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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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– Pues hijo – repuso Lozano, dando un suspiro. – Lo que es eso… La vacante está ya provista.

Y me alargó un papel que tomó de la próxima mesa.

VI

– ¡Me lo figuraba! – exclamé con indignación, devolviendo la minuta después de leerla. – El nuevo consejero es el sobrino del marqués de M***. ¡Bonito nombramiento!

La ira apenas me permitía articular las palabras. Pegajosa saliva entorpecía mi lengua, y con los crispados dedos arañaba los brazos del sillón en que me sentaba.

– ¡El sobrino del marqués de M***! – repetí. – ¡Me lo temía!…

– Mañana aparecerá en la Gaceta.

– Y mañana sabrá España, ¿qué digo?, sabrá la Europa entera, sí señor, la Europa entera, cuáles son las prendas, cuáles los antecedentes que se necesitan aquí para escalar los puestos del Consejo. En primer lugar, ser jugador, borracho, calavera, no pagar las deudas contraídas, deber más de tres mil reales en Canosa; y en segundo lugar, no saber más que un poco de latín, echársela de traductor de Horacio, decir mil pedanterías a propósito de leyes antiguas, defender malamente algún pleito de tenuta, criticar en todo, fantasear en la Sala de Alcaldes, hablar mal de los funcionarios honrados y respetables como usted, y también tener de brevas a higos algún tratadillo con los masones de Granada y de Madrid.

D. Juan Esteban alzó los hombros.

– ¡Qué personajes, Santo Dios! – proseguí sin que con tanto hablar se desfogara mi cólera. – Tal sobrino para tal tío…

– Silencio – dijo vivamente Lozano. – El marqués de M*** está aquí.

En efecto, sin previo anuncio, porque a causa de su intimidad con el ministro no lo necesitaba, apareció en el despacho el marqués de M***, el cual no era otro que aquel famoso personaje a quien puse el nombre de D. Buenaventura, tapando con esta especie de benevolencia el suyo propio, para que la posteridad no le mortificase. Fue mi protector, mi amigo, mi Providencia en los primeros años de mi carrera. Por esta razón infundíame siempre mucho respeto, y aunque últimamente solía mostrar cierta envidia de mi rápido encumbramiento y me molestaba cuanto podía, yo, hombre agradecido, le ponía generosamente a él como a sus sobrinos, fuera del alcance de mis artimañas y de mi lengua.

D. Buenaventura, a quien solían llamar el Tigre, se había hecho marqués de la manera más sencilla. Nombrado consejero de Hacienda en 1814, hizo en poco tiempo una gran fortuna, comprando fincas que estaban adjudicadas al crédito público. Por aquellos tiempos, necesitando los padres de Atocha algún dinerillo para reparar su templo, dioles Fernando dos títulos de nobleza para que los vendiesen. D. Buenaventura compró en veinte mil duros el de marqués de M***. Era familiar de la Inquisición, hombre cruel, y absolutista tan fanático, que se pasaba la vida buscando masones por todos lados y averiguando picardías de liberales para contárselas al Rey. Tenía en 1819 gran privanza en Palacio; pero le hacía sombra Villela, de quien se contaban no sé qué masónicas liviandades. Conmigo sostenía buenas relaciones, pero a pesar de eso, solapadamente y sin dejar de halagarme, bebió los vientos para quitarme la plaza de consejero; y a pesar de lo mucho que me moví, ganome la partida, como se ha visto.

– ¿Se murmura, eh? – dijo amistosamente, después de saludarnos. – Este diablo de Pipaón no está nunca contento.

– Ya le he dicho que puede esperar mejor ocasión – añadió D. Juan Esteban, ofreciendo un cigarrillo a su amigo. – Grandes acontecimientos van a venir… Puede que nazca un Príncipe…

– Es claro – dijo el marqués, mirándome con sorna. – Pero ¿tú qué crees? ¿se hacen consejeros a los treinta y seis años? Estos sietemesinos, apenas dejan el biberón, ya ambicionan los primeros puestos del Estado… ¡qué tiempos, señores!, no sé a dónde vamos a parar. He aquí un chiquilicuatro a quien saqué de las covachuelas hace seis años. Le hemos visto subir como la espuma, le hemos ayudado como buenos amigos, y ahora, ingrato y desconsiderado, todo lo quiere para sí. Paciencia, amiguito, paciencia y aguardar. Felizmente no estamos en los tiempos en que el Sr. Chamorro y Paquito Córdova disponían de los destinos y sueldos del Reino. Ya los caprichos de una bella no conmueven la monarquía: ya no caen y se levantan los ministros al compás de la escoba de los mozos de retrete: estamos en tiempos mejores.

– Las personas han variado, convengo en ello – respondí con malicia, – pero las cosas no. Entre las ruinas de la antigua camarilla, eleva su majestuosa frente la negra del Sr. Villela.

– Silencio – dijo Lozano de Torres. – Le espero de un momento a otro, y puede venir.

– ¿Quién gobierna? ¿Quién aconseja a Su Majestad? ¿Quién empuña el timón de la nave como generalmente se dice? – proseguí. – Todos sabemos que si Artieda no tiene el poder que tenía, lo tienen Ramírez de Arellano y Villar Frontín, pues los ayudas de cámara también caen y se levantan, como los ministros, aunque sin canastillos de cerezas ni mazos de cigarros.

– Bueno – dijo D. Buenaventura, riendo. – Sigue tú en la agencia universal y diplomática de D. Antonio Ugarte. Sigue comprando barcos rusos y contratando empréstitos. ¿Qué más quieres, pelafustán? ¿Aspiras también a comprar a los rusos sus barbas, para ponérnoslas a nosotros después de hacérnoslas pagar?

D. Juan Esteban se reía como un bendito.

– ¿Quieres ser consejero? – añadió el marqués. – ¿Y para qué? ¿Qué vas tú a hacer en el Consejo? Sepámoslo. ¿Meditas algún informe luminoso sobre cualquier materia? ¿Vas a poner en olvido las dotes eminentes de Jovellanos, Campomanes, D. Arias Mon y demás notabilidades? Para traer y llevar los recados de D. Antonio Ugarte, para ayudarle en sus negocios, ¿no estás mejor en cualquier oficina que en el Consejo? A pesar de ello, yo te prometo que te apoyaré decididamente en la primera vacante, ¿qué más quieres?

– Sé lo que es el Consejo – respondí breve y sentenciosamente; – sé lo que son las oficinas; todo lo conozco y aprecio en su justo valor, menos las influencias que imperan hoy, las cuales son de tal naturaleza, que no sabe uno a qué atenerse.

Me levanté para marcharme. En el mismo instante un portero anunció a D. Ignacio Martínez de Villela, que no tardó en entrar. Me quedé.

Este venerable señor, uno de los que más trabajaron en 1814 cuando la persecución de los diputados, era entonces muy influyente en Palacio. Él y Lozano de Torres y otros que no menciono, formaban a la sazón la pequeña corte del Monarca, sustituyendo a la antigua, que con gran trabajo desbancaron y de la cual tuve la gloria de formar parte. Era Villela, además de corpulento como un elefante, hombre muy vividor, y en la apariencia grave y respetable, con grandes humos de probo y justiciero. Oyéndole, parecía que por su boca hablaba el derecho público y privado. Poseía bastantes conocimientos jurídicos, lo cual le daba respetabilidad, poniéndole en situación muy favorable; porque desde 1816 y desde la venida de la Reina (que coincidió con el eclipse de nuestra camarilla), comenzaron a estar en alza los llamados sabios, los jovellanistas, y los de la escuela de Garay, verificándose un descenso rápido en el influjo de toda la gente lega y romancista.

Pero la mayor notoriedad del magistrado en cuestión no era su sabiduría, sino su negra, una tal Doña Inés, ama de llaves y gobernadora de la casa, de cuya intervención en los negocios públicos se habló durante mucho tiempo. Habíase captado de tal modo la voluntad de su dueño, que teniendo este la clave de muchos nombramientos, túvola ella también. Especialmente las mitras, que se concedían siempre a propuesta del Consejo, fueron de tal modo monopolizadas por Doña Inés, que esta no abría la mano sin que saliera de ella un obispo. Había previo convenio y eclesiástico arreglo antes de que una mitra fuese provista, y era cosa sabida: ni el más pintado, aunque fuera el mismo San Pedro, empuñaba el báculo, si antes no se ponía a bien con la tal negra, impetrando y consiguiendo su soberana gracia. Con este motivo ocurrió más adelante un suceso curioso que no quiero callar.

Vacó la diócesis de Astorga, y siguiendo los trámites ordinarios, fue presentado para la silla un sujeto, cuyo nombre no hace al caso. Llevose el decreto al Rey para que lo firmara, y Fernando, que tenía felicísimas salidas de aticismo cómico, leyó detenidamente el pliego, sonriendo con la socarronería que le era habitual. Estaba verdaderamente cargado, como ahora se dice, de aquella ambición desmedida de la negra de su amigo, y decidiendo emplear su iniciativa y usar sus prerrogativas con tanta insolencia usurpadas, no colérico, sino con mucha calma y gravedad, tomó la pluma y al margen de la propuesta puso estas sencillas palabras, que constan en un archivo: «Será obispo de Astorga D. X… X.... y perdone por esta vez Doña Inés».

Pues bien, aquel que acababa de entrar en el despacho del venerable Magistrado era el venerable magistrado, el celoso Juez de 1814, el Consejero de la Sala de Justicia del Consejo Real, con honores del de la de Cámara; era el amo de su negra, en fin.

VII

– Señores – dijo sin responder a nuestro saludo. – Ocurre una cosa muy importante. El Sr. Requena acaba de morir de un ataque de apoplejía fulminante. ¡Pobre señor, pobre amigo mío! ¡Nos queríamos tanto!… Pero, en fin, puesto que Dios ha querido llamarle a su seno… ello es que con esta muerte hay ya otra vacante en el Consejo.

Yo di un salto en mi sillón.

– ¡Una vacante en el Consejo! – repitieron el marqués de M*** y Lozano de Torres.

– Sí, señores – añadió Villela sentándose; – una vacante en la Sala de Provincia.

– No podía venir más a propósito – dijo Lozano de Torres mirándome.

– Ahí tienes, Pipaón, ahí tienes… – dijo el marqués de M***. – La Providencia no abandona jamás a quien confía en ella. He aquí que cae del cielo una vacante y te toca en la punta de la nariz.

 

– Poco a poco, señores – dijo el Sr. Villela de muy mal talante, mirándome por encima de sus gafas verdes. – No me toquen a esa vacante, que es para mi primo.

Toda la hiel de mi cuerpo vino a mis labios al oír esto, y era tanto lo que se me ocurría decir, que no dije nada.

– Tengo promesa de Su Majestad para la primera vacante – añadió Villela, – y además, amigo Lozano, ¿no hablamos de esto la otra noche?

– Sí, es cierto… – repuso con turbación el ministro; – pero a la verdad, no sé cómo contentar a todos. Pasan ya de media docena las personas a quienes Su Majestad ha prometido la primera vacante. Creo que lo mejor será echar suertes.

– ¡Bah! – exclamó Villela con su impaciencia habitual y mirándome de hito en hito; – ¿lo dice usted por Pipaón, que nos está oyendo? Amiguito, usted es joven aún y puede esperar. En mis tiempos no se entraba en el Consejo antes de los sesenta años. En los que vivo no he visto un mozo más favorecido por la fortuna que usted… Cuando mucho se sube, más peligrosa puede ser la caída. Usted se ha encaramado con excesiva prontitud, y me temo que si no se detiene un tantico, vamos a ver pronto el batacazo… Un polvito, señor marqués; un polvito, Sr. Lozano; amigo Pipaón, un polvito.

Describió un lento semicírculo con su caja de rapé, en la cual iban entrando sucesivamente los dedos de los amigos.

– Sr. D. Ignacio – repuse yo, aspirando con placer el oloroso polvo, – admito los consejos de una persona tan autorizada como usted… pero debo hacer una indicación. Jamás pretendí la plaza de Consejero; pero como se me ha ofrecido repetidas veces y se ha hecho pública mi pronta entrada en la insigne corporación, sostengo el cuasi derecho que me da la real promesa.

– ¡Oh!… usted puede sostener lo que quiera – repuso Villela, volviendo risueño el rostro y elevando la mano, cuyos dedos sostenían aún el polvo. – Cada uno es dueño de tener las ilusiones que quiera. Por eso no hemos de reñir.

– Con perdón del Sr. Villela – dije yo, inclinándome y poniendo un freno a mi cólera, – seguiré esperando, que Su Majestad no me ha de dejar en ridículo.

– Tantas veces han puesto en ridículo a Su Majestad personas que yo conozco… – indicó el Consejero de la Sala de Justicia, llevándose a la nariz los dedos y aspirando el tabaco con cierto adormecimiento voluptuoso en sus ojos ratoniles.

– ¡No lo dirá usted por mí! – repuse colérico.

Villela se puso muy encendido.

– Por todos – murmuró.

– Señores, señores, basta de tonterías – dijo el ministro, conociendo que la cuestión se agriaba un poco. – Basta de pullas. Se procurará contentar a todos. Esto se acabó.

– Por mi parte, concluido – dijo Villela estirando el cuerpo, arqueando las cejas, sacudiendo los dedos y tirando de la punta del monumental pañuelo; para sacarlo del bolsillo.

– Por mi parte, ni empezado siquiera – indiqué yo.

– Háblese de otra cosa – dijo el marqués de M***.

– Hablarán ustedes, porque yo me voy al Consejo – dijo Villela, después de sonarse con estrépito.

– ¿Tan pronto?

– Pero no sin hacer al señor ministro una recomendación. A eso he venido.

Diciendo esto Villela sacó un papelito.

– Veamos qué es ello.

– Lo primero que pido al Sr. Lozano de Torres, confiado en que lo hará – añadió Villela, – es una obra de justicia, es que ponga término a una iniquidad horrenda, a un atropello impropio de los tiempos que corren.

– ¿Qué?

– En las cárceles de la Inquisición de Logroño – continuó Villela, – está una pobre mujer anciana, llamada Fermina Monsalud, a la cual se ha dado tormento para arrancarle declaraciones en la causa que se sigue a un hijo suyo que vive en Francia. Es mujer piadosísima y a nadie se le ha ocurrido tacharla de herejía. ¿Por qué ha de pagar esa inocente las faltas de otro? Si no pueden atar a la rueda al verdadero criminal ¿por qué se ensañan en la que no ha cometido otra falta que haberle parido?

– ¿Cómo se llama esa señora? – preguntó Lozano, haciendo memoria. – Ese apellido…

– Fermina Monsalud – repuso Villela, guardando el papelito.

– Monsalud… – repitió D. Buenaventura, apoyando la barba en la mano y haciendo también memoria.

Tuve intenciones de hablar; pero después de un rápido juicio, resolví no decir una palabra y observar tan sólo.

– Esto es una iniquidad, una brutalidad sin nombre – exclamó Villela, golpeando el brazo de la silla. – Hablé anoche de ello a Su Majestad y Su Majestad se escandalizó…

El ministro y el Marqués meditaban.

– Pero eso es cosa del Supremo Consejo – observó Lozano de Torres.

– Yo no quiero cuentas con el Supremo Consejo – repuso Villela. – Bien sabemos todos que este no hace sino lo que le manda el Ministro de Gracia y Justicia. Haga usted que pongan en libertad a esa pobre mujer, y cumplirá con la ley de Dios.

– Y con la de los masones – murmuré.

– ¿Alguno de los presentes tiene que decir algo en contra de lo que he manifestado? – preguntó Villela con soberbia.

Nuevamente sentí deseos de hablar; pero el recuerdo de la epístola, acompañado de cierto miedo, me cortó la voz y callé.

D. Buenaventura no dijo tampoco nada, y seguía meditando.

– Déjeme usted nota – indicó Torres. – Yo veré…

El Consejero escribió la nota y la entregó al ministro. Al retirarse, habló así:

– Tengo gran empeño en ello, Sr. Lozano, pero grandísimo empeño. Si consigo arrancar a esa mártir de las garras de los verdugos de Logroño, me conceptuaré dichoso.

Cuando D. Ignacio Martínez de Villela se fue, alzó de súbito la meditabunda frente el Sr. D. Buenaventura, y dando un porrazo con el bastón, exclamó:

– ¡Vive Dios, Sr. Lozano de Torres, que ya no me queda duda!

D. Juan Esteban reía como un zorro, y graciosamente se atusaba con la mano derecha el remolino de cabellos rubios que Dios, cual digno coronamiento de una obra perfecta, había puesto sobre su frente.

– ¡Fermina Monsalud! – repitió, leyendo el papel que había dejado Villela.

– Madre de Salvador Monsalud – dijo el Marqués; – madre del hombre que anda trayendo y llevando mensajes de los masones; de ese que ha logrado hasta ahora burlar, con su ingenio peregrino, las pesquisas de la justicia.

– El mismo – añadió Lozano. – Ese pobre Sr. Villela… Vamos, parece increíble.

– Vox populi, vox cœli – repuso el marqués. – Hace tiempo se viene diciendo que muchos elevados personajes de la corte están en connivencia con la masonería; hace tiempo se viene diciendo que el Sr. Villela… Lo que digo: vox populi, vox cœli.

– Cuando el río suena, agua lleva – afirmó Lozano, que, por no saber latín, expresaba la misma idea en refrán español. – Para mí hace tiempo que no es un secreto el francmasonismo de Villela; pero Su Majestad, a quien D. Ignacio ha sabido embaucar con tanto arte, no consiente que se le hable de esto, y sostiene que todo lo que se dice de las sociedades secretas es pura fábula.

– También yo tengo datos para asegurar el francmasonismo del señor Consejero que acaba de salir – dijo D. Buenaventura.

– Desde que estoy en esta casa – afirmó Lozano, – no ha pasado una semana sin que haya venido con pretensiones de indulto, de sobreseimiento o de evasión en favor de algún agitador o revolucionario.

– Y este empeño por que se ponga en libertad a la mamá de ese… Cuando la Inquisición de Logroño le ha dado tormento, ya sabrá por qué lo ha hecho.

– Pues claro está.

– Salvador Monsalud… ¿dónde he oído yo ese nombre? – dijo D. Buenaventura, procurando recordar e irritado de su fatal memoria.

– Hace días que hablé de él en este mismo sitio – repuso Lozano. – Es un revoltoso a quien no se ha podido prender nunca.

– Ya… si no se puede castigar a nadie – dijo el marqués con enfado. – Si todos los criminales se escapan, protegidos por estos señores que afectando servir al trono y a las buenas ideas, son los más firmes auxiliares de la revolución. No sé cómo Su Majestad protege a tan pérfidos hipócritas… Ya lo he dicho, la serpiente de la anarquía se agasaja en los mismos cojines del regio solio… ¡Y pretende ahora la nueva vacante del Consejo! Pipaón, o hemos de poder poco, o será para ti.

Me incliné dando las gracias con lenguaje mudo.

– Es triste lo que está pasando – dijo el ministro. – Prendemos a los revolucionarios, y los más altos personajes del absolutismo, los más íntimos amigos del Rey, vienen a implorar que se ponga en libertad.

– Soy familiar de la Santa Inquisición – exclamó con vehemencia el marqués. – Mi deber es seguir la pista a los criminales. Es preciso trabajar con pies y manos para que no se nos venga encima la revolución, ¿estamos? Adelante: es urgente desenmascarar a los bribones, poner de manifiesto las malas artes y la perfidia de los que les protegen.

– Pues señor familiar de la Inquisición – dijo Lozano sonriendo, – descúbrame usted el paradero de ese Salvador Monsalud; proporcióneme los medios de cogerle, y yo le respondo de que no se burlará por más tiempo de los ministros de Su Majestad…

– ¿Está en Madrid? – preguntó el Marqués.

– Creo que no.

– Está en Madrid – dije yo, rompiendo al fin el silencio.

El Ministro y D. Buenaventura me miraron asombrados.

– No se pasmen ustedes – añadí; – yo no soy masón. Por una casualidad he sabido que está en la corte ese señor mensajero de los revoltosos. Hablando con toda franqueza, debo decir que en nuestra primera mocedad fuimos amigos Salvador Monsalud y yo; pero desde el año 13 no nos hemos vuelto a ver.

– ¿Y cómo sabe usted que está en Madrid?

– Una señora paisana mía, que por desgracia le conoce muy bien, asegura haberle visto hace días.

– Soy familiar de la Inquisición – repitió gravemente D. Buenaventura: – y como tal tendría un gozo vivísimo en poder echar mano a un propagador del jacobinismo y de la herejía… ¡Ah, Pipaón, si tú quisieras ayudarme!… ¿Dices que le conociste en tu juventud?

– Somos paisanos.

– ¿Y qué tal hombre es?

Me llevé el dedo a la frente para indicar ingenio.

– Sí, debe de ser listo… pero un tunante, ¿eh?

– Sirvió al Rey José.

– ¡Afrancesado!

– ¿Y tú respondes de que está en Madrid?

– Respondo.

– Ha demostrado en las últimas conspiraciones un atrevimiento y una constancia que confunden – dijo Lozano.

– Vamos, es preciso cogerle aunque no sea sino por dar en los hocicos al masón vergonzante Sr. Villela que le protege… – dijo el marqués. – Pipaón, ¿me ayudas o no?

– Ayudo.

– Soy familiar de la Inquisición; pondré de mi parte cuanto pueda. ¿No hemos visto a los más insignes hombres de la nobleza, a los Medinacelis y Albas y Osunas saltando de tejado en tejado, en calidad de alguaciles mayores del Santo Oficio, para perseguir a los criminales?

– Voy a dar a ustedes un resumen de las fechorías de ese salvador Monsalud – dijo Lozano de Torres, tirando de la campanilla. – Los corregidores y las audiencias han suministrado algunos datos, los cuales, unidos a los informes que tomé en el ministerio de Seguridad pública, forman un curioso expediente.

Se presentó un oficial de secretaría, el cual, por indicación de Lozano, trajo poco después un grueso legajo.

– Se cree que tomó parte en la conspiración de Richard para asesinar a Su Majestad – dijo Lozano fijándose en el primer pliego.

– Se cree… eso es; y debe de ser cierto – indicó D. Buenaventura. – No puede menos de ser cierto.

– Viósele en Granada el año 16 – continuó Lozano leyendo, – y al poco tiempo estuvo en Murcia y Alicante, donde le protegían López Pinto, el brigadier Torrijos y algunos oficiales del regimiento de Lorena.

– Esta fue la conspiración del regimiento de Lorena, que abortó por fortuna… Ojo, señores. Por empeños de Villela fueron puestos en libertad los conspiradores.

– El año 17 estuvo en los baños minerales de Caldetas, donde pasaba por criado del malogrado Lacy, y el 5 de Abril salió de Tarragona con las dos compañías de Quer. Desapareció en Arenys de Mar.

– Desapareció… – dijo con enfado D. Buenaventura. – Si no existiera esta sorda y astuta confabulación de todos los pillos, no se habría evaporado tan fácilmente.

– Volvió a aparecer en Gibraltar, visitando la casa del judío Benoltas, que dio dinero para la sublevación de Alicante – continuó Lozano, hojeando los papeles. – Después se le vio en Murcia muy unido a Romero Alpuente y a Torrijos; pero cuando este fue descubierto y preso, el otro… desapareció.

– ¡Desapareció!… Lo de siempre.

– Pero al poco tiempo se le vio en Madrid, donde los masones de Murcia tenían tan buenas aldabas. Sostuvo relaciones epistolares con D. Eusebio Polo y con Manzanares, oficiales de Estado Mayor, y otros muchos militares distinguidos que están afiliados en la masonería. Cuando estos fueron reducidos a prisión, se pudo echar mano al Monsalud; pero al poco tiempo de encierro…

 

– Desapareció. Ya sabemos lo que son esas desapariciones – afirmó colérico el familiar de la Inquisición. – Los Hermanos del Grande Oriente han tenido buen ojo en la elección de sus venerables. Son estos algunos señores de la grandeza, generales y consejeros como Villela.

– Reapareció en Valencia – prosiguió Lozano – a principios de este año. Trabajó con don Diego Calatrava en los preparativos de la conspiración de Vidal. Frustrada esta, fue herido gravemente y preso con otros muchos. Llevado a la cárcel en camilla, se le encerró en un calabozo, donde era imposible la evasión. Cuando fueron a sacarle para conducirle al patíbulo, encontraron en su lugar…

– ¿Qué?

– Un muñeco vestido con sus ropas.

– Esto es burla… Pero sea lo que quiera, Pipaón ha dicho que el desaparecido está en Madrid.

– Así me lo han asegurado – repuse. – Creo que podemos saberlo con toda certeza.

– Soy familiar de la Inquisición, y tú, Pipaón, un hombre listísimo. Si de esta vez no hacemos algo de provecho, tengámonos por dos alcornoques de tomo y lomo.

– Pero si hacemos algo, mi Sr. D. Buenaventura – dije, – que sea para desenmascarar a un magistrado tan corrompido como el señor Villela.

– Vamos – repuso riendo, – a ti lo que te escuece es la vacante de consejero que Villela se quiere apropiar, caliente aún el cuerpo del Sr. Requena. Por mi parte te juro que aborrezco a Villela. Siempre he visto en él un hombre tan astuto como peligroso, que está sirviendo a la revolución.

– Ya se lo dirán de misas. Soy…

– Cójame a ese Monsalud, Sr. D. Buenaventura – dijo el ministro. – Vamos, ¿a que no se atreve?

– ¿Que si me atrevo? Pipaón: vete por casa mañana. Hablaremos.

– Pues hasta mañana, señor marqués.

– No hay más que hablar.