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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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XV

– ¿Duermen todos en la casa? – me dijo Monsalud cuando el reloj de cucú que exornaba mi sala dio las diez.

– Sí – repuse, – mas para salir nosotros, poco importa que duerman o no… mayormente, señor brujo, cuando ahora vamos a escaparnos por una grieta misteriosa abierta en la pared o por el cañón de la chimenea de la cocina. Vamos, haz la invocación y vendrá un señor gentil-hombre del Tártaro a abrirnos paso.

– Tú puedes hacer la invocación – dijo Salvador poniéndose la capa.

– ¿De qué modo?… ¿Llamo al Demonio?

– O a Doña Fe, que es lo mismo.

– ¡Doña Fe! ¡Señora Doña Fe!

Mis gritos se perdían en las soledades de la casa sin hallar respuesta; pero al fin un eco de ellos pudo llegar a las orejas de la dueña.

Y en verdad fue como si el mismo Lucifer apareciera justificando la broma de nuestra demoníaca evocación y brujería, porque había que ver la fealdad de mi doméstica, soñolienta y amarilla la faz, cerrado un ojo mientras revolvía el otro en todas direcciones, cual si ambos se concertaran para turnar en sus funciones, acordando que durmiera el uno mientras el otro veía. Sin ser vieja, Doña Fe tenía en su desagradable semblante una especie de decrepitud sin respetabilidad, mientras el peinado con pretensiones de elegancia y la escofieta picuda la hacían bastante ridícula. Dando al viento la destemplada y bronca voz, dijo al llegar a mi presencia:

– De morir tenemos.

– Ya lo sabemos, señora – exclamé con ira; – ya lo sabemos. ¡Maldita sea usted y toda su casta! Ya he descubierto que está usted engañando a su amo, que abre usted la puerta de mi casa a hombres desconocidos… porque si ahora ha querido Dios que metiera usted a un amigo, otra vez podrán ser asesinos y ladrones… Señora Doña Fe, mañana mismo se pone usted en la calle.

– Todo sea por Dios – dijo la dueña con calma imperturbable. – El padre Beraza me dijo que, haciendo lo que he hecho, servía a Dios.

– Ya, ya ajustaremos cuentas. Respóndame usted. ¿Duerme el señor de Baraona?

– Sí señor.

– ¿Y la señora Doña Jenara?

– También parece que duerme.

– Bueno; retírese usted.

– No, que va a ir delante de nosotros.

– ¿A dónde?

– A enseñarnos el camino y abrirnos la puerta.

Doña Fe salió de mi cuarto, y tras ella Monsalud, y tras Monsalud, yo, sin comprender a dónde íbamos, viajero errante y extraviado dentro de mi propia casa.

Atravesámosla toda hasta llegar a un sitio próximo a la cocina, donde estaba la puerta de una escalera que bajaba al patio colindante con el jardín de la casa inmediata. Como aquella salida no tenía comunicación directa con la calle, habíala yo condenado al entrar en la casa, clavándola fuertemente. Sorprendiome mucho verla desclavada y practicable, y juré en mi interior tomar al siguiente día venganza pronta y ejemplar de Doña Fe. Por entonces no dije nada, y cuando Salvador mandó a la dueña que abriese, y esta obedeció, salimos y bajamos los tres.

– ¿Para qué necesitamos ahora a esta infame bruja? – pregunté a Salvador.

– Ya verás – replicó Monsalud.

Llegamos al patio lóbrego, destartalado y profundo, cuyas humedades e inmundicias criaban en distintos sitios algunas yerbas raquíticas y arbustos tristes. Uno de sus cuatro lados era una tapia que limitaba el jardín inmediato, cuyos elevados árboles secos traspasaban el espacio de sus dominios para invadir los míos, y alguno de aquellos alargaba sus dedos flacos, desnudos y ateridos hasta tocar los cristales de mi comedor. En los otros lados había varias ventanuchas y puertecillas, tapiadas todas menos una, que se decoraba con media docena de cristales rotos y una fechadura tomada de viejísimo orín. Doña Fe golpeó con su mano en uno de los cristales; viose al través de ellos una luz, y al poco rato se abrió la puerta del modo más natural posible, sin que precedieran al acto ni fétido olor de azufre ni aullidos de demonios bufones.

La comunicación abierta dio paso a un anciano robusto, guapo y sonrosado, cuya alegre fisonomía no me era en verdad desconocida. Al vernos se sonrió con la franqueza propia de los tunantes hechos a la farsa y engaños de la vida; rascose una oreja, dejando caer sobre la sien contraria el sombrero anticuado y mugriento con que cubría su hermosa cabeza cana, y después nos hizo un saludo tan cortesano y fino como el de un diplomático.

– Sean bienvenidos sus mercedes.

– Sr. Mano de Mortero – dijo Doña Fe, mostrando un cazuelo de comida que en la mano traía. – Ahí tiene usted lo de hoy.

– Venga acá – repuso el gallardo y festivo viejo, dando un paso fuera de la puerta; – venga esa bendición de Dios. Pero ¿qué hacen estos caballeros que no pasan adelante?

Franqueamos el estrecho umbral; desapareció Doña Fe, perdiéndose en la oscuridad del patio; cerrose la puerta y nos hallamos en una ancha habitación de techo abovedado, cuyo aspecto, sin tener nada de sobrenatural, ni de infernal, ni aun de extraordinario, me dejó suspenso y estupefacto. Los cuatro testeros de la tal pieza apenas tenían superficie para tanto trebejo roto y sucio, para tanto cachivache como en ellos había acumulado una mano diligente y allegadora. Prescindiendo de los muebles de uso diario, parecía una prendería del peor género: había sillas de montar, enteras unas, despedazadas otras; cajas de violín, frenos y herrajes de caballerías, artesas rotas, copas de cobre que llevaron lumbre y ora llevaban polvo; armarios que fueron sepulcro de ejecutorias y eran ya depósito de clavos, hebillas, tenedores, pesas de reloj, garfios, badilas, espuelas, llaves, tinteros de cuerno, tacones de palo, asadores, cucharas, lancetas, tabaqueras, tenacillas, peines, dedales, piedras de chispa y otras mil y mil baratijas de diferentes edades y sexos, que habían servido para diversos usos de la vida.

Por aquí y allí, colgadas unas, en pie otras, puestas de costado o boca abajo, se veían multitud de imágenes, Dolorosas con el pecho traspasado, Josés con vara, Migueles con demonio, Santiagos a caballo, Roques con perro, Antones con cerdo, Pedros con llaves y Lorenzos con parrillas; toda la Corte celestial en suma. Pero entre tanta arrinconada santidad, sólo una Virgen del Rosario tenía los honores del culto. Puesta en una especie de altarejo muy singular, adornado con no sé qué estrambóticos fragmentos (entre ellos las roscas de una trompa y la placa dorada de un morrión de la guardia), tenía delante algunas flores de trapo y a los lados algún resto mocoso de velas de cera.

Vi en el ángulo oscuro una cama de no mal aspecto. También había diversas suertes de armas, tales como espadas, las más sin punta, sables de guardia, algún coselete que debía de tener memoria de Roldán, y además pistolas que habían roto el fuego, pero que no tenían más que la intención, un mosquete, y la más variada colección de trabucos que he visto en mi vida. Entre los muchos objetos pacíficos que en los rincones y paredes distinguí, tales como velones, candeleros, platos de metal, braserillos y loza de china, creí reconocer alguna pieza de mi pertenencia que había desaparecido de mi casa, sin que nadie pudiese averiguar quién cargara con ella; pero me callé y seguí observando.

Lo que más llamó mi atención fue una especie de banco de taller, donde había multitud de figurillas, al parecer juguetes de niños; caballitos, títeres que movían brazos y piernas con articulaciones de alambre; panderetas, nacimientos, instrumentos rústicos, dominguillos, peonzas y otras zarandajas, muchas de las cuales estaban por concluir o a media pintura, entre tarros de almagre y toscas herramientas.

Ocupaba el centro de la habitación una mesilla de zapatero y junto a ella un asiento agujereado, del cual parecía acabar de levantarse el Mano de Mortero, y veíanse a un lado y otro suelas y tacones, con multitud de gruesos zapatos negros y chinelas juanetudas, pero nada de obra nueva.

– ¿Qué tal? ¿Se trabaja mucho? – preguntó Monsalud al anciano, que, sin dejar la lámpara de la mano, se disponía a ser nuestro guía.

– Estoy echándole medias suelas al señor Definidor – repuso con desdén; – poca cosa, señor. Si no fuera por lo que cae…

Diciendo esto, dirigió una mirada orgullosa y magistral a los innumerables chirimbolos que en toda la redondez del cuarto se veían. Los miró como mira un general su ejército.

– ¿El señor es el amo de Doña Fe? – dijo después, mirándome con impertinencia. – ¡Ah! ¡Doña Fe!… ¡Excelente señora!… ¿No se le ofrece a usted alguna cosilla? También hago juguetes. Si tiene usted niños…

– Veo que guarda usted una buena colección de… preciosidades.

– Yo… recojo todo lo que encuentro.

Se había puesto las manos en la cintura, y con el sombrero sobre la ceja ofrecía la más rufianesca y cómica apariencia que puede imaginarse. Yo conocía a aquel hombre; pero la perplejidad en que me encontraba era gran estorbo para mi memoria.

– ¿Quieren ustedes pasar allá? Pues vamos – dijo Mortero, tomando su linterna.

Cuando esto decía, habíamos salido Monsalud y yo, y nos internábamos por un largo callejón oscuro, que no tenía nada de agradable como paseo. Iba el viejo despacio, por no permitirle sus piernas mayor actividad, y Salvador y yo teníamos tiempo para recreamos en las contorsiones y horribles gestos que hacían nuestras sombras bailando en la pared a medida que avanzábamos. Según los movimientos de la linterna de Mortero, corrían aquellas, anticipándose a nosotros, y desde lejos nos miraban, aguardando a que pasáramos para unírsenos de nuevo: otras veces se quedaban atrás, y luego en tropel corrían jugando para tomarnos la delantera.

Llegamos a una puerta, que empujó el anciano, y yo creí que por ella salíamos al aire libre. Pero mi sorpresa y mi pesadumbre fueron grandes cuando vi que, en vez del libre espacio, se extendían ante mí negras bóvedas de ladrillo, cuando en lugar de subir, bajamos una escalerilla que si no conducía al Infierno, llevaba cuando menos a las antesalas de este.

 

– Pero ¿a dónde vamos? – pregunté bastante inquieto. – ¿No hemos bajado bastante todavía? ¿Esto es el Tártaro o qué es?

– Chitón – dijo Monsalud sonriendo y poniéndose el dedo en los labios.

La escalera no era muy larga; pero tan estrecha que sin cesar me iba aporreando la cabeza contra la bóveda de ella, haciendo de camino gran acopio de telarañas.

– Estamos en plena novela, amigo Salvador – dije librando mi rostro de aquellos cendales. – ¿Qué demonios es esto? ¿Está tu logia en el centro de la tierra?

Salvador sonriendo de nuevo, repitió:

– ¡Chitón!

Habíamos entrado en un vasto recinto abovedado, que se extendía considerablemente sin que la vista alcanzase a divisar el fin, dividido por arcos de ladrillo desnudo. A un lado y otro, la escasa luz de la linterna permitía distinguir multitud de objetos cuya forma no se apreciaba claramente. Más que el objeto mismo, veíase la sombra de ellos; disformes masas que se abrazaban unas a otras, o se repelían, formando un conjunto semejante al de un gran montón de ruinas en la penumbra de una noche de luna.

Salvador se detuvo y, poniéndose ante mí, me dijo:

– Bragas, estamos en los calabozos de la Inquisición.

XVI

Sentí que la sangre se me trocaba en hielo, los cabellos se me pusieron de punta y por breve rato estuve sin respiración. Mi primer impulso, cuando pude tener impulso, fue buscar con la vista un hueco por donde echarme fuera de allí. Mi mayor confusión consistía en no poder asociar estas dos ideas: la Inquisición y el Sr. Mano de Mortero.

– No te asustes – dijo Monsalud; – aquí estamos tan seguros como en tu casa. Después de todo, esto no es tan feo como parece desde arriba.

Acudió en tropel a mi mente todo lo que había oído, visto y leído referente al temible tribunal. Aquel solitario y lúgubre sitio en que me encontraba desmentía un poco con su silencio y abandono las ideas de espanto que invadieron mi cerebro, porque ni se oían lamentos, ni se veían los humanos cuerpos arrastrando cadenas sobre el ensangrentado suelo. Con todo, aquel lugar, bastante pavoroso por sí, lo era mucho más desde que la fantasía lo asociaba a la tremenda Inquisición. No podía uno menos de considerarse sepultado allí. No bastaba que la razón dijera: estoy libre; el corazón se sentía estrechado por una mano de bronce, y el cuerpo se reconocía cobarde hasta para huir.

Era imposible dejar de ver en los indefinidos objetos que obstruían el paso horribles aparatos de tormento, que, como manos ávidas, alargaban sus garfios para agarrarle a uno las carnes; era imposible dejar de ver en movimiento toda aquella maquinaria infernal, y los apagados hornillos encenderse, cual miradas del Infierno, ascuas que resplandecían contemplando y llamando a sus víctimas; y los tornos girar, zahiriéndolas con su irónico chirrido, semejante a pullas de vieja; y los potros estirarse, deseosos de descoyuntarse a sí mismos mientras no les dieran cuerpos humanos que desbaratar; y abrirse las cajas, murmurando un gruñido sordo, como bostezo de Satanás, para cerrarse luego, tragándose un cuerpo humano palpitante aún de rabia y dolor. Era imposible dejar de ver brazos amenazadores, escuetas figuras de angustia, semblantes doloridos, luengos trajes negros y garabateadas dalmáticas de ignominia, monteras de papel llenas de gatos y diablillos pintados, y horribles caperuzas sin rostro, con dos agujeros por donde asomaba la Suprema sus insaciables ojos, buscando la herejía.

Al cabo de un rato de observaciones, distinguí varias puertas a un lado y otro.

– ¿Son esas las mazmorras donde están los presos? – pregunté a mi amigo.

– Mazmorras son; pero no hay presos.

– ¡Que no hay presos en la Inquisición!

– No: esto es ya una broma, un cachivache histórico que sólo asusta a los niños de teta. Los dos o tres presos que hay están en el piso segundo, y se pasean por los corredores tomando el sol.

– ¿Y estos instrumentos de suplicio?

– Tú ves visiones: aquí no hay nada que sirva para dar tormento – dijo Monsalud, dando un puntapié a una caja vacía que retumbó con lastimero acento. – ¿Ves esto? Pues es una caja de botellas de vino.

– Desechos de la comilona que tuvieron el otro día los señores – dijo Mortero.

– ¿Y aquellos maderos que allí se ven? – pregunté señalando unos palos en cruz, cuyo aspecto me parecía el más siniestro que se podía imaginar.

– Es un catre de tijera colocado patas arriba.

– ¿Y aquello que luce y parece metal?

– Un brasero viejo.

– ¿Y aquello que tiene cadenas y unas como pesas?

– La garrucha vieja que estaba en el pozo del patio grande – repuso Mortero.

– ¿Y aquel cilindro horrible?

– Un tambor que servía al pregonero de la Bula.

– ¿Y aquella argolla enorme?

– El aro de una pandereta con que jugaba en las Pascuas del año pasado el niño del conserje.

– Por allí veo unas al modo de mandíbulas, que parece se van a comer a todo el género humano.

– Si es un fuelle viejo sin cuero.

– Y una caperuza.

– Fue la que me puse el Carnaval pasado.

– Algunos cachivaches de tormento deben de quedar aquí – dijo Monsalud.

– Pero están hechos pedazos y cada pieza por su lado – repuso Mortero. – Yo cojo todos los días madera y hierro para remendar las guitarras, y hacer obra nueva. Si no fuera esto no tendría materiales para la juguetería… Hago caballitos, nacimientos, peonzas, aros, ballestas y mil diversiones para los niños… Lo que servía para atormentar se lo llevaron hace poco a la cárcel de la Corona en la calle de la Cabeza… lo pidieron las comisiones de Estado… Lo que ahí queda, entre los ratones y yo lo acabaremos.

Después del temor que yo había experimentado, sufrió mi alma una transición notoria: un vivo sentimiento de lo cómico se apoderó de mí. Produjo estos efectos la disparidad que resultaba entre el terrible tribunal, como la mente lo concebía, y la grotesca realidad de sus calabozos; pero lo que principalmente había enfriado de súbito mi terrorífica excitación, era la voz, el gesto, la figura del miserable viejecillo, cuya persona en aquellas oscuridades inofensivas se asociaba al siniestro exurge domine. Era aquello como el despertar en sainete después de haber soñado tragedias. Como alta torre que se desploma, así cayó ante mis ojos el tremendo aparato fantástico de la Inquisición de Corte, y roto el negro capuchón, aparecía desnudo el vil mamarracho, cuya grotesca risa más inspiraba desprecio que horror.

– Pero ¿usted quién es?, ¿qué hace usted aquí? – pregunté a Mortero sin poder refrenar mi curiosidad.

– Yo barro las salas bajas – respondió, – limpio el patio, hago recadillos a los señores, les arreglo el calzado, subo agua, voy por una onza de rapé, saco a paseo los niños del conserje, y remiendo y compongo los sillones, las cajas, las mesas y la estantería del archivo.

Mirándole y recordando al fin su historia, no pude menos de echarme a reír. Era un antiguo chalán del Rastro, contrabandista y capitán de matuteros, gran maestro de las tomadoras del dos y hombre de empuje para todas las empresas difíciles. Puestas a un lado las armas, cuando con la edad se acabaron a nuestro héroe las fuerzas, se dedicó al comercio de las Américas, o sea, el tráfico del Nuevo Mundo; que estos nombres tienen hacia el Sud de Madrid las industrias de compra y venta establecidas en la Ribera de Curtidores. Mano de Mortero tuvo mala suerte. Parece que la justicia dio en decir que el almacén de aquel varón insigne se abastecía del hurto, teniendo por principales acopiadores a todos los ladrones de la Corte.

¡Infame y vil calumnia! Víctima de ella, el pobrecito Mano de Mortero hubiera sido indignamente perseguido sin la caritativa intervención de los padres de la Merced que le tenían particular afecto; y no sólo le libraron estos de las execrables garras de la justicia, sino que lograron colocarle en un puesto humilde, pero honroso, dependiente de la conserjería de la Inquisición de Corte. El sueldo era casi una limosna; pero Mortero era Mortero y se las ingeniaba en aquellas profundidades. Llevó toda su hacienda al lóbrego departamento que le destinaron y no le faltaban industrias que ejercer. ¡Extrañas anomalías del siglo! La casa de la Inquisición ofrecía un refugio al inválido de la matutería, al insigne Aquiles retirado de las epopeyas del contrabando, al atleta de las luchas con la autoridad civil. Cuando le hacían notar esta coincidencia singular y el amparo que recibía en su vejez, decía sonriendo:

– Buenos barriles de vino les he regalado en mis buenos tiempos. No volvía nunca a Madrid de mis viajes sin traerles la sarta de chorizos, la pieza de cotonía inglesa, el jamón de Portugal o las docenas de pañuelos del Bearn…

La Inquisición no era muy escrupulosa en aquellos tiempos para elegir el bajo personal que le servía. Todo el mundo sabe que cuando la de Murcia se encargó de los presos políticos después de fracasada la intentona de Torrijos en 1817, tenía por carcelero a un gitano. Fácil fue a los conspiradores que no habían sido puestos a la sombra, salvar de la prisión a sus compañeros. La respetable persona que los guardaba hizo lo que puede suponerse. El historiador que se ocupa del gitano, dice que en Madrid no estaba la Inquisición mejor servida que en Murcia; pero no nombra al insigne Mano de Mortero, sin duda porque este gitano era más oscuro y subterráneo que el de Murcia. Lo que sí dice es que ciertos conspiradores habían encontrado medio de penetrar en la Inquisición desde una casa cercana, a la cual por el mismo camino, vamos a pasar ahora Monsalud, yo y mis lectores, si quieren por entre estas tinieblas seguirme.

Pronto dejamos las bóvedas de la Inquisición, subimos otra escalera, pasamos a un patiecillo, donde despidiéndonos cordialmente nos abandonó el Sr. Mano. Salvador llamó a la puerta que allí se veía, y abierta por un hombre de aspecto común, nos encontramos en una casa, en una verdadera casa, como todas las que habitamos los hombres. Me parecía mentira que estaba ya fuera de la región de oscuridad y miedo.

– Aquí se respira, aquí se vive – dije a Salvador.

Después de atravesar varias piezas, llegamos a una en que había varios estantes con libros, mapas, planos, esferas geográficas y otros objetos que convidaban al estudio.

– ¿Pero estamos en una academia? – pregunté. – Hemos pasado de la Inquisición a los libros… ¡Cuán cerca están el gato y el ratón!

– ¿No ha venido nadie? – preguntó mi amigo al hombre que nos guiaba.

– Sí señor – repuso este. – Allá están los señores López Pinto, Infante, Zorraquín y media docena de paisanos.

– ¿Pero en dónde estamos? – pregunté con viva curiosidad cuando nos dirigíamos al sitio que el portero, criado o lo que fuese designó simplemente con la palabra allá.

– ¿No has oído decir que Su Majestad nombró en 1814 una Comisión de oficiales del ejército, para que escribiese la Historia de la guerra de la Independencia?

– Sí. Dicen que la obra está atrasadilla.

– ¿No sabes que se dio a la Comisión un edificio de Mostrencos para que en él se reuniese, y con todo recogimiento y comodidad pudiera dedicarse a sus trabajos?

– Sí, en la calle de la Flor Baja.

– Pues en esa calle y en el edificio de la Comisión estamos. Sólo que los señores oficiales…

– En vez de dedicarse a escribir, se dedican a conspirar. También lo había oído decir. Pero hace poco, ¿no se disolvió la Comisión?

– Sí; pero ellos conservan las llaves del edificio y se reúnen aquí algunas veces. Has de saber que esto no es logia masónica; es una junta de patriotas. La iniciación es sencillísima, y basta ser presentado por cualquiera de nosotros.

– Pero esta reunión… ¿cómo la tolera el Gobierno?

Monsalud alzó los hombros.

– Yo creo que el Gobierno tiene noticia de ella; pero el Gobierno está también minado, como está minada hasta la misma Inquisición.

– Por cierto que no acabo de explicarme…

– A poco de frecuentar esta casa, descubrieron algunos que, haciendo una pequeña obra, se podía pasar fácilmente por los sótanos del edifico al cercano de la Inquisición. El arquitecto de estas viejísimas casas previó la confusión que había de venir con los tiempos nuevos y el trabajo socavador de las ideas que por todas partes se meten y toda histórica muralla horadan. Logramos seducir primero a dos o tres empleaduchos del Tribunal, y por último al conserje mismo. Hasta se me figura que algún inquisidor debe de tener noticia de que solemos pasar allá y revolverles un poco el archivo, pero no se atreve a decir nada, porque nos tienen miedo.

 

– ¡Miedo los inquisidores!

– O simpatía… también puede ser. La Inquisición es hoy una cosa que se aburre, un instituto infinitamente fastidiado de sí mismo. Sus procesos son un bostezo. Si en los Tribunales de provincia se conserva bastante rigor (testigo de ello, mi madre), el de Corte es una decrepitud lela, un aburrimiento, como te he dicho, que anuncia la paralización del sepulcro. Nos burlamos de este perplejo estafermo, que se duerme con el azote en la mano. El tunante Mortero, convirtiendo en juguetes para la industria los instrumentos de suplicio, te dirá más que todos los razonamientos. Por cierto que no se ve tipo más truhanesco que este antiguo chalán del Rastro, a quien la Inquisición ha dado asilo en su casa. Una noche estaba yo en la habitación de él admirando sus industrias y oyéndole contar graciosas historias, cuando vi entrar a doña Fe. Mientras nosotros ganábamos al buen gitano, este había explorado la vecindad y héchose amigo de tu sirvienta. Los dos se entendían admirablemente. En prueba de ello, busca bien en tu casa y encontrarás no pocos platos de menos.

– Ya lo he notado.

– Comprenderás que sentí curiosidad y deseos de entrar en tu casa, y que, dado el carácter de Doña Fe, no me fue difícil conseguirlo.

– Tú mismo me dejaste el papel… ¡Si supieras qué rato me hiciste pasar…!

– Esta noche entré como has visto y por los motivos que ya sabes. Vine aquí después del lance ocurrido en mi casa, y hallándome en esta misma sala, lleno de confusión, perplejidad y amargas dudas, resolví hacerte una visita. Ya ves cuán fácil y natural explicación tiene lo que a ti te ha parecido efecto de masónicos conjuros. No tengas por masones a Doña Fe y al criado que ella misma te propuso; tenlos por dos grandes tunantes; échalos a la calle y cuida mejor las puertas de tu casa.

– ¡Vive Dios, que has hablado como un libro! Ahora dime qué vamos a hacer aquí, y con qué clase de gente tenemos que habérnoslas.

– Ya te he dicho que esto es una reunión de patriotas pura y simple, no una logia masónica. No esperes nada misterioso ni formulario. Eso lo hay en otras partes; pero la revolución es tan urgente y tiene tanta prisa, que ha dejado a un lado los floretes para tomar las espadas.

– Pues adelante; entremos.