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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XXXI

Hízose todo conforme a programa. Media hora llevaba la moza de invocar al Santísimo, a la Virgen y a todos los Santos, con fervoroso rezo, para que en aquella terrible incertidumbre le concedieran el consuelo de la verdad, cuando vio entrar a Ezequiel. Venía muy abatido, la consternación y el miedo pintados en su angelical rostro. Con ansioso mirar le devoró Lucila, y como notara en él cierta dificultad para la articulación de la palabra, le sacudió el brazo, diciéndole: «Habla pronto, tontaina… ¿qué has visto?»

– Nada – balbució el cererillo. – Siento no traerte… no poder decirte… Lucila, no me quieras mal porque no haya sabido… No pude, Lucila… Tú sabes qué genio gasta Domiciana… Llegué, llamé… Déjame que tome resuello. Del disgusto no puedo respirar… Pues…

– En fin – dijo Lucila a punto de estallar en cólera, – que no has hecho nada… que has sido un ganso, un idiota, un avefría…

– Déjame que te cuente… Abriéronme la puerta, y cuando yo estaba diciéndole a la criada que me abrió si podía ver a mi hermana, salió… ¿quién creerás que salió?

– ¿Quién, quién, pavo del Paraíso?… Acaba pronto.

– Domiciana; y apenas había yo abierto la boca para decirle… lo que tenía que decirle, me la tapó con estas palabras que me dejaron yerto: «¿No te he dicho que aquí no tienes que venir para nada? ¿Harás alguna vez lo que yo te mando? ¿No comprendes que si te digo: ‘Ezequiel, haz esto’, tu deber es callar y obedecerme?». Y diciéndolo, me cogía por un brazo y me ponía de la puerta afuera… Yo no sabía lo que me pasaba.

– Vámonos de aquí – dijo Lucila, que se sintió leona, y temía que su furor estallara en el recinto sagrado. Agarró al mancebo por un brazo, y tirando de él, más bien arrastrado que cogido, le sacó a la calle. Torciendo hacia el Sacramento, Ezequiel proseguía: «Me despidió con un tira y afloja de palabras tiernas y de amenazas. ‘Hermanito mío, ¿qué más quisiera yo que tenerte siempre a mi lado? Algún día será, y ese día no está lejos… Esta casa no es mía, y no siendo mía, menos puede ser tuya… Vete corriendo por donde has venido, y que no te vea yo por aquí, mientras no se te llame… Adiós, y a casa… Anda, hijo, anda’. Esto me dijo, y yo… Lucila, perdóname por no haber podido hacer tu encargo… Yo no sirvo, yo no sirvo para esto… No he cumplido, y debo devolverte los besos que me diste».

Llegaban ya a la Plazuela del Cordón. Despechada Lucila y fuera de sí, viendo que el cererillo aproximaba su rostro al de ella en ademán de besarla, le rechazó con vigoroso empujón, diciéndole: «Sinvergüenza, vete de ahí… Déjame, pavo de agua… ¡Vaya que atreverse…! ¡Si te ve mi marido…! ¡no era puntapié…!».

El pobre chico permanecía frente a ella, suspenso, afligido… Mirándola con inmenso desconsuelo, sus labios se plegaron, se llevó los cerrados puños a los ojos. «Echa a correr para tu casa, mostrenco – dijo la moza amenazándole con la mirada fulgorosa y con el gesto. – Vete, vete, si no quieres que te lleve yo por delante, sacudiéndote el polvo de las costillas…». Apenas dijo esto, y viendo la humildad y amargura del pobre muchacho, aquel noble corazón que fácilmente pasaba del arrebato fogoso a la piedad entrañable marcó un movimiento de compasiva aproximación al pobre cerero. «Hijo mío, perdóname – le dijo. – Como estoy tan rabiosa, he descargado contigo, que no tienes culpa… Vaya, no llores… Ya me pagarás los besitos otro día… Aquí no puede ser… Ya ves que pasa gente. Mira: dos señores sacerdotes. ¡Qué dirían…! Ea, a tu casa, y yo a la mía». Sin esperar a más razones ni cuidarse de si Ezequiel partía, se precipitó velozmente por la bajada del Cordón. Ciega y disparada, fue al taller de boteros donde trabajaba su hermano y vivía su padre, dejando a éste recado urgente de que se avistara con ella en su casa lo más pronto posible. Llamábale con premura sin saber claramente para qué. Su pensamiento desbocado saltaba de las resoluciones más lógicas a las más absurdas; y al propio tiempo, de su mente no se apartaban hechos y personas de grande valor en la vida de la infeliz mujer. La boda estaba próxima, pues corrían los últimos días de Enero, y aquel dichoso acontecimiento se había fijado para el 3 de Febrero, día de San Blas. Como el 3 caía en martes, y en ello no había reparado D. Vicente ni Eulogia, seguramente trasladarían el casorio al miércoles 4. Todo esto pensaba Lucila camino de su casa, haciendo un tremendo revoltijo de las cosas positivas y las imaginarias. «Tengo que componer mi carátula – se decía, – para no entrar en casa tan sofocada. Debo de ir como un cangrejo; mis ojos serán lumbre… Subiré despacio esta cuesta, y luego, al llegar a Puerta Cerrada, compraré los clavitos dorados para colgar láminas que me encargó Vicente, y compraré la cinta de seda y la cinta de algodón… ¡Buena se pondrá Eulogia si no llevo todo eso!… ¡Sabe Dios, sabe Dios si llegaré a casarme! Lo que puede suceder, en la mente de Dios está. Dios me depara mi venganza…».

Al entrar en su casa, disimulando lo mejor que pudo su turbación, encontró a Don Vicente con un sacerdote, su amigo y algo pariente, a quien había llevado con propósito de presentarle a su futura. Era D. Francisco Pradel, párroco de San Justo, que se mostró con ella muy amable y le dio mil parabienes. Ya la conocía de verla en su parroquia. Al despedirse aseguró que sería para él muy satisfactorio imponerles el santo yugo… Poco después, de las hidalgas manos del novio recibió Cigüela un alfiler de pecho con cuatro brillantitos y en medio un buen rubí, una pulsera, pendientes con perlitas, y otras joyas lindas y modestas. La gratitud y un temor que de lo hondo le salía inundaron de lágrimas sus ojos. Halconero estuvo a punto de llorar también. Lo que espantaba a Lucila era el miedo de ser ingrata… «Voy creyendo que soy un monstruo – se decía, – y yo no quiero ser monstruo: Señor, justiciera sí, monstruo no».

Con pretexto, ciertamente bien motivado, de probar un cuerpo en casa de la modista, salió al siguiente día con su padre, a primera hora de la tarde del sábado 31 de Enero. Llegando a la calle Mayor, junto a la Almudena, preguntó Ansúrez a su hija si no sería conveniente, ya que de pasear se trataba, bajar a la Tela, donde estaría de fijo tomando el sol el amigo D. Martín. Entre los dos le darían el último tiento. Contestó Lucila que había salido con el propósito de ir a Palacio. Subirían al segundo piso, donde habitaban personas a quienes ella tenía que visitar.

– ¿Y tardaremos mucho? – preguntó Ansúrez un tanto receloso.

– Eso sí que no lo sé – replicó ella. – Podremos despachar en un santiamén, o tardar mucho, según…».

Entraron en la Plaza de Armas, por el gran arco de la Armería: con paso no muy vivo, porque Ansúrez iba sin gusto y como si le arrastraran, recorrieron la línea entre el arco y la puerta lateral de Palacio. Vacilaba el celtíbero; su hija le cogió del brazo, y en esto, vieron a un señor que de la Casa Grande salía. Si ellos se quedaron como alelados mirándole, el señor plantado en la puerta, les echó la vista encima con esa curiosidad arrogante y descortés de quien tiene por oficio atisbar las caras para descubrir las intenciones. Era D. Francisco Chico, que por la estatura no merecía tal nombre, viejo, seco y estirado, con patillas bordando la quijada dura, el pelo entrecano, la actitud como de perro que olfatea. Lo más característico de su rostro, lo que le hacía inolvidable para cuantos una sola vez le veían, era la chafadura de su nariz en el arranque de ella, señal indeleble de una tremenda pedrada que le dieron en Miguelturra, su pueblo, por querellas locales de pandilla. Perteneció D. Francisco al bando de los llamados Valerosos, y cumplía como campeón terrible: alguna vez, si a muchos pegó de firme, también hubo de tocarle la china. Del bandolerismo villanesco pasó a las gestas del contrabando, en tierra firme y mar salada, y ya mocetón le metieron en la policía de Madrid, donde llegó por su astucia y su valor indomable al puesto de jefe, que desempeñó más de cuarenta años. Era hombre terrible, de sagaz inteligencia para tan ingrato servicio, y a los poderosos inspiraba confianza, como a los débiles espanto. Llegó a ser al modo de institución, personificando los arrestos insolentes de la Seguridad Pública, y el odio con que el pueblo pagaba las vejaciones justas o arbitrarias que sin cesar sufría.

Quedaron, como se ha dicho, suspensos Lucila y su padre, sin atreverse a dar un paso más, invadidos del terror que Chico infundía: avanzó este hacia ellos con firme paso, y en la forma destemplada que era en él habitual interpeló al celtíbero: «Hola, Jerónimo… ¿se puede saber qué buscas tú por aquí?». Volviole Cigüela la espalda, y se llevó las uñas a la boca para mordérselas. Trémulo, descubriéndose, Ansúrez contestó: «Señor, veníamos paseando, y como uno está tan orgulloso de que nuestros queridos Reyes se alberguen en palacio tan magnífico… nos llegamos a ver y admirar ese gran patio… Y como españoles que adoramos a nuestra Reina, veníamos a visitarla y a echarle nuestros homenajes. Triste pueblo somos, y nuestros homenajes y visitas no pueden ser otros que mirar desde la calle las ventanas del cuarto donde mora la perla de las Reinas.»

– Anda, que pareces la cabeza parlante – dijo Chico, requiriéndole, con el movimiento marcado por su bastón, a que siguiera su paseo por lugar distinto del patio. – Otro que mejor hile las palabras no conozco… ¿Y esta joven es tu hija?». Volviose Lucila hasta darle de cara, pero sin mirarle. «¡Pues no es la niña poco vergonzosa! Anda, ¿qué te han hecho las uñas para que así las maltrates y te las comas?… Bonita eres; pero no hagas mañas, que se te va toda la gracia. Paseen por la Tela, o por la Virgen del Puerto, que aquí no se les ha perdido nada… Jerónimo, mucho cuidado conmigo; y tú, pimpollo, no andes en malos pasos, que voy y se lo cuento al amigo Halconero… ¡Largo!».

Con una mirada, que en Ansúrez infundía más ganas de correr que una carga de caballería, les echó hacia el arco grande. Al paso que tomó Jerónimo hubo de ajustarse Lucila. Miraron hacia atrás, y vieron al temido polizonte plantado en el propio sitio, atento al camino que seguían. «Es mi D. Francisco un águila para las intenciones – dijo Ansúrez medroso. – ¿Qué se habrá creído ese prepotente?… Pueblo somos, pero pueblo honrado, y nada de más haría la Serenísima Señora Reina en permitir que nos llegáramos a su trono para besarle la Real mano». Abrumada bajo la fatalidad, que cruel, o piadosamente, quién lo sabe, atajaba sus propósitos, Lucila no decía nada, y siguió a su padre hasta donde quiso llevarla; llegaron al Cubo de la Almudena, y andando, andando cuesta abajo, por un portillo derrengado pasaron a una especie de alameda, cuyos árboles raquíticos, enanos y sedientos parecían increpar al sol con el gesto rígido de sus ramas desnudas. El suelo blanqueaba de puro polvo. A un lado y otro, en trozos de sillería que hacían oficio de bancos, se veían parejas de soldado y criada, o solitarios y melancólicos paseantes. El sitio era desapacible, sin otros encantos que el espléndido sol, y el despejado horizonte que mirando hacia la parte del río, Casa de Campo y Sierra, se veía. Un cielo claro, limpio, desesperante de extensión azul sin accidente de nubes, coronaba la tristeza luminosa de aquel gran paisaje, del más puro Madrid.

 

– Mira, mira – dijo Ansúrez a su hija señalándole un bulto negro que subía, figura tan escueta como los enfilados árboles: – aquí tenemos al D. Martín de mis pecados.

– ¿Y me trae usted aquí para ver a ese viejo loco…? – dijo Lucila desolada, colérica. – Yo me voy, padre… ¿Por dónde salgo de este páramo indecente, de este Infierno de polvo?

– Aguarda, hija… Ya el Sr. Merino nos ha visto. Viene hacia nosotros».

Acercábase el clérigo despacio, impasible, y su rostro adusto, pomuloso, no expresaba más que el desdén de toda criatura. Su enorme sombrero de teja, chafado y mugriento, obscurecía sus facciones, dándoles un tinte terroso, de adobes viejos caldeados por el sol de cien años. Iba levantando polvo, que le blanqueaba los zapatos y los bajos de la sotana. Recogía el manteo en el brazo izquierdo, y con el derecho hacía un pausado movimiento de sembrador. – Buenas tardes – dijo al ponerse al habla. – Yo bien… ¿y en casa?… ¿Viene la moza de paseo?… Bueno. ¿Con que nos casamos, eh? Y con un hombre rico… No es mala suerte… Aprovecharse, que todo se acaba, y hombres ricos van quedando pocos». Contestó la joven con las palabras precisas para no ser descortés, y se sentó en un pedazo de sillería. Había muchos por allí de forma curva, como pedazos del brocal o pilón de una destruida fuente.

No tenía Lucila gana de conversación, y hasta le enfadaba oír lo que los demás hablasen. No lejos de ella, en otro sillar, se sentó D. Martín; Ansúrez permaneció en pie; y creyendo ver en el clérigo disposiciones a la benevolencia, le instó a que de una vez se clareara, tocante al préstamo, para saber a qué atenerse. «A eso voy, a eso iba – replicó el cura extravagante; – pero antes os diré otra cosa. Ya sabéis… y con los dos hablo, hija y padre… ya sabéis que estamos abocados al cataclismo. Oiréis por ahí que vuelve Narváez. No lo creáis… Narváez no volverá más… El maldito moderantismo es cosa concluida. ¿Quién vendrá? Vendrán todos y no vendrá nadie. ¿Quién mandará, quién obedecerá? Nadie y todos…»

XXXII

– Si lo que anuncia D. Martín – declaró Ansúrez, – quiere decir que veremos el fin de las rapiñas, bendígale Dios la boca. Pero a mí me dice mi razón natural que la barredera de bolsillos no se acabará mientras vengan tantos inventos nuevos de comodidades y regalo del vivir, porque ellos traen las tentaciones, y los hombres de acá, que han visto cómo triunfan y gastan los extranjeros ricos, quieren ser como ellos. La tierra no lo da, que si la tierra lo diera, todos nadaríamos en la bienandanza; y estando secos los pechos de la gran madre, el hombre fino y agudo, que apetece buena vida porque el cuerpo y hasta la mesma ilustración se lo piden, por ley natural deja crecer sus uñas todo lo que se le merma la voluntad de trabajar. Loco es en España el que fíe del trabajo para vivir a gusto, que de su sudor no ha de sacar más que afanes, y ser el hazme reír de los que manipulan con lo trabajado. Tres oficios no más hay en España que labren riqueza, y son estos: bandido, usurero y tratante en negros para las Indias. Yo de mí sé decir que habiéndome pasado la vida sobre la tierra, echando los bofes, sin fruto, ahora no miro más que a reunir comerciando un capitalejo de mil duros: me basta. Prestando dinero al interés de ciento por ciento, que hay quien lo tome y quien lo pague, hágome con una renta igual a mi principal, que será el mejor alivio de una vejez honrada.

– Alto ahí – dijo D. Martín, saliendo por un instante de su impasibilidad, – que a interés mucho más módico que el ciento, he colocado yo mis ahorros, y todo me lo han quitado los malos pagadores, amparados por la curia maldita… El usurero se cae también a los profundos abismos, como caerán el militar insolente que oprime a la Nación, el contratista que le chupa la sangre, el ministro que ampara tantas contumelias; caerán la hipocresía y la falsedad que han corrompido la honradez y buena fe de la Nación española… y debajo de todos, porque caerá el primero, veréis a Narváez, con toda su infernal caterva de generales… ¿Habéis oído contar las comilonas y orgías de Palacio, y las que el sátrapa daba en su casona de la calle de la Inquisición con el dinero que a manos llenas le regaló Isabel para sus lujos? Pues mientras los cortesanos se hartan en banquetes, el pueblo cena pan seco, y por no tener para carbón, que vale, como sabéis, a catorce reales, no puede ni calentar agua para hacer unas tristes sopas… Desde que tomó Narváez las riendas, España no es más que un laberinto de todos los males, y ahí tenéis al empleado que se merienda al contribuyente, al policía que nos encarcela al menor descuido, y al militar que por un triquitraque saca el chafarote y acuchilla a los ciudadanos. Habéis visto que somos víctimas de tantos vejámenes, atropellos y contumelias; que el robo es la suprema ley, pues no sólo se roban riquezas, sino personas. Los hombres roban la mujer que les agrada, y las mujeres al hombre que les peta. Y la Justicia para castigar estos crímenes ¿dónde está?

– No se ve la Justicia, no se ve la ley – dijo Lucila, que gradualmente se interesaba en la conversación. – Pero la Justicia ha de estar en alguna parte, Sr. D. Martín.

– A eso iba, a eso voy… Coged todos los candiles que hay en el mundo, encendedlos, recorred con ellos el suelo de España buscando la Justicia, y no la encontraréis. Ella y la Verdad se han escondido… y para encontrarlas, más que candiles hace falta otra cosa.

– La Verdad y la Justicia – dijo Ansúrez, – están en el corazón de los poderosos; pero muy escondidas adentro, debajo de pasiones y de mil cosas malas…

– El corazón de los poderosos – agregó Merino agarrándose a la idea del celtíbero, – tiene dentro la Justicia y la Verdad; pero como está tan empedernido, no hay modo de llegar a él para sacar las virtudes. Claro que tienen que salir, porque si no, se acabaría el mundo…

– Peor que acabarse, porque sería el Infierno – dijo Lucila, – y siendo el mundo Infierno, nos condenamos antes de morirnos.

– Condenados los que no delinquimos.

– Condenados malos y buenos: esto no puede ser.

– La Justicia y la Verdad tienen que salir – dijo Ansúrez; – pero ya verán ustedes cómo no salen. Cuando más, asomará una puntita de ellas… A menos que venga un hombre tan grande y tan sabio que sea como redentor que nos manden del otro mundo…».

Sin perder su impasibilidad más que por segundos, D. Martín expresó esta idea: «El hombre que por la Providencia venga destinado a desatar este nudo, ha de reunir en sí solo el mérito que tuvieron Moisés, Numa y Augusto… y aún es poco. Hay que agregar el mérito de Ciro, Semíramis y Alejandro… No sabrán ustedes quién fue Numa, ni quién Ciro y la gran Semíramis; pero poco importa que no lo sepan…».

Ansúrez y Lucila le oían con la boca abierta. «Pienso – dijo el celtíbero, – que al hombre, remediador de los males de España, o sea médico de esta enferma Nación, no podemos imaginarlo reuniendo en un sujeto a todos los talentos del mundo, pues aún sería poco material para formar el gran seso que aquí necesitamos. Imaginarlo debemos como dotado de santidad, de un fuego divino, que no puede encender más que el Espíritu Santo, según reza la Sacra Teología.»

– La Teología – dijo Merino con marcado desdén, – será dentro de mil años no más que lo que es hoy la Mitología para nosotros… ¿Sabéis lo que es la Mitología? Dioses, semidioses y héroes, todos movidos de las pasiones del hombre. Pues en eso concluirá la Teología… El que a España regenere necesitará, más que talento y más que el brillo de la llamada santidad, de un inmenso valor… desprecio de la vida propia así como de las ajenas… Ea, yo me voy…». Dio dos pasos y se paró para completar su pensamiento: «Ese valiente que necesitamos, bien merecerá el nombre de Mesías. Él traerá la Justicia y la Paz. ¿Cómo? Dichoso el que lo vea, y puede que vosotros lo veáis… ¡Paz y Justicia!, amigas siempre inseparables, porque donde no hay justicia no hay paz… y si lo dudáis, preguntádselo a Moisés, el cual, para hablar de estas cosas, empezaba por invocar a los cielos y la tierra: Audite caeli quae loquor, audeat terra eloquia oris mei… Si no sabéis latín, es lo mismo. Quiere decir: Oiga el Cielo, óigame la tierra.»

– Oigamos lo que se le ha traspapelado en la memoria – díjole Ansúrez cogiéndole del manteo, cuando ya iba en retirada. – Se olvida del negocio de los dineros que ha de prestarme. ¿Es hecho o no es hecho?». Se embozó Merino en el manteo; y dando la media vuelta casi sin mirar al celtíbero, o mirándole de soslayo, le dijo: «Anda y que te dé los cuartos tu yerno, que es bastante rico…». Sin añadir palabra, mirada ni gesto, siguió su pausada marcha hacia el Portillo.

– ¿Sabes lo que se me está pasando por la intención? – dijo Ansúrez a su hija, mirando los dos al clérigo que se alejaba. – Pues coger una piedra… recordar mis tiempos de muchacho… y ¡ran! darle en la misma corona… ahora que se quita el sombrero…

– Déjele, déjele… que bien se ve lo perverso que es – replicó Lucila, – y la poca o ninguna substancia que de él puede sacarse… Habla de traer la Verdad, y él que la tiene en el cuerpo ¿por qué no la echa fuera?… Vámonos de aquí… Yo estoy mala… no sé lo que tengo… Miedo, repugnancia… ¿Por dónde vamos a casa? ¿Está muy lejos?

– Menos de lo que tú crees. Metámonos por el Portillo de las Vistillas, que está dos pasos de aquí, y en un periquete subiremos hasta San Francisco».

Así lo hicieron. Lucila respiró con desahogo del alma al entrar en su casa. «En este rincón humilde – se decía, – nunca, nunca, después que se fue Tomín, me ha pasado nada desagradable. Personas y cosas, todo aquí es bueno, y todo se sonríe al verme. Hasta los animales del corral, que en aquellos días tristes me enfadaban, ahora son mis amigos: los quiero». Resultado de esta meditación fue el propósito de asentir a cuanto resolviesen los que llamaba suyos, Eulogia y Antolín, y más suyo que nadie el bonísimo D. Vicente… Por la noche, fue Jerónimo convidado por Antolín a cenar, y de sobremesa le dijo Halconero que abandonara todo proyecto de poner tienda; que llevara su vejez a un trabajo sosegado, mirando a la salud más que a las riquezas; y pues era hombre práctico en labranza, viniérase con su hija al pueblo, y allí se le daría plaza descansada de mayoral o mayordomo, según la ocupación que más le cuadrase. Conmovido Ansúrez, echó por aquella boca las retahílas de su gratitud, y Lucila una lagrimita, de las dulces, ¡ay! que no habían de ser amargas todas las que derramaba… Tratando de la boda, se puso a discusión el punto de si, descartado el martes, como día nefasto, convenía retrasar al miércoles, o anticipar al lunes. «Que lo decida la novia» – propuso Halconero; y ella, prontamente, sin vacilar, decidió: «Mejor antes que después». Tal idea vista por dentro en su fatigada mente, era de este modo: «Si ello ha de ser, mientras más pronto, mejor. Tengo miedo a estar libre».

Pasaron el domingo en familia todos reunidos. Determinó Halconero que el casorio se celebraría tempranito en San Justo, eligiendo esta iglesia para complacer a su amigo, paisano y algo pariente, D. Francisco Pradel; y aunque Lucila no veía con buenos ojos semejante elección de templo, porque el recinto de San Justo estaba para ella plagado de tristezas, y allí encontraría ideas suyas que deseaba perder de vista, no se atrevió a votar en contra por no serle posible explicar las razones de su repugnancia. Ampliando el programa, se acordó que después de la ceremonia religiosa, y de oír misa y asistir a la función de las Candelas, irían de gran almuerzo a casa de Botín, y de allí a Palacio a ver la función de Corte en la Capilla Real. Esta parte del programa sí fue rechazado por la novia en términos tan vivos que nadie se atrevió a insistir en ello. Por nada del mundo se metería en las apreturas de Palacio. «Total, ¿para qué? Para no ver nada». Y pues la Reina con toda su Corte habría de ir después a la iglesia de Atocha para la presentación de la Princesita, mejor sería que desde la calle, en sitio seguro o en un balcón, vieran el paso de la comitiva. Aceptada fue por D. Vicente esta sensata proposición: también a él, por causa de no estar nada flaco, le enfadaban las apreturas.

 

Las primeras luces del 2 de Febrero de 1852, día que había de ser memorable por diferentes motivos, encontraron a Lucila despierta, arreglándose: no le daba poca prisa Eulogia, que en madrugar dejaba por perezoso al mismo sol. Las siete y media serían cuando vestida estaba ya la novia; a las ocho le puso Eulogia la mantilla… Celebrada fue por cuantos en tal ocasión la vieron, la soberana hermosura de Lucihuela Ansúrez. Con su trajecito negro, y en derredor del rostro pálido las sombras del cabello fundiéndose con el nimbo obscuro de la mantilla, era realmente una diosa del Olimpo con disfraz de española y madrileña… A las ocho y diez salieron… A las ocho y media, ya estaban en la sacristía de San Justo, y a las nueve menos minutos, la diosa y mártir era ya, ante Dios y los hombres…