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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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XX

Resuelto a no apartarme del camino nuevamente emprendido y seguro de que conducía a buen término, seguí asistiendo a la reunión secreta. A los que ya me conocen, no necesito decirles que en poco tiempo me congracié de tal modo con los revolucionarios, que yo parecía un democratista de toda mi vida. Bien pronto adquirí singular prestigio entre ellos; me comunicaban acuerdos importantes y se asesoraban de mí para vencer dificultades. En honor de la verdad debo decir que yo trabajaba con celo, sin hipocresía ni doblez, al menos aquellos días, que eran los últimos de 1819: yo no daba cuenta de lo que veía en las reuniones más que a D. Antonio Ugarte, de quien era poco menos que esclavo. En cambio, recibía de él noticias e indicios estupendos que con toda diligencia comunicaba a mis nuevos amigos.

La entrada del Sr. Marqués de M*** en el ministerio no había cambiado radicalmente la situación. Verdad es que él, creyéndose un Júpiter de Gracia y Justicia, descargaba sus rayos a diestro y siniestro. ¡Pobre hombre! Sus rayos, o mejor dicho sus palos, eran palos de ciego. No dio un golpe que no cayera sobre inocentes, mientras los verdaderos criminales bullían en torno suyo, gozándose en la bufante ira del Ministro. Todos los días decretaba destierros, embargos, prisiones, registros de casas; el aturrullado Marqués hubiera despoblado a Madrid sin dar con los verdaderos revolucionarios. ¡Y qué convencido estaba él de que iba poco a poco arrancando de cuajo la perniciosa yerba! Había que ver al buen señor; había que oírle ponderar el éxito de sus trabajos, mientras daba pataditas en el suelo, emblemático movimiento para indicar que aplastaba la hidra revolucionaria.

Si apunto estos detalles es porque yo le veía con frecuencia, y si le veía con frecuencia era porque nuestra antigua amistad no se había enfriado. Tan lejos estaba el bendito Marqués de tenerme por liberal como de creer que llovían calabazas. Muy al contrario, me juzgaba empalagado de amor por el absolutismo, y en ley de tal me hacía confidente de sus proyectos y de lo bien que le iba saliendo el espurgo y limpieza del Reino. Para que no sospechase, yo me deslenguaba en denuestos e injurias contra los liberales, y alguna vez iba con el cuento de una logia descubierta por mí o de una conspiración sospechosa. De este modo favorecía a mis nuevos amigos, porque si nos reuníamos en tal calle, llevaba yo el soplo de que la cita era a legua y media de allí. De este modo, mientras la logia estaba tranquila, descomunal nublado caía sobre una junta de cofradía o merienda de artesanos pacíficos.

Entre tanto era evidente que la cosa iba a paso de carga, según opinión de los más metidos en harina. Al mismo tiempo todo Madrid esperaba algo estupendo. Había en la población la atmósfera especial del gran suceso inminente, una ansiedad precursora, sin saberse aún de qué. A pesar de esto, los adeptos a la comunidad secreta no sabíamos nada fijo; sabíamos tan sólo que se trabajaba en el ejército. Del de la Isla corrían versiones muy distintas: unos lo daban por entregado a la revolución; otros le creían patriota en la idea, pero tímido en la acción. Salían y entraban comisionados; pero Monsalud no regresó de Andalucía. Últimamente logré internarme más en el corazón de la conjura, fui dueño de importantes secretos. El golpe debía darse en la Coruña y en Zaragoza.

Llegó el 1.º de Enero de 1820; vino el día de Reyes y una noticia circuló por Madrid con la celeridad del rayo. Fue a despertarme Carlos Garrote, el cual me dijo que me vistiese con toda presteza para salir juntos. Estaba tétrico, y sus miradas y sus palabras eran hiel.

– ¿Apostamos a que este bruto ha hecho una atrocidad con su mujer? – dije para mí.

– Levántese usted – me dijo; – ocurren sucesos graves…

– ¡Pobre Jenara! – exclamé. – Yo tengo la seguridad, Sr. D. Carlos…

– ¿Qué habla usted ahí? No se trata de mi mujer.

– ¿Pues de qué, Sr. D. Carlos?

– Se han sublevado algunas tropas del ejército expedicionario.

– ¡Qué picardía! ¿Habrase visto?… – exclamé yo simulando tanto enojo como espanto. – ¿Pero son muchas las tropas sublevadas?

– Unos dicen que son muchas y otros que sólo un par de regimientos.

– ¿Y no sabe en qué punto?

– En las Cabezas de San Juan.

– ¿Y hacia dónde están esas Cabezas? No conozco más que una, que suele verse sobre los hombros del Santo Precursor o en la bandeja de Herodías.

– Estas Cabezas, donde se ha consumado tan vil traición, están en Andalucía, cerca de Jerez. Ya sabe usted que el ejército expedicionario, por librarse de la fiebre amarilla, se había acampado en las Cabezas de San Juan, en la Corredera, en Arcos de la Frontera y otros puntos del interior.

– ¿No manda ese ejército el conde de Calderón? – dije haciéndome de nuevas.

– El mismo: le conozco, es un viejo estúpido.

– ¿Y no se sabe qué cuerpos han dado ese aleve grito? ¡Que no los fusilaran a todos!… Sr. D. Carlos, esto da vergüenza.

– Dicen que el batallón de Asturias ha sido el primero.

– ¿Quién lo sublevó?

– Rafael del Riego.

– ¡Rafael Riego! – dije yo fingiendo que hacía memoria. – ¿Le conoce usted? ¿No estaba ese muchacho en el regimiento de Valencey?

– Sí; empezó sirviendo en la Guardia de la Real Persona. Durante la guerra sirvió en el ejército y en las partidas. Sé que estuvo en las acciones de Balmaseda, San Pedro de Gueñes y Espinosa de los Monteros. Después le hicieron prisionero, y al cabo de algún tiempo apareció en Galicia.

– ¿Le conoce usted?

– Le vi en Vizcaya al principio de la guerra. Era valiente. Algunos traidores lo son.

– Si parece increíble, Sr. D. Carlos – dije vistiéndome apresuradamente. – ¡Que tal canalla haya nacido en España!… No sé qué haría… Si todas las cabezas de esos infames rebeldes estuvieran al alcance de mi mano, las cortaría de un solo golpe.

– Este es el resultado – murmuró Carlos, – de la benignidad del Rey con los militares que descubiertamente han estado conspirando desde el año 14.

– Dice usted bien. Si Su Majestad no se hubiera andado con blanduras… Vea usted el pago que le dan al mejor y más generoso de los reyes. ¿Y usted qué piensa hacer?

– Ahora mismo me voy a presentar al Capitán General para que disponga de mí. Quiero formar parte del primer ejército que salga a combatir a los insurrectos.

– ¡Oh, cuánto siento no ser militar como usted, Sr. D. Carlos! – exclamé con calor. – Si yo fuera militar, iría también el primero y entraría lanza en ristre a esas rebeldes Cabezas de San Juan… ¡La sangre me arde en el cuerpo!… Supongo que se mandará allá un ejército; que este ejército les entrará a saco; que no dejarán con vida ni a uno solo de esos infames.

– El ejército – dijo Garrote sombríamente, – está corrompido y minado por el liberalismo.

– ¿No se sabe más que la rebeldía del batallón de Asturias?

– Se dicen tantas cosas… Todavía no será posible precisar la extensión del mal. Todo depende de que Cádiz y su guarnición hayan respondido al movimiento. Se habla también de otro batallón sublevado, el de España, que manda Antonio Quiroga.

– Ese ha estado preso hace poco por conspirador liberal.

– No sé más de él sino que debió el grado de coronel a la prontitud con que trajo a Madrid la noticia de la muerte de Porlier.

– ¡Linda carrera!… pero vamos, vamos a la calle. Le acompañaré a usted al ministerio de la Guerra, donde sabremos la verdad de todo.

Salimos; la gente iba y venía como de ordinario; pero hacia el centro de la villa, vimos grupos y gentes curiosas y anhelantes que preguntaban o respondían, dando curso a imponderables mentiras. Las palabras Cabezas, Riego, Quiroga, sonaban sin cesar en nuestros oídos en todo el trayecto que recorrimos. Era digno de notarse que los semblantes alegres eran aquella mañana en mayor número que los tristes. En el ministerio había tanta gente y charlaban tanto, diciendo tan diversas cosas, que nada pudimos sacar en limpio. Vimos entrar al señor ministro, el general Alós, hombre de quien un escritor coetáneo dice que era más propio para capellán de un convento de monjas que para ministro de la Guerra.

«Que los insurrectos habían entrado ya en Cádiz.

Que los insurrectos habían sido rechazados en el puente de Suazo.

Que se les había unido el batallón de Sevilla, a las órdenes de Muñoz.

Que habían sorprendido y arrestar en Arcos de la Frontera al general en jefe, conde de Calderón».

Que el general en jefe les había sorprendido y arrestado a ellos.

Que el batallón de Canarias, acantonado en Osuna, se les había unido también.

Que habían sido atacados y destrozados por el batallón de Canarias.

Que Riego y Quiroga habían reñido el uno con el otro, dándose de porrazos por quién de ellos mandaba.

Que se habían dirigido a Algeciras para embarcarse y refugiarse en Gibraltar.

Que venían sobre Córdoba (la ciudad)

Que Córdova (D. Luis, no la ciudad) iba sobre ellos.

Que Sevilla se había pronunciado también.

Que Sevilla no se había pronunciado ni se pronunciaría jamás».

Estas y otras noticias fueron llegando sucesivamente a nuestros oídos. Era preciso resignarse a no saber nada fijo y cierto hasta que Dios quisiera; porque entonces había tiempo de hacer todas las revoluciones imaginables de que la noticia llegase a la Corte. Al medio día separeme de Carlos, porque deseaba visitar a mis flamantes colegas de conspiración.

Que toda Andalucía estaba en armas.

Que Zaragoza tenía ya formada su Junta revolucionaria.

Que Murcia y el arsenal de Cartagena habían proclamado ya la Constitución.

Que la Coruña y el Ferrol ardían.

Que mañana se daría el golpe en Madrid.

Que las tropas que se enviaban a combatir la insurrección se negaban a hacer armas contra sus compañeros.

 

Que era gloriosísimo que todo se hubiera hecho sin efusión de sangre.

Que la Europa nos contemplaba llena de admiración».

Tales fueron las noticias y versiones con que me aturdieron mis optimistas amigos. Yo, sin embargo, ponía en cuarentena tan lisonjeras especies.

El marques de M***, a quien vi por la noche, estaba furioso, aunque se esforzaba en disimularlo, fingiéndose tranquilo y aun gozoso por el giro que tomaba la rebelión.

– Me alegro de que hayan arrojado la máscara – dijo, dando las pataditas con que emblemáticamente indicaba la destrucción de la hidra revolucionaria. – De este modo será mucho más fácil concluir de una vez con todos ellos.

– La situación, Sr. D. Buenaventura – dije yo en tono agridulce, – no es muy lisonjera.

– Ya verás, ya verás – me dijo con cierta acrimonia que me disgustó – cómo les sentaremos la mano. Y se me figura que te me estás volviendo liberalote de algún tiempo a esta parte… Pipaón, tengamos la fiesta en paz.

– ¡Yo liberal! – exclamé. – Pero no se trata aquí de ser liberal ni de dejar de serlo. Trátase de ver si esta oleada que se ha levantado en Andalucía llegará a la Corte y nos anegará a todos.

– Veo que tienes miedo… el miedo es el mayor auxiliar de la traición.

– Jamás seré traidor; pero hablemos con toda franqueza, Sr. D. Buenaventura. Ponga usted la mano sobre el corazón, y dígame si el gobierno y la administración de nuestro país no exigen pronta y radical reforma.

– Pero ven acá – repuso, poniéndose rojo como un pimiento. – Dado el caso de que esa reforma sea necesaria, lo cual es muy dudoso, ¿quién la realizará? ¿Esos infames perdidos, esos desocupados que charlan en los cafés, esos desalmados políticos del 12, esos militares revoltosos que no conocen la disciplina?

– Líbreme Dios de defender a los revolucionarios y perturbadores – dije; – pero vengamos a la cuestión.

– Al fondo de la cuestión.

– Eso es, al fondo. El Gobierno absoluto no puede sostenerse. Bien sabe usted que mi opinión no es sospechosa: ¿no lo he defendido con todas mis fuerzas? ¿No he puesto a su servicio cuanto yo podía y sabía? Pues bien; yo, el más humilde soldado de aquel piadoso ejército de patricios que en 1814 derrocó la infame facción, declaro ahora que el absolutismo, tal como al presente se halla, maleado y corrompido, no puede seguir rigiendo a la nación.

– ¡Ah, gran canalla! – exclamó D. Buenaventura dando fuerte puñada sobre la mesa. – Te me has pasado, te me has pasado al enemigo… ¡Ira de Dios! Ya van hoy doce, doce traiciones. Llega el simple anuncio de una insurreccioncilla con esperanzas de triunfo, y ved aquí a mi gente mudando de casaca, como histriones que, concluida la tragedia, se preparan para el sainete… ¡Esto no se puede sufrir! ¡Esto es ignominioso!… ¡Pipaón de todos los demonios, Pipaón maldito, también tú, o como dijo el gran romano, tu quoque, fili mihi!… Serían las seis de la mañana cuando llegó la noticia del pronunciamiento; fui a Palacio, vine después al ministerio, recibí a varias personas, y no eran las doce cuando ya me habían manifestado sus simpatías por la revolución cinco personas, cinco furiosos absolutistas de aquellos de pelo en pecho que no transigían con nadie y hace poco amenazaban comerse a quien de liberalismo les hablase… En el resto del día ha aumentado el número de las defecciones repugnantes. Tú eres el duodécimo… Pero estos canallas, ¿dónde tienen la conciencia? Sin duda creen que la infame facción triunfará. ¡Quieren congraciarse con los rebeldes por si llega la marimorena de los destinos…! ¡Ahí os quiero ver, miserables!… Que no se os volvieran veneno los reales despachos… Los muy tunantes no se atreven a vituperar de súbito el paternal Gobierno que nos rige, ni a ensalzar a los revoltosos; pero van preparando el terreno para la defección, y con delicada hipocresía dicen: «La verdad es que así no se puede seguir… la arbitrariedad no puede gobernar constantemente a los pueblos cultos… es indispensable que el Rey dé una Carta a la Nación… la Europa no puede consentir…». Y vuelta a la Europa, y al Rey, y a los pueblos, y a la dichosa Carta, esquela o lo que sea. Vale más que de una vez salgan por esas calles gritando: ¡Vivan Robespierre y la guillotina!, y acabaremos de una vez… ¡Ah, menguado Pipaón!, ¡ah, pérfido discípulo! Eres el cuervo que he criado para que me saque los ojos… ¡Con que te me has pasado a la masonería y a la revolución! – añadió, tirándome de una oreja con impertinentísimo movimiento; – ¿con que esas tenemos, señor bergante? ¿Con que después de haber explotado el oscurantismo, después de haberle chupado la sangre al Reino, y al Rey, y a chicos y a los grandes, reniegas de la generosa cabrita cuyas ubres has puesto, a fuerza de mamancia, como zurrón vacío?… ¡Ah, troglodita! ¿Sabes que desde hace algunos días sospechaba yo tu defección? Me habían dicho que mangoneabas en las sociedades secretas; pero no lo quise creer. Te juzgaba mejor de lo que eres… Pero ¿qué puede esperarse de estos petates, cuando se asegura que hasta hombres como Lozano han caído en la tentación? Execrable aventurero, ¡qué chasco te vas a llevar! ¡Qué horrible será el castigo de tu traición indigna! La revolución no triunfará, porque estamos decididos a aplastarla, sí señor, a confundirla; y si es preciso, iremos todos allá, desde el ministro hasta el último empleado; y entre tanto, en este foco de las conspiraciones buscaremos a los astutos Robespierres, a los violentos Dantonazos, a los sanguinarios Marates, y les entregaremos a la Inquisición para que dé buena cuenta de ellos… Descuida, que todo se hará, empezando por ti, monstruo de felonía y doblez… ¡Te vigilaré, te pondré preso, te ahorcaré!!!…

Aquel hombre estaba loco o al menos lo parecía, según se inflamaba su rostro y se hinchaban sus venas y espumarajeaba su boca. Oí la filípica con aquella calma burlona que me era propia y que tan bien cuadraba frente a un hombre tan ruidoso como poco temible… Pero me convenía no prolongar más aquella conferencia. Antes que me echase de su despacho, me marché, para que no se irritase excesivamente, y al salir llevaba conmigo la seguridad de que hombre tan fiero sería de los más blandos si los acontecimientos seguían a su resolución con la precipitada corriente que hasta allí parecían llevar.

Del mismo modo que me trató D. Buenaventura, tratáronme otros personajes que hasta entonces no sospechaban de mí, y que al fin tuvieron indicios (de ningún modo certeza) de mi defección. Yo me reía de todos ellos y de su furor impotente. Hiciéronme desaires y me pusieron avinagrados gestos en algunas casas que visité; pero en ninguna recibí tan mal trato como en casa de Carlos Navarro. Verdad es que del fanatismo insensato y exaltado de aquella gente todo se podía esperar, incluso el repudiar a un leal amigo por cuestión de ideas. Baraona me dirigió amargas pullas, Carlos apenas se dignó hablarme, e hizo alusiones tan crueles a mi conducta, que otro más valiente que yo le habría pedido satisfacción. No era extraño que me manifestaran tanto desprecio por una simple sospecha, porque ellos eran atroces, intransigentes, irreconciliables, tenían el absolutismo en el fondo del alma y en la médula de los huesos, como tiene el león la fiereza. Además, D. Buenaventura, que iba allí de tertulia las más de las noches, les había dicho de mí mil picardías.

Únicamente Jenara se mostró amable y cortés conmigo. Por eso sin duda, al salir yo, noté que su marido la reprendía ásperamente, lo cual me hizo decir para mi capote como en otra ocasión:

– Ahí me las den todas.

XXI

Desgraciadamente, los acontecimientos iban con mucha calma. La revolución, como las carretas de aquellos tiempos, como la administración española, como toda la vida de antaño, iba despacio. Parecía una cosa oficial. No había en aquel estadillo aquel progreso instantáneo, el correr tempestuoso que indican la ira nacional. Yo me acordaba de cómo se alzaban los pueblos en la guerra de la Independencia, y al ver aquella pereza, aquella lentitud somnolienta de 1820, se me abrasaba la sangre de impaciencia. «Si viene que venga de una vez», decía yo. Más que revolución, aquello parecía una fiesta, una cabalgata suspendida por la lluvia, una procesión atascada en los baches del camino. No había en ella el incendio popular, sino una especie de lento deshielo, inseguro, dificultoso.

Durante bastantes días no vino noticia alguna de ventajas obtenidas por los insurrectos. Se supo con precisión la verdad de lo ocurrido al principio; pero escaseaba lo nuevo. Eran hechos incontrovertibles la sublevación del batallón de Asturias al grito de su segundo comandante, D. Rafael del Riego, de los de España y la Corona, mandados por Quiroga, y la marcha de ambos jefes insurrectos hacia Cádiz. También era cierta la sorpresa y prisión del general en jefe con tres generales más. Hasta aquí no había ocurrido ningún contratiempo; pero cuando los insurrectos, tomando el puente Suazo, trataron de penetrar en la Isla, tuvieron la mala suerte de tropezar con un D. Luis Fernández de Córdova, que acompañado de algunos urbanos les supo detenerles. Igualmente era cierto que, si los insurrectos no habían podido vencer la obstinación de Córdova, tampoco fueron desbaratados por D. Manuel Freire, que fue contra ellos.

Estaban, pues, en situación que no podía llamarse ni próspera ni adversa. Si cualquiera de ellos hubiera tenido una chispa de genio militar en su entendimiento, fácilmente habrían adquirido ventaja, porque las tropas del Gobierno andaban azoradas, como buscando un pretexto decoroso para insurreccionarse también; pero ni Quiroga, ni Riego, ni Arco Agüero, ni O’Daly valían todos juntos para componer un mediano estratégico. Faltos de resolución, de verdadero instinto revolucionario y de iniciativa, los rebeldes decidieron… esperar. Una sublevación que espera es una sandez. Es como un rayo que tomara aliento en mitad de su veloz camino.

Dentro de Cádiz, un tal Rotalde, quiso subleva r la guarnición; pero Córdova ahogó también el pronunciamiento.

En Madrid nos moríamos de angustia. Era tristísimo en verdad, que los que nos habíamos embarcado en la revolución, aceptando sus hechos y renegando in pectore de sus principios, viésemos frustrados nuestros honrados planes. ¡Sensible desgracia! Nosotros no éramos Robespierres ni Marats; nosotros no queríamos cortarle la cabeza a nadie, ni aun al marqués de M***, ni hacer horrores; queríamos sencillamente adaptar la revolución a nuestra voluntad, aprovecharnos de ella, encauzarla en el lecho de nuestras ideas, haciendo de la hidra espantosa una flexible y condescendiente cortesana que tuviese sonrisas para todo el mundo y no metiese miedo a nadie. ¡Y por torpeza de aquellos desdichados militares, el plan admirable iba a fracasar, y nos veríamos expuestos ¡oh funestos hados!, a quedar en la más crítica situación del mundo, mal con los liberales, mal con los absolutistas! ¡Esto no se podía sufrir! ¡Esto era el colmo de la injusticia y de la desgracia! Pensándolo, yo me volvía loco; invocaba el auxilio de mi ángel de la guarda, sin apartar la mente de Dios y de su Santa Madre, para que llevasen a seguro puerto el desmantelado bajel de la revolución.

Pero ¡ay!, Dios y su Santa Madre no me hacían caso. Sin duda protegían al Rey, como depositario en la tierra de la autoridad divina. ¡Horrible situación! ¡Contratiempo funestísimo! La revolución, aquella obra tan cariñosamente preparada por los conspiradores viejos y por los catecúmenos, que eran (testigo yo) los más diligentes; aquella semilla tan esmeradamente puesta en la tierra, y a la cual dieron riego abundante los liberales y abono fecundo los absolutistas convertidos, se malograba de día en día, se perdía, se secaba… ¡Oh desesperación! ¡Y el país consentía tal cosa! Y el país, contemplando las marchas y contramarchas de aquellos soldados, no profería un grito, ni se levantaba en masa, ni hacía disparates, ni echaba el Reino por la ventana, sino que, indiferente, frío y mano sobre mano, esperaba que se lo dieran todo hecho… ¡Qué país, señores, pero qué país!

Pasaban los días todos de Enero, sin que tal situación variase. Cundía el desaliento entre los revolucionarios, y los absolutistas, reponiéndose de su susto, sonreían con la vanagloriosa sonrisa del triunfo y la venganza. Véase, pues, lo que los hombres de orden y de ideas templadas sacaban de meterse en aventuras con los liberales. ¡Cuando más!… Era una ignominia que aquellos holgazanes dejados de la mano de Dios nos hubiesen comprometido de tal manera, exponiéndonos a ser ahorcados juntamente con ellos… ¡Ya, como si todos fuéramos unos; como si un Gobierno pudiera medir por el mismo rasero a jacobinos desharrapados y a hombres rectos y prudentes que sólo por amor al orden habían auxiliado a la revolución!

 

Yo renegaba de los masones y del liberalismo y de la Carta y de la Constitución del 12, y de los derechos del pueblo, y de toda la monserga con que en las reuniones me volvieron loco, haciéndome cómplice de tales extravagancias… Yo estaba furioso; maldecía los clubs y quien los inventó; maldecía también a Ugarte que me catequizó y a Monsalud que me bautizó; y me arrancaba los cabellos pensando en el instante de mi primera entrada en aquellos oscuros antros de necedad y jacobinismo.

La revolución fracasaba sin remedio; sucumbía al nacer como un engendro enteco y miserable a quien hace daño el primer aire que respira fuera del claustro materno… Llegó Febrero. En Febrero, como en Enero, la revolución moría… era forzoso tomar precauciones contra el chubasco, abrir apresuradamente el paraguas de la más exquisita prudencia. ¿Necesito decirlo palabra por palabra?… Pues era preciso volver al redil, echar tierra a lo pasado y conducirse como si nada hubiera sucedido; hacer pedazos la nueva casaca, cuidando de esconder estos donde nadie los viese, y meter el cuerpo en la antigua…

¡Ay!, mi pobrecito corazón afligido necesita desahogarse con alguien; era un vaso lleno, próximo a desbordarse. Mi alma, agobiada por la pesadumbre, necesitaba otra alma amiga con quien comunicarse; otra alma que recogiera parte del enorme fardo que sobre la mía gravitaba. Me hacía falta un amigo generoso, un hermano, un padre. Tomando una resolución súbita, alcé la calenturienta cabeza que durante largo rato había tenido apoyada en las palmas de las manos, y tomando capa y sombrero, y me fui a ver al marqués de M***, a mi generoso amigo D. Buenaventura. La turbación del criminal llenaba mi alma; pero un arrepentimiento sincero me fortalecía.

Contra mi creencia, recibiome con agrado. Estaba contentísimo, y su semblante era todo felicitación. La alegría daba como una luz singular a su arrebolado rostro, y aquel sol de Gracia y Justicia parecía puesto en el zenit de la Administración para repartir calor y vida a todos los confines de la vida burocrática. Su sonrisa pregonaba el fracaso de la insurrección. Llevábase el tabaco a la nariz, aspirándolo con la voluptuosidad a que el alma se entrega cuando no tiene nada que temer y todo es rosas y paz y claridad en torno suyo.

– ¿Ya estás aquí, perillán? – me dijo, señalándome una silla. – ¿Qué te parece el famoso pronunciamiento de las Cabezas? ¿Hemos triunfado o no? Ya estarás convencido de que España no quiere revoluciones, sino paz. ¡Ay!, este gran pueblo celtíbero, romano, gótico, musulmán, es muy sensato… Ama el sueño y aborrece a todos los que meten ruido… Ya ves cómo la revolución se ha enredado en sus propios lazos. Ni siquiera ha esperado a que la aplastáramos; se ha muerto ella sola, dañada por la podredumbre que al nacer trajo en sus entrañas. Aquí están tan bien dispuestas las cosas y tan bien equiponderadas las fuerzas sociales, que cuando estalla un pronunciamiento, el Gobierno no tiene que hacer más que cruzarse de brazos y dejar a los revolucionarios entregados a su tontería y frivolidad, que es su muerte y nuestra venganza.

Yo dudaba si hacer mi reconciliación con arte hipócrita o entregarme sin condiciones, como el hijo pródigo que vuelve al hogar paterno. Después de pensarlo, me decidí por lo primero, y hablé de este modo:

– A mí no me coge de nuevo el fracaso de la revolución; a todo el mundo lo dije. Cuando le vi a usted muerto de miedo, bien claramente le expresé mi creencia de que todo vendría a parar en nada. Pero por eso no es menos cierto, Sr. D. Buenaventura, que lo que ha pasado debe considerarse como una lección, como una advertencia de Dios, para que se reparen los males causados por la arbitrariedad. No me canso de repetírselo a usted – añadí con aplomo ciceroniano; – el Gobierno de estos reinos necesita prudentes reformas. ¿No recuerda usted lo que le dije el otro día? Es preciso que quitemos a los trastornadores de la paz pública todo pretexto de trastornos… Lo estoy diciendo hace tiempo; lo estoy pregonando en todos los tonos y nadie quiere hacerme caso… ¡Pero qué obcecación, Dios mío! ¡Aquí están, aquí están los resultados!… ¡Es particular que entre tanta gente, yo solo haya tenido penetración suficiente para ver el peligro!

– ¡Oh, tú eres muy listo! – dijo D. Buenaventura, moviendo la cabeza con una expresión que me pareció algo irónica.

– Eliminado de la Administración, apartado de la política – proseguí con llorona sensiblería, – he servido siempre al Gobierno absoluto en mi humilde esfera. ¿Y qué pago se me da? ¡Horroriza el pensarlo! Calumnias, inicuas sospechas de mi honradez y consecuencia. En verdad que se necesita tener un corazón muy recto para no dejarse arrastrar por el despecho y hacer cualquier tontería. Pero, ¡ay! yo quisiera que se pudiese hacer una investigación irrecusable de la conducta de todos los hombres notables que usted y yo conocemos. Yo quisiera que existiese un ojo milagroso para leer en el corazón de cada uno de ellos. Entonces se vería quiénes son los buenos.

– Vamos, Pipaón, no te enfades – me dijo D. Buenaventura con bondad, – ya sé que eres hombre honrado. Cierto que me han dicho de ti algunas cosillas; pero la verdad, no les he dado crédito.

– Gracias, gracias – dije, cobrando nuevos bríos, – yo no esperaba otra cosa, y cuando el otro día me acusó usted de no sé qué monstruosa infidencia, mi alma se llenó de angustia… Yo lo olvido, Sr. D. Buenaventura, yo perdono a los que me han calumniado, y en vista de los peligros que corre el Gobierno absoluto, elevo como siempre mi voz amiga para predicar la concordia… Unámonos, Sr. D. Buenaventura; unámonos hoy, como nos unimos hace seis años para salvar a la Nación del abismo a que corría. Cesen los chismes ridículos, las hablillas malévolas con que se han querido manchar reputaciones como la mía… Por mi parte todo lo olvido; no veo más que a nuestro querido Rey, a nuestra querida patria, a nuestras adoradas prácticas de gobierno, a las cuales falta poco para ser las más sabias del mundo… Pero ese poco que falta debemos dárselo para aplastar de una vez al jacobinismo insolente, a las logias inmundas, y a los liberales soeces que quieren cubrir de ruinas el suelo de España. Quitémosles todo pretexto para nuevas insurrecciones; reformemos el Gobierno; ocupemos los hombres de bien todos los puestos que insolentemente usurpan los pillos, y constituiremos una Nación feliz, y legaremos a nuestros hijos, si los tenemos, toda clase de prosperidades y bienaventuranzas.

D. Buenaventura me oía con admiración profunda. Concluido mi discurso, estrechome la mano, y con benevolencia más ardorosa que lo que el caso exigía, me dijo:

– No he dudado de ti. Eres un hombre excelente. Verdad es que tuve sospechas; pero las he disipado. Soy todo tuyo.

– Unámonos, señor marqués…

– Unámonos, sí. Reconozco que se te ha postergado con injusticia. Eras de los primeros y se te puso en las últimas filas. El puesto que tú debías ocupar en el Consejo se ha dado a hombres nulos que han trabajado descaradamente por la revolución.

– Yo no guardo rencor a nadie – dije con hipocresía perfecta. – ¿Querrá usted creer que no me había vuelto a acordar de la tal plaza de consejero, ni de la incalificable ofensa que me hicieron? Yo soy así: el primero para agradecer, el último para odiar.

– Pero aún es tiempo de repararlo todo – dijo el ministro atracándose de tabaco. – Hay otra vacante, y anoche me acordé de ti.

– No, no, de ninguna manera. Hágame usted el favor de no dármela; se lo suplico… Vamos, que me pondrá usted en el caso hacer renuncia.

– Bueno; veremos si te atreves a desairarme. Es preciso hacer reparaciones, reunir toda la gente buena alrededor del Trono. Convengo contigo en que es preciso hacer alguna cosa para normalizar el Gobierno.