo. Halló mi calaverón una virtuosa resistencia que no esperaba, pues según su frase, que le oí más de una vez, había creído que, por su excesiva madurez, aquella fruta se caía del árbol por sí sola.

XXXVI

El análisis de la virtud de la Pipaón arroja un singularísimo resultado. Pez no había tenido la habilidad o la suerte de sorprenderla en uno de aquellos infelices momentos en que la satisfacción de un capricho o las apreturas de un compromiso movían en su alma poderosos apetitos de poseer cantidades, que variaban según las circunstancias. En tales momentos, su pasión de los perifollos o el anhelo de cubrir las apariencias y de tapar sus trampas, la cegaban hasta el punto de que no vacilara en comprar el triunfo con la moneda de su honor… Así se explica el enigma de la derrota de Pez. Cuando quiso expugnar la plaza, esta se hallaba bien abastecida. La Bringas tenía dinero en aquellos días. Milagros habíale pagado más de la mitad de su deuda, y el resto se lo daría seguramente el domingo próximo, con más algo que deseaba dejar en su poder como reserva. Segura de salir bien del compromiso más urgente, aquella señora tan frescota y lozana se creía en el caso de hacer gala de su entereza, de una virtud menos sensible al autor que al interés. Con una frase que conservo en la memoria, calificó Pez aquel carácter vanidoso, aquel temperamento inaccesible a toda pasión que no fuera la de vestir bien. Dijo este gran observador que era como los toros, que acuden más al trapo que al hombre.

Insistía en sus románticas vehemencias mi amigo, y quién sabe si al fin habría tenido la contienda un término funesto… Pero la entrada de los niños fue como intervención de la divina Providencia en el asunto. Poco después llegó D. Francisco, y ambos señores hablaron un poco de política, de aquella obcecada política de González Bravo, que en boca de Pez, por especial disposición de su ánimo, tomaba un tinte muy pesimista. D. Francisco se espeluznaba oyéndole. La prisión de los generales y del duque de Montpensier era una torpeza. Los revolucionarios habían dicho su Última palabra en La Iberia de aquellos días, y el Gobierno había lanzado su último reto. El Ejército simpatizaba con la revolución, y hasta se decía que la Marina… «¡Por Dios, señor de Pez, no hable usted barbaridad semejante!»—exclamaba Thiers llevándose ambas manos a la cabeza y olvidándose de retirarlas durante un rato.

 

«Yo me lavo las manos—dijo el otro—. Yo estoy viendo venir un cataclismo, y francamente, cuando he sabido que la Unión liberal, que es un partido de gobierno, que es un partido de orden, que es un partido serio, ayuda a los revolucionarios, qué quiere usted… no veo la cosa tan negra…».

A punto estuvo Thiers de incomodarse, pues la benevolencia de su amigo como que parecía preludio de una defección. Siguió Bringas desfogando su ira contra los progresistas, la Milicia Nacional, Espartero, sin olvidar el chas-cás; contra el titulado Himno de Riego, contra los llamados demócratas y todo bicho viviente, hasta que Pez, hastiado, llevó la conversación al asunto de su viaje. Él no tenía impaciencia ni creía que fuese absolutamente necesario para su salud abandonar los Madriles; pero sus niñas le acosaban tanto para que las llevase pronto a San Sebastián, que ya no podía dilatar más la expedición. Querían las pobrecillas lucir en la Concha y en la Zurriola los perendengues de la estación, y tal era su entusiasmo por esto, que si no las llevaba pronto, reventarían de tristeza. Su mamá se quedaba aquí, prosternada delante del altar de las Ánimas y comadreando en las sacristías con otras beatonas de su misma estofa. Descanso y libertad era para las pobres niñas el viaje al Norte, y en este concepto no podía menos de ser provechoso a la endeble salud de ambas. Para el papá más era molestia que esparcimiento el tal viajecito, porque sus hijas le mareaban con las frecuentes excursiones a Bayona para comprar trapos y pasarlos de contrabando. Y no necesitaban Josefita y Rosita hacer lo que hacen otras, que se visten lo comprado y meten en los baúles lo de uso; ni necesitaban ponerse dos abrigos de invierno, uno sobre otro, y seis pares de medias y dos faldas y cuatro manteletas. La circunstancia feliz de ser su papá Director en Hacienda las eximía de aquella sofocante manera de contrabandear. El administrador de la Aduana de Irún debía el puesto que ocupaba a nuestro Pez, y también él era Pez por el costado materno, con lo cual, dicho se está que las niñas se traían a España media Francia. «Es para mí una ocasión de infinitos compromisos este viaje—agregaba don Manuel finalmente—, porque no puedo asomar la nariz en Bayona y en Biarritz sin que me vea acosado por las señoras de alta y media categoría, pidiendo la consabida tarjeta o volantito para el primo de Irún… Las más de las veces no puedo negarlo… Está ya en nuestras costumbres y parece una quijotería el mirar por la Renta. Es genuinamente español esto de ver en el Estado el ladrón legal, el ladrón permanente, el ladrón histórico… Entre otros adagios de inmoral filosofía, hay aquel de tiene cien años de perdón, etcétera… Es mi tema; esto es un país perdido… Y vaya usted a echársela de moralista. El año pasado, una marquesa bastante acomodada, a quien no quise facilitar el paso de un cargamento de vestidos, por poco me saca los ojos. Se puso hecha una leona y clamaba por la revolución y los demagogos. Una duquesa, demasiado lista, se dio el gusto de pasar, en mis barbas y en las barbas del primo de Irún… ¡pásmese usted!… ¡cincuenta y cuatro baúles llenos de novedades!».

Dicho esto, retirose, y al día siguiente volvió para despedirse, pues aquella misma tarde se marchaba. Un ratito pudo hablar a solas con Rosalía, y se mostró tan llagado del corazón y tan herido de punta de despecho amoroso, que la honesta señora no pudo menos de compadecerle, sintiendo al propio tiempo dos clases de vanidad; la del triunfo de su virtud y la no menos grande de ser objeto de pasión tan formidable. Grandes debían de ser su mérito y su belleza cuando se postraba ante ella, como un chicuelo, varón tan serio y sosegado, cuando hombres de aquel temple se chiflaban ante ella y habrían comprado con su vida (textual) cualquier favorcillo.

Milagros no salió hasta el 29. ¡Cuántas ocupaciones tuvo aquellos últimos días, y qué angustias pasaba para preparar su viaje!

«Queridísima amiga—dijo Rosalía, a solas con ella en el Camón—, usted me ha de dispensar que no le entregue, antes de irme, aquel resto que falta. Supongo que podrá usted esperar unos días. Al apoderado de casa dejo encargo de poner en sus manos esa cantidad el 5 o el 6 del próximo, pues para entonces ha de cobrar ciertas cantidades de unos censos de Zafra. Descuide usted, que no le faltará. Es lo primero que he puesto en la lista de encargos que dejo a Enríquez, y para que no se le olvide, siempre que le veo machaco en lo mismo. «Cuidado cómo deja usted de entregar… cuidado, Enríquez… El pico de mi amiga es lo primero».

Muy mal le supo a esta tal dilación; pero como la promesa parecía tan solemne y no era mucho esperar al 5 de Agosto, hubo de tranquilizarse. Su amiga prosiguió aturdiéndola con su estrepitoso cariño y perjurando que le había de traer de Francia mil regalitos de altísima novedad. «Supongo que allí tropezaremos con Pez, para que nos libre del mareo de la Aduana, que es insoportable con aquellos empleados tan ordinarios. Si se les deja, capaces son de abrir todos los baúles… y yo llevo la friolera de catorce. De allá siempre traigo tres o cuatro más. No puede usted figurarse cómo estoy de rendida con el trabajo de estos días. Mi maridillo no me ayuda nada. Todo se lo han de dar hecho. Este año ni siquiera se ha tomado la molestia de pedir los billetes gratis. Yo lo he tenido que hacer, poniendo cartitas al Presidente del Comité ejecutivo, y al fin a regañadientes me los han dado. Pero no he podido conseguir que nos den dos reservados como otros años, sino uno solo. ¡Qué injusticia!… Yo le digo a Sudre que este es el pago que le dan por defender en el Senado a la Compañía como él la defiende, contra viento y marea. Me pongo nerviosísima los días de viaje. Me parece que siempre se queda algo, que no vamos a alcanzar el tren, que me van a hacer pagar un sentido por exceso de peso… ¡Ya ve usted, catorce baúles! Es un laberinto de mil demonios. Leopoldito lleva su perro, María su gatita de Angora y Gustavo una jaula de pájaros para un amigo. Hay que pensar hasta en lo que han de comer por el camino esos irracionales… ¡Y todo esto en un solo departamento, que parecerá un arca de Noé! Felizmente conocemos al conductor, y María y yo, después que cenemos en Ávila, nos pasaremos a una berlina-cama… Llevo a Asunción… no puedo vivir sin mi doncella. Los bultos de mano, creo que no bajarán de veinticuatro. Yo no duermo nada si no llevo mis almohadas. A Agustín no hay quien le quite de la cabeza el llevar una jofaina para lavarse dos o tres veces en el camino. Mi maletita-tocador no se puede quedar atrás, porque no me gusta llegar a las estaciones hecha una facha. Leopoldito lleva su tablero de damas, el bilboquet, la cuestión romana, su pistolita de salón y una cartera donde apunta todos los túneles y la hora que es en todas las estaciones. Gustavo carga con media docena de librotes para ir leyendo por el camino; y el maula de mi marido, que sólo piensa en su comodidad, se enfurece si le faltan las zapatillas, el gran gorro de seda, el cojín de viento… A todo tengo que atender, porque no podemos tener un criado para cada uno. Esos tiempos pasaron, ¡ay!, y se me figura que no han de volver.

XXXVII

Un fuerte abrazo dio la marquesa a D. Francisco, deseándole con toda el alma completo restablecimiento; besó a los niños, y por último, se despidió de su amiga en la puerta con toda suerte de mimos y caricias.

Triste y desconsolada se quedó Rosalía, no sólo por la ausencia de la amiga más querida, sino por su propio confinamiento, por aquel no salir, que era como un destierro. ¡Bonito verano la aguardaba, sola, aburrida, achicharrándose, sufriendo al más impertinente y cócora de los maridos, pasando, en suma, el sonrojo de permanecer en Madrid cuando veraneaban hasta los porteros y patronas de huéspedes! Tener que decir: «no hemos salido este verano» era una declaración de pobreza y cursilería que se negaban a formular los aristocráticos labios de la hija de los Pipaones y Calderones de la Barca, de aquella ilustre representante de una dinastía de criados palatinos. ¡Si al menos fueran unos diítas a la Granja, donde Su Majestad les proporcionaría algún desván en que meterse y donde podrían darse un poco de lustre, aunque sólo llevaran por equipaje unas alforjas con ración de tocino y bacalao, como los paletos cuando van a baños…! Pero no, aquel califa doméstico rechazaba indignado toda idea de perder de vista la Villa y Corte, hablando pestes de los tontos y perdidos que veranean con dinero prestado, y de los que se pasan aquí tres meses a cuarto de pitanza por el gusto de vivir unos días en fondas y darse importancia poniendo faltas a lo que les dan de comer en ellas.

Aquella aspereza matrimonial de que se hizo mención más arriba se fue poco a poco suavizando. Ni era Bringas intolerante en un grado superlativo, y aunque lo fuese, sabía sacrificar a la paz conyugal alguna parte de sus dogmas económicos. Las explicaciones que Rosalía dio de aquel improvisado lujo no le satisfacían completamente; pero con un esfuerzo de buena voluntad supo admitir el gran economista algunas de ellas. La fe de su religión matrimonial le mandaba creer algo inexplicable, y lo creyó. Si Rosalía no hubiera pasado de allí, la paz, después de aquella alteración pasajera, habría vuelto a reinar sólidamente en la casa; mas la Pipaón no sabía ya contenerse, y el hábito de eludir secretamente las reglas de la Orden bringuística estaba ya muy arraigado en su alma. Proporcionábale este hábito, además de las satisfacciones de la vanidad, un placer recóndito. Quien por tanto tiempo había sido esclava, ¿por qué alguna vez no había de hacer su gusto? Cada una de aquellas acciones incorrectas y clandestinas le acariciaba el alma antes y después de consumada. La conciencia sabía sacar, no se sabe de dónde, mil sofisterías con que justificar todo plenamente. «Bastantes privaciones he tenido… ¿Pues acaso no merezco yo otra posición?… Se tendrá que acostumbrar a verme un poco más emancipada… Y al fin y al cabo, yo miro por el decoro de la familia…».

Lo que más conturbaba su espíritu en aquellos primeros días de soledad y calor era la necesidad de volver a poner el dinero en la arqueta. Milagros no le había dado todo. ¿De dónde sacar lo que faltaba? Al instante se acordó de Torres, y desde que tuvo ocasión de ello, hízole una indicación discreta. «Él no tenía; ¡qué lástima! Si algún amigo suyo tuviera… En fin, al día siguiente la contestación». A nuestra amiga no se le cocía el pan hasta saber la respuesta de Torres, porque a cada momento creía próxima la catástrofe, la cual sería grande, fuerte e inevitable, desde que Bringas registrase su tesoro. Por fortuna o por especial intervención de los santos y santas a quienes la Pipaón invocaba, aún no se le había ocurrido al buen hombre levantar la tapa del doble fondo. ¡Pero cuando lo hiciera…! Y ya no valía el arbitrio de los papeles que imitaban con grosero arte los billetes, porque el ratoncito veía, aunque mal, y no era posible que se fiase sólo del tacto para hacer el arqueo de su caja. Sobre ascuas estuvo la dama todo el día 31 y parte del inmediato, hasta que Torres le dio esperanzas de remedio. Empezó poniendo dificultades, ponderando lo que había trabajado para hacer comprender la conveniencia del préstamo a su amigo. El cual era un tal Torquemada, hombre que no daba su dinero sin garantía. En aquella ocasión, no obstante, en obsequio a Torres, no exigiría la firma del marido en el contrato, pues la de la señora bastaba… No podía hacer el empréstito más que por un mes, con fecha improrrogable, y dando cuatro mil reales se haría el pagaré de cuatro mil quinientos. ¡Ah!, de los cuatro mil se deducirían doscientos reales de corretaje…

Los cielos abiertos vio Rosalía cuando Torres le dio estas noticias, y todo pareciole poco, rédito y corretaje, para el gran favor que se le hacía. Con los tres mil ochocientos reales tendría bastante para su objeto, y aun le sobrarían unos seis duros para algo imprevisto que ocurriese. Todo quedaría arreglado al siguiente día 2 de Agosto.

Y el tiempo apremiaba, y el peligro era inminente, como se verá por esta frase de Bringas, textualmente copiada:

 

«Hijita, mañana me manda Golfín la cuenta y habrá que pagársela pasado mañana 3. Él se marcha el 4, según me ha dicho hoy. Me tiemblan las carnes cuando pienso que ese señor me va a tomar por hombre de posibles. ¿Cuánto me pondrá? ¿Se te ocurre a ti? Yo he pensado en eso toda la noche, y he tenido pesadillas como las de Isabelita… Y hoy me dijo Golfín una frase que me dio escalofríos… Lo que te digo; me estás perdiendo con el lustre estrepitoso que te das… Pues mira que me hace gracia… cuando no sé si quedaremos mal con el doctor, que este me diga… así, con ese tonillo impertinente… «Sr. D. Francisco, ayer vi a su señora salir de misa de doce en San Ginés… ¡Siempre tan elegante!…». Pues tu dichosa elegancia va a ser el cuchillo con que ese hombre me va a segar el cuello».

A las diez y media del otro día, mientras don Francisco y toda la familia menuda estaban de paseo en la Cuesta de la Vega, quedó realizada la operación. Aparecieron con usurera exactitud, a la hora fija, Torres y Torquemada. Este era un hombre de mediana edad, canoso, la barba afeitada de cuatro días, moreno y con un cierto aire clerical. Era en él costumbre invariable preguntar por la familia al hacer su saludo, y hablaba separando las palabras y poniendo entre los párrafos asmáticas pausas, de modo que el que le escuchaba no podía menos de sentirse contaminado de entorpecimientos en la emisión del aliento. Acompañaba sus fatigosos discursos de una lenta elevación del brazo derecho, formando con los dedos índice y pulgar una especie de rosquilla para ponérsela a su interlocutor delante de los ojos, como un objeto de veneración. La visita fue breve. La única parte del contrato a que Rosalía puso reparo fue la referente al plazo de un mes, que le parecía demasiado corto; pero Torquemada aseguró que no le era posible alargarlo. «A principios de Setiembre tenía que… dar una fianza en la Diputación… Provincial, porque se presentaba a la subasta de la… carne para los Hospitales. Pensáralo bien la… señora, pues si creía no tener posibles para… reembolsarle en la fecha… convenida, el préstamo… no se verificaría». A todo se avino la dama, atenta sólo a salir del conflicto del día; tomó el dinero, firmó, y los dos amigos se despidieron, dejando expresiones para el dueño de la casa, a quien uno de ellos no conocía. Contentísima se quedó la Pipaón, y no pensaba más que en el modo de introducir en la arqueta los dineros. Una pequeña dificultad ocurría, y era que no teniendo un billete de 400 escudos, sino varios de los pequeños, había de procurarse uno de aquellos. Si los billetes eran de otra clase, aunque la cantidad fuese la misma, el cominero se llamaría a engaño. Con pretexto de hacer una visita salió por la tarde, asustadísima, sospechando siempre que a su marido se le antojase, mientras ella estaba fuera, registrar el erario. Pero un ángel bueno velaba por ella; nada ocurrió durante el tiempo que empleara en hacer el desusado cambio de billetes pequeños por uno grande. El cambista de la calle del Carmen la miró con cierto asombro. Por la noche, la delicada operación de reponer la cantidad sustraída fue hecha con toda felicidad.

Pocas veces se había sentido mi amigo Bringas tan nervioso como en los ratos que precedieron a la llegada de la cuenta de Golfín. A eso de las diez del día 3, mandó a Paquito con un recado verbal, suplicando al doctor le remitiese sin tardanza la nota de los honorarios de su asistencia médica, y serían las once y media cuando el joven regresó a la casa, trayendo una carta. Bringas no respiraba mientras su mano trémula rompía el sobre y desdoblaba el papel. Rosalía aguardaba también con anhelosa curiosidad… ¡Ocho mil reales! Leyendo esta suma Bringas se quedó perplejo, vacilante entre la alegría y la pena, pues si la cantidad le parecía excesiva, por otra parte, sus temores de que fuera disparatadamente grande, se calmaban ante la cifra verdadera. Había creído a veces que no bajaría la cuenta de doce o diez y seis mil reales, y esta sospecha le ponía fuera de sí; otras no la conceptuaba superior a cuatro mil. La realidad había partido la diferencia entre estas dos sumas ilusorias, y por fin el economista vino a consolarse con razonamientos de la escuela de Don Hermógenes, diciendo que si ocho mil reales eran mucho dinero en comparación de cuatro, eran poca cosa relativamente a diez y seis… Un razonar más suyo que de Don Hermógenes dominaba el tumulto de ideas aritméticas que en aquel momento hervía en su cerebro; y era que Golfín, por ser el enfermo recomendado de la Reina, no debía haberle llevado nada…