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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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III

Dijo, y siguió accionando en silencio durante un rato. Estaba desasosegado y colérico. La enorme desproporción entre su energía intelectual y su fuerza física, entre sus ideas y su posición, le ponían en aquel estado de frenesí, tan semejante a una monomanía furiosa.

– En algunas cosas tiene usted razón, Sr. D. Miguel – dije. – No se castiga todo lo que debiera castigarse; pero si ese humor endiablado que usted tiene se ha de aplacar con la prisión y escarmiento de Salvador Monsalud, dese usted por curado… Hablaremos a Lozano de Torres… aunque sigo en mis trece, y sostengo que ese desgraciado no está en Madrid. Debe de haber error en esto.

– Está, está en Madrid – afirmó Jenara, clavando en mí sus ojos azules, cuya serenidad se alteró visiblemente. – Yo le he visto.

Al decir yo le he visto, se puso pálida. Su semblante expresaba más bien miedo que cólera.

– ¿Le ha visto usted? – pregunté con incredulidad.

– Hace seis días – dijo poniéndose más pálida aún, – fui a misa a la iglesia del Rosario, que está aquí cerca. Después de oír misa y de rezar, me dirigí a la puerta. Estaba oscura la iglesia. Pasaba yo junto a la entrada de una capilla, cuando sentí más bien que observé la proximidad de un bulto, de una figura, de un hombre. Llegó hasta mí una corriente de aire frío, cual si una capa se agitara a mi lado; yo temblé. Al mismo tiempo, llevadas por aquel aire glacial, sonaron en mis oídos estas palabras, dichas con marcado tono de burla e ironía: «Adiós, Generosa…». Me estremecí toda; tropecé en una estera, y ya tocaban mis rodillas el suelo, cuando una mano me levantó con energía. En el mismo instante, como levantaron la cortina del cancel de la puerta, entró alguna luz, y vi a mi lado una cara muy morena, la misma cara. ¡Jesús!

Jenara daba a su relación un interés inmenso. La patética emoción del drama se pintaba en su semblante.

– Nunca he tenido – añadió – tan fuerte impresión, no sé si de miedo, no sé si de ira, no sé si de lástima… En término muy breve experimenté sensaciones diversas, traídas la una por la otra. Temblé, como si sintiera la mano del Demonio agarrando la mía… me pareció que iba a ser asesinada en aquel mismo instante… me pareció que aquel hombre no era un diablo ni un asesino, sino simplemente un pobre que me pedía limosna… se me representaron uno tras otro los crímenes de Monsalud, desde su traición a la causa nacional hasta su duelo con Carlos… no vi luego más que desgracia, mendicidad, hambre… ¡y qué cara, Santo Dios!

– ¿Le observó usted bien?

– Está más moreno, mucho más moreno que antes. Sus ojos queman; su boca, al sonreírse con ironía, no sé si sanguinaria o hambrienta, muestra unos dientes más blancos que el marfil; su aspecto infunde miedo y dolor. Viste de un modo extraño, anda de prisa, pasa y mira.

– ¿Pero le ha visto usted una sola vez? – pregunté, asombrado de tantos detalles.

Jenara estuvo un rato sin contestar. Luego, mirando al suelo, dijo:

– Una sola vez. Yo corrí para salir de la iglesia. Desde la puerta miré hacia dentro, y vi que un fraile se le acercó.

– ¡Un fraile!… – murmuró sordamente Baraona. – ¡Buenos están también!

– ¿Y dice usted que desde ese día no ha vuelto a verle? – pregunté a Jenara.

Después de vacilar, me contestó:

– No… no puedo asegurar que le haya vuelto a ver… ni tampoco que no le haya visto…

– ¿Cómo es eso?

– Quiero decir que la impresión que en mí produjo aquel encuentro ha sido tan duradera, que a veces se reproduce ella misma, sin causa real… La imaginación…

– Diga usted los nervios. Cuidado con creer en duendes y apariciones – afirmé riendo.

Después callamos todos, contemplando las menudas ascuas de la copa de bronce, que mezclándose con la blanca ceniza, lanzaban su último brillo; existencias que próximas a expirar, dirigían a los vivos su postrer mirada.

Baraona, Jenara y yo, mirábamos en silencio la moribunda lumbre. Todo callaba en derredor nuestro. Era la hora en que los espíritus pusilánimes y los niños suelen tener miedo, y al ir a acostarse atraviesan corriendo y cantando para ahuyentarlo, los largos pasillos y las oscuras piezas. Era la hora en que las puertas de algún ventanejo alto y lejano suelen dar porrazos, estremeciendo la casa y el corazón de sus habitantes. Era la hora en que el gato trasnochador suele lanzar lastimeros ayes, que parecen llanto de criaturas o algazara de voladoras brujas que van por los aires a sus repugnantes asambleas. Era la hora en que el viento suele ponerse en la boca el tubo de la chimenea, como un gigante que sopla su bocina, y cantar o decir o refunfuñar alguna horripilante estrofa, que hiela la sangre en las venas del inquieto durmiente… Los tres nos hallábamos profundamente pensativos, cuando sonó de improviso en lo interior de la casa inusitado estrépito, una puerta que se cerró, un mueble que vino al suelo, un golpe, un tiro, qué sé yo… una nada, una tontería, un fútil accidente; pero que sin duda a causa de la hora y de cierta predisposición de espíritu, nos estremeció a todos.

– ¿Qué es eso? – exclamamos a una vez.

Miré a Jenara. Estaba blanca como el papel, y sus dientes chocaban.

– Es la puerta de mi cuarto que ha dado un golpe. Quedó abierta la ventana de la calle… – dije yo, tranquilizándome por completo.

Al cabo de un instante me sentaba de nuevo junto al brasero, después de cerciorarme de la insignificante causa de nuestro pueril miedo. Jenara seguía temblando; yo me reí, y ella, arropándose en su mantón, dijo:

– Tengo frío.

– Vamos a acostarnos – dijo Baraona levantándose.

Les acompañé a sus habitaciones. Al pasar por la larga galería que las separaba de las mías y del comedor, observé que Jenara dirigía miradas inquietas a un lado y otro. La sombra de nuestros cuerpos sobre la pared atraía sus miradas con más fijeza de lo que una vana sombra merece. Yo iba tras ellos. Cuando les despedí en la puerta, Jenara me dijo: «Entre usted». Seguía temblando, y como yo le interpelase sobre aquella injustificada desazón, no contestaba sino:

– Tengo frío.

Obligome a que registrase su habitación, a que asegurase las puertas, las cerraduras de las ventanas, y cuando me retiré al fin después de tranquilizarla respecto a lo innecesario de tales precauciones, echó llaves y cerrojos por dentro, quedándose acompañada de su criada.

Dirigime a mis habitaciones, sin dar importancia a las voluntariedades de mi hermosa huéspeda; pero al llegar a mi alcoba y lecho, y cuando me disponía a acostarme, recibí una sorpresa, una impresión tan fuerte, que mis carnes temblaron, dieron unos contra otros mis dientes, y me quedé frío, absorto, mudo, petrificado. Sobre mi lecho y en la misma vuelta de las sábanas, había un papel escrito. Con trémula mano lo tomé; recorriéronlo mis ojos en un instante; decía así:

«Infame Bragas: Tú que eres amigo y compinche del Tigre y del Zorro, podrás conseguir que manden poner en libertad a Fermina Monsalud, presa y atormentada en la Inquisición de Logroño por supuesto delito de infidencia. El Elefante trabaja en pro de la mujer inocente. Ha asegurado que la Culebra, es decir, tú, podrás ayudarle con éxito seguro.

«Infame Bragas: Si dentro de quince días está libre mi madre, no te pesará; si no lo estuviere, te acordarás de

SALVADOR MONSALUD».

IV

Juzgad ¡oh amigos!, de mi asombro, de mi anonadamiento. Largo rato estuve con el papel en las manos sin saber qué partido tomar, sin poder concretar mis ideas, sin resolverme a dar un paso, ni poder formar un juicio claro sobre aquel hecho. En mi cerebro bullía el caos. Ocupaba mi espíritu un miedo horroroso, un miedo cual nunca lo he tenido.

Pasé algún tiempo en dolorosa incertidumbre. Como si tuviera la conciencia de que mi cuerpo era una masa de apretada aunque suelta arena, que se iba a desmoronar al menor movimiento; no me atrevía a dar un paso ni a menear un dedo. Poco a poco fuime recobrando, empecé a discurrir; me esforcé en atenuar la gravedad del caso, y la curiosidad se abrió paso en mi espíritu. ¿Quién había traído aquella hoja amenazadora? El hombre que me escribía, mi camarada antaño, ¿por qué había ideado tan singular modo de comunicarse conmigo? ¿Era él realmente o algún chusco desocupado? Y quien quiera que fuese, ¿de qué medios se había valido para dirigirme tan atroz apercibimiento?

Mi casa no era casa de duendes, aunque muy antigua y grande, propia por lo tanto para que se pasearan por ella los invisibles habitantes de la sombra, si el miedo les permitía la entrada. Felizmente yo no creía en brujerías, ni en chuscadas de duendes, ni en fabulosas correrías de almas en penas. Ni por un instante pensé en tales puerilidades. Pero al mismo tiempo yo tenía la seguridad, gracias a un reconocimiento prolijo que a poco de mi mudanza hice, de que mi casa, con ser de dos puertas, no tenía comunicaciones novelescas, ni sótanos, ni compuertas, ni armarios maravillosos, ni escotillones, ni ninguna tramoya de esas que en el teatro y en los libros dan materia para un sorprendente enredo. No teniendo, pues, mi casa secreto alguno, era evidente que alguno de los criados había sido mensajero del extraño mensaje.

Eran tres: el primero, que tenía por nombre Farrancho, servíame de mandadero, ayuda de cámara y también de amanuense en casos de mucha urgencia, y era hombre de honradísimos antecedentes, por su cacumen casi incapaz de Sacramento, pues discurría como una acémila, por su carácter moral apreciabilísimo al parecer. Jamás le cogí en mentira, ni en hurto, ni en falta alguna.

La segunda persona de mi servidumbre era una mujer, una venerable matrona bastante vieja y fea para no incurrir en deslices amorosos, bastante joven y aseada para servir bien y guisar mejor; Marta por lo diligente y entendida en cosas domésticas, Magdalena por lo piadosa. Había servido a monjas durante veinte años, con lo cual dicho se está que era la prudencia misma, la santidad personificada, la honradez en efigie. Jamás se ocupó de chismes domésticos, y parecía carecer del uso de la palabra, como no fuera para emplear ciertas fórmulas piadosas, pues nunca entraba en mi cuarto sin decir lúgubremente el estribillo cartujo de morir tenemos. Su obediencia era ciega, su solicitud extremada, su cariño firme y mudo como el de los buenos esclavos, su arte culinario de plata, su silencio de oro. Hasta su nombre era admirable de concisión y santidad. Se llamaba Doña Fe.

 

Había además en la casa otra hembra; pero no me servía a mí (aunque bien lo quisiera yo), sino a Jenara, de quien era doncella. Paquita, guapa moza, estaba desde poco antes en casa, y no me eran conocidas las prendas de su carácter. Parecía excelente muchacha. Mis sospechas recaían principalmente en ella, después en Farrancho. Doña Fe estaba libre de toda suposición desfavorable, porque además de tener un carácter formalísimo, incapaz de toda farsa o enredo, hallábase a la sazón en cama, molestada de horribles dolores en la cara y oídos.

Después que mentalmente repasé las cualidades de aquel doméstico triunvirato, recayó mi atención en el asunto principal, en la extraña hoja que tan a deshora había venido a turbar la tranquilidad de un hombre de bien, servidor diligente de su Rey y de su patria. Lo más singular del singularísimo documento era que el autor de él, ya fuese en realidad Monsalud u otro cualquier pelanduscas de su propio estambre, al mismo tiempo que solicitaba mi auxilio, me ofrecía su protección, como parecía indicarlo el no te pesará. Pero a renglón seguido me amenazaba de un modo insolente. El te acordarás de mí me ponía en gran cuidado… ¿Sería aquello una farsa ridícula? El que ofrece protección o castigo es porque tiene poder; y si Monsalud tenía poder, ¿por qué solicitaba mi auxilio?… ¿Debía yo despreciar el escrito o fijar en él toda mi atención?

Pensando en esto, venían a mi memoria recuerdos del ardiente carácter de mi antiguo amigo; surgía ante los ojos de mi imaginación su figura, representándomela desmelenada, horrible, teñida de la palidez siniestra del jacobinismo; volviendo a contemplar el escrito en cuyos caracteres se conocía la mano de Salvador, y dueño de mi espíritu, el miedo me sumergía de nuevo en vacilaciones sin fin.

Las palabras del escrito indicaban una resolución firme. Lo que a mis lectores podrá parecer oscuro y enigmático, para mí no lo era entonces, por ser común y aun popular el tiznar con viles apodos la persona de hombres esclarecidos y respetabilísimos, que consagraban su vida al servicio del Reino. Así el Zorro, era D. Juan Esteban Lozano de Torres, ministro de Gracia y Justicia; el Tigre, mi amigo y protector D. Buenaventura, recientemente convertido en marqués de M***, y el Elefante, D. Ignacio Martínez Villela, consejero de Castilla y hombre muy metido en Palacio, aunque por entonces corrían voces de que era masón.

Después de mucho meditar, no repuesto del mortal susto, juzgué que para requerir a los criados convenía esperar al siguiente día. Acosteme; pero el sueño huía de mis ojos. No se apartaban de mi mente las anécdotas que acerca de los masones y su audacia había oído contar últimamente sin darles importancia; recordé lo que por entonces se decía de connivencias misteriosas, de sobornos de criados, con otras artimañas atrevidas que establecían una verdadera mina dentro y debajo de la sociedad.

Yo procuraba determinar algo; pero ninguna resolución definitiva lograba echar su raíz en mi vacilante y perturbada voluntad. Mi entendimiento excitado por la vigilia, iba de aquí para allí, entre las revueltas olas de un mar de ideas, empujado, ya de un lado, ya de otro, sin poder llegar a ninguna orilla, ni sumergirse en el silencioso y quieto fondo, que era el dormir y lo que yo más deseaba.

Pero la luz del día ¡bendita sea mil veces!, disipó aquel delirio caliginoso en que mi pensamiento con angustia se revolvía como un loco en su jaula. Se me presentó el hecho en proporciones muy pequeñas, y libre ya del miedo, si no del recelo, tomé dos resoluciones: no hacer caso del escrito, e interrogar a mis criados para despedir de mi honrado hogar al delincuente.

Cuando conté el caso a Doña Fe llenose de miedo, trajo al punto de la iglesia un cantarillo de agua bendita, y roció toda la casa, recitando exorcismos. La piadosa mujer, hecha un mar de lágrimas al ver el peligro que mi persona había corrido, me dijo haber visto a Farrancho en la calle el día anterior, secreteándose con individuos de aspecto tan revolucionario como heterodoxo, y aunque el tunante protestó y lloró, y me mojó las manos con la baba de sus hipócritas besos, le despedí. Su culpabilidad era evidente. Jenara me respondió de la inocencia de su doncella, y antes hubiera dudado yo de mí propio que de la venerable matrona a quien tan bien sentaba el nombre de Fe. Baraona quiso levantarse a deshora del lecho para dar dos palos al infame y desleal muchacho; pero le contuvimos, y durante un rato Jenara y yo hablamos vagamente del asunto.

– Yo tampoco he dormido nada en toda la noche – me dijo.

Le pregunté si también había recibido papelito; pero no se dignó contestarme.

V

El incidente que he referido dejó de preocuparme al siguiente día, y poco a poco fue olvidado por completo. Salgamos ahora de mi casa y veamos cómo andaban las cosas públicas en aquellos días, que eran los últimos de Octubre de 1819, a los once meses de la sangrienta conspiración de Vidal en Valencia y a los cuatro de los sucesos del Palmar.

Grandes mudanzas habían ocurrido en la corte desde 1815 a 1819. En tan breve tiempo Fernando se había casado dos veces, la primera, con Isabel de Braganza (cuyas bodas concertó en el Brasil Fray Cirilo de Alameda y Brea, enviado secreto de Su Majestad Católica), la segunda, con María Amalia de Sajonia, hermosa y desabrida, humilde y bondadosísima, devota y también algo poetisa. Mientras reinó Isabel, la influencia política de los criados mermó mucho en Palacio, y este fue lo que debía ser, una vivienda de Reyes; pero desde Diciembre del 18, en que Dios se llevó de la tierra a la insigne Princesa, las culebras de la camarilla empezaron a recobrar su imperio. Sin embargo, ni Alagón ni Chamorro fueron tan poderosos. Ramírez de Arellano y un tal Villar Frontín, antiguo escribano del resguardo, eran los que se comían el Reino crudo.

Nueva gente se encontraba en las oficinas, en los Consejos, en Palacio, y los ministros variaban a menudo; que no es la inconstancia don peculiar de los poderes constitucionales. En seis años vi bajar y subir tantos, que casi se pierde la cuenta de ellos. Ceballos se hundió en Octubre de 1816. D. Tomás Moyano había desaparecido también del escenario, cayendo en la oscuridad, de donde jamás volvió a salir, quedando tan sólo, cual muestra de su paternal administración, los mil y un parientes que en su breve poltronazgo sacó de la miseria y soledad del campo; D. Francisco Eguía también dejó por algún tiempo al ejército huérfano de su protección. Hubo un divertido minueto de señores ministros de la Guerra durante corto plazo, porque a Eguía sucedió Ballesteros, a Ballesteros el marqués de Campo Sagrado, y al marqués de Campo Sagrado otra vez el Sr. Eguía, sin cuya coleta parecía no poder existir la atribulada Nación. La Marina había perdido a Cisneros, y era gobernada por Figueroa. Desgraciada andaba la marina en aquellos tiempos, pues para que su orfandad fuera completa, también perdió en Abril de 1817 a aquel imponderable terror de los mares, el Infante D. Antonio Pascual, de quien dijo el poeta:

 
¡Neptuno, Tetis, Céfiro y Favonio,
Eterno mostrarán llanto abundante,
Pues falleció el Infante D. Antonio!!!
 

Así terminaba el soneto que al triste suceso dedicó D. Diego Rabadán, el primero de los poetas de aquel tiempo, Rioja de los líricos y Herrera de los heroicos, hombre de esclarecido ingenio, gloria de su época, y al cual la envidiosa posteridad ha tratado injustamente, equiparándolo al D. Hermógenes de Moratín… ¡Como si no fuera la mejor pieza del mundo aquel célebre soneto en que, para decir que D. Antonio había muerto de pulmonía, se manifestaba que el cierzo quiso dar testimonio de su aridez, arruinando a la España su Almirante!

No puede darse imagen más hermosa ni entonación más robusta que la de aquel comienzo:

 
Ya vencidos de Acuario los rigores
que aprisionan a líquidos cristales…
 

Pero llevado de mi afición a la poesía y a los buenos poetas de mi tiempo, me he apartado de lo que estaba tratando, y era, si no recuerdo mal, los cambios de ministros. D. Felipe González Vallejo, a quien pusimos en Hacienda, salió como había entrado, es decir, que se lo llevó un viento cortesano, y el pobrecito con ser tan inocentón y tan para poco, no se libró del destierro. Entonces era común que a todos los caídos les recetaran un paseo higiénico para recobrar las fuerzas gastadas en el servicio de la patria. Sucediole Ibarra, luego López Araujo, que apenas sabía leer y escribir, y al fin entró el célebre D. Martín Garay, que más que hombre era una escuela, pues trajo al Ministerio todo un plan e idea completa para reformar la Hacienda pública, tarea equivalente a beberse el mar o a ponerse por montera el Moncayo. Gozaba aquel señor de mucha fama, que aún conserva su nombre; pero todos los hombres de mi tiempo, desde el Rey y los ministros y el clero hasta el último zascandil, se pusieron en contra suya, y tuvo que salir del Ministerio y marcharse con la música y el sistema a otra parte. Por fortuna no tuvo tiempo de hacer nada de provecho; que si le dejáramos, capaz hubiera sido de volver la Hacienda del revés, elevando los ingresos y mermando los gastos. Su sucesor Imas era un bendito.

En Estado, el célebre León Pizarro, amigo y compinche de D. Antonio Ugarte, no duró mucho tiempo, ni tampoco Irujo, que empezó su carrera por paje de bolsa de un consejero y la acabó marqués y millonario. El duque de San Fernando, su sucesor, no fue menos afortunado, porque al principio de la guerra era soldado raso y en 1818 teniente general, duque, grande de España y no sé qué más.

En Gracia y Justicia, después del obispo de Michoacán, que fue ministro veinticuatro horas (¡tanto se emprende en término de un día!) entró y duraba aún en la época de mi relación, D. Juan Esteban Lozano de Torres, la gran figura de aquellos tiempos, y no porque la tuviera gallarda ni aun digna de ser vista, sino porque con su hermosura moral tenía cautivados a todos, empezando por el Rey. Había sido Lozano de Torres en su mocedad relojero. No había hecho estudios de ninguna clase, siendo el primero y el único ministro de Gracia y Justicia lego en jurisprudencia. Ni siquiera sabía latín, cosa rara y chocante en aquellos tiempos.

La carrera de este benemérito español había sido el comisariato del ejército. ¡Y qué herejías dijeron de él a propósito de la administración del hospital militar de la Isla! Con ser tan fuertes, sin embargo, las especies que acerca del comisario dijo el vulgo, no llegaban, ni con mucho, a lo que decían los enfermos, un atajo de tunantes que ponían el grito en el cielo desde que les faltaba caldo. ¡Qué tal fama de abastecedor y despensero tendría el niño, cuando, destinado a la Intendencia de Castilla la Vieja, no quiso darle posesión el gran Wellington, jefe del ejército aliado!

La causa de su elevación a la silla de Gracia y Justicia fue el desmedido y loco amor que a Fernando tenía, el cual era de tal naturaleza que raras veces se presentaba ante Su Majestad sin derramar lágrimas de ternura, y para besarle la real mano hincaba la rodilla en tierra. Había en el alma de Lozano un sentimiento parecido a la dulce fibra del misticismo, que le llevaba a la identificación con el objeto amado, haciéndole partícipe no sólo de las impresiones morales de este, sino también de sus sensaciones físicas. Cuando Fernando estaba enfermo, Lozano de Torres se quejaba de la misma dolencia, y si a Su Majestad le dolía un pie, al punto cojeaba el amigo; tal era la fuerza de simpatía entre los dos.

Pero cuando el ministro de Gracia y Justicia desplegaba toda la vehemencia de su alma fervorosa, era cuando la Reina Isabel estaba embarazada. En cierta ocasión mi hombre celebró en San Isidro por su cuenta solemne función religiosa y Manifiesto, que había de durar hasta que Su Majestad saliese de cuidado; y queriendo dar pública muestra de su amor a la Monarquía, hizo en medio de la iglesia tales aspavientos de devoción, golpeándose el pecho y desollándose las rodillas ante el altar, que los fieles no pudieron contener la risa. No quedó sin premio lealtad tan ardiente… ¡pues no faltaba más! Según puede verse en la Gaceta, Fernando VII dio a Lozano de Torres la gran cruz de Carlos III, por haber publicado el embarazo de la Reina.

 

Desde 1815 éramos muy amigos D. Juan Esteban y yo. El pobrecito no recibía recomendación mía sin que al punto la despachase, y en la camarilla partíamos un confite, según éramos de tolerantes y condescendientes el uno con el otro, sin estorbarnos ni quitarnos de la boca el hueso, como hacían algunos, más semejantes a perros hambrientos que a cortesanos hartos. Yo no dejaba de prestarle servicios menudos, a más de los grandes, bien desempeñando ante Su Majestad un papel, entre Lozano y yo convenido, bien llevándole secretitos y noticias, sabiamente pescados al vuelo detrás de una cortina.

Conste, ante todo, que yo estaba cesante desde el verano, pues una cuestión de delicadeza (yo siempre fui muy delicado), obligome a ceder mi plaza a un sobrino del ministro de Estado; pero se me había ofrecido el primer puesto que vacase en el Real Consejo. Como la ambición y el dorado sueño de mi vida eran esta canonjía, la esperaba con viva ansiedad.

¡Crítico y solemne momento! A fines de Octubre estaba vacante una de las canonjías del Consejo. Yo tenía derecho a esperar que se cumpliría la oferta, no sólo por mis méritos personales, que eran muchos, dicho sea sin modestia, sino porque en repetidas ocasiones y por mediaciones de ambos sexos, me había prometido la plaza Su Majestad.

Verdad es que las promesas de Fernando eran como los cien pájaros volando del viejo refrán; ¡pero tenía yo tantos amigos! Como el viajero que después de larga travesía divisa la ansiada orilla, así estaba yo cuando divisé la tal vacante. No cabía en mi pellejo de puro angustiado, inquieto y caviloso. Estudiaba hasta las más insignificantes palabras de los íntimos de Fernando; atendía a los gestos y a las miradas, porque no había accidente alguno en que no viese esperanzas de obtener mi prebenda.

Andaba tan desasosegado que apenas comía. ¡Ay!, si hubieran provisto la vacante en individuo distinto del que está dentro de esta casaca, me habría muerto de pena… Y verdaderamente, había motivos para que no estuviese tranquilo, por ser España la tierra de la injusticia y de la ingratitud. ¿El sin par Colón no murió en el olvido? ¿No acabó sus días Hernán-Cortés oscurecido en una aldea? ¿Y qué diré de Cervantes?… ¡Vive Dios, que si no me daban la plaza, yo había de hacer algo sonado; Rey y cortesanos y ministros se habían de acordar de mí!

Pero últimamente yo tenía en la corte el favor a que me hacían acreedor mis servicios y adhesión al Monarca. Tocome a mí también un poco de aquel hálito de desgracia que a tantos había matado y aunque no me persiguieron ni me desterraron, hallábame en situación bastante equívoca, ni elevado ni caído, lejos de Palacio, a pesar de que Su Majestad me enviaba hipócritas recadillos. Yo no podía tragar al Sr. Ramírez de Arellano, ni este me tragaba a mí. Supe que se hacían esfuerzos para desprestigiarme; pero como yo tenía tantos amigos, como conservaba excelentes relaciones con los hombres más eminentes, no sólo esperaba defenderme de los que me querían empujar hacia abajo, sino también recobrar el terreno perdido. Alagón, Ugarte, D. Buenaventura, Imas, Villela, San Fernando, Lozano de Torres, me tenían en gran aprecio y me halagaban con fastuosas promesas.

Yo no descansaba. Comprendiendo, como groseramente dice el refrán, que el que no llora no mama, vivía sobre un pie, de visita en visita, de conferencia en conferencia, de lamento en lamento, pidiendo a todos, ya en desnudas ya en artificiosas razones; exponiendo mis méritos, como se exponían entonces; desacreditando a todo el que estuviese en olor de candidato; trabajando a lo topo y a lo castor, en la oscuridad y a la luz del día; armando muchos enredillos y ganando voluntades y levantando polvaredas de intriga y humaredas de adulación; en fin, practicando todo lo que un hombre listo practicaba entonces y practica hoy en circunstancias análogas, que estas viejas mañas son de hoy como ayer, y primero faltarán garbanzos que Pipaones en España. Oí decir un día que la vacante se proveería al siguiente. Corrí a ver al Sr. Lozano en su despacho del ministerio, y cuando me vio puso cara agridulce, como de quien sonríe para disimular disgusto. Temblando aguardé mi sentencia.

Lozano de Torres era pequeño y cari-fruncido, con un airoso moñito de pelo rubio sobre la frente, graciosamente arremolinado. Iba ya para viejo; sus movimientos eran tardos, sus pasos meditados, y al andar, colocaba en el suelo con una especie de estudio el blando pie, calzado con zapato de paño. Poníase ordinariamente muy serio, queriendo de este modo tomar la máscara de los hombres de saber; pero con los amigos de confianza, y cuando no se trataban asuntos graves del ramo, era francote y risueño, mostrando a las claras su alma sencilla y su rústico entendimiento. Tan declaradamente manifestaba su índole al hablar, que sólo le faltaba decir: «¡Dios mío, cuán bobo soy!».

Hízome sentar a su lado; ofreciome un polvo, que rehusé; diome después un cigarrillo, y tras un par de toses, habló de esta manera:

– Querido Pipaón, anoche me habló largamente de usted Su Majestad. Conviene en la precisión de dar a usted un puesto correspondiente a sus dilatados… a sus dilatados servicios.

– En efecto – repuse; – la última vez que tuve el honor de entrar en la cámara real Su Majestad me dijo que la plaza vacante del Consejo Real sería para mí.

El ministro cerró fuertemente un ojo, torciendo con extraño mohín la boca.

– ¿La vacante del Consejo?… – balbuceó. – Sí… en efecto; yo mismo prometí a usted… Si de mí solo dependiese; pero…

– ¿Pero qué… pero qué? – dije remedando la perplejidad de Lozano. – ¿Es esto formal? ¿Se puede decir hoy una cosa y mañana otra? Si se me cree indigno de formar parte de una corporación en la cual han entrado peluqueros, boticarios y mozos de caballerizas, díganlo de una vez… ¿Por ventura la he pretendido yo?

– No, ya sé que es usted modesto.

– Yo no he pedido la plaza… han venido a ofrecérmela, empezando por el Rey; me han estado pinchando mucho tiempo; me han sacado de mis casillas… Si yo no quiero ser consejero, si no quiero figurar… Por todo el oro del mundo no sacrificaría mi dignidad en cambio de una posición.

– Vaya, Sr. de Pipaón, no se amosque por tan poca cosa – dijo el buen Torres. – ¿Por qué no espera usted ocasión más favorable? Siendo usted quien es, no tardará en ser consejero. Pronto habrá más vacantes. Aguarde usted unos meses… Su Majestad la Reina Doña Amalia estará embarazada bien pronto. Cuando venga lo que ha de venir, se repartirán muchas mercedes, sobre todo si es Príncipe…

– Señor Ministro – repuse, sin poder contener mi sofocación; – se han burlado ustedes de mí. Esto no se hace con un hombre que ha prestado tantos y tan difíciles servicios al Reino, al Rey, a los amigos, a usted mismo.

– Es verdad, por eso dije que anoche acordamos darle a usted una recompensa magnífica – afirmó su excelencia melifluamente.

– ¿Cuál?

– Puede usted escoger. La Superintendencia de la Moneda en Méjico, la…

– ¿Indias, Sr. Lozano? – exclamé con el mayor desdén. – Ya sabe usted que no me gusta viajar por mar. Puesto que se me trata de ese modo, renunciaré a servir en la Administración. Para ir a América y labrarme en cinco años una fortuna, no necesito que el Gobierno me dé un destino con visos de destierro.

– Entonces, amiguito… Debo advertirle que Su Majestad fue quien manifestó deseos de que marchase usted a América.

– Es raro – respondí. – La última vez que nos vimos, Su Majestad no me dio un canastillo de cerezas como a Campo Sagrado, ni un mazo de cigarros como a Villamil. Yo no pretendí la plaza de consejero; yo no la quería; yo no di paso alguno para que se me diera; pero me la ofrecieron: se ha dicho que yo iba a entrar en el Consejo; he recibido ya las felicitaciones y aun algunos regalos anticipados como previa acción de gracias por beneficios que no he hecho todavía… por consiguiente, si ahora salimos con que no hay nada, mi situación no puede ser más grotesca. Mi dignidad, mi honor, indúcenme a no admitir otro destino que el de Consejero.