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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XI

Aunque al volver a la vida del siglo hacía Domiciana visitas frecuentes a Doña Victorina Sarmiento de Silva, con la encomienda de ofrecerle aguas aromáticas, polvos dentífricos y leche de rosa, la comunicativa amistad que entre ellas se estableció, obra lenta del tiempo, no llegó a consolidarse hasta muy avanzado el año 50. Achaques añejos turbaban la existencia de Doña Victorina, y tenían su salud en constante amenaza. Desengañada de médicos y boticas, había tomado afición al tratamiento doméstico puramente vegetal, y como Domiciana le facilitara combinaciones ingeniosas para el alivio de sus complejos males, puso en ella confianza, y de la confianza y del frecuente trato nació una cordialidad que cada día iba en aumento. Escogidas y preparadas por sus propias manos, Domiciana le administraba la brionia para los nervios, la cinoglosis para la tos, el sauce para los efectos diuréticos, la genciana para combatir la fiebre, y como últimamente se le manifestaran a la señora unos sarpullidos molestísimos, acudió contra ellos la herbolaria, preparando, con esmero exquisito, el Agua de carne de ternero para calmar el ardor de la piel.

Si estos servicios no produjeron por sí la intimidad, fueron sin duda sus conductores más eficaces, porque en el curso de ellos tuvo la dama ocasión de apreciar la grande agudeza de Domiciana y los varios talentos de que Dios habíala dotado largamente. Gustaba de su compañía, y no había para ella conversación más grata que la de la cerera. La historia de su reclusión monástica que Domiciana refirió a Lucila, según consta en esta relación, fue contada mucho antes a Doña Victorina con lujo de sinceridad y pormenores muy instructivos. Oyéndola y saboreándola, la señora formulaba este juicio sintético: «Tu locura, en la cual no hubo poco de fingimiento, fue tan sólo lo que llamaremos contra-vocación, o irresistible necesidad de volver al siglo, de apagar el fuego místico, por encender el no menos sagrado fuego de los afanes de la vida libre y del trabajo».

Era Doña Victorina de madura edad, ya pasada de los sesenta, y desempeñaba el puesto de camarista en Palacio desde la caída de Espartero. Tenía parentesco con la Priora de la Concepción Francisca, Sor María del Pilar Barcones, y era grande amiga de la seráfica Patrocinio. Con esta habló de Domiciana, encareciendo su don de simpatía, su gran saber de cosas prácticas; y la de las llagas declaró con sinceridad que nunca la tuvo por loca de hecho, y que le había facilitado la salida creyendo que mejor podría servir a Dios dentro que fuera . De estas conversaciones entre las dos ilustres señoras, provino que Domiciana fuese a visitar a sus antiguas compañeras, y que después, por encargo de algunas, les suministrara líquidos o polvos de su industriosa producción; y como en tales días, que eran los del verano del 50, sufrieran algunas Madres rabiosas picazones de cuerpo y manos, por efecto sin duda del calor (aunque autores de crédito sostienen que ello entró de golpe, como contagiosa epidemia fulminante), no paraba Domiciana de preparar para ellas sus tan acreditadas Aguas de carne de ternero, y además, con otros fines, les llevaba la Purificación de hiel de buey para quitar manchas de las ropas de tisú.

Ya tenemos a Domiciana en comunicación diaria con las que fueron sus Hermanas; entraba en clausura siempre que quería, y a solas platicaba con Patrocinio en su celda, refiriendo con tanta prolijidad como gracia todo lo que en el mundo veía, y las conversaciones que pasaban por sus despiertísimas orejas. Fue creciendo y estrechándose esta comunicación, no sin que Doña Victorina, condenada por sus achaques a cierta inmovilidad, la utilizase para transmitir al convento, antes que los acuerdos políticos de la casa grande, los simples rumores y las más insignificantes palpitaciones del vivir palatino. No necesitaba la prestigiosa Madre que le contaran lo que pensaban los Reyes, pues esto ellos mismos se lo decían; pero gustaba de reunir y archivar una viva documentación humana, de accidentes, menudencias o gacetillas, que eran de grande auxilio para juzgar con acierto y enderezar bien las determinaciones… La exactitud, la sinceridad concienzuda con que Domiciana transmitía de un extremo a otro las opiniones o noticias que se le confiaban, sin quitar ni poner ni una mota gramatical o de estilo, eran el encanto de Doña Victorina, que la diputó como el mejor telégrafo del mundo, muy superior al sistema de torres de señales que en España se establecía, y aun al llamado eléctrico, que ya funcionaba entre muchas capitales europeas.

Sospechas muy cercanas al conocimiento tenía de aquel trajín telegráfico de su amada hija el buen D. Gabino, y de ello se alegraba, esperando algún medro para la familia y para los amigos. Y D. Mariano Centurión, desde que su olfato perruno le reveló el porqué de tantas idas y venidas, no dejaba en paz a la exclaustrada y en acecho vivía para cazarla en la casa o en la calle. De la impaciente ansiedad del desgraciado cesante dará idea este diálogo que con Domiciana sostuvo en la tienda, un día de Febrero, que por más señas era el de San Blas. El despacho había sido de consideración en la pasada festividad de las Candelas, y D. Gabino estaba poniendo las cuentas de lo que tenía que cobrar en las Carboneras y San Justo, en San Pedro y el Sacramento; Domiciana y Lucila, que acababan de llegar, hacían pábilos; Ezequiel y Tomás prepraban en el taller una tarea de velas… Apoyado más que sentado en un saco de cera en grumo, Centurión simbolizaba con su postura la inestabilidad de su existencia, y con su palabra el desasosiego en que vivía. «Tenga paciencia – le dijo Domiciana, – y agárrese bien a los faldones del Sr. Donoso, que es quien ha de sacarle adelante. Yo, tonta de mí, ¿qué puedo?

– A los faldones me agarro – replicó Centurión; – pero como no soy solo, como tantas manos acuden allí, pesamos mucho, y el hombre tiene que sacudirse… También digo y sostengo que no es mi amigo Donoso el más prepotente, porque no fue quien nos trajo las gallinas, vulgo Ministerio, aunque lo parezca por el discurso famoso que disparó contra Narváez en Diciembre. Sin discurso habría caído D. Ramón, de quien estaban hartos en Palacio, y más hartas las Madrecitas de Jesús… No se haga usted la asombradiza, Domiciana. Mejor que yo sabe usted que a este Gobierno lo traen para que ponga la Religión sobre la Libertad, y el Orden sobre el Parlamentarismo. ¿Cumplirá?

– Este Gobierno honrado – afirmó D. Gabino, – bien claro lo han dicho sus órganos, viene a moralizar la Administración y a santificar al pueblo, apartándolo de los vicios. Ya se anuncian dos grandes medidas: el arreglo de la Deuda, y la supresión del Entierro de la Sardina, que es un gran escándalo popular en día como el Miércoles de Ceniza, destinado a meditar que somos polvo… Aunque no lo ha dicho, porque esto es cosa delicada, también viene este Gobierno a quitar el Militarismo, que es una de las mayores calamidades del Reino, y a poner Economías, limpiando de vagos las oficinas, y rebajando sueldos a tanto gorrón… y por último, a librarnos de la plaga de la langosta, pues en el Ministerio se ha presentado un proyecto muy útil, que el Gobierno hace suyo, y consiste en acabar con el maldito insecto cebando pavos…».

Rompió a reír Centurión, y le quitó a su amigo la palabra diciendo: «Antes digerirán los pavos toda la langosta de Andalucía y la Mancha, que nosotros las bolas que nos hacen tragar los papeles públicos. Los honrados no han venido para quitar el Militarismo, ni para el arreglo de la Deuda, ni para la moralidad, ni para las economías. Todas esas son pantallas del disimulado pensamiento de la Honradez, que es comerse la Constitución, cerrar las Cortes, o dejarlas siquiera con la puerta entornada, y abolir la imprenta libre… A esto han venido, y creer otra cosa es ver visiones. ¿Cumplirá el Gobierno?, vuelvo a preguntar. Me temo que no, como sea reacio en llevar a su lado a los hombres que abundamos en esa idea… Si D. Juan, y Bertrán de Lis, y González Romero nos postergan, no faltará quien mire por nosotros. Manos blancas les condujeron a ellos a las poltronas. A esas mismas manos nos agarraremos, y ¡ay de ellas si después de levantar a los grandes no dan apoyo a los chicos!

– Este D. Mariano – observó la ex-monja encubriendo su sinceridad con graciosa máscara, – es de los que creen la paparrucha de que las pobres Madres dan y quitan empleos. Dígame: ¿se ceba usted con esas mentiras, como los pavos con la plaga de la langosta?

– Si me cebo o no me cebo con mentiras va usted a verlo, Domiciana – replicó Centurión avanzando hacia ella, y asustando a todos con su gesto iracundo y el temblor de su boca famélica. – A fines del año pasado la Madre Patrocinio dijo: ‘quiero que sea Gentilhombre de Palacio D. Ángel Juan Álvarez’, y al instante se mandó extender el nombramiento. En Enero, Isidrito Losa, protegido de la misma Madre, quiso una plaza de Gentilhombre, con ocho mil reales. Abrió la Madre la boca y al instante se la midieron. Desconsolado quedó el hermano de Isidro, Faustino Losa; pero la Madre le adjudicó una capellanía de honor con veinte mil reales. El sobrino de la Priora, Vicente Sanz, fraile Francisco, hipaba por un destinito de descanso. ‘Espérate un poco, hijo’. Abre otra vez su boca la Seráfica, y hágote también Capellán de honor con veinte mil.

– Pero esos son empleos de Palacio, no del Gobierno.

– Pues de empleos de Palacio se habla. Y también digo a usted que lo mismo decreta Su Caridad en destinos palaciegos que en destinos de la Administración, y lo probaré cuando se quiera… Ahora tienen las monjas toda su atención en mejorar de vivienda, y para arreglarles el palacio viejo de Osuna en la calle de Leganitos se está gastando la Casa Real obra de dos millones de reales… Pero como no es esta bastante protección, la Reina dota con veinte mil reales a toda novicia que allí tome el hábito, con lo que tenemos un jubileo de señoritas que pasan del mundo al convento para descanso de sus padres. Ocho van ya del verano acá, que le han costado al Real Patrimonio… pues ocho mil duretes. Luego decimos que aquí no hay dinero para nada, y que España es un país de tiña y piojos… La tiña la tenemos los infelices que no sabemos o no queremos arrimarnos a los cuerpos bien incensados, y contra piojos no hay remedio como el agua bendita… Deme usted una vela, Don Gabino; regáleme usted una vela de desecho, Domiciana, que no quiero ser menos que mi amigo Bertrán de Lis, el cual armó un gran escándalo el año 45, cuando Pidal quiso abolir la libertad de la imprenta, y después, viéndose olvidado y desatendido, fue y ¿qué hizo?… pues ponerse escapularios y pedir ingreso en el Alumbrado y Vela. A eso voy yo, como una fiera, y no me contentaré con asistir a procesiones, sino que a todas horas saldré por la calle con mi cirio, rezando el rosario, para que me oigan, para que se enteren, para ser alguien en la comparsa social; para que no me llamen Don Nadie, y poder comer, poder vivir… Díganme dónde están la última monja y el último capuchino para ir a besarles el borde las estameñas pardas y la suela de la sandalia sucia. Locura es querer alimentarse con las soflamas de mi amigo Donoso, forraje místico que no produce más que flato y acedías. Si a él le pagan sus discursos con embajadas y títulos de Marqués, a los que le aplaudimos y vamos por ahí dando resoplidos de admiración para hinchar los vientos de su fama, nada nos dan, como no sea desaires y malas palabras. Mucha religión, mucha teología política, mucha alianza de Altar y Trono; ¿pero las magras dónde están? Yo las quiero, yo las necesito: las reclama mi estómago y el estómago de toda mi familia que es tan católica como otra cualquiera. Denme la vela, D. Gabino y Domiciana… Aquí está un hombre que se declara huérfano, y sale en busca de una Madre que le consuele… Dígame, Domiciana, cómo llegaré a la Madre, y qué debo llevar, a más del escapulario y vela, y qué arrumacos he de hacer para la adoración de sus llagas, que yo pondría también en mis manos, y en toda parte de mi cuerpo donde pudieran darme el olorcito de santidad que deseo».

 

Sofocado y como delirante, sin saber ya lo que decía, terminó su arenga el desesperado D. Mariano, y girando sobre sus talones fue a desplomarse sobre el saco. La familia del cerero le oyó al principio con regocijo, después con lástima, al fin con pena… Todos suspiraban.

XII

Ganando fuerzas y cobrando ánimos en su lenta reparación, gracias a los cuidados y al cariño de Lucila, que así le proveía de alimentos como de esperanzas, el Capitán parecía otro en los últimos días de Febrero. El renacimiento moral iba delante del físico; a medida que entraban en la zahúrda las comodidades y el buen vivir, se iba marchando la tristeza, y con las seguridades que llevaba la moza de que ya no debían temer acecho de polizontes, recobraba Gracián toda la gallardía de su persona. Una serena y tibia noche, después de cenar, sentáronse los dos en el ventanón, y abrieron los cristales para contemplar el cielo y los términos lejanos que a la claridad de la luna desde aquellas alturas se distinguían. Ya Lucila, sin desmentir su modestia, se vestía y arreglaba esmeradamente con lo que le daba la cerera, y Tomín, por no ser menos, gustaba de componerse, para que ella viéndole se alegrara: se reían y recíprocamente se alababan. «Ya estás como antes de la trifulca, Tominillo; y si no fuera por la barba crecida, parecería que no habían pasado días por ti. La cabeza es la misma: tu pelito cortado, como lo tenías antes, y bien perfumadito, y tan suavecito. No dirás que no soy buena peluquera.

– ¡Tú sí que estás guapa! – contestaba él cogiendo a su vez el incensario. – No sé si decir que estás ahora mejor que cuando te conocí. Tus ojos son no sólo el alma tuya, sino el alma de todo el Universo.

– No, no, Tomín: los ojos tuyos son los que más cosas traen en su mirar… Miras, y se queda una pensando, asustada de lo grande que es el mundo… el mundo del querer, Tomín…

– Grande es. Tus ojos lo miden, y aún les sobra medida. Yo veo en ellos todas las cosas creadas… y las que están por crear.

– El querer es gloria y martirio: por eso es un mundo que no tiene fin.

– El martirio tuyo por mí, Lucila, es mi gloria. Y mi padecer, ¿qué ha sido más que la gloria tuya? Tú me has resucitado… No me digas que no eres santa, porque eso será lo único que no te creeré».

De este tiroteo de ternezas, en elevada región de sus almas exaltadas, descendían a las ideas prácticas, y trataban del problema que ya pedía inmediata solución: cambiar de vivienda, estableciéndose en sitio más holgado y decoroso. Después de divagar un rato sobre esto, iban a parar al asunto que más embargaba la curiosidad y los pensamientos de Tomín. Había cuidado Lucila de referirle todo lo que Domiciana hacía por él, o por los dos, que en un solo sentimiento confundía el interés por entrambos; contole también las relaciones de la ex-monja con una dama de la Reina. Ni a Domiciana ni a Doña Victorina las conocía Gracián. La cerera no le había visto nunca; ignoró su nombre hasta que Lucila se lo dijo para que lo apuntara, el día mismo en que la enseñó a peinarse a la moda. ¿No podría creerse que detrás de Domiciana y de la Sarmiento existía, bien tapujadita entre sombras discretas, alguna persona que era la verdaderamente interesada en la libertad y la vida de Bartolomé? Y aquí encajaba la pregunta ansiosa de Lucila: «Dime, Tominillo, dímelo como si hablaras con Dios; repasa bien tus recuerdos; di si en ellos encuentras alguna mujer, dama de Palacio, o dama de una casa cualquiera, que en otro tiempo fue tu amiga, y ahora te protege, nos protege por mano de Domiciana».

Revolviendo los más hondos asientos de su memoria, Tomín dijo: «Por más que cavilo, no encuentro lo que buscas, ni puedo afirmar nada… Aparece, sí, en mis recuerdos alguna mujer… ¿Dices que tiene que ser dama?

– Sí; y de influencia, de mucho poder.

– Pues entonces no… No hay nada de eso.

– Busca bien, Tomín… Y a falta de dama influyente, ¿no podrías encontrar alguna monja?

– ¿Monja?… Eso ya es mas grave. No te diré que no me salga alguna monja. Pero ello es en tiempos remotos y muy lejos de Madrid, nada menos que en Mequinenza.

– La distancia no importa.

– Además… ahora recuerdo que la monja que entonces conocí, vamos, que la sacamos del convento entre un amigo y yo, se ha muerto.

– Tú me has contado que de los veintitrés a los veintiocho años fuiste muy calavera, un galanteador tremendo… ¿Entre tantas fechorías de amor, Tomín mío, no habrá el caso de haber querido a una mujer, de haberla dejado, como se deja una prenda de ropa que ya no sirve? ¿No pudo suceder que esa mujer, viéndose despreciada, volviera todos sus amores a Dios, y escondiera su tristeza en un convento, y allí tomara el hábito?

– Por Dios, Lucila, haces preguntas y presentas casos que le confunden a uno… No, no: eso es cuento, una novela de Carolinita Coronado o de Gertrudis Gómez… Y si me apuras, no podré negar en conciencia que exista ese caso… ¡Cualquiera sabe si…! Me vuelves loco… Deja, deja que corran los acontecimientos y se cumpla el Destino… ¿Esa dama de Palacio, o esa monja que me protege, han de ser personas de gran poder?

– Así parece, Tomín… No pensaba hablarte de esto; pero ya que ha salido conversación, sabrás que hoy me ha dicho Domiciana: «Téngase el buen Gracián por indultado… La policía no se meterá con él». Y después dijo, dice: «Pero conviene que no salga a la calle todavía. Ya se le advertirá cuando pueda salir».

– Pues ¡viva la Libertad! ¡Respiremos, vivamos! – exclamó el Capitán levantándose como de un salto, y midiendo con mirada de hombre libre la opresora pequeñez del cuartucho.

Mientras Lucila se abismaba en tenebrosas inquietudes, el Capitán veía risueños espacios, azules como sus ojos. Hasta muy tarde estuvo desvelado, sin hablar más que de política, haciendo un formidable pisto en su cabeza con las ideas propias y las que de su lectura de periódicos había sacado en aquellos días. «¿No crees tú, Lucila, que este Honrado concejo de la Mesta, como dicen los guasones, viene a trasquilar al Militarismo, para que le crezca la lana a los cogullas? Esto es bien claro: se quiere arrumbar a la Tropa para que suba y medre el cleriguicio… Combatir el Militarismo significa quitarle la espada a la Nación para que no pueda defenderse. ¡El Militarismo! Así llaman a nuestro imperio, a la fuerza legítima que hemos adquirido construyendo la España civilizada sobre las ruinas de la retrógrada. Desde aquí veo yo la gran conspiración militar que se está fraguando en Madrid y en provincias para volver las cosas a su estado natural: las armas arriba, los bonetes abajo. Y cuanto más pienso en esto, más me inclino a relacionarlo con el misterio de las personas desconocidas que miran por mí. Tu idea de que me protegen monjas o damas de Palacio es un desvarío de mujer, que no penetra en el fondo de las cosas. Alma mía, aquí no hay mujerío ni monjío; el socorro y las esperanzas de libertad nos vienen de mis compañeros de armas agazapados en las logias. En la casa de Tepa estuvo y está siempre, aunque otra cosa piense y diga la policía, el centro de la eterna revindicación ; aquel fuego nunca se apaga; de allí ha salido la voz que me dice: ‘Gracián, no desmayes; tus martirios tocan a su fin. Por ti velamos los leales; no está lejos la hora del triunfo…’. Y no me contradigas, Cigüela del alma, trayéndome otra vez a colación tu resobada leyenda de la monja y la dama. ¿Sabes tú, pobrecilla, las ramificaciones que por una y otra parte de la sociedad tiene nuestra comunidad masónica? ¿Quién te ha dicho que no enlazamos nuestros hilos con hilos muy finos de conventos y palacios? ¿De dónde sacas que el señorío y el monjío no se dejan también camelar por los caballeros Hijos de la Viuda? ¡Tonta, más que tonta! ¿Y cuándo ha sido un disparate, como crees tú, que la misma policía nos pertenezca? ¿Qué han de hacer esos pobres esbirros, sabiendo que ya rondan la casa de Tepa todos los Generales residentes en Madrid, O’Donnell, Lersundi, el mismo Figueras, y que D. Ramón Narváez dirige los trabajos desde París, donde Luis Napoleón le trata a cuerpo de Rey?… ¿Dices que esto es ilusión, locura? ¿Crees que aún tengo la cabeza débil?

– ¡Pobrecito mío – exclamó Lucila, – tanto tiempo encerrado en este nido de murciélagos! Cuando salgas y veas gente, y respires el aire que todos respiran, pensarás de otro modo».

Calló el Capitán, no sin que le pusieran en cuidado las últimas palabras de su amiga. Sentada frente a él, Lucila también callaba, viendo pasar por su mente, con marcha circular de tío-vivo, una repetida procesión de monjas y damas. Del propio modo, andando y repitiéndose, iban las velas colgadas del arillo en el taller del cerero. Sobre las almas del Capitán y Lucila se posó una nube de tristeza; pero ninguno decía nada. Tomín rompió el silencio, preguntándole: «¿En qué piensas?

– Bien podrías adivinarlo, Min – replicó Lucila. – Pienso que a los dos no nos protegen, sino a ti solo; a mí, si acaso mientras pueda sacarte adelante; a mí no más que por el tiempo en que necesites enfermera… Me debes la vida… no lo digo por alabarme… pero ¿verdad que me la debes? Una vez asegurada tu vida, llegará el día en que conozcas a quien hoy mira por ti. ¿Será monja, será dama? Sea lo que fuere, cuando estés salvo, toda tu gratitud será para esa persona, todo tu amor para ella… ¡Min, ay mi Min! y ya no te acordarás de la pobre Cigüela… Sí, mi Min, no digas que no.

– Lucila, me matas… no sabes el daño que me haces – dijo Gracián apartándole las manos, que se había llevado al rostro, anegado en llanto. – ¡Olvidarte yo… ser yo ingrato contigo! ¡Nunca!… Tú y yo unidos siempre, siempre, unidos en la felicidad como lo hemos estado en la desgracia.

– No, no… Ahora lo crees así, ahora me dices lo que sientes; pero después…

– No hay después que valga. Si eso pudiera ser, téngame Dios toda la vida en esta miseria… Que me cojan, que me fusilen. Muera yo mil veces antes que separarme de ti, corazón. ¿Qué soy yo sin ti?

– Lo que fuiste antes de conocerme.

– Me acuerdo de lo que fuí, y no quiero ser aquel hombre, no quiero ser el hombre que no te conocía, que ignoraba la existencia de Lucila. Por Dios, no tengas esa idea, que es para mí peor que una idea de muerte. Todas las protectoras del mundo, si es que las hay, no valen lo que mi ángel. Lucila, no ofendas a tu Min, no mates a tu Min…».

Las ternuras que le prodigó, sincero, rendido, con alma, sosegaron a la enamorada moza, que se secaba las lágrimas diciendo: «Bueno, mi Min, te creo; sí, te creo… No te hablo más de eso… ni lo pienso tampoco, mi Min, no lo pienso… Duérmete, descansa…».