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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XXIX

– Duendecillo, ¿querrás hacerme creer que no supiste lo que llevabas?

– No lo supe. Verás: al caer de aquella tarde, cuando no hacía una hora que yo había vuelto con la tartera llena de tocino del cielo, el Sr. Tajón me mandó a Getafe para que allí estuviese con mi padre hasta que se me ordenara venir. Mucho me dio que cavilar tal determinación. ¿Será por esto? ¿será por lo otro? Yo sospechaba… algo veía yo; pero nada con claridad. Pues señor: viene de repente el gran tronicio de aquella mojiganga que llamaron del Relámpago… Empiezan a prender gente, y los primeritos que caen son mis señores y el tuyo, y me los mandan desterrados qué sé yo dónde. Mi padre y yo nos vimos perdidos, porque a los Escolapios de Getafe no les llegaba la camisa al cuerpo, temiendo que allá podría llegar la quema… A Madrid nos vinimos. Mi padre se escondió en casa de unos boteros amigos suyos de la calle de Segovia; yo, no sabiendo qué hacerme, pues a Palacio no había de volver ni atada, pensé que no hallaría refugio mejor que el Convento, y allí me metí… Ya te contaré otro día mi vida en Jesús, donde la mayor desdicha fue hacer mi primer conocimiento con esa perra boticaria… Hoy, por completar esta historia mía palaciega, bien triste, te diré que en el Convento, andando días, supe que la noche del tocino del cielo… así marco yo aquella fecha condenada… hubo en Palacio rebullicio y mucho miedo, del cual nada me tocó, gracias a Dios, por estar yo en Getafe… Por orden del señor Mayordomo Mayor se registraron muchas viviendas del piso segundo… Porteros y azafatas, y hasta damas fueron registradas, obligándolas a enseñar el pecho y a levantarse las enaguas, mismamente como registran a las cigarreras al salir de la fábrica, por si se llevan tabaco escondido…

– Ya era tarde para esos registros… ¡ay qué risa! Hija, para contrabandista no tienes precio.

– Te lo aseguro, Rosenda: no supe lo que llevaba… pienso que no sería cosa buena. Déjame que suspire un poco. El recordar mi vida de Palacio me pone aquí un peso, una opresión…! Nunca he sido más inútil que en aquel tiempo; nunca me he sentido más sola; nunca me han aburrido tanto las máscaras, pues máscaras me parecían cuantas personas traté en aquella casa… Tanto me amarga este recuerdo, que no he contado los lances de aquella mi vida boba más que a dos personas: a Tomín, a poco de conocerle, y hoy a ti. A la boticaria, nada o muy poco de esto le conté, porque con esa maldita nunca tuve yo verdadera confianza… siempre la temía, siempre de ella desconfiaba… No sirvo yo para esa vida de los palacios grandes, grandes… Las personas me parecen figuras que han salido de los tapices, y que hablando y moviéndose siguen siendo de trapo… En todo no ves más que vanidad, mentira, y todo se te confunde y se te vuelve del revés; llegas a no saber si los criados parecen señorones o los señorones parecen criados.

– ¡Quita allá, tonta…! – dijo la Capitana con franco regocijo. – Cada una debe mirar por su adelanto… Pues a mí me gustaría meterme en esa vida. Para eso he nacido yo, para vivir con suposición entre personas encumbradas, para pasar el rato curioseando, viendo lo que se traen estos y los otros, y poniendo mis manos en cualquier enredillo… Verían en mí un capeo superior… Pronto me buscarían para las suertes de más cuidado.

– No te compongas, Rosenda. Tu Don Paco no te llevará a la Casa Grande, si antes no enviuda y se casa contigo.

– Es de la Cofradía del Qué Dirán y de la santísima Opinión.

– ¡Quién les había de decir a los Tajones, cuando los desterraron, que pronto habían de volver a sus puestos y a sus intrigas! – dijo Cigüela cavilosa. – Esto prueba que en esa casa no hay idea de justicia, ni formalidad para nada. Sólo una persona sería justa si la dejaran, y es la Reina; pero no la dejan: la tienen metida en un fanal pintado de mentiras para que no vea la justicia ni la verdad. Así anda todo…».

Cayó en tristes meditaciones, de las que con trabajo la sacó su amiga. «Ya ves tú si soy desgraciada – dijo la pobre mujer suspirando. – Ni en Palacio hay justicia, ni yo me veo con fuerza para entrar en busca de ella. ¡Valiente caso me harían!… No hay salvación para mí.»

– Todo es posible, querida mía – le dijo Rosenda, – si sigues por el caminito que yo te señalo. Lo primero, casarte, antes hoy que mañana… después estableceros en Madrid; después libertad…

– ¡No, Rosenda, no hay libertad que valga, ni casorio, ni nada de eso! – exclamó Lucila en una erupción repentina de su pena latente. – Yo no me caso… No puedo, no quiero engañar a ese buen hombre… Prefiero la miseria, y todos los males que pudieran venir sobre mí». Se levantó, y con las manos en la cabeza recorrió la estancia con incierto paso, diciendo: «Que no me caso, que no, que no… Pues Tomín está vivo, tengo que consagrarme a buscarle… Has de decirme pronto si es D. Francisco Tajón quien le ha visto, y dónde, y has de decirme cuándo saldrá Tomín para Puerto Rico… Tú sabes más, más de lo que me has dicho, Rosenda; te lo conozco en la cara, te lo leo en los ojos…»

– Si quieres que yo sea tu amiga – dijo la otra, que para sosegarla fue tras ella, y la enlazó del brazo, – no me pidas cosa ninguna contraria a lo que creo tu bien. Y no vuelvas a decir disparate como ese de ‘no me caso’, porque… Ya sabes que gracias a Dios soy de caballería; y que las gasto pesadas… Con que… ándate con tiento.

– Dime dónde está Tomín; dímelo pronto – exclamó Lucila, con todo el brío de voluntad que su renovada pena le daba. – Mira, Rosenda, que yo, gracias a Dios, soy de artillería; mira que no veo, que no puedo ver nada por encima de lo que es mi pasión, mi ser, mi vida… Dímelo pronto.

– No quiero; no sé nada… A ver quién puede más.

– Rosenda, no eres amiga – gritó Lucila alzando la voz con tonos iracundos, – o lo eres también falsa y traidora, como la boticaria… Si no me contestas a lo que te pregunto, hablaré con el Sr. Tajón.

– ¿Sí…? Me parece bien – replicó Rosenda, que ideó desarmarla con un chiste. – Pero ven prevenida: tráete un candelero de bronce… para igualarle el testuz, marcándole el sitio del pitorro izquierdo…».

No producía Rosenda con su humorismo todo el efecto que buscaba; pero algo se amansó Lucila oyendo aquellos disparates. «No bromees – le dijo, – que esto es muy serio». Insistió la moza, con la terquedad de los enamorados, tan parecida a la de los locos. No pudiendo la otra calmar su ansiedad con negativas, se formó rápidamente un plan de respuesta que al propio tiempo satisficiera los anhelos de su amiga, y la desviara de la torcida senda. Mujer de cabeza ligera, o si se quiere ligerísima, desmoralizada y sin otra mira ya que ir derivando su frivolidad hacia el positivismo y el vivir regalado, no era mala persona en el fondo, y su viciada naturaleza ocultaba un corazón bueno. Viendo cuán fácilmente se levantaban en el alma de su amiga las llamadas del mal extinguido incendio, sintió pesar de haber atizado el fuego con la noticia referente a Tomín. La mejor enmienda de su error no era desmentir o retirar lo dicho, sino agregarle alguna caritativa falsedad que a la buena moza le quitara el gusto y la intención de arriesgadas aventuras. Como Domiciana, levantó un artificio lógico, pero con idea benévola y mirando al bien de la infortunada mujer. «Pues te empeñas en saberlo – dijo, – en Palacio está el hombre, con destino, que ahora no recuerdo; pero me informaré… Ya ves que allí es mayor locura que en parte alguna pretender cogerle, como se coge un perrito extraviado, y llevártele contigo. Piensa en los estorbos que allí te saldrán, en el sin fin de personas odiosas y antipáticas que encontrarías».

Calló Cigüela, vencida de estas razones, y su dolor, imposibilitado de manifestarse en actos, se condensó en lo íntimo… A los sollozos siguió un llorar ardiente, sin tregua. Rosenda la consolaba, ya con nuevas razones, ya con cuchufletas… «Si quieres, cambiamos: dame a D. Vicente con Tomín detrás de la cortina, y yo te doy a mi D. Paco con su pisar de loro…»

– ¿Ves, ves lo desgraciada que soy? – decía Lucila cuando el llanto le permitió el uso de la palabra. – A donde quiera que voy, Dios me dice: ‘alto; de aquí no se pasa…’. Dos caminos tengo: o matarme o casarme… No sé cuál es peor.

– Yo no vacilaría… Me casaría primero… y después a pensar en matarme… pero sin prisa, que estas cosas deben hacerse después de bien maduradas…

– Pero antes de casarme ¿no te parece que debo dar algunos pasos, a la calladita, por ver de ponerme al habla con Tomín?… ¡Le escribiré una carta!

– ¡Escribirle! – contestole Rosenda con buena sombra. – No es mala idea; pero debes aguardar a que tu maestro te enseñe la letra bien clara y la perfecta ortografía…

– No te burles… ¿Y no será fácil cogerle cuando salga para Puerto Rico?… Todo está en averiguar la hora de salida, y… Pero nada de esto puedo hacer sin que me ayude alguien…».

Interrumpidas por Ansúrez, que bruscamente llegó, las dos mujeres callaron. Lucila limpió sus lágrimas, mientras Rosenda se enteraba de los recados que traía el buen celtíbero.

Despachó este en cuatro palabras, ávido de desembuchar las graves noticias que de la calle traía. «Prepárense – les dijo en el tono solemne que usaba, – para saber del grande suceso que a estas horas va retumbando por todo el mundo, de pueblo en pueblo. ¿Están preparadas? Pues oigan: El Sr. D. Luis Napoleón, que era, como se dice, Presidente de la República de los franceses, ha dado un puntapié a la Constitución de allá, y se quiere nombrar a sí mismo… aciértenlo… pues Emperador de la Francia… que es como ser sucesor del otro Napoleón, que fue Primero… y lo que yo no entiendo es que no habiendo tenido Segundo, tengan ahora Tercero».

Oyó Lucila con desprecio la noticia, pues maldito lo que le importaba que cayesen Repúblicas y se levantaran Imperios; pero Rosenda, a quien algo se le alcanzaba de tales cosas, dijo que si el Sr. Ansúrez no venía bebido, y era verdad la especie, ello era muy grave, y traería cola…

 

– ¡Cola! – exclamó Ansúrez. – Tan grande será, que por mucho que arrastre, no le veremos el fin. En la Puerta del Sol, junto al Principal había tanta gente que aquello parecía el pregón de la Bula, y en los corrillos leían un parte escrito que ha venido de París por los signos de las torres, el cual dice que Emperador es ya el caballero, o lo será pronto, porque falta todavía el requisito de ser votado por toda la plebe de Francia… Según lo que por ahí corre, es ahora seguro que vuelve a mandarnos el de Loja, quiéranlo o no Palacio y las monjitas, porque el Napoleón, D. Luis, es gran amigote de Narváez… como que a comer y cenar le convidaba todos los días, y andaban siempre de bracete por los paseos y bolívares… Esto se dice, y si es verdad, yo me alegro, porque ya se va poniendo esto muy al son de la clerecía. Bueno es que se muden las tornas, y cambien las aguas, para que lo seco se moje y lo mojado se seque; bueno será que se limpien muchos comederos, y se llenen otros que ha tiempo están vacíos…

– ¡Ay! no, amigo Ansúrez – dijo Rosenda con cierta inquietud: – deje usted los comederos como están… ¿Pero se dice por ahí que tendremos trastornos?

– Y tales serán que lo alto se suba más, y lo bajo se precipite hasta los profundos abismos; pues sabido es que cuando Francia estornuda, España dice Jesús, como que las dos naciones están tan unidas por fuera y por dentro como la nariz y la boca… En fin, señora, ya sabe lo que ocurre, y mi hija y yo nos vamos, que es hora ya de tocar a retirada».

Despidiose Lucila de su amiga y partió con su padre, abatida, silenciosa, llevando en sí algo para ella de más peso y magnitud que el nuevo Imperio que a punto estaba de levantarse. Recorrido habían ya largo trecho, cuando Lucila, parándose, dijo al celtíbero: «Padre, cuando yo estaba en el Convento, siempre que venían noticias de alguna trifulca en Francia, decían las Madres: ‘esos demonios de franceses nos van a traer acá un cataclismo’. Usted, que con su talento natural ve tan claras todas las cosas, dígame: ¿cree que habrá en España cataclismo?»

– Hijita, deja que pueda hacerme cargo de lo que resulte en Francia de ese voto que ha de dar la plebe. El echar a rodar Napoleón el Trono de la República, para poner las gradas del Imperio, quiere decir que no se quieren las pasteleras libertades… ¿Pues qué hará en vista de esto el Progreso…? Sacará clavos con los dientes antes que humillarse… Veremos, y vengan días, de donde podamos sacar el juicio de las cosas.

– Porque yo quiero que haya cataclismo, padre, mucho cataclismo; que los injustos caigan y sean pisoteados por los sedientos de justicia; que los que cometieron tropelías sean hechos polvo, y que los buenos se alegren. Justicia quiero, y habiendo justicia, habrá paz. ¿Esto cómo se llama? ¿Se llama República; se llama Imperio?».

XXX

El efecto que causó en el alma de Lucila la noticia, dada por Antolín de Pablo, de que Halconero llegaba, lo más tarde, al cabo de dos días, fue de verdadera consternación. ¿Por qué volvía? ¿No era mejor que se quedase por allá?… La prometida esposa se conturbaba con la idea de verle, y metiendo su exploradora mano en el corazón, tocaba frialdad, aborrecimiento. Del anunciado regreso de D. Vicente la consolaba la idea y presunción de que a su llegada hubiese un poco de cataclismo.

A su padre, que a verla iba diariamente, le dio un interesantísimo encargo: «¿No tiene usted conocimientos en el Ministerio de la Guerra? ¿No conoce a un cabo que está en las oficinas?… ¿Sí? Pues averígüeme… ello es muy fácil, padre, y hasta los gatos del Ministerio deben saberlo… averígüeme cuándo sale el General Prim para Puerto Rico.»

– Va de Capitán General; le embarcan porque se pasa de valiente… Es, según se dice, hombre de mucha idea…

– Y eso es lo que estorba.

– No sé por qué. Yo tengo mucha idea, y no me mandan a ninguna parte.

– Porque no temen a los humildes. El reino de los humildes está muy lejos.

– ¡Y tan lejos…! Ni aunque uno se suba encima de los encumbrados puede alcanzar a ver dónde está ese reino».

Llegó Halconero: viéndole y tratándole, se calmó la fiebre de Lucila, y las aberraciones disparatadas de sus sentimientos. No le aborrecía, ¡pobre señor! ¿Cómo aborrecer a quien le había hecho tantos beneficios, y aun mayores e inapreciables se los prometía? Gustoso de aprovechar el tiempo en la Villa y Corte, Halconero fue a visitar el nuevo Congreso, llevando por delante, naturalmente, a Lucila y Eulogia, bien apañaditas. Habíale dado las papeletas el Sr. D. Matías Angulo, diputado por Navalcarnero, como él propietario rico y persona sencilla y de las mejores intenciones, así en política como en todo. En la admiración de aquel lujoso monumento elevado a la Soberanía Popular, pasaron los tres una mañana, y desde los salones de Sesiones y de Conferencias hasta la Biblioteca, salas para Secciones, taquígrafos, etcétera, nada se les quedó por examinar. Admiraba Eulogia con preferencia las ricas alfombras, Lucila los altos techos con pinturas, y D. Vicente perdía el tino ante la profusión de terciopelo encarnado… Visitaron asimismo el Museo de Artillería y la Historia Natural, y no continuaron por otros barrios de Madrid su instructivo zarandeo, porque Lucila se resistió, sin dar de su negativa razones claras, a visitar las Reales Caballerizas y la Armería Real… Se fatigaba, se le iba la cabeza, según dijo… Pensando que el teatro la distraería más que los Museos, propuso D. Vicente ir a ver la Adriana, obra muy hermosa de la que se hacían lenguas cuantos la habían visto. Representábase en los Basilios, y era el éxito mayor de la temporada corriente. En efecto: allá fueron una noche, y no puede describirse la emoción de los tres ante el interesante drama; con el río de lágrimas que derramaron las mujeres, competían los pucheros del hombre, queriendo echárselas de valiente. A Lucila le llegó al alma el caso de la pobre cómica, tan bien representada por la Teodora, a quien envenena una princesa su enemiga (que también era un poco boticaria), con el simple olor de un ramillete. Le pareció la comedia cosa real, y la emoción duró en su alma muchos días.

Siguió a esto un período de compras, en las cuales nada se hacía sin que Lucila diera su exequatur, previo examen de las cosas. De tienda en tienda iban los tres; mirando y escogiendo lo que se diputaba mejor dentro de la modestia, adquirió Halconero cama de matrimonio, de bronce dorado, según los mejores modelos de una industria moderna, y colchón de muelles elásticos, que eran última novedad. Tras este tan necesario y útil mueble, se compró un espejo grandecito, un juego de reloj y floreros, un veladorcito maqueado, vajilla de porcelana, y juego de café, con maquinilla de reciente invención para hacerlo en la misma mesa. Con estos goces inocentes de preparativo nupcial estaba el buen señor en sus glorias. Antes de Navidad partió para su pueblo, dejando determinado que volvería después de Reyes, ya para casarse. La boda sería entre San Antón y la Candelaria.

Ansiosa de sostenerse inexpugnable ante los arrebatos de su propio corazón enamorado, Cigüela no salía más que para oír misa, en San Andrés, y se propuso no volver a poner los pies en casa de Rosenda. No aviniéndose esta con el desvío de su amiga, fue a verla, mostrándose en la visita como la misma discreción y la prudencia en persona. A pesar de no encontrarse presente Eulogia, la Capitana no nombró a Tomín, ni dijo cosa alguna que con el perdido caballero tuviese relación. No se atrevió Lucila a preguntarle; pero leyendo en los ojos de Rosenda, entendió que algo sabía esta, y no quería decírselo por no perturbar el ánimo de su amiga… Lo agradecía, y al propio tiempo lo deploraba. Temía saber, saber ansiaba. ¿Cómo armonizar deseos tan contrarios? Cuando partió la maliciosa Capitana, la presunta esposa de Halconero se decía: «Me ha dado olor a sepulcros… En los ojos de Rosenda he visto una cosa que se parece al último renglón de un libro triste… Ya veo claro. Tomín ha salido para Puerto Rico… ¿Y dónde está ese condenado Puerto Rico? De aquí allá ¡cuántas llanuras y montañas de agua!».

Esta idea embargó su ánimo por muchos días, idea de duelo, seguida de efusiones dolorosas de un cariño inextinguible, que derivaba hacia las esferas de Ultratumba; porque en verdad, ¿qué cosa más parecida a la muerte que un viaje a Puerto Rico? Y la cantidad de agua que entre Tomín y su amada se extendía, era la expresión más sensible del infinito de la ausencia. Lloraba Lucila sobre aquellas turbias aguas, que se movían con ritmo y balanceo semejantes al navegar de las almas de este mundo al otro… En tal situación de espíritu, consolándose con el desconsuelo, y meciéndose en lo infinito, sorprendieron a la infeliz mujer sucesos de interés general, y otros de su particular incumbencia. El feliz parto de la Reina, con público regocijo, fiestas, iluminaciones, no fijó tanto su atención como las cuatro palabras que le dijo el buen Ansúrez una tarde: «Querida hija, por fin te traigo despachado el encargo que me diste, y es que… tocante a la fecha de salir para Puerto Rico el señor General Prim, no hay fecha ninguna, porque el señor General ya no va a Puerto Rico».

Palideció Lucila. Por las inmensas aguas no iba Tomín. ¿Pero quién aseguraba que no fuera más tarde, con otro General, solo tal vez?… Examinando probabilidades, en sombría cavilación, vino a parar en que todo era posible y todo imposible. No prestó atención a las lamentaciones de su padre contra el clérigo Merino, que no acababa de arrancarse al ofrecido préstamo, bien porque no hubiera realizado la cobranza del crédito antiguo, bien por marrullería y ganas de fastidiar. Esta última versión le parecía razonable, pues de sus conversaciones con él, en los solitarios Paseos por la Tela, había sacado la presunción de que era D. Martín hombre cerrado a la benevolencia y malo de por sí, amigo de martirizar: el único deleite de sus ojos era ver el ajeno sufrir, y ninguna música le gustaba como el rechinar de dientes del hombre desesperado… Sin llegar a la desesperación, Ansúrez deploraba que estando tan cerca el matrimonio de su hija, no pudiera él festejarlo con tienda abierta, para que se dijese que el padre de la novia era un comerciante establecido en la calle de las Maldonadas. ¡Y que no haría poco servicio al Sr. Halconero anunciando la venta en comisión, y al por mayor, del fruto de sus feraces tierras!… Encomiando el rico género, todo Madrid diría: «¡Cebada de Halconero, huevos de Halconero, uvas de Halconero!…».

En Navidad y en Reyes vio Lucila a Rosenda, y en los ojos de ella, así como en su acento y actitudes, observaba la misteriosa reserva que traducida con buena voluntad al lenguaje corriente, quería decir: «Sé muchas cosas, pero las callo; mi deber es callarlas». Por la delicadeza y corrección que le imponía la proximidad de su boda, no se determinó a preguntarle. Nada podía sacar del reservado escondrijo que llevaba en su mente la Capitana, urraca codiciosa que escondía las ideas y noticias que a Tajón robaba… Pasó Cigüela en melancólicas dudas algunos días, y razonaba su estado anímico en esta forma: «No quiero más que saber, saber… ¿Se habrá muerto Min? ¡El silencio de Rosenda dice tantas cosas! Dice muerte, dice vida y nuevas traiciones… Ya doy en creer que el traidor es él, y para perdonarle, necesito saber la verdad… ¿Cómo he de perdonarle, si no sé…?». Hervían estas ideas en su mente, cuando se encontró de manos a boca con Ezequiel: ella salía de San Andrés, donde había oído misa, y él entraba con un gran manojo de velas… Requerida por el mancebo, retrocedió la moza, y sentada en un banco próximo a la puerta, esperó a que se desocupara de su carga para hablar con él.

– ¿Qué querías decirme…? Cuéntame…

– ¿No te has enterado de que Domiciana se ha ido a vivir a Palacio?… Allí la tienes de camarista suplente, con un sueldazo… Le han dado una habitación muy grande, subiendo por la escalera de Cáceres, el primer cuarto a mano derecha…

– Lo conozco, conozco ese cuarto. He vivido en él… ¿Y qué más?… No me tengas en ascuas… acaba pronto.

– Pues mi padre está cada vez peor de la vista.

– ¡Pobrecito! Eso no me importa. ¿Se ha llevado tu hermana los muebles de tu casa?

– Algunos… Parece que le dan el cuarto amueblado. Se llevó, eso sí, manojos de hierbas, y los morteros, los filtros…

– Ya… en Palacio practicará la botiquería… ¿Y qué tal… tiene la casa bien puesta?

– No la he visto; lo primero que nos encargó fue que no pareciéramos por allá.

– ¿Qué me dices, Ezequiel?

– ¿Verdad que es una ingratitud…? Mi padre está muy triste, pero muy triste. Gracias que algunas tardes, en coche, viene Domiciana a verle, y con esto se consuela el pobre.

 

– ¿Ha llevado tu hermana a su servicio la criada que teníais?

– ¿La Patricia? Allá se la mandamos; pero la despidió más pronto que la vista… No quiere a nadie de nuestra casa. ¿Ves qué esquiva y qué testaruda? Ni que tuviéramos la peste…

– No conoces tú a tu hermana, Zequiel. Si os mantiene lejos de su nueva casa, y no quiere que vayáis a visitarla, será que allí esconde algo, algo que no debéis ver vosotros, ni nadie…

– Puede que tengas razón. De algún tiempo acá, todo lo que hace mi hermana es muy raro… Mi padre suele decir como rezongando: ‘Dios la perdone’.

– No la perdonará – exclamó Lucila con acento de ira, olvidándose de que estaba en la iglesia. – Zequiel, si me averiguas lo que Domiciana oculta en su casa de Palacio, te doy… no sé qué te daría. Pídeme lo que quieras…

– Lucila, sabes que te quiero mucho. ¿Qué no haría yo por ti? Sueño contigo, y pienso que mi mayor felicidad sería tenerte siempre a mi lado. El otro día, hablando de ti con mi padre, le dije que si ibas tú por allí, te dijese, como cosa suya, lo mucho que te quiero… Mi padre se echó a reír y me contestó con una frase que me lastimó mucho. Dijo, dice: ‘tú eres poco hombre para Lucila’. Eso es faltarle a uno. Yo no seré todavía bastante hombre; pero voy siéndolo cada día más… Pues dime ahora qué tengo que hacer para averiguarte lo que deseas.

– Ir a la casa que habita tu hermana, en Palacio; entrar en ella atropellando por todo, registrar bien las habitaciones, ver, observar…

– Sí que lo haré, y a todo el que quiera estorbarme el paso, le daré un empujón… Pues déjame ahora que te diga lo que tienes que darme en pago de ese favor… El caso es que aquí no puedo decírtelo, porque estamos en la iglesia, y me da reparo… Salgamos a la calle, vámonos por la Costanilla, y te lo diré… Aquí siento más vergüenza que en la calle».

Salieron. Lucila era una máquina que funcionaba inconsciente y con la mayor rapidez en todo lo que condujera a la satisfacción de su curiosidad. Al llegar al extremo de la Costanilla, entrando en la plazoleta de San Pedro, Ezequiel, que iba silencioso junto a su amiga, se paró, y más pálido que la cera de su taller le dijo: «Luci, yo pensaba pedirte… y perdóname si es desacato… pensaba pedirte por este favor… que me dieras un beso; pero ahora veo que es muy poco, Luci, es muy poco un beso: debes darme lo menos tres… o cinco…»

– Y más, muchos más – dijo Lucila ardiendo en curiosidad, y movida también a lástima intensa del pobre muchacho candoroso. – Si me traes la verdad que busco, te daré tantos besos como palabras necesites para contármelos, tantos como pasos has de dar de aquí a Palacio y de Palacio aquí.

– ¡Ay, qué buena eres, y qué agradecido quedaré, Luci! – dijo el pobre chico casi llorando. – Iré corriendo. Pero… para que yo vaya con más ánimos, ¿por qué no me das uno a cuenta? Por ser el primero, ha de saberme… como el cuerpo de Nuestro Redentor, cuando uno comulga.

– Sí que te lo doy. Toma uno, toma dos, toma más… – dijo Lucila besándole, como besan las madres a los chicos para convencerles de que deben ir a la escuela.

– No más – dijo al fin Ezequiel embebecido y asustado. – Pasa gente… pueden fijarse, y si lo sabe el que va a ser tu marido… ¡Jesús!

– Pues ve pronto… yo te acompaño hasta la calle de Segovia… y en la subida de la Ventanilla, ¿sabes?… allí te espero… No, no… para que me encuentres más fácilmente, y no haya equivocación, te espero en las Monjas del Sacramento.

– Allí… Vamos, Luci».