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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XVII

Con pena de abandonar su casa y el cuidado de Tomín, consagró Lucila la mañana siguiente a los deberes filiales. El buen Ansúrez necesitaba consuelos, tiernas palabras que le infundieran ánimo y confianza, ideas y razonamientos juiciosos para pescar otro empleo. Hija y padre disertaron, esparciendo ansiosas miradas por todas las políticas aguas que conocían. ¿A qué pescadores podrían arrimarse? Con el Sr. Taja, que había dado a Jerónimo su primer destino, en la portería del Fiel Constraste y Almotacén, no había que contar ya. El Sr. Zaragoza, que le había empleado en el Teatro Real, no era ya jefe político ni estaba a la sazón en Madrid, y para llegar al nuevo Gobernador, D. Melchor Ordóñez, no veían ningún camino. ¿A quién volverse, a quien marear y aburrir hasta obtener la credencial, concedida por la fuerza del tedio más que por la piedad? Indicadas y discutidas diferentes personas, el astuto Ansúrez, sabedor de las amistades de Lucila con Domiciana y de las excelentes agarraderas de esta en Palacio, o sabe Dios dónde, la diputó por la mejor santa en quien debía poner toda su fe. Conforme Lucila con esta opinión, quedaron en que al siguiente día se verían hija y padre con la cerera para empezar la ruda campaña. En estas y otras conversaciones se le fue a Lucila toda la mañana y parte de la tarde, porque cuando impaciente quería despedirse, su padre la cogía de los brazos y la retenía, gozoso de verla y escucharla. Rodriguín también tiraba de ella, y los maestros boteros no se cansaban de admirar su hermosura. En la botería se aposentaba Ansúrez, y allí aguardaba la visita diaria de su hija. Prometió esta no faltar ningún día, y abrazando a su padre le dejó entre sus amigos, rodeado de aquellos imponentes pellejos hinchados de viento, que tanta semejanza tenían con los hombres públicos de aquel tiempo… y de otros.

Desalada tomó Lucila el camino de su casa. Por evitar un largo rodeo y ganar tiempo, puso a prueba sus pulmones apechugando con la Cuesta de los Ciegos, que subió de un tirón hasta Yeseros y la Redondilla, y de allí en cuatro brincos se plantó en la calle de San Bernabé. Llegó a su casa pensando que Tomín estaría inquietísimo, poniendo en fábulas tristes a todos sus animales… Como exhalación pasó de la puerta al corral, donde le salió al encuentro Eulogia con cara de susto, que a Lucila le pareció una máscara, pues nunca había visto tan alteradas las facciones de su casera. Antes de que se le preguntara por el Capitán soltó la buena mujer esta bomba: «No está… no ha vuelto desde las diez de la mañana». El primer impulso de Lucila fue rebelarse animosa contra el Destino; y sacando de su alma las primeras fuerzas con que a la lucha se disponía, respondió: «Ya vendrá… le encontraremos… ¡Qué loco es, Dios mío! No vale que una le diga… no vale que se le recomiende… Andará por ahí hecho un tonto, viendo tender ropa…». Reiterando la noticia en forma desconsoladora, Eulogia dijo que ya habían pasado más de seis horas desde que se perdió de vista; que sobre las doce, alarmada de la tardanza, había mandado a Colás (un chico de la vecina) en su busca, y que Colás volvió a la una diciendo que, recorridos todos los lavaderos, todos los secaderos, las vueltas, recodos y precipicios de la Mona y Descargas, registrada después la Ronda de Segovia de punta a punta, sin omitir taberna, figón, juego de bolos ni herradero, no había encontrado rastro del señor Capitán. Oído esto por Lucila, quedose la buena mujer paralizada del pensamiento y la voluntad, sin que su mente pudiera hacer otra cosa que medir la longitud de los espacios recorridos inútilmente por Colás. Pronto se rehízo, y apartando con una mano a uno de los perros, con otra a la jabalina, que le estorbaban el paso, más con la actitud que con la palabra dijo que ella le buscaría… Todo era posible menos la desaparición, la pérdida del Capitán, como podría perderse una de las maricas, o el gamo de pies ligeros.

Salió, pues, en loca marcha, corriendo de un lado a otro, y esparciendo su mirada por aquellos polvorientos espacios… Si en un instante creía ver a Tomín, el instante siguiente traía el frío desengaño. Decidiose a preguntar a diferentes personas que encontraba. Algunas mujeres, sentadas al sol en la cuesta de la Mona, dijeron que le habían visto subir, a mano derecha… otras que bajar, a mano izquierda. En la Ronda de Segovia, repitió Lucila su angustiosa pregunta precedida de señas inequívocas: «un caballero joven, de buena presencia, con zamarreta de paño azul obscuro, botas de caña verde, gorra sin visera…». Una mujer que llevaba cesta de ropa declaró por fin haber visto al caballero: viéronle pasar ella y su marido; este, que le conocía de anteriores encuentros, habíale saludado… Dos horas después, al caer de mediodía, su Fabián, que era medidor en un almacén de granos, le había visto con dos sujetos, uno de los cuales le pareció guindiya… No pudo esclarecer su informe la buena mujer, que sólo repetía cláusulas sueltas de su marido, y apreciaciones en que ella no se fijó porque maldito lo que le interesaban. Cuando su Fabián volviese de Carabanchel Alto, adonde había ido por cebada, podría dar mayores explicaciones y noticias…

Rendida y sin aliento volvió a la casa Cigüela, y de tal modo a su espíritu se adhería la esperanza, que al subir pensaba encontrar a Tolomé. «Habrá dado la vuelta grande – se dijo, – subiendo la Cuesta de los Ciegos y entrando por la calle del Rosario, o de San Bernabé». Nuevo desengaño al ver la cara triste de Eulogia: hasta los perros decían con su grave quietud que el Capitán no había dado vuelta grande ni chica… Ya no pensó Lucila más que en correr en busca de la cerera para comunicarle su mortal ansiedad. Sin darse cuenta de la distancia ni del tiempo empleado en recorrerla, fue a la cerería, donde se le dijo que Domiciana no había regresado aún, ni regresaría hasta después de prima noche. No quiso esperarla: angustiada voló otra vez hacia Gilimón, desoyendo la voz de Ezequiel, que con lastimero acento pueril se brindó a ser su acompañante. En el corral, mientras la casera recogía diligente a los animales menores, a otros daba el pienso y a todos prodigaba su maternal solicitud, viose Lucila lanzada a senos profundísimos de tristeza, la cual acreció al extender la noche su lenta obscuridad. Pasado algún tiempo, Eulogia y ella subieron. Cuando entró la moza en el cuarto que habitaba, toda su entereza cayó de golpe al ver la ropa de Tomín, su cama, la mesa en que tenía libros, tabaco, un latiguillo, una caja de mixtos, papel y obleas, una herradura que había recogido en la Ronda, como signo de buena suerte, pues no le faltaban sus puntos de supersticioso… Ante estos objetos, se desató el dolor de Lucila, sin que la buena Eulogia con ninguna expresión de consuelo pudiese calmarla, y cogiendo la ropa entre sus brazos como habría cogido el cuerpo mismo del perdido Tolomé, echose de bruces sobre la cama, y en las dulces prendas vertió todo el torrente de sus lágrimas con silencioso duelo.

Inútiles fueron las instancias de las vecinas para que Cigüela cenara: no cenaría mientras Tolomín no volviese. Eulogia le daba esperanzas que no tenía, y ella las tomaba sin hallar en su pensamiento lugar donde meterlas… Las diez serían cuando llegaron casi juntos Ezequiel y el medidor de granos Fabián, cuya mujer había dado a Lucila informes vagos del caballero desaparecido. Era un hombre de madura edad, grave, bondadoso, y su traza y modos inspiraban confianza. Eulogia le conocía, y Antolín de Pablo le apreciaba. Tan importante fue su declaración desde las primeras palabras, que en ella puso Eulogia todo su oído y Lucila toda su alma. Había visto tres veces al Capitán, la primera solo, en la bajada de la Mona, la segunda al pie del jardín del Infantado con dos hombres, que no eran amigos, porque le hablaban con malos modos… Después le vio con los mismos, o más bien llevado por ellos, en la vereda que hay entre la huerta de Barrafón y la de las Monjas del Sacramento. «Para mí que le llevaban por atajos, o como se dice, por sitios de poca gente, hacia las Cambroneras, para de allí pasar el puente de Toledo y conducirle al Depósito de Leganés…». La angustia no permitió a Lucila formular pregunta relacionada con el temido nombre de Leganés. «¿Y crees tú, Fabián – murmuró Eulogia con escalofrío, – que el Capitán está… allá?

– Como si lo estuviera viendo – replicó el informante. – ¿A dónde sino allí podían llevarle aquellos Caifases? No pierdan el tiempo buscándole por acá, y acudan pronto… que pasado mañana sale cuerda. En Carabanchel me lo han dicho los guardias que harán la conduta».

Silencio de muerte siguió a estas palabras.

– Pasado mañana sale cuerda – repitió Fabián con el acento que suele darse a las recomendaciones leales de previsión. Dudas crueles movieron el alma de Lucila, alterando en ella las fases del pesimismo. «¿Y si no está en Leganés?… ¿Si le han llevado a otro punto?…». En esto le tocó a Ezequiel expresar su mensaje, el cual era que hallándose Doña Victorina Sarmiento en peligro de muerte, Domiciana no podía separarse de su lado en toda la noche. A las ocho y media se recibió en la cerería el recado de Palacio diciendo que no la esperaran… Diferentes pensamientos, que no habría podido manifestar aunque quisiera, armaron gran alboroto en el cerebro de Lucila, que con las manos en la cabeza expresaba su enloquecedora confusión. Eulogia y Ezequiel la instaron para que comiese alguna cosa, no dejándose vencer de la debilidad en tan angustiosas circunstancias, y al fin la desolada moza probó algo de un guisote que la casera le trajo, y casi a la fuerza pasó para dentro medio vaso de vino. Despidiose Fabián llamado por sus quehaceres. Silenciosa y espantada hallábase Lucila como el que discute consigo mismo dos diferentes especies de muerte, entre las cuales forzosamente y sin dilación tiene que elegir una… Su dolorosa perplejidad vino a parar, al fin, a una determinación súbita y rectilínea. Se levantó, fue a coger su pañuelo de manta que pendía de una percha, y echándoselo por los hombros, dijo: «Me voy a Leganés… Algún medio habrá de saber la verdad… Acompáñame tú, Ezequiel. Si necesitas licencia de tu padre, vete por ella y vuelve pronto».

 

Respondió el bondadoso chico que la licencia la tenía ya, pues su padre le había encomendado, al salir de casa, que si Luciíta se veía precisada a dar pasos a cualquier hora de la noche, o toda la noche entera, la asistiese y custodiase como lo haría el propio D. Gabino, si en tan honrosa obligación se viera. No le pareció bien a Eulogia que en noche obscura y con tan menguada compañía emprendiese una mujer caminata larga y peligrosa; pero no pudo desviar a Lucila de aquel propósito, semejante a la veloz derechura de la flecha lanzada. Salieron por el corral.

XVIII

Ya embocaban a la cabecera del puente de Toledo cuando un desgarrón de las nubes, que cubrían casi totalmente el cielo, dejó ver un cuarto de luna, con desmayada luz entre cendales, corriendo hacia los bordes grises que habrían de ocultarla de nuevo… «Lucila, mira, mira la luna – dijo Ezequiel creyendo que podría distraer de su pena a la pobre joven, comunicándole su admiración candorosa. Pero ni lunas ni soles podían iluminar la noche obscura que en su alma llevaba la hija de Ansúrez, y siguió en silencio. Marcha sostenida y regular llevaban: con el aire que al paso de los dos imprimió Cigüela en la bajada de Gilimón, se aproximaron a la entrada de Carabanchel Bajo. Pero aquí el potente impulso de ella empezó a flaquear; se detuvo un momento mirando las primeras casas, y preguntó a su acompañante si estaban ya en Leganés.

– ¡Ay! no… Esto es Carabanchel Bajo… Si quieres, descansaremos un poquito.

– No… Entre casas y donde haya gente, no nos detengamos – dijo Lucila. – Sigamos, y a la salida nos sentaremos».

Atravesaron el pueblo, esquivando el encuentro con los escasos grupos de personas que al paso veían, y al salir de nuevo al campo, Lucila hubo de aquietar un poco su marcha. «Nos cansamos sin necesidad – observó Ezequiel, – pues ¿qué adelantas con llegar a Leganés a media noche? Andemos despacio, y si a mi brazo quieres agarrarte hazlo con confianza, que yo no me canso. Por este camino venimos Tomás y yo de paseo algún domingo, y todo este campo me lo sé de memoria». Con lento andar llegaron a Carabanchel Alto; acelerando un poco pasaron el pueblo, y al rebasar de las últimas casas, Lucila, sin aliento, echando en un suspiro toda esta frase: «no puedo más, Zequiel… aquí me siento», cayó al pie de un árbol. El cerero acudió a levantarla, cariñoso, diciéndole que un poco más arriba encontrarían mejor y más cómodo asiento, y puesta ella en pie, bien asida la mano del mancebo, siguieron despacio, él sosteniéndola, ella dejándose llevar, hasta que les brindaron descanso unos troncos de negrillo apilados en el suelo y protegidos de una maciza pared en ruinas.

– Estoy muerta de cansancio – dijo la moza después de recobrado el aliento.

– Pues tómate el tiempo que quieras para recobrar fuerzas, porque aún hay algunas horitas de aquí al amanecer… Y si te entra sueño y quieres dormir, no tengas miedo a nada; yo velo y estoy al cuidado.

– Mira, Zequiel, mira aquella lucecita que allá lejos se ve… por esta parte… por donde te señala mi dedo… ¿Será aquello Leganés?

– Por esa parte cae el pueblo; pero el cuartel está más arriba. Entre el cuartel y el pueblo hay unas casas muy grandes del Duque de Medinaceli donde van a poner Hospital de locos.

– Casa de locos… – dijo Lucila. – Pues que sea grandecita, pues bien de gente hay que la ocupe…».

Dicho esto, permanecieron silenciosos, Ezequiel a la izquierda de su amiga, mirando a las lejanías obscuras donde se divisaban, no ya una sola luz, sino tres o cuatro formando como una constelación. Requirió Lucila los bordes de su pañuelo de manta para abrigarse, y como expresara su desconsuelo de ver al muchacho sin capa ni ningún abrigo, dijo él: «Yo nunca tengo frío ni calor. No te ocupes de mí y abrígate bien, que tú eres más delicada». Así lo hizo Lucila, y a la media hora de estar allí, el abrigo, el descanso, la soledad, rindieron su fatigada naturaleza, llevándola sin sentirlo a una sedación intensísima… Su pena se recogió en el fondo del alma, ahuyentada momentáneamente por la reparación física; la inercia impuso un paréntesis de la vida para seguir viviendo… Dio dos o tres cabezadas. «Lucila – le dijo el cerero, inmóvil, – si quieres descansar tu cabeza sobre mi hombro, aquí lo tienes… A mí no me incomodas… descarga tu cabeza y duerme un poquitín…». La moza no respondió… Por instintivo abandono, vencida de un sopor más fuerte que su propósito de estar desvelada, dejó caer la cabeza sobre el hombro del mancebo y quedose dormida. Desde que sintió el dulce peso, Ezequiel fue un poste, más bien almohadón en figura de persona: respiraba con pausa y ritmo, para que ni el menor movimiento turbase el reposo breve de su infeliz amiga. La inocencia del muchacho despierto no era menos bella que la de la mujer dormida.

El sueño de Lucila, que en realidad fue como una embriaguez de cansancio, duró apenas un cuarto de hora. Despertó sobresaltada, creyéndolo de larga duración. «¡Si apenas has dormido el espacio de tres credos! – le dijo Ezequiel. – Duerme más y descansa, que yo velo: yo velo por los dos… y estoy al cuidado… Como si quieres echarte bien envueltita en tu pañuelo, y apoyando la cabeza en mis rodillas…

– No, no, Zequiel… Yo no tengo sueño. Fue un momento no más, como si de la fuerza de mis pesares perdiera el sentido. Se moriría una si alguna vez, por un ratito, no se borrara de nuestro pensamiento el mal que sufrimos, y no se escondiera el dolor… Zequiel, duerme tú ahora si quieres, que yo velaré.

– No: rezo y velo yo, que debo estar al cuidado».

Hablando a ratitos, o entregándose cada uno por su cuenta a la contemplación del cielo y de la noche, escapados hacia el infinito exterior para recaer luego en el interno infinito que cada cual en sí mismo llevaba, pasaron horas no contadas ni medidas, porque ni ellos tenían reloj, ni campanadas lejanas venían a marcarles los pasos del tiempo. Tampoco sabían leer la hora en los astros, y estos… malditas ganas tenían aquella noche de ser leídos.

Engañada por su deseo de acelerar el tiempo, creyó ver Lucila un viso de aurora en el horizonte, y dispuso continuar la marcha. «Ya viene el día, Zequiel… Sigamos. No nos será difícil averiguar si está Tomín en el Depósito. Y si está, tenemos que volver corriendo a Madrid para dar los pasos y ver de sacarle…

– Con alma y vida mirará Domiciana por él – dijo el cerero gozoso, ingenuo. – ¡Pues no le quiere poco en gracia de Dios!… Y eso que nunca le ha tratado… Verdad que le conoce como si le hubiera visto mil veces, y sabe cómo tiene los ojos, y lo arrogante que es… Tanto le has hablado tú de Tomín, que sin verle le ha visto. Domiciana es muy buena: a ti te quiere muchísimo, y todo su empeño es proporcionarte un buen matrimonio. Al Capitán le quiere porque le quieres tú. Yo le dije un día que fuese conmigo a ver a Tomín, y ella me dijo, dice: ‘no voy, porque Lucila es muy celosa y podría metérsele en la cabeza cualquier disparate’. Yo le contesté que tú no pensabas nada malo de ella, pues harto sabes que es monja, y que no tiene licencia del Padre Eterno para enamorarse de un hombre…».

Lucila, que aún permanecía sentada, pensó que llevaba de compañero a un ángel del Cielo.

– Si quieres – dijo el muchacho, – sigamos nuestro camino. Despacito, podremos llegar, creo yo, cuando esté amaneciendo… Pues Domiciana me dijo eso: ‘No quiero que Lucila padezca celos por mí… Podría suceder que el Capitán, al verme, fuera conmigo rendido y galante, como corresponde a un caballero. No dejaría de apreciar mi señorío y buena educación, no dejaría de ver que si no soy hermosa, tampoco espanto por fea… Los hombres de gusto aprecian mucho, en nosotras, los modales y el hablar finos… Por esto quiero estar apartada de Bartolomé… para que esa pobrecilla Luci no se arrebate’. Esto me dijo, y en ello verás lo mucho que te estima.

– Sí que lo veo, y lo agradezco de veras – indicó Lucila poniéndose en marcha. – Tu hermana, desde que anda en tratos con gente de Palacio, se compone y acicala. Con su buen ver, y con la gracia de su conversación, haría conquistas si quisiera.

– Pero no le hables a ella de conquistas de hombres – dijo Ezequiel ajustando su paso al de Lucila, – que eso no le cuadra, ni mi hermana es mujer que falte a sus votos por nada de este mundo. En ella no verás el coquetismo de otras que se emperifollan al cuento de gustar a los caballeros. Lo que hace mi hermana es adecentarse, porque tiene que andar entre personas de la aristocracia fina… Ella para sí tiene el gusto del aseo, que ya es como una tema; tanto, que algunos días no se pueden contar las cubas que el aguador sube a casa para sus lavoteos…».

Algo más habló el ángel en el caminar lento por la carretera polvorosa, y momentos hubo en que molestó grandemente a Lucila el batir de las blancas alas de su compañero: en un tris estuvo que de un manotazo le arrancase las plumas… Callaba la moza para que él moderase sus expansivas manifestaciones, y andando, andando, vieron casas, mulos, personas. Como Ezequiel anunció, llegaban al término de su viaje a punto de amanecer. Guió el mancebo hacia un edificio grande y aislado que a derecha mano se parecía, y cerca de él vieron grupos de mujeres que volvían hacia el pueblo. Hallándose a corta distancia del grande edificio, con trazas de convento, oyeron toque de cornetas y tambores. A Lucila le saltó el corazón. Hablaba el Ejército, que para ella era como si Tomín hablase; y estando en esto, parados los dos en espera de algo que determinara sus resoluciones, creyó Cigüela oír su nombre. Volviose, y entre los bultos de personas que pasaban vio que se destacaba una mujer, toda envuelta en cosa negra como una fantasma. Por segunda vez sonó la voz, agregando otras palabras al nombre: «Lucila, Lucila, ¿no me conoce? Soy Rosenda».

Ya… Era la Capitana, amiga del Teniente Castillejo, compinche de Bartolomé Gracián en políticas trapisondas. Al reconocerla y contestar al saludo, advirtió Lucila que tenía el rostro bañado en lágrimas, y que revelaba en sus facciones y en su fúnebre actitud una gran tribulación.

– Vengo, ya usted supondrá – murmuró Lucila, que al punto se contagió del lagrimeo, – vengo porque… Pasado mañana… digo, mañana, sale la cuerda.

– Hija, no – replicó la Capitana ahogándose: – la cuerda salió ya.

– ¿Cuándo?

– Hoy… hará un cuarto de hora. ¡Mala centella para el Gobierno! – exclamó Rosenda, que era en su lenguaje un poquito amanolada. – En los hombres no hay ya vergüenza… Las mujeres tendremos que hacer alguna muy sonada… pasear por las calles en un palo mondongos de Ministros… ¿De veras no cree usted que haya salido la cuerda? Por allí va… ¿Ve usted aquella nube de polvo, como las que se levantan cuando pasa un ganado? Pues allí van…».

Miró Lucila hacia el punto lejano que Rosenda le señalaba, y vio en efecto, la columna de polvo, como una cabellera desgreñada en sus extremos. Iluminada por el resplandor de la aurora, que a cada instante era más vivo, la nube blanquecina andaba lentamente. No se veían los hombres conducidos al destierro: se veía sólo una cresta de polvo que en su camino les acompañaba. Lanzó Cigüela un rugido, y antes de que en otra forma expresara su inmenso dolor, Rosenda le dijo: «¿Por qué ha venido usted, si Bartolomé no va en la cuerda?

– ¡Que no va! ¿Está usted bien segura?…

– Les he visto a todos uno por uno, anoche y esta madrugada, en el mismísimo Depósito… Infierno lo llamo. Las cosas que he tenido que hacer para que el Comandante me dejara entrar no puedo decirlas ahora… Pues verá usted: militares van seis… Mi pobre Castillejo, Zamorano, Socías… ¿se acuerda usted de Socías? Angulo, el de Provinciales de Cuenca, y dos que trajeron ayer de Guadalajara. Los demás son gente de pluma: van en la cuerda porque llamaron ladrones a los Ministros, o porque repartieron papelitos en los cuarteles. Van también dos extranjeros que parecen gringos, y un franchute. ¡Ay, qué infame tropelía! ¡Llevar a hombres cristianos en traílla, como a perros con rabia para echarlos al agua! ¡Lástima que todas las mujeres de corazón no nos volviéramos perras rabiosas!… ¡No eran mordidas, Señor, no eran mordidas las que habíamos de pegar!… ¡Ay, mi Castillejo! ¡Pobrecito de mi alma!». Decía esto mirando la cabellera de polvo, que alejándose se achicaba ya, y removida del vientecillo de la mañana desparramaba en el aire sus guedejas.