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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XIX

– Con lo que dice esta señora – indicó Ezequiel a su amiga, satisfecho, – ya puedes estar tranquila. Demos gracias a Dios. Tomín no va en la cuerda.

Sintiendo su alma casi libre del horrendo peso que había traído consigo desde Madrid, Cigüela no podía llegar a un estado de completa tranquilidad y menos de alegría. Porque aun descartado el hecho tristísimo de la deportación de Gracián, el problema seguía ofreciendo a la pobre mujer aspectos pavorosos. ¿Dónde estaba el hombre? El cúmulo de probabilidades, todas muy negras, que esta interrogación ponía frente a Lucila, incitándola a escoger la más lógica, era motivo suficiente para que la paz no reinara en su alma. De que Tolomín no había ido en la cuerda se convenció escuchando de nuevo el informe de la Capitana, autorizado por un Teniente de servicio en el Depósito, hombre compasivo y amable que las acompañó cuando se retiraban al pueblo… Vio, pues, Lucila claramente que su afán continuaba en Madrid, y allí habría de padecerlo hasta que Dios la curara o la matara.

Cuando se desvaneció en el horizonte la nube de polvo, señal de que los presos iban ya cerca de Getafe, las dos mujeres, desconsoladas por la desaparición de sus hombres, echaron suspiros, la una en dirección de la cuerda, la otra hacia los mismos Madriles, y al punto se percataron de que nada tenían que hacer en aquel sitio. «Vámonos al pueblo – dijo la Capitana, bostezando de sueño y hambre; – yo estoy con lo poco que comí ayer al mediodía». Demostraciones de desfallecimiento hizo también Lucila, secundada por Ezequiel; y el Teniente, que en aquel caso estaba obligado a ser galante, las invitó a matar el gusanillo en una venta próxima. Aceptaron las mujeres, y poco después sus pobres cuerpos se reparaban del grande ajetreo de la noche, ya que del vivo dolor no podían sus almas repararse. Durante el desayuno, que el Teniente proveyó con liberalidad, se desató la Capitana en denuestos contra el ladronazo de Bravo Murillo, que quería ser más crúo que Narváez… Esto no podía permitirse a un facha, a un Don Levosa, personaje de poco acá; y los de Tropa debían volverse todos contra él, negando el derecho del paisanaje a mandar a los españoles. Cigüela, interrogada después por su amiga, tuvo que relatar el cómo y cuándo de la extraña desaparición de Gracián. El Teniente le conocía desde la campaña de Cataluña, en que sirvieron juntos, y a un tiempo encomiaba su bravura en la guerra y su temeridad en las intentonas políticas.

Repuestas de su quebranto físico, las mujeres hablaron de volverse a Madrid. Rosenda propuso que, si no se encontraba calesa, se buscara un carro en que podrían ir tumbadas, como sacos de patatas o seretas de carbón. Mientras iba Ezequiel a esta diligencia, la curiosa Capitana pidió a Lucila noticias de aquel joven tan modosito y guapín que la acompañaba, y satisfecha su curiosidad, dijo: «¿Con que cerero? Ya pensé yo para entre mí que ese descosío tenía que ser de iglesia. Bien pensado está eso de arrimarse a lo eclesiástico, que en estos tiempos no hay otro camino… ¡Ay, bien se lo dije a mi Castillejo! Él no me hacía caso… Ocasiones tuvo de ampararse de la clerecía. Yo le abrí camino, por un señor cura, mi amigo, que está en el Vicariato General Castrense; pero Castillejo no quería… Por poco reñimos… Y ya ve las resultas de ser tan arrimado a la libertad de religión, de los cultos ateístas, o como se llame… ¡A Filipinas! ¿Y hasta cuándo, Señor?… ¿Sabe usted lo que digo? Que maldita sea esta Nación».

Encontrado el carro, y despedidas del Oficial las tristes mujeres, emprendieron su regreso a Madrid. «Acuéstense en estas sacas – les dijo Ezequiel, – y duerman tranquilas; que yo velo y estaré al cuidado». Tumbáronse a su comodidad; pero sólo en esto se cumplieron las indicaciones del mancebo, pues él fue quien, rendido de la mala noche, se durmió como un cesto, y ellas, velando, hablaban de sus cosas. Referidos por Cigüela ciertos antecedentes de la desaparición de Tomín, dijo con agudeza la Capitana: «Este es un caso, amiga mía, en que yo tengo que preguntar: ¿quién es ella? Me da en la nariz olor de mujerío… Gracián es un real mozo… Sé por Castillejo que a muchas enloqueció sólo con mirarlas. En Madrid, hija, pasan cosas que si se cuentan nadie las cree… Va usted a oír un sucedido que pasó en Lorca, mi tierra. Érase un oficial muy simpático que estaba preso por mor de un desafío. Entre dos mujeres, que al parecer no le conocían, la una muy rica, le sacaron de la cárcel, sobornando a los guardias, y se le llevaron a un campo lejos, lejos… La rica, que era viuda y fea, apareció al año en Murcia con un niñito de pecho; poco después llegó el oficial con el canuto de la absoluta, y se casaron… Ate usted este cabito y aprenda… No dude usted que si hay robos de mujeres por hombres, y testigo soy yo, pues mi marido siendo alférez me robó a mí lindamente de la casa de mis padres, como quien coge del árbol una pera o melocotón; si hay, digo, casos mil de muchachas robadas por varones, casos se han visto, aunque son menos, de caballeros arrebatados por señoras… Indague usted, Lucila, y haga por descubrir la verdad… ¡Ay, si eso a mí me pasara, y supiera yo dónde está la ladrona!… ¡No eran bofetadas, no eran azotes en semejante parte, no eran estrujones hasta quedarme con el moño en la mano, y no era zapateado sobre sus costillas hasta dejarla como una pasa!»

– ¡Robado por una mujer!… ¡Imposible! – exclamó Lucila, que aunque bregaba en su magín con un pensamiento semejante, no lo tuvo por absurdo hasta que lo oyó expresado por extraña boca. Le sonaron las historias y comentarios de Rosenda a cosa trágica, compuesta para causar lástima y terror a las gentes, como lances de teatro inventados por los poetas… Y le pareció aún más extraño que tales cosas le pasaran a ella, criatura insignificante y pacífica, pues las tragedias eran siempre entre reyes o personas de elevada alcurnia… Recordó entonces lo que su padre le refería de los dramas cantados, y de las bellezas grandilocuentes de la ópera… Su inmensa desdicha, con las nuevas formas que tomaba, se le iba volviendo cosa de canto, o por lo menos de verso, que viene a ser la música parlada.

Nada más, digno de ser contado, ocurrió en el viaje, que tuvo su fin después de mediodía. Dejolas el vehículo junto a la Puerta de Toledo, y a pie hicieron su entrada en la Corte, despidiéndose la Capitana en la esquina de la calle de la Ventosa, para seguir hasta la Cava de San Miguel, donde moraba una tía suya… Al entrar la buena moza en su casa, grande ansiedad, negra con tornasoles de esperanza, embargaba su espíritu. ¡Estaría bueno que hubiera parecido Tomín, que le encontrara sano y salvo, creyendo que ella era la extraviada y no él!… Pero esta ilusión tardía, triste como flor de cementerio, se desvaneció al entrar en el corral y ver la cara de Eulogia, que no dijo nada lisonjero. Rápidas preguntas cambiaron una y otra. «¿Ha ocurrido algo; ha venido alguien?»… «Nadie ha venido: no sé nada. ¿Dices que no ha ido en la cuerda?»… «No va en la cuerda. ¿Ha venido alguien?»… «Nadie, mujer…».

Toda la tarde estuvo Cigüela muy abatida y lacrimosa… Por la noche se salió de la casa sin que Eulogia la viese, y dejándose llevar de una atracción irresistible bajó a la Ronda: su memoria, eficaz auxilio de su locura, le reprodujo la relación que la noche anterior hizo Fabián de los lugares donde había visto a Tolomín, conducido por dos hombres, y se lanzó por solares y callejuelas entre tapias, recorriendo o pensando recorrer los mismos sitios por donde aquel fue, perdiéndose al fin de toda vista humana. Era una conmemoración, un viacrucis por estaciones que ignoraba si conducían a la casa de Pilatos, al Gólgota, o a otro nefando lugar, peor que todos los Calvarios… Llegó a verse entre tapias, que eran guardianas de árboles raquíticos y de unos caseretones destartalados, siniestros: en alguno de estos vio luces… Pasó junto a un lavadero; vio un altozano que más bien parecía montón de escorias, las cuales bajo los pies sonaban como huesos, y al subirse a él distinguió más caseretones de formas absurdas, más árboles escuetos, y vapores lejanos, como humos de caleras o resuello de hornos. En lo más alto de aquel montículo, sintió imperioso anhelo de llamar al perdido Capitán, con la crédula ilusión de que este le respondería, y soltando toda la voz, se puso a gritar ¡Tolomín!… Entre grito y grito dejaba un espacio… Aguzaba el oído, creyendo que de la inmensidad distante vendría un ¿qué?… Pero no venía nada… Los pulmones fatigados y la garganta enronquecida, ya no podían más. Bajó Lucila del montículo, y arrimada a una tapia, la voz, no ya vigorosa y tonante, sino plañidera, con angustioso timbre, dijo: «¡Min!…». Recorrió como unas treinta varas clamando Min, en son parecido al balar del cabritillo… cada vez más tenue hasta que se extinguió en un Min casi imperceptible, como si a sí misma se lo dijera… Cuando volvió a su casa, cerca de media noche, Eulogia creyó que su pobre huéspeda se había dejado en el paseo la razón.

Si no volvía loca, enferma sí que estaba: en la cama hubieron de meterla contra su voluntad, acudiendo a calmar con mantas y botellas de agua caliente el intenso frío precursor de horrible calentura. Por no ser fácil encontrar médico en la vecindad a tal hora, llamose a un veterinario, habitante en la misma casa, el cual, viendo muy arrebatado el rostro de Lucila y que de su cabeza echaba fuego, ordenó una sangría. No creyó prudente Eulogia administrársela. A la mañana siguiente fue un físico de tropa, muy entendido, y aprobado lo que había hecho la casera, diagnosticó el caso como grave, de lenta resolución… En efecto: bien malita y casi a dos dedos de la muerte estuvo Cigüela, delirando furiosamente por las noches, y de día como alelada, diciendo mil desatinos y sin conocer a nadie: en los ratos de alivio, su entendimiento no daba de sí más que estas preguntas: «¿Quién ha venido?… ¿Qué se sabe?… ¿Domiciana…?». Eulogia le contestaba: «Sí, sí: ha venido la señora cerera… La primera vez no quiso pasar: no venía más que a enterarse. La segunda vez le dije que estabas sin conocimiento… llegó a esa puerta y miró… No quiso entrar… parecía medrosa, muy medrosa… Te miraba desde la puerta, y dijo… ‘Cuidarla mucho. Si muere, avísenme…’. También ha venido tu padre… muy triste de verte enferma, alegre porque ya le han colocado… Está muy agradecido a Doña Domiciana… No bien abrió la boca, la señora se puso la mantilla y salió a la calle en busca del remedio. Al día siguiente ¡pumba! el destino. Esto es servir con prontitud y equidad.»

 

– Domiciana tiene influencia; digo, se la prestan. Es una culebra que lleva de aquí para allá los recados de las águilas… Otra cosa: ¿en qué oficina está mi padre ahora?

– No le han metido en ninguna cosa del Gobierno, oficina ni viceversa teatro, sino en una casa particular, y por ello está tu padre más contento. Ha entrado a servir a ese que regenta toda la policía, el D. Francisco Chico, que prende criminales y espanta masones…

– Entonces, mi padre estará al cuidado de las horcas.

– No, que el destino que tiene no es más que limpiar el polvo a los cuadros, cornucopias, urnas y tapices que el D. Francisco tiene en una gran casa de la Plaza de los Mostenses… Y por quitar el polvo y cuidar de aquellos almacenes, le dan a tu padre ocho reales y casa. Dice que no hay en Madrid destino de más descanso. Si satisfecho estaba el hombre en el Teatro Real, gozando de tanta música y baile, ahora salta de gozo porque come y vive con poco trabajo, entre tantas cosas lindas y nobles… ¿Qué te parece, mujer, de la colocación de tu padre?».

Lucila no respondió más que con un áspero rechinar de dientes.

XX

Hallándose mejorada, recibió Lucila las visitas de su hermano y de su padre, el cual reiteró su contento por el buen acomodo que tenía en la casa del jefe de los guindillas; pero no habló nada de Domiciana. Esta preterición de la protectora le pareció a Cigüela un delicado tributo de Ansúrez al dolor de su amada hija. Sin duda el fiero castillano comprendía o sabía que las que fueron amigas hallábanse ya a un lado y otro de un espantoso abismo. No quería él meterse a medir la sombría cavidad, y callaba. Con interés real o fingido escuchó después Lucila las descripciones que hizo su padre de los primores cuya limpieza le estaba encomendada, y tomando pie de esto se procuró personales informes del Sr. Chico: si en su casa tenía el mal genio que desplegaba en la persecución de gente mala; si recibía con buenas palabras o con bufidos a las personas que iban a verle. Las opiniones de Ansúrez sobre estos particulares eran vagas. Desconocía completamente a su amo en las funciones policiacas. Sólo de pensar que ante él se veía como delincuente, como sospechoso, siquiera como testigo, le entraban temblores y se le descomponía todo el cuerpo. Terminó recomendando a su querida hija que no pensara en tal sujeto, al cuento de averiguar por él cosas que valía más dejar en el estado que tenían, cuidándose menos de descubrirlas que de olvidarlas. Esto fue, en substancia, lo que el innato filósofo celtíbero dijo a su amada Lucila.

La Capitana Rosenda, que también a la guapa moza visitaba muy a menudo, no le habló nunca con tan filosófico tino como el viejo castellano. Divagaba locamente en su charlar, a las veces gracioso. Deportado Castillejo, se había ido a vivir con una tía suya, en la Cava de San Miguel, señora de circunstancias, que tenían dos loros, una cotorra y cuatro jilgueros… En la misma casa, piso principal bajando del cielo, vivía el desesperado cesante D. Mariano Centurión, cuya familia se comunicaba con la de la tía de Rosenda por ser esta y la Centuriona del mismo pueblo. Los niños bajaban; la señora pajarera subía, y D. Mariano, cuando no tenía con quién desfogar, le contaba sus desventuras a la Capitana. Por él supo que la cerera se empingorotaba cada día más. En coche salía por Madrid, y en coche llegaban personajas a platicar con ella. Vestía muy elegante, los morros le habían crecido, y con ellos y con su entrecejo, cuando iba por la calle, parecía decir: «quítense, quítense, que paso yo». Rosenda la había visto salir una mañana de la Vicaría. Llevaba una falda con volantes, y tan ahuecada, que no cabía por la calle de la Pasa. Una manola que tuvo que meterse en un portal para darle paso, le dijo con desgarro insolente: «Madama, cuando paran los faldones guárdenos usté la cría…». Y otra vez: «Está tan echada a perder la cerera, que el mejor día la vemos de Ministra. ¿Pero no sabe usted lo que dicen? Pues que ha pedido a Roma dispensa de votos para casarse… Con influencias todo se consigue en la Curia Romana, y ella cuenta con el Embajador Castillo y Ayensa, con el Nuncio de acá, con las Madres, los Padres y el Rey Marido. Y se saldrá con la suya, que esta gente tiene la Santísima Trinidad en el bolsillo… ¿Qué… usted no lo cree?». Y el mismo día: «Si le dicen a usted, Lucila, que el desaparecerse Bartolomé es cosa de sus padres, y que estos, por medio de la policía, le cogieron para llevársele a Medellín y esconderle allá, no haga caso. El padre de Bartolomé, D. Manuel Gracián, no se ha movido de Medellín, y tiene a su hijo por cosa perdida. Lo sé por un sobrino de D. Manuel, tratante en ganado de cerda, con perdón. A Madrid llegó la semana pasada; le conocí cuando estuvimos de guarnición en Don Benito…». Y al día siguiente: «No esté usted tan alicaída, ni tome estas cosas con demasiada calentura… Ya parecerá el buen mozo cuando menos se piense. Calma, y ojo a la cerera, pues por los pasos de la gallina se ha de llegar a la nidada… Como esta es luz del sol, el Capitán está en la misma situación que estaba: sólo que ahora el encierro es más riguroso, y no faltarán guardianes y centinelas…»

– Rosenda, por los clavos y las espinas de Nuestro Señor Jesucristo – dijo Lucila ronca de ira, – no me diga usted eso; no me encienda la sangre más de lo que la tengo… Mire que del corazón a la cabeza me suben llamas, y que le pido a Dios que me mate de enfermedad, no de ira. Rosenda, lo que usted dice no tiene sentido…».

Esto dijo y esto pensaba, aunque en el caos de su mente y en el delirio a que la conducía la tremenda desgarradura de su corazón, pensaba también otras cosas, de peregrina originalidad, algunas muy semejantes a lo que había expresado la Capitana. Todo su afán era examinar una tras otra las probables versiones del suceso, y escoger la más lógica después de bien pasadas por el tamiz dialéctico. Dígase en mengua del entender suyo, que a veces designaba por más lógica la más absurda.

Y tres días después, volvía con nuevos datos la tremenda cronista: «¿No le dice a usted nada el que la cerera no parece por aquí, y cumple mandando al avefría de su hermano con un recado y unas pesetillas envueltas en un papel? ¡Tan amigas antes, y ahora no viene a verla! Es el miedo… es la conciencia. Tan valentona para todo, y ahora se asusta de un cordero… Pues conmigo no le valía el esconderse… Bendito sea Dios, que soy de caballería, y si el que me la hace huye de mí, ya sé yo ir a buscarlo y ajustarle la cuenta. Mujeres como su amiga son poco para mí, y de esas necesito yo cuatro lo menos para enjuagarme la boca. No es mal trote el que yo le daría por encima de todos sus huesos… Le quitaría yo todo el pelo artificial, y si las muelas son naturales, pronto tendría que llevarlas postizas… ¡Ay! me figuro al pobrecito Bartolomé en la esclavitud de esa tarasca… Ya estará el hombre asqueado de aquellos morros como los de una vaca, y hará cualquier brutalidad por libertarse… Cogidito le tiene, y bien sujeto, con la amenaza constante de la espada que llaman de Demonocles, que es la sentencia del Consejo de Guerra, colgada sobre su cabeza. Porque el indulto será con su cuenta y razón, y ella lo da o lo quita según cumpla o no cumpla el bendito Bartolo… Mucho se adelantaría si supiéramos dónde ha metido la gavilana el gallito que se llevó entre sus uñas puercas.»

– Pronto lo sabré yo – dijo Lucila con el aplomo que le daban sus inquebrantables resoluciones. – Ya estoy buena; Dios me ha hecho la gran merced de dejarme con vida después de este horrible padecer… y con la vida me va dando salud y fuerza, señal de que no quiere que yo me deje pisotear… Estos días saldré a la calle, iré a buscar trabajo, pues de algún modo he de vivir…

– ¿Trabajo ha dicho, para una mujer pobre y sola? Diga que va en busca de miseria… ¡Afanes, vida de perros! ¿para qué? ¿para un mal comer y para que se rían de una? Siga usted el consejo de una desengañada, que ha visto lo que dan de sí trabajitos y honradeces de poca lacha. Lo que tiene usted que hacer es vestirse decentita y bien apañadita, y darse aire por ahí, para que su mérito sea como quien dice, público. En los tiempos que corren no le aconsejaré que se vaya por los paseos y sitios mundanos, sino que frecuente dos o tres iglesias y haga en ella sus devociones, a la mira de los señores buenos, de asiento y juicio, que no por pertenecer a cofradías y ser buenos rezadores se olvidan del culto de Santa Debilidad… pues el hombre siempre es hombre, aunque peque de beato… Si no tiene usted ropa decente, más claro, si no quiere ponerse la que le dio la cerera, yo le facilitaré cuanto necesite, y aunque soy de más carnes y corpulencia, usted, que es buena costurera arreglará mis vestidos a su talle… Aquí me tiene usted a mí, que escarmentada de andar con loquinarios, barricadistas y patrioteros, que cuando no están presos los andan buscando, me voy por las mañanas muy bien arregladita, como viuda consolable, a San Justo o la Almudena, y por las tardes a las Cuarenta Horas de San Sebastián o San Ginés, parroquias de feligresía muy buena, superior. De seguro que allí me ven y estiman caballeros viudos respetables, de cincuenta y pico, o de los sesenta largos, que desean hablar con mujer ya sentada… No le digo a usted más… Piénselo, y escoja sus caminitos. Como la quiero a usted, por cincuenta coros de arcángeles le pido, amiga mía, que no se meta en trabajillos de aguja, quemándose las pestañas por dos reales y medio al día, porque en ese trajín se morirá de hambre, y se perderá con un albañil o un zapatero, que es la peor perdición que puede salirle».

No expresó Lucila su conformidad con estas exhortaciones; pero tampoco las rechazó. Aceptado y agradecido el ofrecimiento de ropa, el mismo día le llevó la Capitana no pocas prendas, en cuyo arreglo se puso a trabajar para poder usarlas cuanto antes… Por fin se echó a la calle, y recorrió las que a su parecer frecuentaba Domiciana en su diario trotar de Palacio a la cerería o al Convento. No la encontró nunca. Acechando en la calle de Toledo, vio que la exclaustrada llegaba por la noche a casa en coche de dos caballos. El mismo coche iba en su busca al siguiente día y a variadas horas… Divagando topó Lucila una tarde con Centurión, que puso en su conocimiento pormenores de indudable interés. La señora Sarmiento de Silva estuvo en efecto malísima; algunas noches Domiciana dormía en Palacio; y tanto se había remontado en su orgullo la misteriosa hija de D. Gabino, que era preciso echarle memoriales para poder hablar con ella dos palabras. Últimamente, apiadada o aburrida, le había prometido colocarle en la Comisaría de Cruzada, ya que en Palacio no podía ser hasta mejor ocasión… Al despedirse del cesante, tomó Lucila el camino del Rastro, ávida de comprar algunas cosillas que le hacían mucha falta.

Una mañana fresca, luminosa y risueña, en que un sol artista iluminaba los alegres colorines de la calle de Toledo, y sobre la variedad infinita de gamas chillonas derramaba el oro y la plata, acechó Cigüela la cerería, desde la acera de enfrente, ocultándose entre la muchedumbre que sin cesar pasaba. Por una naranjera cuyo espionaje había comprado en días anteriores, supo que Domiciana estaba en casa. Llegó tempranito en carruaje de dos caballos. Sin duda pasó la última noche en la vela y guarda de Doña Victorina. Sabido esto, continuó la moza su vigilancia hasta que vio salir a D. Gabino y perderse calle arriba. Segura de que Ezequiel quedaba al cuidado de la tienda; contando con que Tomás estaría en el taller, entró decidida… «Dichosos los ojos – le dijo Ezequiel, encantado de verla. – Lucila, ¡qué soledad sin ti!». Fue la moza, en derechura, hacia la puerta que con la escalera comunicaba. El chico la contuvo expresando temor. «Aguarda. Ha dicho Domiciana que no suba nadie». Viéndole en actitud de interceptarle el paso, la mano puesta en la llave, Cigüela le desarmó con una frase cariñosa que al mismo recelo habría inspirado confianza. «Tontín, conmigo no va eso. Mi amiga es Domiciana, hoy como siempre. Vengo a pedirle un favor… ¿No sabes que estoy desamparada?». Vacilaba el mancebo. Para ganarle por entero, Lucila empleó una sonrisa pérfida; le pasó la mano por la cara, diciendo estas palabras de pura miel: «Déjame, rico».

 

Cedió Zequiel, y en aquel momento alguien que había entrado en la tienda daba golpes en el mostrador. «Vete a despachar, rico… – murmuró Lucila, y bonitamente quitó la llave, la puso por dentro, cerró con cuidado para no hacer ruido… Guardó la llave… con paso de gato se deslizó escalones arriba, diciendo: «No sale; no me ha sentido cerrar la puerta. Está dormida».