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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XXI

La cerera, que nunca se acostaba de día aunque hubiera hecho noche toledana, habíase despojado de sus ropas mayores, quedándose en las menores, que reforzó con un desabillé holgadísimo en forma de brial, de lana azul guarnecido de seda negra. Quitado el corsé para que los pechos descansaran en libertad, estirándose a su gusto, y sustituido el calzado duro por las blandas chilenas rojas, se acomodó en un sillón de su alcoba. Al poco rato, medio pensando en lo pasado, medio imaginando lo futuro, empezó a descabezar un sueñecillo… En él estaba cuando hirió sus oídos el ligero son rasgado de la cerradura de abajo… se estremeció; abrió los ojos, los volvió a entornar, diciéndose: «Es Ezequiel que cierra… Le mandé que cerrara».

Al oído de la señora adormilada no llegó ruido de pisadas gatunas en la escalera y pasillo. Más que por efectos de sonido, por efectos de luz se le sacudió aquel sopor. La menguada claridad solar, como de entresuelo, que alumbraba el gabinete, a la alcoba llegaba tan reducida, que si la interceptaba en la puerta un cuerpo de persona, era casi nula. La obscuridad que proyectó el bulto de Lucila fue para la cerera un brusco despertador que le dijo: «Despabílate, que hay moros en la costa».

Dudó por un instante la exclaustrada si era realidad o sueño lo que veía. Conoció a Cigüela, como a un espectro ya familiar; mas como era espectro nada le dijo; no hacía más que mirarlo, aterrada, esperando que se desvaneciera… que al fin los espectros, después de asustar un poco, acaban por desvanecerse. «¿Duermes, Domiciana? – dijo Lucila avanzando, y la voz de la guapa moza sonó con tan extraña alteración de su timbre ordinario, que la cerera la desconoció. La voz de esta sonaba también muy a hueco, al decir tras una breve pausa: «Lucila, ¿eres tú?»

– Yo soy. ¿Ya no me conoces? – murmuró Lucila con la misma voz de secreteo lúgubre. – ¿Creías que me había muerto?».

Ya no hubo duda para Domiciana. Lo que veía no era espectro, sino persona. La realidad de esta poníala en el duro caso de afrontar la situación para ver de sortearla. No había escape. Era Lucila, en su propio ser, y a juzgar por el tono y por la forma insidiosa de su entrada en la alcoba, seguramente venía de malas. Domiciana tuvo miedo… El miedo mismo le sugirió el empleo de frases de concordia, fingiendo naturalidad: «Mujer, qué cara te vendes… Siéntate… Pensaba ir a verte… Yo muy ocupada, hija.»

– Para que no te molestaras he venido yo – dijo aproximándose Lucila. – Necesitaba preguntarte una cosa… una cosa que se te ha olvidado decirme, ya supondrás… Acortemos conversación. Vengo a que me digas dónde está Tomín».

Había previsto Domiciana la tremenda reclamación de su amiga. Quiso hacer frente al conflicto por medio de fórmulas evasivas, de expresiones conciliadoras, de paliativos mezclados con promesas… El gran talento de la cerera se equivocó por aquella vez. «Ven aquí… hablaremos… ¡Pobrecilla…! Te contaré – le dijo levantándose, en actitud de llevarla al gabinete.» «No, de aquí no sales… aquí hablaremos todo lo que sea preciso – contestó Lucila deteniéndola con mano vigorosa. En aquel momento, viendo más cerca el inmenso peligro, la cerera evocó su sangre fría para sortearlo, ya que no pudiese acometerlo de frente. ¿Por qué no hemos de salir a la sala? Allí estaremos mejor… Bueno, pues si quieres… aquí… Verás… Me alegro de que hayas venido, porque así…».

Lucila, mirándola frente a frente, y poniéndole la mano en el pecho, le soltó con voz iracunda toda la hiel de su alma: «Mala mujer, dime al momento dónde está Tomín… Quiero saberlo… Vengo a saberlo… No me voy sin saberlo… Y como te niegues a decírmelo, Domiciana… te mato».

Creyó Domiciana que el te mato era un decir, pues arma no veía… «Mujer, no escandalices – le dijo. – No hay para qué tomar las cosas de esa manera. Yo te explicaré… Pero sosiégate… no escandalices».

Con sólo un ligero impulso de la mano que Lucila le había puesto en el pecho, Domiciana dio un paso atrás y cayó en el sillón. «Si no escandalizo… y aunque escandalizara, aunque tú chillaras, no te valdría. He cerrado con llave la puerta, y no vendrán a defenderte… Porque yo te mato, Domiciana; he venido a matarte… siempre y cuando no me contestes a lo que te pregunto: ¿Dónde está Tomín? Porque tu amiga, la que conociste cordera, es ahora leona. Días hace que toda la sangre se me ha subido a la cabeza… Yo era buena; tú me has hecho mala como los demonios… Al infierno voy; pero tú por delante…»

– ¡Lucila, por Dios…!

– ¡Traidora! Tú me has enseñado la maldad, y como traidora entro también en tu casa… Por mala que yo sea, no seré nunca tan mala como has sido tú conmigo, tú, que me has engañado con limosnas y con palabras de cariño para entontecerme y robarme lo que es mío… lo que nunca será tuyo… vieja ladrona.

– ¡Lucila, Lucila…! – exclamó la cerera cruzando las manos, abrumada.

– Me has robado lo que no podías tener más que por el ladronicio… porque soy joven, soy hermosa, y vale más un cabello mío que toda la fisonomía de tu rostro sin gracia, y más sal echo yo de una mirada que tú de todo tu cuerpo y persona de animal en celo… Monja salida, hembra sin corazón, boticaria, intriganta, encomiéndate a Dios, sí no me contestas al instante».

Diciendo esto, de entre los pliegues de un manto de talle que llevaba cruzado sobre el pecho, sacó un largo cuchillo de afilada y espantable punta. Vio Domiciana la hoja que brillaba como un rayo, vio la vigorosa mano que empuñaba el mango, y se tuvo por perdida. Encomendó a Dios su alma… Mas en aquel instante, el poderoso talento de la cerera y el grande esfuerzo de voluntad que hizo concurrieron a darle una fuerza resistente ante la agresiva fuerza de su rival, ciega, disparada, fácil de desarmar con una palabra y un gesto que la hirieran en lo vivo.

Con un inspirado grito en que puso toda su alma, detuvo Domiciana el impulso trágico, y fue así: «Lucila, amiga y hermana, no mates a una inocente. Cálmate, y sabrás… lo que quieres saber del hombre que te adora». La vacilación de Lucila en el momento de oír esto fue la primera ventaja de la cerera, débil ventaja, pero que habría de ser más considerable si aprovecharla sabía. Para ello necesitaba Domiciana condensar en un punto toda su voluntad, dirigiéndola con el soberano talento que le había dado Dios. Por lo que hasta aquí se conoce de la vida de esta mujer singular, se habrá comprendido que eran extraordinarias su penetración y astucia. Poseía en alto grado el sentido de las circunstancias, el repentino idear y el rápido resolver ante un conflicto. Si estas cualidades bastaran para gobernar a los pueblos, habría sido Domiciana una gran mujer de Estado… Pues en aquel inminente peligro, la hoja desnuda en la mano de Cigüela, el alma de ésta embravecida, vio que entre la vida y la muerte había menos espacio que el grueso de un cabello, y menos tiempo que la duración de un relámpago. Relámpago fue este razonamiento: «Muerta soy si me achico… Sálveme mi entereza… Sálveme medio minuto de talento mío y de vacilación de ella». Prosiguió en alta voz:

– Déjame que hable, y mátame después si quieres. Yo no temo la muerte… Sé morir por la verdad… ¿Qué es eso de matar sin oír? Mis explicaciones han de ser largas.

– Pues abrévialas todo lo posible. ¿Dónde está Tomín?».

Repitió la pregunta con menos fiereza que la primera vez. Otra ventaja pequeñísima de la cerera; pero ventaja… Rápidamente la aprovechó, como perfecto estratégico. «¡Pobre Cigüela! veo que tu amor por Tomín no desmerece del que él te tiene a ti…». Lucila la miró perpleja sin mover la mano en que el arma tenía. Con genial inspiración, Domiciana hizo un quiebro repentino, caudillo que ordena un movimiento de sorpresa. «Oye una cosa, y espérate un poquito, si de veras es tu intención matar a tu amiga, que tanto te ama: ¿Verdad que todo tu furor es porque han pasado mucho días sin que yo te viera, sin que yo te llamara…? Dímelo, confiésalo… ¿Verdad que es por esto?»

– Huías de mí porque yo era tu conciencia, porque me tenías miedo, porque el mirarte había de ser para ti como si Dios te mirara, porque tienes el alma negra, y los malos como tú no quieren que les vean los buenos, los engañados, los burlados. Habla pronto, respóndeme a lo que te pregunto… Mira que estoy frenética, mira que no te dejo hasta que me digas lo que sabes, o me entregues tu sangre, toda tu sangre».

Desventaja de Domiciana, y no floja. Vio el punto culminante del peligro, la muerte, y acudió con un recurso heroico y de extrema agudeza. Necesitaba para emplearlo de un valor casi sobrehumano y de un fingimiento de serenidad que era el supremo histrionismo. Pero no había más remedio. Se trataba de no perecer. «Bestia – dijo abriendo los brazos y mostrando indefenso su pecho, – si quieres matarme, aquí estoy. Ni sé ni quiero defenderme… ¿Para qué sirve esta miserable vida humana? Para ver tanta infamia, tanta ingratitud… para que las personas que miramos como hermanos quieran asesinarnos…»

– Hermana te fingiste, pero no lo eras – dijo Cigüela con pérdida de energía.

– Y ahora resulta que soy mala – prosiguió Domiciana con avidez de aumentar la pulgada de terreno que la otra le diera. – ¡Mala yo, que a ti y a Gracián favorecí; mala yo, que a él le he salvado la vida, no tanto por él como por ti, sabiendo que te ama; mala yo, que no miro más que a conseguir que se case contigo…!».

Excediose un tanto en la maniobra lisonjera, y de este exceso tomó ventaja Lucila, que aunque muy crédula en situación normal, en aquella tiraba instintivamente a la desconfianza. «Domiciana – dijo apretando el mango del cuchillo, – si crees que ahora jugarás también conmigo, te equivocas… No vengo por dedadas de miel, sino por verdades. Las verdades te las sacaré de la boca, o te dejaré seca… Soy mala ya… y no perdono.

– Lucila – replicó la otra con rápido pensamiento, – ¿cómo he de decirte verdades si no quieres oírme? Para decirte las verdades necesito hablar, referirte muchas cosas. Te juro por lo más sagrado que nunca dejé de quererte, ni de interesarme por ti… ¿No lo crees? Peor para ti y para tu alma. Yo tengo mi conciencia tranquila; no temo la muerte; pero por mucha que sea mi serenidad, ¿cómo quieres que hable y me explique, en cosas tan delicadas, viendo delante de mí un puñal, y oyendo decir te mato, te mato? Una cosa es no temer la muerte, y otra es el asco de ver una derramada su propia sangre, y la dentera que dan esos cuchillos, y el ver a una persona tan querida poniéndose al nivel bajo de los matachines y rufianes, de la última gentuza del Avapiés… Mujer, si eres realmente mala, no lo parezcas mientras estés delante de mí.

 

– Si quieres que yo te crea, explícate pronto – dijo Lucila perdiendo a escape terreno. – Te da miedo el cuchillo. ¿Pues no me dijiste ‘mátame’?

– Sí: yo acepto la muerte… Pero mi resignación al martirio no me quita la repugnancia de verte como una chulapona, como una maja torera de las más indecentes…».

Comprendiendo con segura perspicacia el efecto que hacía, apretó de firme en esta forma: «No me espanta el odio, no temo el extravío ni la locura de un enemigo; rechazo, sí, las malas formas, la grosería, la chabacanería, la estupidez bajuna. No puedo acostumbrarme a verte a ti, tan linda, tan señorita de tu natural, convertida en gitana asquerosa, en charrana mondonguera, tan diferente a ti misma… No puedes hacerte cargo, hija mía, de lo ridícula que estás, y de lo repulsiva y fea…»

– No te cuides tanto de como estoy, y contéstame, Domiciana – dijo la guapa moza apoyando en la cama la mano en que tenía el cuchillo. – A mí no me importa estar fea o bonita, pues sólo quiero ser justiciera.

– ¡Justiciera, y empiezas por amenazar antes de oír!

– Amenazo; pero eso no quiere decir que no escuche. Si para explicarte con claridad es estorbo el cuchillo, aquí lo dejo… ya ves…

– Está bien – dijo Domiciana, que sin mirar la mano vio el arma muy distante de esta. – ¡Si para matarme tienes tiempo! Pero no lo harás, pobrecilla, porque con lo que voy a decirte quedarás convencida y te avergonzarás de haberme ofendido bárbaramente.

– Domiciana – dijo Lucila sin darse cuenta del progresivo enfriamiento de su furor homicida, – loca entré en tu casa, y tú vas a volverme más loca de lo que vine… Dices bien: tengo tiempo de matarte. Como yo vea que me burlas, de mí no escapas. Te lo juro, por Dios te lo juro, que si hay justicia en el cielo, también debe haberla en la tierra. Dejo el cuchillo y te escucho.

– No basta que lo dejes; es menester que arrojes lejos de ti lo que deshonra y mancha tu mano honrada – dijo Domiciana cogiendo el arma con rápido movimiento, y arrojándola por detrás de la cama, próxima a la pared. Sólo de esta la separaba el preciso espacio para que el cuchillo, lanzado con ojo certero, cayese al suelo en lugar donde Lucila no podía recobrarlo fácilmente, porque bajo el lecho hacían barricada infranqueable un cofre chato y dos cajas de ingredientes químicos.

XXII

Desarmada Lucila, Domiciana se vio salvada, y celebró mentalmente su triunfo sin dar a conocer su alegría. Menos cauta la otra y de escaso talento histriónico, dejó ver su desconsuelo por la distancia entre su mano y el arma. «Me ha cortado la acción: ya no me tiene miedo – dijo para sí clavando sus miradas en la cerera. – Pero no le vale… La mataré otro día si me engaña, para que no engañe a nadie más».

Recobró Domiciana el timbre neto de su voz, de la cual solía decir Centurión: «Es dulce y dura como el azúcar piedra». Con dureza dulce, dijo la exclaustrada: «Amiga querida, debiera yo ser un poco severa contigo, pues lo que has hecho, en verdad que no te recomienda; pero te quiero tanto, que sin sentirlo me voy al perdón… Ahora sabrás, ahora te contaré… verás quién es y cómo se porta esta tu amiga, esta mala mujer, a quien querías matar…». Dejó el sillón con ademán de vencer la pereza, y cogiendo del brazo a Lucila le dijo: «¿No te aburres de esta obscuridad?…». La guapa moza, sacudiéndose el brazo, siguió detrás de Domiciana, que al pasar al gabinete ampliaba la frase: «La obscuridad me entristece, y tú más… con tus tonterías. Ven acá. Sentémonos aquí, y despéjense nuestras cabezas…».

Los pocos pasos que había entre alcoba y gabinete llevaron a Domiciana desde el mundo del miedo al de la seguridad. La luz benéfica, el ruido de la calle, la confortaron, como conforta la realidad después de oprimente pesadilla. La idea del tremendo peligro pasado aún estremecía sus carnes; el recuerdo de cómo lo conjuró con un prodigioso rasgo de inteligencia la colmaba de vanagloria. «¡Qué lista soy! – se dijo. – He sabido engañar a la misma muerte, que ya me tenía cogida. Con la argolla al cuello, he convencido al verdugo… para que se estuviera quieto y no apretara… Si esto no es talento, que venga Dios y lo vea».

Al pasar de la penumbra del dormitorio a la luz del gabinete, tuvo Lucila clara conciencia de que Domiciana, con heroica maña más potente que la fuerza heroica, se había hecho dueña del campo de combate. Mas no por esto se acobardó la moza, que firme en su plan justiciero esperaba llevarlo adelante de una manera o de otra. ¿Y por qué había de ser la muerte el mejor instrumento de justicia? ¿No había instrumentos más eficaces que realizaran el fin de justicia sin manchar la mano del juez? Pensando en esto y antes que la exclaustrada rompiera el silencio, le dijo: «Si has tenido arte para desarmarme, no creas que te libras de mí. Por lo ocurrido en tu alcoba se ve bien claro que no soy mala, que me doy a razones, y que si entré a matarte fue por arrebato y furia de venganza… cosa natural… Una es mujer, es una joven… tiene corazón, sangre… Bueno: pues te digo con toda franqueza que si motivos tengo muchos para odiarte, también te debo gratitud, no por los socorros de aquellos días, que eran traicioneros como el beso de Judas, sino por lo de hoy… Tú, por tu defensa, me has quitado de la cabeza el matarte, que habría sido grande atrocidad, un bien para ti porque te ibas al descanso, al Purgatorio quizás, puede que al Cielo, y mal para mí, que ya estaba perdida, y la cárcel, quizás el palo, no había quien me lo quitara…».

Con lástima la miraba ya la cerera. «¡Cuitadilla! – dijo para sí. – Ya no tiene más arma que estas teologías que ni pinchan ni cortan. Se deja coger como una pobre pulga, y si quiero la estrujo entre mis dedos».

Lucila prosiguió así: «Domiciana, más baja te veo despreciada que muerta.»

– Y yo te digo que lo mismo te quiero alucinada que con sentido – dijo la otra trasteándola con suprema habilidad.

– Pues si me devuelves el sentido, si con razones y explicaciones que vas a darme me convences de que eres buena y de que yo no he sabido comprenderte, la que quiso matarte te pedirá perdón… será capaz… si fuese menester… de dar la vida por ti…».

Y Domiciana, mirándola y moviendo la cabeza con acento de maternal tolerancia, se regaló a sí misma este mudo juicio acerca de su rival: «De esta simple haré yo lo que quiera. Alma de Dios, corazón inocente, toro que obedece al trapo… tú sola te amansas, tú sola te entregas… Consérveme Dios la inteligencia para con ella merendarme a estos corazones arrebatados…». Y luego, en alta voz: «Lucila, hermana mía, yo no te ofendí; yo no soy responsable de que se desapareciera Tomín. Sobre el poder que yo tenía y tengo, se levantó cuando menos lo pensábamos, un poder superior… Siéntate, ten calma; no te impacientes. Yo, de algunos días acá, estoy mal del pecho… no sé qué me pasa… Tengo que tomar aliento a cada cuatro sílabas… y si hablo mucho rato sin parar, me quedo como ahogada…».

Estas últimas indicaciones no tenían más objeto que ganar tiempo. Después del gran esfuerzo intelectual para esquivar el inmenso riesgo de morir asesinada, la cerera necesitaba de un colosal derroche de inteligencia para levantar el artificio de figurados hechos ante el cual se desplomaran los agravios de Lucila; érale preciso construir una historia y presentarla luego con tal riqueza de lógicos razonamientos y tal encanto narrativo, que a la misma verdad imitase y a la misma incredulidad convenciese. Esto, ni aun para tan hábil maestra del pensamiento y de la palabra era cosa fácil: necesitaba serenidad, algo de reflexión de filósofo, algo de inspiración de artista, y para estos algos hacían falta los del tiempo… Favorecida por el Cielo aquel día, cuando acabó de decir que la fatigaba el mucho hablar llamaron a la puerta de abajo. Esto fue muy de su gusto; contaba ya con que alguien de la familia echase de ver que la puerta estaba cerrada por dentro, y llamara con alarma impaciente. Así fue: arreciaron los golpes. Domiciana dijo: «Mira en qué ocasión vienen a interrumpirnos. Ahora caigo en que cerraste la puerta. Más vale que abras, pues si no, se asustarán, y con razón. Creerán lo que no es, y… hasta puede suceder que echen abajo la puerta». Vaciló Cigüela. ¿Pero qué hacer podía la infeliz más que abrir? A merced estaba de su enemiga.

Entraron y subieron D. Gabino y Ezequiel, inquietos, y anticipándose a sus manifestaciones, Domiciana les dijo: «Mandé a esta que cerrara porque teníamos que hablar, y me sabía muy mal que nos interrumpieran. ¿Quién ha venido?»

– Ha estado el amigo Centurión – dijo el cerero recobrando su tranquilidad, – pero se ha cansado de esperar…

– Y ahí tienes el coche; viene a buscarte – anunció el mancebo, que dirigía las locuciones a su hermana y las miradas a la hija de Ansúrez.

– Tengo que vestirme. Lucila, ¿has visto que vida llevo? Apenas descanso un ratito, ¡hala otra vez!

– Si comes tú en Palacio – dijo D. Gabino acaramelando la mirada, – Luci comerá con nosotros.

– Quería yo llevarla conmigo. Pero si ella prefiere quedarse… ¿Verdad que está Cigüela más guapa?

– En la guapeza de esta joven no cabe más ni menos. Es como la bondad de Dios – declaró D. Gabino, reblandeciendo la expresión de sus ojos, que eran manantiales de ternura, y alargando la boca, húmeda como el hocico de un becerro. – Si Cigüela come con nosotros, traeremos dos platos de casa de Botín, y de la pastelería huevos moles o huevo hilado, lo que a ella más le guste».

Encandilado, moviendo los brazos en forma de un batir de alas de ángel, Ezequiel aprobaba con mudo entusiasmo.

– Mucho se lo agradezco, Sr. D. Gabino – dijo Lucila; – pero… Otro día comeré con ustedes. Hoy no puede ser. ¿Verdad, Domiciana?

– Hija mía – dijo la cerera con admirable afectación de cariño, – tú dispones lo que gustes. Has reconocido hace poco que soy para ti como una hermana, como una madre… Después que hablemos otro ratito, quédate a comer. Estás en tu casa».

Oyendo esto, no sabía Cigüela si admirarla por su ingenio, o tronar indignada contra tan cruel ironía. Pensó que sería justicia y además un desahogo muy placentero, arrancarle el moño y chafarle los morros de una o más bofetadas. En un tris estuvo que lo intentara. Midió la acción y vio que cabía perfectamente dentro de sus facultades, pues le bastaban las manos para despachar a la cerera, reservando las extremidades inferiores para D. Gabino, a quien tiraría al suelo de una patada. A Ezequiel le derribaría sólo con el aire que hiciera en toda esta función. Mas para esto siempre había tiempo. Convenía esperar…

En aquel punto entró la asistenta que a la familia servía, mujer de gran talla, bigotuda, con todo el aire de un cabo de gastadores, y después de un breve saludo al ama, llevando consigo el cesto de la compra ya repleto, se fue a la cocina. Creyérase que Domiciana, viéndose asegurada por aquella guardia formidable, recobraba en absoluto su tranquilidad. Despidió a su padre y hermano, encargándoles que a nadie dejaran subir, y sintiéndose bien custodiada y defendida, pues el son del almirez le sonaba como los tambores de un ejército próximo, dedicose a su vestimenta con todo sosiego. Quedó la otra en el gabinete, mientras la cerera trasteaba en la alcoba, donde lo primero que hizo fue sacar el puñal del abismo en que había caído y esconderlo en lugar seguro. Lucila la vio salir risueña apretándose el corsé, y sin decir nada la ayudó en aquella operación. En este tiempo, pudo la exclaustrada levantar en su fecundo caletre el andamiaje de la soberbia historia que tenía que construir, y apenas encaró con su enemiga, echó en esta forma los que a su parecer eran sólidos cimientos:

– Tomín fue apresado por la policía y encerrado en Santo Tomás. Yo lo supe un día después… ya puedes figurarte mi disgusto… Naturalmente, acudí al instante. No me permitieron verle.

– ¡Domiciana, por la salvación de tu alma – exclamó Lucila con solemne acento, – por las promesas de Nuestro Señor Jesucristo, en quien tú y yo creemos y esperamos, aunque seamos pecadoras, dime la verdad! ¿De veras no has visto a Tomín? Júramelo, júrame que no le has visto…

 

– Aguárdate, tonta, y no precipites mi relación. He dicho que no le vi en aquel momento; luego sí… Ten paciencia. Decía yo que acudí a salvarle. No conté contigo porque estabas enferma. ¿A qué aumentar tu desazón, tu desconsuelo?… Habría sido matarte… Pasaron dos días en mortal ansiedad. Supimos que se trataba de aplicar al pobre Capitán la pena terrible… ¿sabes? la sentencia del Consejo de Guerra. Tres señoras, tres, éramos a pedir misericordia por él. Doña Victorina y yo… y la de Socobio, que se nos agregó el segundo día… Eufrasia, hoy marquesa de Villares de Tajo: no la conocerás por este nombre.

– La Socobio – dijo prontamente Lucila, – conspiró hace dos años por los del Relámpago.

– Pues ahora conspira por Narváez; es el más firme apoyo del Espadón en la Camarilla de la Reina… Sigo contándote. Al tercer día, después de haber hablado con O’Donnell, que nos dio seguridades de que no sería fusilado el Capitán, fui a ver a este… Doña Victorina no podía ir; fui yo sola.

– ¡Y le viste…!

– Le vi… y entre paréntesis, como me habías ponderado tanto su hermosura, y creía yo encontrarme con un Adonis, o con el dios Apolo, la verdad, no vi en él nada de particular… un hombre como otro cualquiera. Entré… Con él estaba la Socobio, que sin darme tiempo a exponer lo que me había dicho O’Donnell, saltó y dijo: «Ya no tiene usted que ocuparse de nada. Yo lo arreglo todo… Es cosa mía…»

– ¿Y Tomín?

– En el corto rato que allí estuve, no habló más que de ti… En pocas palabras me dio las gracias por los favores que os hice, y luego: ¿qué es de Lucila, qué hace Lucila… está buena Lucila?… y vuelta con Lucila. Bien echaba por los ojos el amor que te tiene.

– ¿Y después…?

– Volví al siguiente día… Dijéronme que el Capitán estaba libre… Había ido por él la Socobio, y se le había llevado en su coche… ¿A dónde? Esta es la hora que no he podido saberlo».