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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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VIII

Veamos lo que pasaba en mi casa. Detenido en ella el Sr. D. Miguel de Baraona por ciertos achaquillos en las piernas que no le permitían zarandearse en paseos y cafés, mataba el aburrimiento escribiendo cartas o perorando, si por mi desgracia lograba echarme el guante. Jenara hacía vida muy distinta. Menos ocupada que antes en sus labores de mano, salía a la calle con alguna frecuencia, pasando largas horas fuera. Todo revelaba en la hermosa Jenara que traía entre manos un asunto importante, asunto de verdadera acción que requería tanta actividad como cavilaciones. No tuve que hacer grandes esfuerzos para descubrirlo, porque ella misma me lo reveló todo una noche junto al brasero, después que Baraona se recogió en su cuarto.

– ¿Ha averiguado el Gobierno – me preguntó – el paradero de Salvador Monsalud? ¿Sabe que está conspirando?

– El Gobierno, señora – le respondí, – lo sabe todo y no sabe nada; mejor dicho, sabiendo que se conspira a más y mejor, es completamente incapaz de descubrir y más aún de castigar las conspiraciones.

– ¡Qué Gobierno! – exclamó Jenara. – Bien dice mi abuelo que estos que hoy mandan son como los muñecos que se ponen en el campo cuando se acaba de sembrar: espantan a los pájaros, pero no a los hombres. Diga usted que sabe tanto – añadió con jovialidad, – ¿por qué no se habían de encargar a las mujeres ciertas cosas del Gobierno?

– Porque no. Ahí están Catalina de Rusia, Isabel de Inglaterra y otras, que gobernaron a sus pueblos…

– No, no es eso lo que digo. Gobiernen a los pueblos los hombres; lo que, según mi entender, podía confiarse a las mujeres, es un trabajo menudo y que no requiere ciencia de libros; por ejemplo, el descubrimiento de las conspiraciones.

– En Francia dicen que hay muchas mujeres empleadas en la policía secreta.

– Las mujeres – dijo Jenara con gravedad y gracia, – son más leales que los hombres, sirven con más ardor y más honradez a una causa cualquiera, son menos accesibles a la corrupción, poseen instinto más fino y mayor agudeza de ingenio, mayor penetración. Ustedes piensan; nosotras adivinamos.

– Es verdad; ustedes adivinan – dije con mucha sorna. – Vamos a ver: ¿ha adivinado usted el paradero de Salvador Monsalud?

– Sí señor – repuso mirándome con fijeza, y sonriendo vanidosa y triunfalmente. – Sí señor; lo he adivinado, lo he descubierto, lo sé.

– ¿Pero es broma, es sospecha o presunción?… – pregunté lleno de asombro.

– Es certidumbre, Sr. D. Juan.

– ¡Es usted un tesoro, es usted una diosa, Jenara! – exclamé con entusiasmo. – Pero dígame usted: esas salidas diarias, esa multitud de recados, esa ocupación constante durante más de una semana, ¿se han consagrado al servicio de la patria y del Rey? Me parece inverosímil.

– Si he de hablar con verdad, no he atendido gran cosa al servicio de la patria y del Rey… He tenido fijo el pensamiento en mi esposo, acuchillado y moribundo.

– Verdad es que la persona a quien queremos castigar ha sido por mucho tiempo la pesadilla y el espantajo de su familia de usted.

– Yo no sé hacer nada a medias – dijo Jenara con solemne voz. – Me impulsaba a dar estos pasos un sentimiento que inflama mi corazón, un sentimiento criminal que ofende a Dios, lo sé; un sentimiento…

– ¡Jenara!

– Sí, Sr. de Pipaón, el odio; hablo del odio que se ha fijado en mí desde hace algunos años como un puñal que me atraviesa el corazón. Incapaz de tranquilidad, escandalizada de la debilidad de los hombres, que han dejado sin castigo a tan grave criminal, me he lanzado resueltamente y con todo el ardor de mi carácter a un trabajo impropio de mi sexo y condición. He desfallecido muchas veces, he sufrido grandes sonrojos; pero al fin la fuerza de mi propia pasión me ha dado energía, y con la energía una luz extraordinaria. ¡Qué no conseguirá la voluntad de una mujer, su penetrante instinto, su admirable sagacidad!…

– Esas prendas, señora, han revuelto el mundo muchas veces, han provocado guerras y revoluciones – dije contemplándola fijamente, por ver si descubría cuáles eran las verdaderas ideas y los sentimientos efectivos de Jenara en aquella ocasión.

No era fácil averiguar esto, y en vano clavaba mis ojos en la marmórea beldad que ante mí tenía. Por experiencia sabía yo que respecto al conocimiento del alma de Jenara, era preciso atenerse a lo que decían sus labios, dejando al tiempo o al acaso la misión de describir el color y los astros de aquel cielo siempre cubierto de nubes. Al mismo tiempo no podía hacer grandes observaciones fisiognómicas, porque mis ojos, lo mismo que mi atención, se distraían con el recreo y embobamiento que tan grande hermosura les producían. ¡Lástima grande que bajo aquella serenidad majestuosa, aunque algo artificial como los papeles del teatro, se escondiese, cual serpiente en nido de rosas, el odio tan ponderado verbalmente por ella!

– Si es cierto – dije, – que merced a las averiguaciones que ha hecho usted, como principal agraviada, se logra descubrir y capturar a ese hombre, el Estado y el Rey están de enhorabuena. Precisamente nuestro amigo el Sr. Lozano bebe los vientos por ponerle la mano encima. ¿Pues y D. Buenaventura?… Poco contento se va a poner cuando yo le diga… Como que nuestro paisano es el alma y la clave de las conspiraciones. Parece mentira que una señora haya conseguido lo que intentaron hasta ahora en vano tantos y tan buenos espías…

– ¡Espías! Los de la Inquisición, lo mismo que los del Gobierno, están vendidos a los masones – afirmó Jenara con desprecio.

– Cuénteme usted todo; cuénteme esos prodigios.

Ella sonrió, y por breve rato puso los ojos en el brasero, sin dejar la sonrisa que parecía esculpida en su rostro.

– Si le contara a usted todo lo que he hecho – dijo al fin, – se asombraría de algunas cosas y de otras se reiría, formando mala idea de mí.

– Vamos a ver.

– Es preciso hacerse cargo de la impresión que produjo en mí la vista de ese hombre en la iglesia del Rosario, para comprender las locuras que he hecho. Yo estaba aterrada; parecía que me apretaban el corazón con tenazas de hierro; yo no podía dormir; la terrible imagen iba tras de mí a todas horas, infundiéndome miedo y una congoja extraña.

– Lo conocí.

– Yo presagiaba toda clase de males; atribuía a ese hombre un poder maléfico; tenía un desasosiego inexplicable. Era tal mi turbación y lo preocupada que yo vivía, que una noche creí verle deslizarse por esos pasillos como un fantasma.

– ¡Jenara!

– Sí; la imaginación me lo puso delante… ¡y con cuánta verdad! Vi su cara, sentí el ruido que hacía su capa rozando en las paredes…

Yo me quedé frío.

– Pero no… no se asuste usted… yo no creo en fantasmas. ¡Cosas de mis ojos, que suelen ver lo que no existe!… Ya me ha pasado lo mismo otras veces… Ello es que la propia exaltación mía me dio fuerzas para sobreponerme al miedo, a la congoja, y furiosa me revolví contra mi atormentador. El placer de castigarle, de hacerle sentir el peso de una mano justiciera dirigida por mí, dio mayor fuerza a mi voluntad. ¡Era preciso buscarle, burlar su astucia, sorprenderle, cogerle, destrozarle!

– Veamos lo que hizo usted.

– Desde luego, sabiendo que ese hombre estaba en Madrid parecía natural creer que vivía en alguna parte.

– Eso no tiene la menor duda.

– Yo pensé de otra manera; yo pensé que viviría en muchas partes.

– Ya… es decir, que cambiaría todos los días de domicilio para desorientar a sus perseguidores.

– Justamente. Pero esta idea tenía poco valor, mientras no se averiguase una por lo menos de las guaridas del miserable. Empecé sin resultado mis pesquisas, cuando de repente vino en mi ayuda la casualidad, proporcionándome un nuevo encuentro con él cierta noche que volvíamos a casa Paquita y yo un poco tarde.

– ¿Y le habló a usted?

– ¡Qué disparate! No me conoció: yo sí le conocí perfectamente, a pesar de que iba embozado hasta los ojos.

– ¿Y dónde fue ese encuentro?

– En la calle Mayor. Eran las nueve. Él iba en dirección a la plaza de la Villa. Paquita y yo veníamos de casa del Sr. Grima, corregidor que fue de Vitoria.

– Y usted y Paquita, llenas de terror, avivaron el paso para huir de él.

– Al contrario, volvimos atrás… y le seguimos.

– ¿Le siguieron?

– Sí, señor. Nos arrebujamos muy bien en nuestros mantones y le seguimos a cierta distancia. Como él anda tan aprisa, llegamos sin aliento a la calle de Santiago.

– Donde se escurrió por algún portal, y aquí paz y después gloria.

– Entró, sí, en una casa; pero yo no me desconcerté por eso, y con toda serenidad examiné el edificio detenidamente. Era un palacio enorme, pesado y triste, con grandes balcones y un escudo formidable sobre el del centro. Parecía la vivienda de un Grande de España, y Monsalud, al entrar en ella, iba a visitar a alguien; de ningún modo a quedarse allí.

– Muy bien pensado; pero las casas de los grandes, sobre todo si los que las habitan no son muy grandes, suelen tener bohardillas que se alquilan a gente pobre, y a las cuales se sube por la escalera de servicio.

– También pensé yo esto – dijo Jenara demostrándome su prodigioso método de raciocinio; – y para salir de duda me decidí a preguntar al portero.

– Lo que no dejaba de ser aventurado y sospechoso.

– No me importaba: yo entré resueltamente y dije al portero: «¿Vive en las bohardillas de esta casa una pobre viuda enferma, llamada Doña Petra, que ha puesto un anuncio en el Diario, pidiendo una limosna a las almas caritativas?». El portero me informó de lo que yo quería saber, diciendo: «En esta casa no hay bohardillas alquiladas, ni aun vivideras, ni aquí vive nadie más que mi amo el Sr. Conde…». Ya estaba segura de que Monsalud no vivía allí y de que más tarde o más temprano saldría. Paquita y yo nos llenamos de paciencia, y aguardamos.

 

– ¡Qué valor, qué constancia sublime!… En una noche fría… dos mujeres solas en la calle.

– Nadie se metió con nosotras. Antes de las once Monsalud salió.

– ¿Y le siguieron ustedes?

– Le seguimos. Él miraba atrás algunas veces; pero viendo transeúntes indiferentes o mujeres, seguía tan tranquilo.

– ¿Y fue larga la segunda caminata?

– No muy larga. Entró en el café de Levante, pero no por la puerta del local público, sino por otra lóbrega y estrecha que hay al costado y por la cual creo se sube a la tertulia.

– Así es en efecto. Supongo que no entrarían ustedes en el café ni aguardarían tampoco la salida del aventurero, porque tales garitos no se vacían hasta la madrugada.

– Entrar no; pero aguardar sí – me contestó con una serenidad que me dejó pasmado. – En aquella acera, que es de gran tránsito a causa de las puertas de los cafés cercanos, hay muchas mujeres y chicos que piden limosna, castañeras, ciegos que venden villancicos, y también muchos rateros y gente sospechosa, con la cual alternan en amor y compaña los alguaciles. Paquita limpió el lodo junto a la puerta por donde él había entrado y por donde esperábamos que saliera, y…

– ¡Jesús, María y José! – exclamé interrumpiéndola: – ¿fue usted capaz?

– Sí señor; nos sentamos allí – repuso con la mayor naturalidad del mundo. – Con los mantos sobre la cabeza, no nos diferenciábamos gran cosa de la sociedad allí reunida… Yo no me acobardaba ante ningún obstáculo. Resuelta a marchar derecha a mi objeto, llena y encendida toda el alma con la llama de un aborrecimiento que era mi sostén y mi martirio, no reparaba en dificultades. Sólo así se vence, Sr. Pipaón.

– ¿Y hasta cuándo duró la guardia?

– Hasta las cuatro de la mañana. Fue aquella noche que estuve fuera de casa. ¿Se acuerda usted? Entré por la mañana diciendo que había estado acompañando a una amiga parturienta.

– Me acuerdo, sí.

– Hasta las cuatro, sí. Nos levantamos de allí medio heladas – continuó riendo. – Él salió con otros tres; marchó hacia la calle Mayor. A la entrada de la de Boteros, uno de ellos se separó, y Monsalud con los dos restantes entró en la plaza. Les seguimos a bastante distancia; pasaron a la calle de Toledo y pasamos también nosotras. Detuviéronse en la esquina de la calle Imperial, y entonces resolvimos adelantarnos y pasar junto a ellos para que no sospecharan que les seguíamos. Cuando pasamos oí claramente la voz de Salvador, que decía a sus compañeros: «Estoy muy fatigado, y me voy a acostar…». Siguiéndole, pues, hasta el fin, era seguro que sabríamos dónde vivía.

– ¡Qué admirable paciencia! El más astuto y diligente alguacil no haría otro tanto.

– Esto no puede hacerlo la justicia que es mercenaria y venal; lo hace una mujer.

– ¿Y dónde vivía?

– En la calle de Segovia. Detúvose en una puerta, y después de dar varios golpes, bajaron a abrirle y entró.

– Dando fin con esto a las investigaciones de usted, pues no creo…

– No entramos… ¡qué disparate! Pero examiné cuidadosamente la casa. En los balcones del piso segundo de ella había los papeles que suelen ponerse en las casas de pupilos. En la parte exterior del portal vi una muestra que anunciaba lo siguiente: Pepita Rojo, bordadora en fino. En el principal, otra tabla decía Planchadora; y en el tercero había un balcón roto y algunos tiestos.

– ¿Significan algo el balcón roto y los tiestos?

– Nada; pero lo digo para que vea usted cómo examiné uno por uno todos los accidentes de la fachada de aquella casa, como se examinan las facciones del facineroso que nos ha robado, para poder dar sus señas a la justicia.

– ¿De modo que le tenemos allí?

– No cante usted victoria todavía, señor mío, que aún falta mucho por contar… Nos retiramos a casa. Yo calculaba que un hombre que se acuesta a las cinco de la mañana no podría levantarse muy temprano.

– ¿Pues qué? ¿Proyectaba usted nuevas excursiones? – pregunté con la mayor sorpresa.

– A las ocho, después de charlar un poco con mi viejo, estábamos en la calle Paquita y yo. ¿No se acuerda usted?

– Sí, me acuerdo.

– Salimos, sí, en dirección a la calle de Segovia. Llegamos; pregunté en el portal por Pepita Rojo, bordadora en fino, y dijéronme que vivía en el sotabanco; Paquita entró en la casa de huéspedes del segundo pidiendo pupilaje.

– ¡Qué demonio! Fue cuando Paquita estuvo fuera de casa tres días, y usted dijo que había ido a Daganzo de Abajo a ver a su madre, enferma.

– Eso es. Yo entré en casa de la bordadora a encargarle una obra muy difícil y costosa. Sin hacer alarde de riqueza, me mostré generosa; volví al día siguiente, llevando un regalito a sus niños; conocí a su marido, que es herrero, y no parecía tener trato alguno con revolucionarios; pero ni mi observación ni mi dinero me dieron luz alguna.

– ¿Y Paquita?

– Vivió allí tres días. Hízose, por encargo mío la desenvuelta, para comunicarse fácilmente con los demás huéspedes, y principalmente con un tal Núñez, algo misterioso, que en la misma casa vivía, teniendo consigo a un primo, que se decía recién llegado de Valencia.

– Ese primo…

– Yo iba a visitar a Paquita, porque esta no podía hacer gran cosa sola. Apenas había visto la fisonomía de Monsalud y no conocía el metal de su voz. El tercer día de mi visita temblé de pavor y al mismo tiempo de alborozo; había oído la voz del miserable en una habitación inmediata. Al punto nos encerramos, y Paquita, practicó sigilosamente un agujero en el endeble tabique detrás de un cuadro. Oímos algo; pero nada importante. Núñez y Monsalud habían llamado a la patrona y contaban el dinero para pagarle, pues se marchaban de la casa. Su conversación era indiferente, y ni una palabra dijeron que indicase cuál iba a ser su nuevo domicilio. Llegó entonces un tercero, salieron todos, y metiéndose en un coche que a la puerta les esperaba, partieron, sin que fuera posible averiguar nada.

– ¡Perdido otra vez! ¿Y no se dio usted por vencida?

– Nada de eso. Paquita y yo entramos después en conversación con la patrona, tratando de descubrir algo; pero nada sacamos en limpio. La buena mujer ponderó la puntualidad y largueza con que semanalmente le pagaba Núñez, calificando a este y a su primo de excelentes sujetos. No hacía un cuarto de hora que habían salido, cuando llegaron… ¿quiénes dirá usted?

– No sé.

– Los alguaciles de la Inquisición de Corte, con un señor familiar a la cabeza.

– ¿A prenderles? ¡Estuvieron buenos!… Esa gente es como el humo: lo ve uno y no puede echarle mano.

– Tranquilizada y en paz la casa, luego que los alguaciles, con el señor familiar al frente se marcharon, reanudamos nuestra conversación Paquita, la pupilera y yo. Fingí ser persona de escasos posibles, viuda de un militar, y dije que me acomodaría en aquella casa al lado de mi amiga, si me admitían por poco dinero. Era mi deseo penetrar en la habitación abandonada por los fugitivos, para ver si habían dejado algún objeto que aclarase un poco las tinieblas en que me encontraba. Enseñome el cuarto la posadera, y al punto lo examiné todo, paredes, muebles, piso. En un rincón de este había varios pedazos de papel, una carta rota. En un momento en que estuvimos solas, los recogí, y guardados cuidadosamente, me los traje a casa para juntarlos y leerlos.

Diciendo esto, sacó de su costurero un papel en que estaban pegados los pedazos de la epístola.

– Lo que pude reunir y junté de este modo – dijo mostrándomelo – no es más que una tercera parte de la carta, y sólo resultan frases sueltas de oscuro sentido. Vea usted: «… mingo a las nueve de la noche te espero en la esquina… ana vieja no puedes venir a mi casa… que mi ma… Caraban…, enojada, furiosa y no mereces… Andrea».

IX

– No entiendo una palabra de esta monserga – dije, devolviendo el papel.

– Pero basta fijarse un poco para comprender que es una cita amorosa. La firma de la dama es Andrea.

– ¡Andrea!… – conozco yo varias Andreas.

– A mí no me importaba conocer a la dama: lo principal era saber el punto en que se verificaría la cita amorosa, y esto bien se descubría reflexionando un poco.

– ¿En dónde?

– En la esquina de la calle de la Aduana vieja.

– Es verdad… el domingo. ¿Y fue usted?

– ¿Pues no había de ir? Aquella noche Paquita y yo la pasamos también en claro. Vi a los dos amantes. Se me figura que él no está muy entusiasmado; ella debe de valer poco; separáronse pronto.

– ¿Y le siguió usted de nuevo?

– Por todo Madrid; hasta que después de diversas paradas y escalas aquí y allí, paró cerca de la madrugada en la casa donde vivía y donde vive ahora.

– ¡Admirable, sorprendente!

– Desde que descubrí su nuevo albergue comenzó Dios a favorecerme, porque Paquita reconoció en aquella la casa donde vive una parienta suya y paisana, con la cual tiene muy buena amistad. Fue a visitarla al día siguiente, y por ella supe que el marido de Doña Teresona (que así se llama la de Daganzo) es portero, conserje o guardián de la tal casa, perteneciente a bienes mostrencos y habitada por un administrador de estos. El Sr. Roque pertenece en cuerpo y alma al habitante principal de la casa. Es difícil corromperle; pero no así la señora Teresona, que insensible primero a mis ruegos, se ablandó con los regalos que le hice. Todos mis ahorros y el producto de parte de mis alhajas que vendí, lo he empleado en tentar la codicia y ganarme la voluntad de aquella mujer. He penetrado anoche en la casa, y escondida en un miserable cuarto trastero que da al patio y a la escalera grande, he visto entrar a Monsalud con otros dos, encender luz y encerrarse en la única pieza habitable del piso alto, cuyos largos corredores desnudos, abiertos, fríos y solitarios tiemblan y crujen cuando alguien pasa por ellos. Nada más necesito decir a usted sino que cuando la justicia quiera apoderarse del conspirador, puede hacerlo cómodamente y sin peligro ni ruido.

– Mañana mismo – dije frotándome las manos de gozo. – ¡Gracias a Dios! España verá al fin un día de justicia, ya que ha visto tantos de bajezas, debilidades e infames sobornos.

– ¿Y se hará justicia?, pregunto yo ahora – dijo Jenara con energía. – Este indigno espionaje que he referido, ¿será un vano capricho de mujer furiosa?

– La Inquisición sabe dónde tiene la mano derecha.

– La Inquisición no sabe nada – repuso ella con desprecio. Sueño con la justicia, y la justicia debe hacerse, debo hacerla yo misma. ¿Para qué he de fiar mi justa venganza a la Sala de Alcaldes o a la Inquisición? ¿Necesito acaso de ellos? ¿Por ventura no estoy yo aquí?

Al decir esto, el vivo rayo de sus ojos indicaba una contumacia y una virilidad (permítase la palabra) que me infundían miedo. Aquella mujer no necesitaba de nadie para realizar sus ideas.

– Veo – le dije, – que usted será capaz de suplir con su acerada voluntad a nuestra débil e impotente justicia. A tanto vilipendio han llegado el siglo y los tiempos, que una mujer sola, sin más auxilio que su corazón de fuego y su iniciativa poderosa, podrá dar satisfacción a la moral pública y a la patria ultrajada. ¡Admirable espectáculo! ¡Cuán grande es la mujer cuando quiere serlo! ¡Qué heroísmo! ¡Qué lección a los vanos y corrompidos hombres, señora!… Dios infunde a una mujer esta energía potente; Dios envía un destello de su justicia sobre el ser más débil y más bello de la creación, para que la gran idea no se extinga en el mundo. Yace la autoridad hecha pedazos en el fango de las logias y en las alfombras de los palacios. Dios da a una mujer el encargo de recogerla, y la gran fuerza vuelve a brillar como un acero terrible sobre la cabeza de los pueblos, atontados y embrutecidos por el democratismo y la revolución…

Jenara, profundamente abstraída, no contestó nada a mis ditirambos.

– Pero yo – continué con el mismo calor, – yo, en cierto modo representante de esa justicia oficial que tan mal cumple sus deberes, estoy interesado en que recobre su esplendor; he adquirido cierto compromiso en este asunto, y por tanto, me atrevo a reclamar el delincuente.

– ¿Para prenderle mañana y soltarle pasado mañana? – dijo con el mayor desdén.

– No, yo juro a usted por Dios que nos oye, que Salvador no quedará esta vez sin castigo… Pues no faltaba más… Respondo de ello…

– Es usted como todos – me dijo gravemente. – Pero este asunto me causa tanto terror, que no puedo empeñarme en llevar adelante mi primer pensamiento. Es una locura, un extravío… Mi corazón irritado y furioso me ha impulsado hacia un fin terrible; pero en mi alma hay también destellos de luz religiosa; tiemblo, retrocedo y me digo: «Jenara, ¿qué vas a hacer?…». Mientras buscaba a mi insultador y asesino de mi esposo, no me causaba espanto el considerar la merecida expiación de sus culpas; pero ahora que le tengo, ahora que le veo en mi poder, casi puedo decir dentro de una jaula, siento frío en el corazón. «¿Qué debo a hacer?» me pregunto. Si fuera hombre, la cuestión estaba resuelta. Si mi esposo estuviera aquí, también. Pero me encuentro sola. ¿Qué puede hacer una mujer? Antes me condenaré a los tormentos del despecho toda mi vida, que comprar con oro una mano extraña. Si tan horrible idea cupo un día en mi cerebro, hoy la rechaza mi corazón… Le tengo en mi poder y vacilo… Cuando le perseguía, todas las ferocidades del castigo, hasta el asesinato, me parecían naturales… Mi mano le coge al fin, y todo es congoja e indecisión… Ahora me acuerdo – añadió sonriendo, – de un caso ocurrido el otro día y que no por trivial, deja de ser muy apropiado a lo que ahora nos ocupa. Dispénseme usted lo frívolo del cuento y óigalo. Durante muchas noches me mortificaba en mi cuarto un miserable ratoncillo, quitándome el sueño y adjudicándose multitud de objetos de mi propiedad. Cuanto ideamos Paquita y yo para apoderarnos del vándalo fue inútil. Yo me desesperaba, y desvelaba por las travesuras ruidosas de nuestro intruso, tramaba mil proyectos de exterminio contra él. Estrujarle, aplastarle, quemarle vivo, ahogarle, todo me parecía poco. Oyendo el rumor de sus dientes y sus menudos pasos, mi corazón se abrasaba (no se ría usted) en furores de venganza. Ningún placer había comparable al placer de verle en la boca de un gato o en las tenazas de la cocinera, o en las manos de un pilluelo de las calles… Por último, le cogí en la ratonera que usted nos dio. Cuando le vi preso y en capilla, toda aquella tempestad de crueldades que rugían en mi corazón desaparecieron como por encanto: aparté la vista con horror y repugnancia, y entregando la ratonera a Paquita, le dije: «mátale donde yo no le vea ni le sienta»… ¿Querrá usted creer que me puse nerviosa… que casi estuve a punto de llorar… que fui corriendo de mi cuarto, porque desde él se sentían los chillidos lastimeros del pobre animal?

 

– ¡Corazón generoso en voluntad firme! – exclamé. – Bien, señora mía; entrégueme usted esa ratonera donde acaba de caer el vándalo. Yo juro…

– Usted jurará todo lo que quiera; ¿pero de qué valen todas sus buenas intenciones contra la flojedad del Gobierno? Le prenderán hoy, y mañana…

– Hay una gran irritación contra él; y no es fácil que se le suelte. Vea usted cómo la señora Fermina Monsalud cayó en poder de la Inquisición hace años, y aún se pudre en un calabozo, a pesar de los esfuerzos que hacen los masones para salvarla.

– La prisión y el tormento que han dado a esa buena mujer es una iniquidad que me horroriza.

– ¡También usted se interesa por ella!

– Por la justicia. Toda infamia me irrita, y jamás perdonaré a mi esposo y a mi abuelo la crueldad con que han tratado a esa pobre señora inocente. ¿Es ella responsable de los crímenes de su hijo?

– Hasta cierto punto…

– Hasta ningún punto – dijo bruscamente y con enojo. – ¡Cuántas veces he reñido con Carlos, echándole en cara su conducta en este particular! ¿No es inicuo, no es contrario a todas las leyes divinas y humanas atormentar a una infeliz mujer, para qué?… para que declare que es cómplice de los crímenes de su hijo. Si no lo es, ¿cómo ha de declararlo?

Advertí en el semblante de Jenara una emoción muy visible, fenómeno raro en ella. Era la primera vez que aparecía conmovida durante nuestro largo coloquio de aquella noche.

– Veo que el odio de que hablaba usted hace poco – le dije, – tiene también sus suavidades.

– Sobre mi odio está mi justicia – repuso. – Y qué, ¿puede negarse que esta iniquidad de mi familia atraerá sobre nosotros la cólera de Dios? Yo preveo desgracias, yo preveo desastres en mi casa. ¡Ay!, ¿por qué no somos felices? En este matrimonio, en esta joven familia llena de tristezas, hay una cosa negra que todo lo envuelve.

Quedose meditabunda. Contemplándola y tratando de penetrar en los antros de su alma, yo decía entre dientes:

¿Qué misterios hay en ti, mujer? ¿Qué tienes detrás del cielo de esos ojos?

Luego hablé en voz alta, diciéndole:

– Verdaderamente es una crueldad inútil atormentar a esa desgraciada. Se conoce que Salvador bebe los vientos por librarla de los señores inquisidores. Ya vio usted aquella insolente hoja…

– Debió usted hacer algo en pro de la infeliz mujer – dijo en tono de viva reconvención. – ¡Qué ocasión tiene usted para hacer una obra de caridad y contentarme al mismo tiempo!

Dijo esto, y se levantó con la súbita agitación de una persona impaciente.

– ¿Qué más deseo yo sino agradar a usted?

– Dirá usted que es capricho; pero mi conciencia me repite que es ley.

– Y lo será.

– Usted tiene buenos sentimientos.

– Sin duda.

– Pues haga lo que piden la justicia y la piedad: empéñese usted con Lozano para que mande poner en libertad a la mártir Fermina Monsalud.

Yo me quedé perplejo. La animación de Jenara, su encendido color y el rayo de sus ojos indicaban sensibilidad muy viva. El cambio repentino de aquella alma que había pasado de la fría impasibilidad inquisitorial a un arranque de compasión ardiente, me confundía.

– Es difícil que Lozano de Torres consienta…

– Pues me quedo con mi prisionero – exclamó, con un destello de ira. – Yo haré de él lo que me convenga.

Alcé los hombros, y sin decir nada, acerqué las palmas de mis manos a la lumbre.

– Me guardo mi prisionero; me guardo mi víctima; me guardo mi reo. Yo le pondré en capilla cuando me convenga.

– Bueno – dije sencillamente. – En ese caso no hay nada que añadir. Lo más que puedo hacer es hablar a Lozano de Torres.

– Y hacerle ver la injusticia y atrocidad que están cometiendo – añadió suavizándose. – ¡Ay, Pipaón; desde hace tiempo deseaba yo que alguien de esta casa se interesase por esa pobre mujer! No me atreví a decirlo por no enfadar a mi abuelo; pero créalo usted, ¡me causaba tanta pena!… Tenía vergüenza de manifestarlo; ¡parece mentira que cause bochorno la piedad!… Se me figura, además, que esta horrible injusticia ha de traer grandes calamidades a mi familia; pienso mucho en esto, estoy viendo venir el castigo de Dios.

– Nada, nada, señora, por mí no quedará.

– Pero qué locuras digo – añadió, tranquilizándose. – ¡He dicho que guardaba a mi prisionero!¿Para qué le quiero yo?… No, la obra de caridad que solicito nada tiene que ver con ese hombre. El perdón de la madre inocente hará resaltar más la justicia si se castiga al hijo malvado.

– Usted ha dicho que se reservaba para sí el prisionero.

– Una tontería, Pipaón. ¿Quiere usted saber ahora mismo dónde está Salvador? En la calle del Divino Pastor, núm. 4, junto a Monteleón.

– Gracias, gracias.

– Justicia, pido justicia; y pues usted se presta a hacerla en mi nombre, ponga usted en libertad a Fermina Monsalud; líbreme usted de ese remordimiento que sufro por crueldades ajenas; aparte usted de mi familia y de mí esa sangre que está cayendo gota a gota sobre nosotros, y lo agradeceré con toda mi alma.

– Lo intentaré, señora; pero estoy confuso. Los extraños sentimientos de usted no se explican fácilmente. De pronto una furia inquisitorial contra el hijo… de pronto una sensibilidad plañidera en favor de la madre. ¿Qué es esto?

– ¿Acaso lo sé yo? Amigo D. Juan, la holgazanería del corazón trae estos extremados apasionamientos.

– ¡La holgazanería del corazón!

– La falta de afecciones tranquilas. Mi soledad, el alejamiento de mi marido, el no ser ni madre, ni hermana de nadie, traen un estado en que el corazón ocioso trabaja buscando afectos. Es como un desheredado que ha de ganarse la vida. Trabaja, discurre o coge lo que encuentra.

– Me alegraré de que el Sr. D. Carlos vuelva pronto. Entre tanto, señora, abogaré por la mamá; y en cuanto al hijo…

– No le nombre usted más – repuso, volviendo el rostro con repugnancia. – Lo que resta por hacer no me corresponde a mí. Cójale usted, enciérrele, mátele, descuartícele enhorabuena. No me verá usted conmovida ni alarmada, con tal que el castigo se haga lejos de mí.