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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XXV

Desde su campestre residencia en la Villa del Prado, escribía D. Vicente Halconero cartas dulzonas a la que llamaba su prometida, y esta puntualmente les daba respuesta, poniendo en ella lo menos posible de ortografía, lo más de sinceridad y una fría expresión de gratitud y afecto. No quería engañarle con fingidos entusiasmos, y en todas sus cartas le abría, como si dijéramos, la puerta de aquel compromiso para que se retirase cuando fuera de su gusto. Pero el buen labriego no pensaba en abandonar un campo tan florido, y en cada epístola que enjaretaba se ponía más tierno y dulzacho, como si mojara la pluma en el arrope de aquella tierra.

Avanzaba Septiembre cuando el viejo Ansúrez manifestó a su hija que ya le aburría y descorazonaba el empleo en casa del señor Chico, no porque allí el trabajo le rindiera, ni por el adusto genio del amo, sino porque se veía mal mirado del pueblo y de toda la vecindad. El aborrecimiento de la gente de Madrid al cazador de ladrones y perdidos, recaía en los servidores que de ello no tenían ninguna culpa; a tanto llegaba la inquina ciudadana, que de él, Jerónimo Ansúrez, huían más de cuatro, y le miraban con miedo y repugnancia como si fuera criado del verdugo. Quería, pues, presentar la dimisión de su cargo, y habiendo conocido ya la vanidad y poca pringue de todos estos empleíllos, era su anhelo buscarse la vida con independiente trabajo, en un comercio de cosa que él entendiera. Proporción de establecerse se le ofrecía, que ni cogida por los cabellos. Se traspasaba la tienda de granos para simiente y de huevos, calle de las Maldonadas, y él podría quedarse con aquel tráfico sin más que aprontar cuatro mil reales que pedían por el traspaso. Cierto que ni él tenía tal suma ni su hija tampoco; pero bien podían pedirla prestada, y no había de faltar quien abriera la mano, por la seguridad de un buen interés o la participación en el negocio. Aunque su padre no lo dijo claramente, Lucila le caló la intención, la cual no era otra que tratar del préstamo con Antolín de Pablo. Resueltamente se desentendió la moza de semejante embajada, y por aquel día no se habló más del asunto. Conviene advertir que Lucila había cuidado de no poner en autos a su padre de las intenciones y fines del rico D. Vicente Halconero: temía que el celtíbero, de la fuerza del alegrón, se lanzase a explotar tempranamente la generosidad del opulento villano.

Continuaba Cigüela parroquiana de San Justo, prefiriendo a las demás esta iglesia por la singular atracción del clérigo, a quien suponía viviente archivo de aquella historia lamentable. «Aquí está quien sabe la verdad – se decía. – Me agrada el sentirme cerca de esta verdad, aun sabiendo que no ha de querer descubrirse. Siempre que me mira este maldito cura, feo y antipático, creo que le gustaría quitarse el velo. Es ilusión, locura mía». Una mañana la saludó al paso D. Martín: «Yo bien, gracias… Mucho calor… ¿Qué se sabe de Doña Domiciana? ¡Cuánto tiempo que no parece por aquí!… ¿Qué dice usted… que ya no son amigas? ¡Vaya por Dios! Las mujeres por cosa grande riñen, y por cualquier nadería hacen las paces… Hoy furiosas enemigas, mañana comiendo en un mismo plato… Ea, conservarse».

Otro día que se encontraba en San Justo, allí fue Ansúrez en su persecución, y viéndola saludada por D. Martín, le dijo: «Hija del alma, lo que menos sospechas tú es que estamos tan cerca de nuestro remedio. ¿Ves ese sacerdote tan áspero, y de tan mal cariz que a mí se me parece al verdugo que había en Zaragoza el año 43? ¿Lo ves? Pues es hombre de posibles, y coloca su dinero a interés, que no digo sea mismamente módico. Lo sé por quien le debe y no puede pagarle, de lo que resulta que está el buen cura furioso, y por eso tendrá esa cara de vinagre… Pues óyeme: Al ver que te saludaba con aire de estimación, pensé y dije que si vas y le pides para tu señor padre, que quiere poner un comercio, cuatro, o aunque sean seis mil reales, con la formalidad de pagaré en regla, y réditos consecuentes y puntuales, cierto es que veo el dinero en tus manos, que es como decir en las mías… Con que atrévete, y verás a tu padre en su tienda de las Maldonadas… ¿Qué? ¿Sientes cortedad?… Entendí que te confiesas con él.»

– No me confieso porque me da miedo… No es de los que la llaman a una por ese aquél de la bondad cristiana… Vamos, que no me gusta para confesor… Sabe historias que me tocan muy de cerca; las sabe por confesión de otras personas; me parece que si con él me confesara, se me trastornaría el sentido y le diría: ‘no vengo a entregar mis pecados, sino a que usted me entregue los de otros…’. Esto es un disparate. Pero yo me conozco… y por eso no me acerco a su confesonario.

– Hija de mis entrañas, no seas simple. Arrímate a la reja, y haz una confesión neta y clara, que a él le maraville por tu tribulación, por tus ansias de enmienda y de no volver a pecar. Entre col y col, le dices que tienes un padre amantísimo que se ve en grandes aflicciones, sin explicar porque sí ni porque no… Te absuelve… Quedáis amigos; eres su hija de confesión… te considera, te tiene lástima por lo que le dijiste de lo atropellado que anda tu buen padre. Dejas pasar dos días, y luego le pedimos una entrevista en su casa, que es ahí en el pasadizo de la Plaza Mayor; nos vamos los dos allá, y verás como no salimos con las manos vacías».

Protestando de que es gran sacrilegio confesar con la idea de pedir dinero al confesor, Lucila opuso resistencia a los planes de su padre. Después dijo que se tomaría tiempo para pensarlo, y que, si se determinaba, había de ser sin previa confesión… Por nada del mundo mezclaría las cosas sagradas con las mundanas, ni la conciencia con los intereses.

– Bueno, hija muy adorada, perla de mi familia: te dije lo del confesonario, porque en todas las cosas nunca está de más abrir cualesquiera caminos para los fines que buscamos, y eso al alma no daña; ni el confesar que te propuse era con el fin único de los intereses, sino para que con la limpieza de tu conciencia prepararas al sacerdote a estimarte más. Total, que de un tiro matabas dos pájaros; con una sola acción sacabas dos provechos: tu alma purificada y mi bolsillo guarnecido. Ya ves…».

Parte de aquella noche pasó Lucila en cavilaciones sobre lo propuesto por su padre, y de cuanto pensó resultaba el propósito de avistarse con Merino. ¿Qué perdía en ello? Podría suceder que hablando los dos se espontaneara el hombre, en una distracción de la conciencia, o que aun callando, con pausa brusca o con instintivo gesto diese a conocer la verdad. Quería, pues, aproximarse a la esfinge, y contemplar sus labios de bronce, por si de ellos alguna revelación al descuido caía… Hablaría con el clérigo, pero sola: la presencia de su padre la estorbaba. Ante todo, érale preciso prevenir a D. Martín, pidiéndole hora para la audiencia, y este trámite quedó cumplido a los tres días de la expresada conversación con Ansúrez. Tal era la impasibilidad del viejo cura, que no manifestó sorpresa ni disgusto de la visita que se le anunciaba: sin duda penetró el objeto aparente de ella, que era solicitud de préstamo. Contestó a Lucila que fuese cualquier mañana, o cualquier tarde antes de las siete, hora en que infaliblemente cenaba y se recogía.

Llegaron día y hora: una tarde, cuando se aproximaba el ocaso, fue Lucila a la Plaza Mayor con su padre; este se quedó dando vueltas alrededor del caballote de Felipe III, y la moza penetró en el siniestro pasadizo, que oficialmente se llamaba Arco de Triunfo, y por mote popular Callejón del Infierno. Entrando por la única puerta numerada que allí se veía, subió hasta el segundo piso poco menos que a tientas, pues ni había luz en la escalera, ni a esta llegaba la claridad del día declinante. Tiró de un cordón mugriento… abrió la puerta una doméstica joven, fea y sucia… y apenas nombró la visitante al Sr. D. Martín, vio que este surgía de las sombras de la casa, y le oyó decir: «Pase, joven, pase. Dominga, traerás luz».

Tras D. Martín entró Lucila en una estancia chica, con ventana que daba al callejón. Había en ella un derrengado sofá de paja, una mesa camilla con cubierta de hule negro y raído, y faldón de bayeta verde; en el rincón próximo una papelera con libros apilados en la parte superior; entre la mesa y la pared una silla, enfrente otra. El esterado era de empleita con rozaduras; en las paredes no había ninguna estampa ni cuadro; sobre la mesa, al lado izquierdo de D. Martín, papeles manuscritos sujetos con un pedazo de mármol que debió de ser peana de una figura, tintero de loza con dos plumas clavadas en los agujeros laterales, polvorera de cobre y un pedazo de paño negro; el breviario, arrimado al lado derecho, encima de otro libro de cubierta roja; un almanaque con las hojas muy sobadas, un bote de hojalata con tabaco, librillo de papel de fumar. Todo allí revelaba pobreza y avaricia.

A una indicación de Merino se sentó Lucila en la silla del lado exterior de la mesa, y sentado él entre la mesa y la pared, quedaron frente a frente. La sotana verdinegra que el clérigo usaba dentro de casa era prenda antediluviana que le envejecía más. Lucila le vio más feo que en la iglesia, más sucio, abandonado y desapacible. Abrió el cura la conversación con estas palabras: «Hoy me ha dicho el chico de la cerería que su hermana está para llegar». Lucila no dijo nada: se alegraba de que D. Martín relacionara siempre la persona de la criminal con la de la víctima, pues ni una sola vez, al hablar a esta dejaba de nombrar a la cerera maldita. ¿No podría esperarse que de la tangencia de personas en el cerebro del cura resultara un abandono del secreto?… «Y a propósito de Doña Domiciana – prosiguió Merino, – voy a enseñarle a usted los tres regalitos que me hizo antes de irse a La Granja». De un cajón de la papelera próxima fue sacando y mencionando los objetos que mostró a Lucila. «Vea usted: una caja con bolitas de jabón, alumbre y trementina, para quitar manchas de la ropa negra, y remediar el lustre que llamamos de ala de mosca… Vea usted: un rollo de cerillo fino para alumbrarse en la escalera cuando uno entra de noche… Y por último, este cuchillo…». Lo desenvainó para mostrarlo a Lucila, que en todo su cuerpo sintió repentina frialdad al reconocerlo. «Es precioso – dijo D. Martín, satisfecho de poseer aquella joya. – Vea usted qué punta más afilada… Es fino de Albacete, con grabados árabes en las costeras; el mango muy bonito… Era una lástima que esta magnífica hoja no tuviese su vaina correspondiente. En busca de ella me fui al Rastro algunas tardes, y al fin, mirando en este puesto y en el otro, me encontré esta que le viene tan bien como si con ella hubiera nacido… Y no me costó más que dos reales… Vea usted… Lo he limpiado… Siempre es bueno tener uno alguna defensa, por lo que pudiera ocurrir».

 

La idea que a Lucila embargaba le sugirió con celeridad eléctrica esta pregunta: «D. Martín, ¿no le dijo Domiciana de dónde sacó este puñal, o cómo fue a sus manos?»

– Es un arma muy buena, la hoja de temple fino, el mango muy bien labrado – dijo el clérigo guardando el cuchillo y sin parar mientes en la pregunta de la joven. Esta la repitió con más énfasis.

– Si me dijo algo, ya no me acuerdo – contestó Merino con indiferencia real o fingida. – Se lo encontró probablemente…

– Pero usted sabe que Domiciana es muy mala… Ese cuchillo, lo mismo pudo ser suyo para matar, que de alguien que quiso matarla».

En aquel momento entró la doméstica con un candil que apestaba. Iluminando de frente el rostro amarillo y huesudo del presbítero, sus ojuelos brillaron, fijos en la moza, y con su más bronco acento le dijo: «Señora, ¿en qué puedo servirla?». Desconcertada por esta invitación a seguir la derecha vía, el pensamiento y la palabra de la guapa moza se lanzaron por un despeñadero. «Pues verá usted, D. Martín: como Domiciana es tan mala, yo… digo, mi padre… Es que quiere establecerse, tomar una tienda de granos y huevos… y… el cuento es que no tiene posibles… Si no fuera Domiciana lo que es, una mujer infame y traidora, yo estaría en buenas relaciones con ella… y siendo amigas ella y yo, no había por qué molestarle a usted…»

– Acaba, hija, acaba – dijo Merino impaciente, tuteándola, con lo cual expresaba lo que la linda joven había desmerecido a sus ojos en el momento de declararse necesitada de dinero. – ¿Y cómo se te ha ocurrido venir a mí para esa necesidad? ¡Anda! creen que tengo yo el oro y el moro… No, hija: si en algún día dispuse de fondos, entre tramposos y estafadores me han limpiado, cree que me han dejado como una patena. ¿Qué dinero ha de tener nadie en un país donde no hay justicia, donde no se castiga a los bribones, donde los más altos dan el ejemplo de la inmoralidad y el ladronicio?

– ¡Oh! sí, D. Martín, los más altos son los peores – dijo Lucila con arranque. – ¡Quién había de creer que Domiciana… que todavía no ha dejado de ser esposa de Cristo… porque esos votos no los rompe nadie, ¿verdad?… quién había de creerla capaz de una tan villana acción!… No se queje usted de que le hayan robado algún dinero, porque eso, el vil metal, ¿qué supone?…

– ¡Que no supone! – exclamó el clérigo con extraordinario brillo en su mirada. – Los ahorros de toda mi vida, los cinco mil duros que a la Lotería gané, lo que me daba la Capellanía de San Sebastián, todo me lo han ido quitando con engaños y malos procederes.

– Quiero decir que esas pérdidas, aunque sean muy grandes, no se pueden comparar con otras… con que le quiten a una el corazón… el corazón y el alma, Sr. D. Martín… Por eso dije que el dinero no supone nada… El dinero no es más que una basura. Todo el que hay en el mundo, si fuera mío, lo daría yo por que me devolvieran lo que me ha quitado Domiciana… ¿Y a quién reclamo yo? ¿Quién me hará justicia?

– La justicia está en manos de los fuertes, y los fuertes no la usan más que en provecho propio, y en vituperio y perjuicio del humilde, del pobre, del limpio de corazón. Pero los fuertes caerán algún día… vaya si caerán… No hay ídolo de barro que resista a un buen empujón… Muchos que nos espantan por poderosos, nos harían reír si de un golpe los tiráramos al suelo y viéramos que son armadura de caña forrada de papeles; y más nos reiríamos si al hacerlos rodar de una patada, viéramos que ya por dentro, por dentro… se los van comiendo los ratones… ¿Usted me entiende?».

Decía esto el maldito viejo iluminando con la luz siniestra de sus ojos el rostro impasible, amarillo, de una rigidez estatuaria de talla vieja despintada y cuarteada. Lucila le miró, observando el marcado resalte de los pómulos que a la luz brillaban, redondos, con un deslucido barniz de santo viejo; observó también las dos grandes arrugas que descendían de la nariz chata hasta unirse con las comisuras de los delgados labios, y la extensa curva que estos formaban cayendo por sus extremidades… No entendía bien Lucila el lenguaje gráfico de aquel rostro, en el cual algo había de momia con vida, y lo que más claramente pudo descifrar en él, a fuerza de deletrearlo, era un inmenso desdén de todo el Universo.

XXVI

Y no fue poca sorpresa de Lucila el oírle pasar, casi sin transición, de las lúgubres consideraciones antedichas a esta vulgar pregunta: «¿Y ese hombre, ese padre de usted, qué cantidad necesita?». Respondió la moza que de cuatro a seis mil reales… y añadió que el negocio de la tienda de huevos y semillas era de seguro rendimiento… «Es mucho, mucho dinero – murmuró Merino sacando el labio inferior y arqueando más la boca. – ¡Seis mil realazos!… digo, digo… eche usted reales… y en estos tiempos en que el dinero anda escondido para que no lo cojan las uñas moderadas… El poquito que ha escapado de esas uñas, tiénelo la soldadesca. Entre abogados y militronches, están dejando en los huesos a esta Nación… Pues no puedo, no puedo servirles…»

– Mi padre cumplirá bien; por eso no lo haga – dijo Lucila creyendo que no aflojaba la mosca sin hacerse de rogar. – Y dispénseme que no empezara por hablarle de mi padre; pero desde que Domiciana me hizo aquella trastada, he perdido el tino, y hablo todo al revés. A usted le consta lo mala que es la cerera, ¿verdad, D. Martín? ¿Quién lo sabe como usted?

– Me hablabas de tu padre…

– Decía que mi padre es hombre formal. Mi padre cumple.

– ¿Y por qué no ha venido contigo, o no viene él solo? Si yo le hago el préstamo, él será quien me garantice, no tú; a él podré confiarle mi dinero, no a ti, que lo gastarás alegremente con tenientes o capitanes… ¡Ah! vosotras las enamoradas trastornáis a los hombres y les apartáis de su obligación; por vosotras, por vuestros perifollos, y el lujo… asiático que gastáis, están ahora los hombres públicos tan corrompidos; vosotras tenéis la culpa de todo este ladronicio… y luego os quejáis cuando os quitan algo.

– Yo no he trastornado a nadie; yo no he gastado lujo; yo no quiero más que paz, y el amor de un hombre…

– No sueñes con amor de hombre, ni con paz, ni con ningún bien, mientras no haya justicia y se dé a cada cual lo suyo… Espérate a que el mundo se arregle como es debido, y a que caigan todas las farsas y rueden los ídolos… Mientras eso no llegue, ¿qué hablas ahí de amor de hombre, si ahora, según estamos, nada es de nadie, y no se sabe a quién pertenece el hombre, ni la mujer tampoco? Donde no hay justicia, donde todo es iniquidad, ¿qué sacas de lamentarte? Escribes tus chillidos en el viento para que jueguen con ellos los pájaros… Todo es aquí tiranía, todo es dominio de los malos sobre los buenos, opresión del pobre por el rico, y del débil por el fuerte… ¿Dónde está el tuyo y el mío y el de cada cual? Los mandones le quitan a uno la camisa, y encima hay que darles las gracias porque no nos han quitado los calzones. Deja tú que todo se estremezca, y el día del derrumbamiento recobrarás lo tuyo, yo lo que me pertenece… eso es». Sin transición, saltó con esto: «Vaya, joven, ¿no te parece que hemos hablado bastante? Dile a tu padre que venga cualquier día… esta es buena hora: hablaremos, y… ya se verá…».

Lucila, que ya sentía un si es no es de temor, viendo el acento rencoroso que ponía en sus divagaciones, se despidió con las fórmulas corrientes, sin meterse en más dimes y diretes con la esfinge. Salió Dominga con el candilón, pues la escalera era como boca de lobo, y al llegar al pasadizo del Infierno, Cigüela se dijo, resumiendo la visita: «Bien se ve que conoce toda la historia y los enredos de Domiciana… Puede que también sepa dónde y cómo le tienen escondido… Pero no lo dirá… Estas cosas de amores y de hombres robados le interesan poco, nada… y las mira como cosa de juego… No piensa más que en el aquel de lo malo que está todo, y en el latrocinio del Gobierno, y en que moderados y militares no son más que sanguijuelas que le chupan a España toda la sangre…».

Reunida con Ansúrez en la Plaza, le refirió la visita y las impresiones que en ella recibiera, que no eran malas en lo tocante al préstamo. Pensaba Cigüela que el clerizonte soltaría los cuartos; mas era preciso regatearle, que el hombre, en su tacañería y desconfianza, se fingía escaso de recursos para obtener mayor ventaja en el negocio. El viejo celtíbero acompañó a Lucila hasta su casa, y al retirarse se las prometía muy felices. Pero en los días siguientes, resultó que de tan buenas esperanzas había que quitar la mitad de la mitad. Para efectuar el préstamo había que esperar a que pagara un cliente moroso, que ya tenía fuera de tino al Sr. D. Martín, pues ni devolvía el principal, ni aflojaba los réditos de un año vencido. Todo se volvía prometer y dar largas, sin que le valieran al clérigo amenazas de demanda judicial. El deudor se reía. Por fin, hubo esperanzas fundadas de arreglo, pagando por el tal una señora, tía suya, y rebajando intereses. Si en efecto se cobraba, se realizaría el nuevo préstamo, obligándose Ansúrez a responder con todos sus bienes, y a más con la tienda que habían de traspasarle.

Entretanto que estas cosas del orden económico iban pasando, observaba Lucila que el grande afán suyo inextinguible por la pérdida de Tomín, ocupaba y desocupaba las regiones más grandes de su alma con cierto flujo y reflujo, como el del Océano que llena y vacía con el lento ritmo de las mareas. Tan pronto la pena honda se aliviaba, y la dolorida mujer entreveía reparación probable; tan pronto la pena tomaba mayor fuerza, colmando el alma hasta rebosar; y cuando subía de este modo la hinchada marea de su aflicción, Lucila deseaba la muerte, y aun acariciaba la idea de procurársela por su propia mano. Sólo la muerte era verdadero y eficaz descanso. Sólo el sueño eterno le daría paz, ya que no le diera el ver a Tomín en la región de allá, donde dormidos vivimos de nuevo… Lo más extraño era que este recrudecimiento del dolor recaía sobre la hija de Ansúrez cuando la Providencia enviaba sobre ella sus bendiciones.

Los obsequios cada día más valiosos de D. Vicente Halconero no llevaban ciertamente a Lucila por el camino del alivio. Eulogia no se cansaba de amonestarla con severidad o con burlas. «No sé qué más podrías desear. Viene Dios a verte y le pones cara de alcuza. ¡Vaya un orgullo! Te llueven tortas y torreznos, y en vez de ponerte a bailar, lloriqueas… Yo pienso en la vida que te esperaba con ese maldito Capitán si no te lo quitan de en medio… Y aun con indulto y todo, valiente pelo habrías echado de militara…». Sin negar que Eulogia tuviera razón, Cigüela también la tenía, que razones hay siempre para todo… Claro que no desconocía la inmensa gratitud que al Sr. Halconero debía, y se declaraba indigna de tanta bondad. ¡Vaya con el rico albillo que mandó D. Vicente en aquel Agosto y en aquel Septiembre, escogidos por él los racimos más hermosos, los más dorados, de uvas transparentes, finas, dulces! Al albillo acompañaba el arrope superior, hecho en casa del rico hacendado con todo esmero, y pollos y capones que en aquellos amplios corrales se criaban. Para el próximo Noviembre anunciábase ya el esquilmo suculento de la matanza, y para Diciembre irían los corderos lechales, amén de la muchedumbre de caza, y castañas y nueces.

Pero estas ricas ofrendas valían menos que otras del magnánimo señor. Había ordenado a Eulogia y Antolín que por cuenta de él fuera provista la guapa moza de todo lo correspondiente a una señorita de clase acomodada; que se encargasen a una buena costurera vestidos honestos y al gusto de Lucila, agregando cuanto de ropa interior decente necesitase para completar su atavío, todo esto sin lujo, mirando sólo a la buena calidad y finura de las telas, y al esmero de las hechuras. Un día se encontró la joven en su cuarto un tocador de caoba modestito y elegante, con todos los accesorios de porcelana y adminículos para su arreglo y limpieza, y a la semana siguiente apareció como por magia un corpulento armario para ropa con un gran espejo en la puerta, mueble precioso que fue el pasmo de toda la vecindad. Dígase que todo esto agradó mucho a Lucila, y elevó hasta lo increíble su gratitud.

 

Pero aún faltaba lo más hermoso de la generosidad del D. Vicente, la cual ya tocaba en los linderos de lo sublime, y fue que dispuso en carta muy extensa lo que se copia para mejor conocimiento: «Quiero que sin dilación se le ponga un maestro pendolista, que le enseñe el trazo de buena letra, y todo lo tocante a la ortografía y al uso de puntos y comas como es debido. No sea ese maestro un mequetrefe, sino hombre que sepa el oficio, maduro, y de bien probada honestidad, y la letra que le enseñe sea por Torío, no por Iturzaeta, y nada de esto que llaman bastardilla y rasgos a la inglesa. Póngasele también preceptor que le enseñe la Geografía, y la Aritmética hasta la regla de tres no más; y de Gramática nada, que eso es estudio baldío. Désele de añadidura algún conocimiento de Historia Sagrada y profana, pero no mucho, nada más lo preciso; y el Catecismo, por de contado, con las obligaciones del buen cristiano. Escójanse pasantes graves y circunspectos, sin reparar el coste… y que no sean del estado eclesiástico. De otra clase de enseñanza, tal como baile y música, nada; que todo este recreo de mozuelas se deja fuera de la puerta del santo matrimonio».

De cuanto regalaba y disponía el buen Halconero, estas órdenes, reveladoras de un interés profundo y de un cariño intenso, fueron las que más hondamente penetraron en el alma de Lucila. Eulogia le dijo: «Dios viene a ti; Dios ha hecho de la más desamparada la más amparada; y a la más pobre la rodea de bienes, y a la más triste le pone corona de felicidades. Dale las gracias, y dile: ‘Señor, hágase tu voluntad…’».

Voluntad de Dios era sin duda, y manifiesta con tales signos, no había medio de rebelarse contra ella. En la red de estos beneficios tan hermosos como delicados, se veía cogida, sin evasión posible. Ya su compromiso no podía ser condicional, ni estar sujeto a definitiva resolución en un marcado plazo, ya debía darse por prometida y aún más por otorgada… En todo Enero del año siguiente, según se decretó en la Villa del Prado, sería Lucila la señora de Halconero.

El cual anunció su viaje a Madrid para Noviembre. Dos veces había estado en Madrid durante el verano, y Lucila le miraba como uno de tantos pretendientes, del cual más distante estaba cuando más cerca le tenía. Pero cuando vino Halconero en Noviembre, ya era otra cosa. Aplicando al caso toda su buena voluntad, vio en el que ya era su presunto marido menos fealdad y desagrado que en otras ocasiones viera; vio en extraordinaria magnitud su bondad, reflejada no sólo en sus nobles actos y dichos oportunos, sino hasta en su figura… Esta no le pareció a Lucila tan rechoncha y maciza como cuando en el pueblo se ofreció por primera vez a su atención, y los cuajados ojos de D. Vicente, redondos, claros y casi siempre húmedos, revelando parentesco con ojos de peces sacados de las aguas, ya tenían cierto brillo y aun vislumbres de gracia, efecto sin duda del amor, que en el alma escondida tras ellos había hecho su nido. En suma, que aunque el noble espíritu de D. Vicente se hallaba prisionero dentro de una gordura que iba en camino de la obesidad, Lucila no le encontraba absolutamente despojado de gallardía. Cierto que era una gallardía muy relativa, y casi casi puramente convencional. Halconero tenía la cabeza blanca, el rostro encendido, redondo, afeitado, la dentadura sana, los labios sensuales, la nariz aguileña, la frente despejada, y el ánimo, en fin, pacífico, amoroso, propenso a los arrebatos de ternura, así como el entendimiento claro, aunque tirando a lo imaginativo. Lucila vio en él un marido del tipo paternal, y creyó firmemente que reinaría en su corazón por la bondad y el tutelar cariño.