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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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XVII

La entrada de D. Beltrán en la sala del festín, donde ya ocupaban sus asientos los comensales; el despejo y cortesía con que, adelantándose hacia el General, compendió en una sola frase el saludo y las gracias por el honor que se le dispensaba, cautivaron a todos los allí presentes: bien se veía al aristócrata de raza, maestro en arte social. Con raras excepciones, los jefes carlistas que se sentaban a la mesa del General eran unos pobres gaznápiros, elevados por sus prendas militares a posiciones de las cuales desdecía su educación. Tal coronel había sido arriero, el otro pescador; sacristán, uno de los intendentes; contrabandista de mar y bandido de tierra el jefe de la caballería, sin que ninguno de ellos poseyese el genial instinto con que Cabrera supo borrar de sus modales la humildad de su origen. Mal vestido y roto, D. Beltrán descollaba entre aquella gente, que aun en el modo de mirarle revelaba la conciencia de su inferioridad. Hubo uno, vecino de Nules, que menos avisado que los demás, se permitió decir al prócer: «Vamos, abuelo, que no estará usted poco inflao. En toda su vida ha tenido honor como este… ¡comer con nuestro General ilustrísimo!

– Honor grande, que agradezco mucho-replicó D. Beltrán; – pero que no es nuevo para mí. Yo he comido con Napoleón».

Esto de comer con tan grande celebridad produjo estupor, que se fue trocando en admiración. A lo largo de la mesa sonó un murmullo. Cabrera, hombre muy desahogado en toda circunstancia, mandó a Cala y Valcárcel, sentado a su izquierda, que desocupase el puesto, y haciendo una seña al caballero aragonés, le dijo: «¡Con Napoleón!… ¿Luego era usted su amigo? Véngase a mi lado para que me cuente…». Trocados los asientos, ocupó Urdaneta la izquierda del General, y accediendo a sus deseos, prosiguió así: «No debí decir Napoleón, sino Bonaparte, porque ello fue antes de la primera campaña de Italia. Él tenía entonces menos edad que tiene usted ahora; era delgado, melenudo…

– Sí, sí – dijo Cabrera con admiración infantil, – poseo su retrato en la Vida de Napoleón con láminas, que he leído cien veces, pues no ha existido hom… bre en el mundo que yo admire más».

Refirió D. Beltrán escenas y pasajes interesantísimos de 1795 y 96, años IV y V de la República (¡ya había llovido!), por él presenciados, y añadió anécdotas graciosas, más atractivas que la historia misma; y con tal agrado Cabrera lo oía, que hasta se le olvidaba el comer por no perder concepto ni palabra.

Y entre cuento y cuento, viéndose el aristócrata tan obsequiado, se decía, comiendo tranquilamente: «Tanta finura me da muy mala espina, pues de este tío no hay que esperar compasión: cuando se le hinchan las narices, ni hay para él amigo, ni tienen valor alguno sus atenciones y arrumacos. No puedo olvidar lo que me ha contado Nelet. A las cuatro desdichadas mujeres que en rehenes tenía en Valderrobles, las sentaba a su mesa, prodigándoles obsequios mil. A la de Fontiveros le permitía dar paseítos en una jaca, que aparejaron para ella, y a la chica de Urquiza le hacía el amor por lo fino con tanta insistencia, que hasta corrió la voz de que se casaban. Todo lo cual ¡Dios mío! no impidió que las mandara fusilar al saber la muerte de la Griñó. ¡Vaya un nene! Y no hay que hablar de arrebato, pues Cabrera supo lo de su madre el 20, si no estoy equivocado, y la matanza de las rehenes fue el 27. Sentenciadas días antes, no las mandó ejecutar hasta que no supo que sus dos hermanas, presas en Tortosa, se habían escapado… No me fío, leopardo, no me fío de tus halagos, y aunque me pases por el lomo la pata blanda, con las uñas escondidas, sé que las tienes muy afiladas, y que el mejor día, cuando más tranquilo esté el pobre Don Beltrán… ¡pum! al otro mundo…

– ¿Por qué suspira usted? – le preguntó Cabrera. – ¿Está descontento del trato que le damos?

– ¡Oh! no señor. Estoy muy satisfecho y muy agradecido. Encuentro simpatías en su ejército, y en él he podido hacer algunas amistades gratísimas. Pero bien sabe usted que la privación de la libertad difícilmente halla consuelo.

– Es muy sensible – le dijo el leopardo hacia el fin de la comida o cena, – que la ley de guerra, que no puedo eludir, no puedo… me obligue a tenerle a usted bien trinca… ado en mi ejército, para que su vida me garantice la de otro aristócrata que tiene en su poder Iriarte… Pero usted podría ahorrarme a mí el disgusto… ya me entiende, y al propio tiempo salir de esta situación molesta… sí señor, comprendo que es car… gante eso de estar un hombre con la idea de que le van a pegar cuatro tiros… Sí señor, usted podría…

– Te veo venir – pensó el anciano, antes de preguntarle cuál era el remedio de su angustiosa incertidumbre.

– ¿Por qué el Sr. D. Beltrán de Urdaneta, de la primera nobleza de Aragón, no se presta a reconocer al único Rey legítimo de España? Para S. M. sería muy grato; y a mi entender, si usted se decidiese, le seguirían otros nobles de Aragón y de Castilla. Fírmeme usted una declaración en el sentido que le propongo, y yo la co… municaré al instante a mi Rey…

– Señor General – dijo el noble caballero después de toser y limpiar el gaznate para expresarse con toda claridad, – estimo en lo que vale la excelente intención con que usted me propone ese reconocimiento de los derechos del Infante, y espero que usted estimará del mismo modo la lealtad con que me veo precisado a evadir todo compromiso con la causa carlista. En conciencia, y estudiado el asunto, creo que la sucesión a la Corona pertenece a la hija de Fernando VII, y habiéndolo declarado así solemnemente como prócer del reino, no es decoroso para mí deponer ahora en favor del augusto Príncipe, a quien reverencio como a tío carnal de nuestra Reina. Fácilmente comprenderá usted, ilustre soldado, que en mi clase y en mi raza, la religión del honor y de la consecuencia no nos obliga menos que la otra religión con sus dogmas santísimos. Ni por cuantos bienes hay en el mundo, ni por la vida, que es el primero de los bienes, mancillaría yo con una traición el nombre que llevo… Y dicho esto con toda la entereza de que soy capaz, y todo el respeto que a usted debo, he de manifestarle también que aunque partidario de Isabel, y convencido de la legalidad de sus derechos, no he tomado parte a su favor en esta contienda ni con armas, ni con escritos, ni en ninguna otra forma. Soy hombre de paz, y acato las leyes de la nación, vengan como vinieren. Ni guerrero he sido nunca, ni tampoco político. La pelea y la conspiración me son desconocidas. Soy un hombre honrado, isabelino en la intención, neutral en la conducta. No desconozco la convicción y lealtad con que tremola usted la bandera del Infante. Pero yo no la seguiré nunca: ni puede usted catequizarme ofreciéndome la vida mía, que hoy tiene en su mano. Y si en vez de tener usted en rehenes este cabo de vida, ya caduca, triste y de ningún valor, tuviera usted una vida robusta; si yo fuera joven y mirase ante mí un porvenir de treinta, cuarenta o cincuenta años, lo mismo que ahora le digo, le diría… siempre con la consideración que debo a un hombre de su valer y de su inteligencia».

Oyó con atención y agrado el soldado del absolutismo esta declaración, dicha con cierto énfasis oratorio, y estimó delicadas las razones del caballero. «Basta, señor mío, y no hablemos más del asunto – le dijo. – Yo lo siento por usted… y también por la Causa, que, digan lo que quieran, no se ve muy apoyada por la Grandeza de sangre… Pero ya vendrán, ya vendrán todos… Sólo que llegarán tarde, y les pondremos en última fila. Para entonces ya habremos creado nosotros, digo, el Rey, una aristocracia nueva, sacada de las filas de la lealtad… ¿Qué hizo Napoleón cuando se vio sin nobleza de abolengo? Pues fabricarla. De sus generales hizo duques y príncipes, y hasta reyes… Traemos entre manos la fundación de una sociedad nueva, pueblo nuevo, ejército flamante, aristocracia acabadita de salir… Y ustedes, los de la Corte isabelina, se irán a cuidar cabras, o a destripar terrones… Sí señor, si yo lo dispusiera, así sería. A todos los marqueses y archipámpanos que no han reconocido a Carlos V, les pondría yo una azada en la mano, y… ¡hala! a labrarme las tierras del común…».

Terminó la cuestión de un modo festivo, y con ella la comida. Retirose D. Beltrán, expresando nuevamente al leopardo su estimación, quand mème, y se fue a dar con Nelet, que ansioso le esperaba. En una sala del mismo edificio, y en las propias mesas donde habían comido, los oficiales jugaban al ajedrez o las damas. Cabrera, una vez alzados los manteles, se puso a trabajar con dos secretarios, dictando oficios y comunicaciones para el gobierno de lo que con visos de Estado tenía bajo su mano. No sólo había creado un ejército, sino una administración civil, tal como esta podría existir en aquella vida de constante inquietud, de movilidad epiléptica.

Y en verdad que el Estado en esbozo y su terreno inseguro le venían corto a D. Ramón Cabrera, hombre que por su inteligencia comprensiva, su voluntad potente y sus dotes de organización, había nacido para más altas empresas. Su inquietud continua, la palidez de su rostro, el estado nervioso y febril en que de ordinario se encontraba, no eran más que la impaciencia loca para llegar a donde quería ir, el sentimiento de la desproporción entre sus facultades y la poca materia gobernable que cogía entre las manos. Lo que había creado con esfuerzo monstruoso, con los golpes fulminantes de su coraje guerrero, con su nativo conocimiento de los hombres y del país era mezquino para quien se sentía capaz de manejar un Imperio… Algo de esto pensó D. Beltrán, recordando lo que hablaron durante la comida, y el rostro siempre melancólico de Cabrera: «Es un hombre que, con tener mucho entre las manos, aún tiene más en la cabeza, y de este desequilibrio proviene su aspecto de gato triste… dormilón cuando sus ojos no despiden rayos. Su crueldad es la irritación contra el género humano porque no se le somete de golpe. Si este hombre triunfara y pudiera manifestar tranquilo y seguro lo que lleva en su corazón y en su cabeza, sería un dictador severo y paternal, rigorista y clemente, próvido para todo, y hasta liberal dentro de su poder soberano indiscutible».

 

No le dejó Nelet hablar de nada que no fuera su asunto, y en cuanto tuvieron ocasión de arrinconarse, lejos del barullo de los jugadores, reanudaron el sabroso tema. «No puede ser hasta mañana por la noche – dijo el militar. —.. Ahora sobreviene una dificultad que trato de vencer esta noche misma. Dícese que el General vuelve mañana hacia Liria: no se qué planes tiene. Llangostera se queda aquí para ir sobre San Mateo, y después no sé a dónde. Yo he pedido que me destinen a su división, pues deseo aproximarme a mi pueblo, donde necesito proveerme de ropa y dar un vistazo a mis intereses.

– Y en tal caso, ¡ay de mí! habremos de separarnos…

– Creo que no. He hablado a Llangostera, que es grande amigo mío y paisano, y espero conseguir que se quede usted con nosotros. Daremos al General esta noche una razón que no tiene réplica. A Llangostera corresponde fusilarle a usted, en caso de que maten al hermano del Conde de Catí, porque el tal estaba en su división cuando le cogieron. La cosa es de clavo pasado…

– ¡Y tan pasado! No sabía que entre carlistas hubiera tales etiquetas.

– ¡Anda… y que se cumplen con todo rigor! En fin, que vendrá usted con nosotros.

– Mucho me place; y en cuanto a mi fusilamiento, lo mismo me da que sea Pedro que sea Juan el que me mande a mejor vida… Me alegraré, sí, de que sea usted el encargado de darme los tiros, pues no dudo que usted mandará que me apunten bien al corazón, para que mi muerte sea instantánea, y no esté yo pataleando como un buey a medio degollar… Con que vamos a nuestro negocio.

– Dígame sinceramente, echando mano de todo su saber mundano, si una vez libre Marcela, debo ir tras ella y emprender su conquista por asalto… ¿Cree que es mejor poner paralelas?

– Hijo, sí: el asalto no es prudente hasta que la plaza no esté bien castigada y con ganas de rendirse. No haga usted la tontería de embestirla con violencia… Al contrario, es muy hábil aparentar desgana de entrar en el recinto, afectar que se desean los procedimientos del asedio galante, colmarla de atenciones, sin mostrar al principio una ansiedad viva de amor… Mujer que vive en el idealismo, fíjese usted bien, con el idealismo debe ser atacada.

– ¡Oh qué talento tiene usted – dijo Nelet, abrazándole gozoso, – y cómo conoce el corazón humano! Ha sido gran suerte para mí encontrar tal amigo.

– Y para mí también. Entre paréntesis, si quieres que yo hable con el desahogo que facilita la comunicación entre maestro y discípulo, permíteme que te tutee… Pues, sí: como ella tira a lo espiritual, conviene que aprendas tú algo de fraseología mística y hojarasca de librillos devotos. Nada de violencias. Paralelas, hijo, paralelas y fuegos parabólicos… por elevación. Según dices, no eres en este caso un seductor vulgar; solicitas el alma, el amor…

– El amor, sí, grande, abrasador como el mío – dijo Nelet con acento teatral».

Movido de compasión y de un paternal interés, quiso el buen Urdaneta que sus consejos le llevaran por el camino menos aventurado y escabroso. Díjole que de los infinitos casos y ejemplos que atesoraba el archivo de su experiencia, escogía los de color más honrado y puro. Antes que atacar a la hermosa Marcela con asechanzas o artificios de mala ley, debía esperar a que ella se rindiera, poniendo en ejecución para esto los ardides de un hombre lealmente enamorado. Bueno sería empezar con la estratagema de los desdenes, la fingida frialdad o indiferencia, que en multitud de casos subyugan más pronto que los extremos de cariño; bueno sería también mostrarse rival de ella en lo de suspirar por este o el otro santo, o por misterios de la religión; y si esto no resultaba eficaz, se emplearía el galanteo fino y respetuoso, el anhelo de sacrificarse por la persona amada, el propósito de emprender trabajos no menos grandes que los de Hércules, para obtener por recompensa una mirada dulce, una leve ternura, un favor sencillo. Tampoco vendría mal manifestarse caballero amador sin esperanza, por el gusto y la satisfacción espiritual, sin ningún melindre de los sentidos, haciendo gala de constancia a prueba de desprecios, de una adoración pura, en que el alma del galán fuera como esas substancias puestas al fuego que nunca se derriten ni consumen. Alcanzado el primer éxito, se intentaría curar a la beata mujer de su místico arrebato, sacándola de aquel soñar continuo en una perfección imposible; y atraída al terreno de la vida corriente, se le propondría el matrimonio cristiano, bendecido por Dios: la unión honrada de dos almas y dos cuerpos por toda la vida. «Este y no otro es el camino, querido Nelet – concluyó D. Beltrán con serena entonación, – que puede aconsejarte un hombre cargado de años y de experiencia. Creo que si vas resueltamente por él, Dios te ayudará, indultándote del castigo que mereciste por tus pecados de libertinaje. Sí, sí, hijo mío: pues amas a Marcela, hazla tuya honradamente, y constituye con ella una familia, y ten hijos que criarás en la virtud y en el santo temor de Dios».

Tan grande entusiasmo despertó en el apasionado joven esta elocuente exhortación de su amigo, que se le saltaron las lágrimas, y hubo de dominar con vivo esfuerzo su emoción, para no manifestarla ruidosamente ante la muchedumbre de jugadores que llenaba la sala.

XVIII

«¡Jesús, qué delicia! – exclamó Nelet, después de una corta pausa. – ¡Casarme con ella!… ¡Marcela mi mujer! ¡Y retirarnos a una vida pacífica, laboriosa y agradable!… ¡Y tener hijos, muchos hijos!… Sepa usted, D. Beltrán, que hacienda no me falta. Conservo parte de las heredades de la familia… entre ellas un mas que es la gloria, cerca de Cambrils.

– Rico tú, más rica ella, el matrimonio se impone – dijo el anciano con tal gravedad, que a Nelet pareciole que hablaba por su boca el Concilio de Trento. – Has de saber que Juan Luco, padre de esa extraordinaria hembra, poseía grandes caudales, que yacen sepultados bajo tierra en diferentes puntos: me consta.

– Algo de esto oí; mas no le daba crédito.

– ¡Si serás tú simple! Crees en los demonios, y pones en duda los hechos más naturales y corrientes… De acuerdo con su hermano Francisco, que también ha dado en la flor de que le canonicen, Marcela se propone consagrar todo ese metálico que hoy yace bajo tierra a una grande obra de fundación religiosa… figúrate qué desatino… ¡Como si no tuviéramos en España bastantes conventos! ¡Y en qué ocasión se le ocurre emplear dinero en albergues para frailes y monjas… cuando Mendizábal, de una plumada, ha echado por tierra las órdenes monásticas…! Pero poniéndonos en lo razonable, y a fin de no contrariar abiertamente la voluntad de la monjita, la dejaremos que consagre parte del tesoro a satisfacer aquel deseo santo, reservando un buen pico para las obligaciones sacratísimas que dejó pendientes Juan Luco. ¿No te parece?

– Si he de hablar claro, Sr. D. Beltrán, amo a Marcela con amor del alma y fuego de todo mi ser, sin que esta pasión sea turbada ni envilecida por ninguna ambición tocante a intereses… Por mi vida, que más la quiero pobre; que a mis brazos venga sin otra propiedad que la estameña que cubre la hermosura de su cuerpo; estameña que yo trocaré gustoso por la sedas más ricas.

– Pero, hijo, lo que abunda no daña. Tú no tienes culpa de que la santa sea una ricachona. La mejor demostración que puedes dar de tu delicadeza es permitir que Marcela funde o restaure algún conventito no muy grande, y que dedique luego una parte no floja de sus especies metálicas a dar cumplimiento a la voluntad de su padre… a restituciones que son sagradas, hijo, sagradas…

– Con todo estoy conforme, pues cuanto usted me dice, parece dictado de la misma razón y del perfecto conocimiento de la vida humana. No ha sido poca suerte para mí encontrar tal amigo y asesor.

– A buen árbol te has arrimado, hijo… Lo que yo no hiciere en este negocio, cuenta que nadie lo haría… Y si te parece, yo iré a recogerme, que me siento cansado y soñoliento… Alguien habrá que me diga dónde voy a tender esta noche mis pobres huesos».

Llevole Nelet muy solícito a la cama que a él le habían destinado, y se determinó, con insomnio y desasosiego de amante, a pasar toda la noche en pie. Las solitarias calles de Nules le vieron rondar, al pálido fulgor de las estrellas, y disparar suspiros contra los blancos muros de las Mónicas, santuario y prisión de la bella teóloga.

Habiendo partido Cabrera al día siguiente en dirección al Júcar, por la noche se efectuó con facilidad y sin ningún tropiezo la evasión de Marcela, facilidad en parte debida a las ingeniosas disposiciones de Nelet, en parte a las ganas que tenían las señoras Mónicas de que la prófuga de Sigena se fuera a otra parte con sus filosofías y sus latines. Mucho sintió Urdaneta no haber sido testigo de un caso que tenía por interesante y teatral. Contole el galán que Marcela había salido con un empaque de penitente, tal como en libertad la habían conocido, y que él, atento a seguir los sabios dictámenes de su amigo, se había mostrado atentísimo y caballerescamente cortesano, pero con cierta frialdad parecida al desdén, según el programa trazado. Habiendo dicho a la monja que no le había movido a libertarla más que su amor a la religión y su respeto a las decisiones del Concilio de Trento, replicó ella que agradecía su libertad; mas para que el favor fuera completo, había de buscar Nelet a los dos viejos enterradores que la acompañaban comúnmente, y llevárseles para que la guiaran en su camino. No le fue difícil al enamorado dar con Zaida y Alfajar, y aquel día muy temprano la monja y sus servidores o discípulos habían partido juntos hacia Villavieja. Tuvo buen cuidado Santapau de advertir a su ídolo que no se alejase de la tropa que él mandaba, pues de otro modo podría topar con quien de nuevo la cogiese y encerrara, obedeciendo las órdenes de Cabrera.

«En todo, hijo mío querido – dijo D. Beltrán satisfecho, – has procedido con tanto tacto como previsión. Atento, y al propio tiempo desdeñoso… solícito en buscar a los viejos, que sin peligro de su virtud la acompañan… y por último, precavido para tenerla siempre a la mano y que no se nos escabulla.

– Trato de inspirarme en usted, que todo lo sabe, pues aunque yo, he sido hombre muy corrido de mujeres, hacía mis conquistas al modo de pueblo, y con la rudeza y malos modos de mi educación aldeana. ¿Cómo dice usted que llaman a los que se dedican a engañar mujeres y hacen de esto un oficio?

– Don-Juanes.

– Pues si yo he sido un Don Juanillo de pueblo bajo, sin finura, sin retóricas, basto y llanote, usted ha sido un señor Don Juan cortesano».

Echose a reír Urdaneta, y no tuvieron tiempo de más explicaciones, porque tocaron marcha, y el regimiento de Nelet, componiendo con otros dos una brigada, al mando de Pertegaz, fue al socorro del Serrador, que apretado se veía en el sitio de Burriana. Cuando llegaron ya era tarde, porque el Serrador venía en retirada por causa de la gran resistencia que opusieron los valientes urbanos, socorridos por una columna de Castellón. Pocos días después, los urbanos, por orden de Borso, abandonaron la plaza, y entró en ella el cabecilla faccioso con el sentimiento de no encontrar a ningún jefe de la Milicia ni de tropa a quien fusilar. Pertegaz tomó la vuelta de Cantavieja para unirse a Cabañero, y Nelet volvió a incorporarse a la división de Llangostera, que marchó hacia Lucena y de aquí a Albocácer, recogiendo cuanto encontraba, hombres y caballerías, víveres y forrajes, animales y personas. En todas estas marchas y contramarchas D. Beltrán se aburría de lo lindo, y Nelet no tuvo el gusto de encontrar a Marcela más que dos veces: la una, en la rambla de la Viuda; la otra, en Nuestra Señora de Hortiseda. Apenas pudo hablarle en el primer encuentro; pero en el segundo sí platicaron, y por consejo de su noble maestro se lanzó a demostraciones más expresivas, después de haber empleado los desdenes sin resultado práctico. No debió de quedar satisfecho el comandante, porque cuando partió con sus tropas en auxilio de Cabañero, que sitiaba a Cantavieja, iba muy temeroso de que le cogieran por su cuenta los demonios que atormentarle solían. Rendida Cantavieja por traición, quedáronse las fuerzas de Nelet a mitad del camino, en Iglesuela del Cid, donde recibieron orden de Cabrera para marchar a la Cenia, punto fortificado por los carlistas a la subida de los puertos de Beceite. Allí se enteraron de que Oraa era General en jefe del Ejército del Centro, y que, decidido a dar impulso a las operaciones, había dividido su hueste en tres cuerpos, que mandaban los brigadieres Nogueras, Corral y Sequera; supieron asimismo que el infatigable y diabólico D. Ramón se aprestaba a defenderse contra enemigo tan poderoso como el Lobo Cano, que así llamaban a D. Marcelino, y seguramente, si con él no podía, había demarearle con sus audaces movimientos y prodigiosos brincos de un extremo al otro del país. Por de pronto, apresuraba la expugnación de la histórica villa de San Mateo, para no dar tiempo a que en su auxilio fuesen los de la Reina. Grandes acontecimientos se preparaban: D. Beltrán, que era amigo de Oraa, confiaba mucho en su pericia; mas conociendo ya el fragoso terreno de aquella guerra, y la fiereza y dura condición de los que en él peleaban por el absolutismo, no veía cerca ni lejos el menor vislumbre de paz. La Naturaleza era allí tan guerrera como el hombre.

 

Estaba de Dios que antes de salir de la Cenia presenciaran Nelet y D. Beltrán espectáculo tan lastimoso como el de Burjasot, pues, conducidos allí los prisioneros de San Mateo (que se rindió como Cantavieja, por flaqueza o deslealtad de algunos de sus defensores), se procedió con toda tranquilidad a exterminarlos por un procedimiento fácil y barato. Apenas llegaron, metiéronles en diferentes mazmorras; algunos fueron recluidos dentro de un horno de pan. Y si por economía de víveres se les mataba de hambre, por ahorrar cartuchos se determinó concluirles a bayonetazos. Edificado el pueblo en eminencia rocosa, presenta por uno de sus costados un tajo formidable, vertiginosa caída a la profundidad aterradora de un barranco, donde brama un torrente entre peñas y zarzales. Al borde de este precipicio fueron conducidos de dos en dos los prisioneros, después de confesados por el padre Chambó, cura párroco de la Cenia. Unos cuantos números hacían de matachines; otros tantos arrojaban los cuerpos a la hondura tenebrosa y fría. Treinta y ocho oficiales y sargentos perecieron de este modo, sin contar un cadete de doce años, que fue al matadero emparejado con su padre, comandante del fuerte rendido de San Mateo. La última res sacrificada fue una cantinera portuguesa.

No tuvo papel Santapau en esta tragedia, pues habiéndose trocado, por la virtud de su amorosa llama, de feroz en benigno y humanitario, siempre que le daba en la nariz olor de degollina, se ponía malo; y realmente lo estuvo de la cabeza y del corazón. Sin quejarse tanto como su amigo, D. Beltrán no gozaba de buena salud. Ambos se alegraron cuando se dio la orden de que Nelet marchase con la mitad de su regimiento a relevar la guarnición de Benifazá, lugar que también tenían toscamente fortificado en el centro de aquel núcleo de montes elevadísimos que llaman la Tinenza. Por los desfiladeros del río de la Cenia, faldeando la Peña del Águila, pasaron de la zona de Rosell a Benifazá, y a la célebre abadía cisterciense fundada por D. Jaime, edificio devastado sucesivamente por tres guerras, la de las Germanías, la de Sucesión y la que ahora se relata. Daba pena ver su noble arquitectura mutilada por bárbaras manos: aquí señales de incendios, allá desplomados muros, la iglesia con medio techo de menos, la torre melancólica y sin campanas, con sus espadañas ciegas y mudas, las junturas pobladas de jaramagos y ortigas, y el claustro, en fin, con sólo tres costados, más triste que todo lo demás, y más poético y ensoñador. Aposentaron a D. Beltrán en un pasadizo entre el claustro y la iglesia, donde gozaba de la hermosa vista del despedazado monumento, que apreciar podía en su esbeltez de conjunto, no en sus riquísimos detalles. No era lego en arqueología el buen aragonés, y sentía verdadera pasión por el estilo llamado románico y su elegante austeridad: en tiempos más felices había visitado con entusiasmo de artista los monasterios de Veruela y San Juan de Peña; conocía el de Rueda como su propia casa, y todo lo románico y gótico del siglo XIII que encierran las ilustres villas y ciudades de Aragón. Se extasiaba recorriendo los venerables restos de la construcción medieval, los tres ábsides semi-circulares, el claustro, la sala del Capítulo, el palacio abacial; y tan dulce encanto encontró en aquella paz y en el poético lenguaje de las nobles y tristes piedras, que habría deseado permanecer allí todo el tiempo que su prisión durase.

También Nelet se sentía muy a gusto en el monasterio, que perfectamente cuadraba a su espíritu en aquella ocasión, como estuche ajustado a la joya que guarda. La dolencia que trajo de la Cenia se le calmó el primer día; mas repuntó al segundo con sus murrias negras y sus vibraciones nerviosas, anunciándole la visita de los entes infernales que con él se divertían. Los ratos libres de servicio pasábalos con D. Beltrán, sentaditos en un rincón del claustro, hablando cada cual de sus tristezas. Como el présbita que se hace leer un libro de letra menuda, Urdaneta rogaba a su amigo que le leyese el claustro, esto es, que examinara uno por uno los capiteles y el simbolismo que representaban, para poder él juzgar de obra tan bella, como si con sus propios ojos la deletreara. Después de describir varias esculturas en que no halló ningún interés, dijo Nelet con estupor:

«¡Ay, aquí veo mi propia historia!… No, no se ría: es mi historia, que aquí representaron aquellos artífices algunos siglos antes de que yo viniera al mundo.

– ¿Qué ves, hijo?

– En este capitel del ángulo, por la parte de dentro, veo un guerrero que adora a una penitente. Él está de rodillas; ella, en la tosquedad de estos relieves, ofrece gran semejanza con Marcela, los pies desnudos, suelto el cabello… En el capitel de fuera se ve la misma peregrina, con una cruz… Yo no estoy aquí… parece como si me hubiera ido… Debo de estar más allá… Déjeme ver… Aquí no estoy; forman el adorno unos como perritos o leoncitos, y luego sigue otro con cabezuelas de ángeles, entre las púas retorcidas de cardos borriqueros… ¡Ah! ya parecí… aquí estoy, en este otro capitel, y me tiene cogido por el pescuezo el demonio que se permite conmigo sus bromas cargantes… Sigue otro en que hay muchas mujeres chiquitas, desnudas, entre llamas, que son las hembras que deshonré y perdí, y por mi culpa están en el Purgatorio o en el Infierno…

– Hombre, no saques las cosas de quicio. Será otra leyenda que nada tiene que ver contigo… ¿Qué hay más allá?

– Pues un caballero con cruz en el pecho, como de Templario, con un cuerno de caza en el cinto, en la una mano una pica y en la otra un halcón.

– Caballero noble… Ese soy yo… No me niegues que puedo ser yo.

– ¿Cómo he de negarlo, si hasta se le parece en lo airoso de la figura?… pues en el rostro tiene un cierto aire…

– Dime otra cosa… fíjate bien. ¿No estoy hablando con alguna dama de alta alcurnia, reina o princesa?

– No señor… Está usted solo.

– No puede ser. Puede que el tiempo haya desgastado la otra figura. Dama ilustre debe de haber, que me acompaña en el noble ejercicio de la caza; y si no es así, no soy yo el que miras, Nelet.

– Créalo usted o no lo crea, yo sostengo, amigo mío, que vivimos en estos pedruscos. Esto que aquí nos rodea no es cosa muerta; esto tiene alma, como la tienen los montes, el viento, las cavernas y los torrentes que cantan y rezan en las profundidades…