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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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XV

No había concluido la función. Despachados los sargentos y oficiales, empezaron a exterminar soldados. De arriba gritaban: «¡Más, más… todos!». Y los que se acercaron a Cabrera intentando convencerle de que el escarmiento no debía pasar de allí, oyeron de él la fría respuesta: «Hoy no les niego nada». El General, molestado por horrible acedía, y con su boca llena de un amargor insano, el rostro lívido, la mirada menos brillante que de ordinario, no había tomado más que un poco de vino con agua. Su inapetencia habría necesitado quizás, para remediarse, espectáculos menos terribles; o era que ni aun con los triunfos recientes se hallaba satisfecho, y su insaciable ambición pedía más al adusto Genio que le protegía. En medio de las alegrías del festín y de los horrores de la matazón, más que matanza, su espíritu se distraía de la realidad presente, para volar hacia la ciudad cercana, bella y rica. Los ojos se le iban hacia allá, como si contar quisiera las torres y cimborrios de la que solemos llamar ciudad del Cid. ¡Qué no daría aquel nuevo dominador de pueblos por poderla llamar suya! Mirándola con ojos de codicia más que de amor, parecía decirle: «Ya ves cómo trato a mis enemigos. Permito a mis soldados que hagan esta pira de cadáveres, para que en ella veas a Cabrera. Aquí estoy; mírame; quiero que tiembles mirándome, quiero que toda España tiemble ante mí».

Terminados los fusilamientos, un amigo de Nelet recogió a D. Beltrán, atontado de la fuerza del susto, y le llevó a su alojamiento. A prima noche, Nelet le hizo acostar, dándole vino caliente, y el pobre señor, con los cuidados que su amigo, antes enemigo, le prodigaba, descansó del molimento y de la pavorosa impresión, despertándose al toque de diana con regular apetito y el espíritu fortificado de resignación, así cristiana como filosófica. Vivía en los dominios del terror trágico y en las fronteras de la muerte: cuando llegara para él la hora del martirio, sabría, pues, afrontarlo con valor y dignidad.

Desayunándose con los restos del banquete, las tropas se pusieron en marcha muy temprano, dejando intacta la pila de muertos para que los enterraran los vecinos de Burjasot, si querían; algunos batallones se aproximaron a Valencia simulando un ataque. El amago, sin más objeto que amedrentar al vecindario, significaba un ¡si voy…! Pero no iba: para tal empresa no bastaban la audacia y la agilidad. Contentábase Cabrera con aumentar su hueste, con organizarla y darle hábitos y educación de ejército poderoso; sus crueldades no eran el nefando goce del mal, como en el depravado cura Lorente: eran los resortes de una infernal política, pues en su conocimiento del país y de los hombres, el leopardo no veía más camino que la fascinación terrorífica para domar a los pueblos. Destruyendo media España, aseguraba el imperio sobre la otra media.

Hecha la demostración ante los muros de Valencia, emprendió Cabrera con su ejército la marcha hacia la Plana de Castellón, sin decir a nadie a dónde iba ni qué planes llevaba. Santapau, recién ascendido a comandante, mandaba el 3.º de Tortosa, y en su estreno de plaza montada brindó a D. Beltrán con la participación de su cabalgadura, llevándole a la grupa en todo aquel caminar, que no fue de los más acelerados. Dispuso el jefe una marcha por la margen derecha del Palancia, como si quisiera embestir a Segorbe; descendió inopinadamente hasta Sot de Ferrer; pasó el río, y a los dos días de lo de Burjasot, pernoctaba en Alfandeguilla. Afirmose en tan larga correría la amistad entre D. Beltrán y Nelet, ganando este con delicadas confianzas el corazón del anciano. A poco de emprender la primer jornada, y observándole taciturno y receloso, díjole que el General había manifestado, respecto a su noble cautivo, sentimientos de benevolencia y estimación. La verdad de esto demostráronla los hechos, pues en la parada que hicieron en Rafelbuñol, presentándose la noche lluviosa y fría, Cabrera mandó a Don Beltrán un capote suyo en buen uso para que se abrigase. Cuidaba en tanto Nelet de apartar para él la mejor comida, y en los alojamientos le agenciaba toda la comodidad posible. Tanta era en Urdaneta la gratitud como la confusión, y llegó a sospechar que tales obsequios significaban un refinamiento de crueldad, y que le regalaban como a los condenados a muerte antes de quitarles la vida. Descansando y comiendo al pie de unos robustos algarrobos, después de pasar el Palancia, Nelet intentó quitarle de la cabeza los temores de fusilamiento, diciéndole que tal vez Cabrera le retenía con fines muy distintos de los que supone la prisión por rehenes. No comprendía el viejo qué fines podían ser aquellos, dada su inutilidad, y ambos estimaron que el noble señor debía esperar los acontecimientos, tomando lo que le dieran, comiendo de lo mejor que hubiese, y abriendo su espíritu a la confianza.

«Dispuesto estoy – dijo Urdaneta, – a comer todo lo que me traigan, y a ponerme la ropa del General, si continúa mandándome algunas piezas útiles. Pero mi espíritu no puede estar sereno, pues no se aparta de mi mente la matanza de Burjasot. Soy cristiano; protesto en silencio de estos horrores, y pido a Dios que los castigue.

– Lo de Burjasot – replicó Nelet con fría naturalidad, – no es otra cosa que una hilada más de la pirámide de justicia que juró construir D. Ramón, hallándose en Valderrobles, en Febrero del año pasado. Esa pirámide no es aún bastante alta para que pueda lucir en su cima la imagen de aquella santa mujer, María Griñó… Pero ya tocan marcha. Andando, señor mío. Vamos a Nules, que es plaza nuestra. Yo le aseguro a usted que allí tendremos ocasión… y además motivos de hablar largamente».

A las diez de la mañana del siguiente día fue recibido Cabrera en Nules con arcos de triunfo, cortinas, músicas y danzas populares. Salieron a felicitarle y a ofrecerle ramitos de flores las chicas guapas del pueblo; huelgas y merendonas tenían dispuestas los calificados, y por la tarde corrida de toros en la plaza. En buena casa fue alojado Don Beltrán, y tanto él como Santapau, tratados a cuerpo de rey. Salió el comandante a obligaciones del servicio y a diligencias privadas, de que su amigo no tuvo conocimiento hasta la tarde, en la ocasión y sitio que pronto se sabrá. Comieron opíparamente, y cuando toda la oficialidad y el Estado Mayor a la plaza se encaminaban para ver la función de toros, Nelet propuso al anciano que, pues ellos no eran aficionados al barullo y tenían algo que platicar, se fueran a dar un paseo por donde menos ruido hubiese de festejo y de muchedumbre. Conforme en ello Urdaneta, se metieron por calles y travesías buscando la soledad, que fácilmente encontraron, por estar todo el golpe del vecindario en la corrida.

La villa, de construcción arábiga, blanca, de suelo plano y fácil, les engañó con la tortuosa red de sus calles; y cuando creían haber andado poco, halláronse lejos, en un arrabal separado del pueblo por anchas acequias. Metiéndose por entre dos tapias, fueron a dar frente a una iglesia de frontispicio blanqueado con excepción de la puerta de piedra, barroca, de columnas salomónicas, de retorcidos follajes y garambainas. «Como está usted cansado – dijo Nelet, – y esta iglesia nos brinda con su soledad y silencio, tan a punto para el descanso como para la buena conversación, entremos, señor D. Beltrán, y aquí hablaremos todo lo que nos dé la gana.

– Dígame, compañero – indicó el viejo cuando Nelet, llevándole de la mano, le metió en la iglesia y se sentaron los dos en un banco. – ¿Es que yo me he quedado completamente ciego, o que está esto más obscuro que boca de lobo?

– No tema por su vista. Yo tampoco veo nada. Venimos deslumbrados de la calle. Aquí nadie nos molesta ni nos oye. Voy a mi cuento, empezando por decir a usted que el hombre más desgraciado del mundo, el más digno de lástima, es el que con usted habla en este momento. Pensará usted quizás que mis penas son obra de la imaginación, a lo que contesto que, aun admitiendo esa idea, no dejan de ser efectivos, terribles, insoportables los sufrimientos de su servidor. ¡Con decirle que en Burjasot, cuando mandaba los fusilamientos, envidiaba a los pobres que allí matábamos como moscas…!

– Pasión de ánimo se llama esa enfermedad; y ella debe de ser motivada por una mala impresión, por un vivo querer no satisfecho.

– Ya pone su dedo en mi llaga… ¡y cómo me duele! No me equivoqué al pensar que usted, hombre muy corrido, que ha vivido en esas sociedades de tono, buen conocedor de hombres y mujeres y de todo el tinglado social, es el único para confidente, quizás para médico de mis males.

– ¡Yo!… Tate… tate… Amigo Nelet, o soy un niño inocente, o es causa de sus desdichas ese trastorno del alma, a veces del cuerpo, que llaman amor.

– Entre paréntesis… Ya principio a distinguir los altares… ¿No hay allí dos viejas?

– No, señor: son dos sillas.

– Me da en la nariz, Nelet amigo, que esto es convento de monjas. He sentido a mi espalda como un murmullo, como un roce de faldas… y un cierto olor de incienso de monja… que es un olor eclesiástico muy particular… ¿Me equivoco?

– No señor.

– ¿Está aquí detrás el coro?

– Y al través de la verja parece que veo un par de bultos blancos…

– Bueno, siga usted… ¿Con que amor? Y admito, sí señor, que pueda yo ser médico de tal achaque por mi consumada experiencia, por lo que han visto estos ojos, por los innumerables afectos de diferentes clases que han turbado este viejo corazón. Adelante, y abreviemos: ¿quién es ella?

– Antes de saber quién es ella, sabrá usted quién es él. Manuel Santapau, nacido en un mas próximo a Gandesa, de padres labradores ricos, no debió a estos una crianza perfecta. Hijo único, sus padres no supieron enderezarle desde niño por los buenos caminos, y en vez de contener su natural voluntarioso, le dejaron tomar vuelo; sus travesuras hacían gracia, y sus sinrazones eran alabadas antes que reprendidas, resultando que cuando unas y otras, con la edad empezaron a ser maliciosas, ya no había autoridad que las contuviera. En fin, señor: yo, desde los diez y seis años, escandalicé la villa en que vivíamos, que era entonces Gandesa, y más tarde hice campo de mis abominaciones a Reus, a Vendrell y a Cambrils. Ausente de la casa de mi padre, salvo en las pocas en que iba a reponer mi bolsa, me lanzaba yo con otros amigos no menos inclinados a la vagancia, de pueblo en pueblo, cometiendo tropelías sin fin. Mis estudios, que no pasaron de leer y escribir y algo de cuentas, se completaron después en el libro del mundo, donde aprendíamos toda la ciencia del mal. Era vasto nuestro terreno, y en él ejercíamos diferentes artes malignas; pero la peor de estas, y en que yo principalmente despuntaba, era la de seducir doncellas con mil engaños para abandonarlas luego miserablemente. Si robábamos alguna vez en ciudades o despoblados, era por modo de travesura; nuestro botín consistía siempre en jamones y morcillas, aves y otros comestibles, y jamás tomamos dinero de nadie. Esta es la verdad; y así como digo lo malo, digo lo bueno o lo menos malo. Alguna muerte tuvimos sobre nuestras conciencias, todas en riña, a veces por defendernos de padres burlados, a veces por pendencias de ésas que, sin saber cómo, salen del vino… porque, eso sí, a borrachos y camorristas, nadie nos ganaba. Aunque me esté mal el decirlo, mi buena figura era la mejor ayuda de mi perversidad en la campaña de conquistar mujeres, embobarlas y perderlas sin ninguna compasión. El demonio, que no Dios, me había dado el rostro para enamorar y las palabras dulces y mentirosas; y con tales medios, cada día era yo más terrible acosador del sexo femenino, llegando a no respetar ya soltera ni casada, seduciendo también por depravación a las que no eran bonitas, y a las religiosas, a las altas, y a las bajas y a las medianas…

 

– Perdone usted, Nelet – dijo D. Beltrán, que no podía contener las ganas de interrumpirle. – El tipo de D. Juan, que existe desde el principio del mundo y es de todas épocas, tiene en la nuestra, por lo muy reglamentada que está la sociedad, poco terreno para sus audacias. Se lo dice quien ha visto mucho mundo; quien, si se pusiera a contar lances y aventuras donjuanescas, no acabaría en siete meses. Y yo pregunto: ¿cómo pudo usted ejercer tan largo tiempo de caballero seductor, sin tropezar con la justicia que le metiera en la cárcel, con un padre que le descalabrara, o un marido que le partiera por la mitad?

– Lo encontré, sí señor: tuve mi castigo. Un marido, de Tortosa, me cogió desprevenido una noche, y con una barra me abrió la cabeza. Después agarrome por una pata y me tiró a una acequia, donde me habría ahogado si esta llevara más de medio palmo de agua.

– Acabáramos… Reconozca usted que ya era tiempo, querido Santapau.

XVI

– Sí, era tiempo… Yo me lo tenía muy bien merecido. Por poco no lo cuento, señor D. Beltrán. Me recogió el santero de una ermita que hay en Roquetas, y a su caridad y a la de su mujer debo la vida. No sé cuántos días me tuvieron en aquella cueva, debajo de la iglesia, donde había unos santos viejos tirados en el suelo, con las caras comidas de polilla, y toda la pintura y la estofa de sus trajes descascaradas por la humedad. Uno de ellos, que era por las trazas San Antonio de Padua, pero sin niño, pues este y las manos se le habían quemado en un fuego de los altares, se puso en pie una noche, y llegándose a mí, me habló…

– ¡Nelet!…

– Le veía y le oía, Sr. D. Beltrán, como a usted le oigo y le veo. Díjome que Dios estaba muy enojado conmigo por mis grandes pecados, y que en castigo de haber yo perjudicado a tantas pobres mujeres fingiéndoles cariño mentiroso, me pondría en el alma un amor violentísimo y verdadero hacia persona que nunca me había de querer, y con esta pasión no satisfecha, y con este fuego no apagado, padecería todo lo que hice padecer a las mujeres que engañé.

– Soñó usted, en verdad, un ejemplo precioso de justicia y expiación.

– Verdadero o soñado, fue un aviso del cielo, según me dijo el fraile mínimo con quien me confesé al siguiente día, porque yo estaba arrepentido, sentía como un pestilente sabor de boca, la suciedad de mi conciencia, y quería limpiarla. Meses después, el mismo fraile de Roquetas (ya exclaustrado), que miraba por mi salvación espiritual y corporal, me aconsejó que me alistase en la facción y peleara por los derechos santísimos del Altar y del Trono. Así lo hice a fines del 35; presenteme a Cabrera, que me recibió muy bien, y para que me fogueara me mandó a la partida de Quílez, después a la de Tena. Gracias a mi arrojo en los combates, a mi puntualidad en el servicio, adelanté bastante en mi carrera. Era ya alférez y me hallaba en Valderrobles, en Febrero del año pasado, cuando los monstruos liberales dieron muerte a la madre de Cabrera; teníamos en rehenes en el dicho Valderrobles a cuatro señoras: la esposa del coronel Fontiveros; Mariana Guardia, hermana de un urbano de Beceite; Paca Urquiza y Cinta Foz, hermana y madre de otro urbano. D. Ramón las trataba con mucho miramiento, convidándolas a su mesa algunos días, y cortejaba a la Paquita: se corría la voz de que era su novio por lo fino y que se casaría con ella. Pero cuando supo la muerte de María Griñó, el furor de aquel hombre fue tal, que juró al cielo derramar sangre inocente hasta anegar los valles y volver rojos los pequeños y los grandes ríos. A mí me tocó el paso amargo de fusilar a las cuatro mujeres. La Mariana Guardia me gustaba, y bromeando le había dicho yo cuatro cuchufletas de tentación, picado de mi antiguo vicio… Al ponerlas de rodillas en el cuadro, después de confesadas por el Padre Vallés, el mismo frailecico que a mí me auxilió en Roquetas, los pobres, llorando como Magdalenas, me pidieron por Dios que no las matase. Pero yo ¿qué había de hacer? La disciplina, que es más fuerte que la conciencia, me hizo de hierro el corazón… Murieron… A Mariana tuvimos que rematarla, porque con los tiros primeros no quería morirse, y sus ojos se cuajaron, echándome una mirada que me traspasó… Ello fue que sentí luego un frío mortal, y al poco rato caí con tremenda pataleta y convulsiones, blasfemando y clavándome las uñas en el rostro… Por la noche, hallándome en un catre, donde me pusieron con los brazos atados para que no me golpeara, vino el demonio, y cogiéndome por los cabellos me llevó a un alto monte que llaman Cretas, y allí…

– Alto, amigo – dijo D. Beltrán: – esa no cuela…

– Porque no cree en ello. Pero yo sí, y sostengo todo lo que he dicho. Tan cierto como que estamos aquí, lo es que me vi en el picacho de Cretas, entre una caterva de demonios que allí estaban congregados; y después de zarandearme jugando conmigo a la pelota, me mandaron que les adorase, a lo que yo no accedí, y pusiéronme delante toda mi historia, representada en las figuras de las mujeres que perdí y ultrajé, las cuales iban pasando como las estampas de un libro… Ni por esas me conquistaron; y cuando el demonio mayor, o capitán de ellos, me volvió a mi catre, arrojándome en él medio muerto, llamé al Padre Vallés, que me consoló, haciéndome aprender de memoria oraciones que bien rezadas ahuyentarían los espíritus malignos.

– ¿Pero cree usted eso, pobre Nelet?

– ¡Que si lo creo! – exclamó el guerrero con una convicción tan profunda y tenaz, que D. Beltrán juzgó inútil emplear contra ella las armas de la razón. – ¡Pues si fuera tan cierto que he de salvarme!

– Siga, y lleguemos pronto al punto principal: ¿quién es ella?

– Ahora sale… Restablecido de aquel mal demoníaco, de cuando en cuando venía por mí el diablo que quería ser mi amigo, y me llevaba por los aires, o al fondo de las cuevas que hay en la Portadilla, o a los breñales espesos del río Nonaspe, en lugares adonde ni los búhos penetran. Era el mes de Agosto, y me hallaba con el Fraile Esperanza en Calaceite, de vuelta del Mas del Hortal, donde nos habíamos batido con Nogueras, cuando me encontré, sin saber cómo, frente a una caverna, en noche cerrada… y oí una música preciosísima, que no puedo comparar a ninguna música de este mundo.

– Sobre todo a la de la banda de Tortosa.

– De la gruta salió una luz azul, muy suave… y por fin, de en medio de esta luz una mujer… No puedo dar idea ni de la luz ni de la hermosura de la señora, ni sé cuál de las dos cegaba y confundía más.

– Sería rubia…

– No señor; morena, de ojos negros, el pelo suelto y corto, caído sobre los hombros con infinita gracia, la mirada como de los santos en oración, los pies desnudos, el cuerpo vestido de un sayal de penitente…

– Verde y con asa… Marcela… Ya me figuraba yo que en esto habían de venir a parar todas esas jugarretas diabólicas… Bueno, ¿y le dijo usted algo?… ¿ella le habló?

– No señor… palabras no hubo; nada más que el quedarme yo estático, como sin sangre en las venas, la voluntad sobrecogida, y sentir que toda la vida la tenía en el corazón, y que en él se me metió un amor muy vivo y abrasador que de aquí no ha querido salir más.

– Pero se me ocurre una grave objeción. Fíjese usted en las fechas antes de lanzarse a referir sus leyendas, Nelet. Ha dicho que en Agosto fue la maravillosa visión. Pues en Agosto, según mi cuenta, Marcela no había salido aún de Sigena, ni podía presentársele en esa traza de penitente…

– Pues ahí está lo maravilloso, lo sobrenatural, que confunde a los que sólo creen y testifican las cosas ordenadas conforme al tiempo y a la verdad que se toca. Yo vi a Marcela antes de que ella adoptase la vida y hábitos de peregrina. Y en esta anticipación de las cosas advierto que es ella la destinada por Dios a la obra del terrible castigo que quiere imponerme, condenándome a una sed no saciada, y a un afecto no correspondido.

– Bueno; concretemos. ¿Dónde vio usted a Marcela en realidad… de ella misma?

– En la Ginebrosa, y no me sorprendió el verla, pues ya la conocía por su aparición, que he referido.

– ¿Le habló usted?

– Le pedí amores, y me contestó muy esquiva, huyendo de mí. El segundo encuentro fue en Nuestra Señora del Pueyo. Le hablé con galantería fina y discreta que salía del corazón, y me dijo que no sentía por mí más que asco y desprecio. Yo iba mandando una partida; en mi desesperación se me ocurrió fusilarla, para matar con ella mi tormento… Pero no me atreví. Despidiéndola, le dije: «Vete, hechura de Lucifer, a donde yo no te vea más, que si otra vez te cruzas en mi camino, te fusilo sin compasión…». Parecíame que sacrificándola me libraba de mi suplicio, y que después podía seguir queriéndola hasta que me muriese o me matasen… Darle muerte no me parecía crueldad, sino una forma de amar, a mi manera, estilo de gran pecador y visionario de cosas grandes…

– ¿El tercer encuentro…?

– De él fue usted testigo.

– ¡Ah!… En la maldita Codoñera. Tiemblo de recordarlo… De lo que sigue tengo noticia, y la última es que Cabrera la mandó a un convento, porque no gusta de monjitas correntonas.

– Sí, señor… y el convento donde está encerrada es este.

– ¡Este! ¡Valiente pillo! – dijo D. Beltrán levantándose y dando algunos pasos hacia el coro.

– Cuidado, señor… que no nos conviene llamar la atención.

– Como si lo viera. Los tratos de usted con los demonios ya sé yo en qué vendrán a parar, caballero Nelet – indicó el prócer, volviendo al banco. – Estamos preparando una hazaña donjuanesca: violación de clausura, rapto de virgen del Señor… Pero entendámonos: ¿trata usted de sacarla por su gusto, por el orgullo de robar una monja, o porque ella le ha dicho: ‘Nelet, ¿cuándo tocan a robar?’?

– Ella no me ha dicho eso; pero constándome que le agrada la libertad, hace días, por un propio muy listo que mandé a Nules, le propuse abrirle las puertas de su encierro, y me contestó que en ello no había pecado, sino observancia de las disposiciones del Concilio de Trento. El capellán del 3.º, hombre muy leído, me ha prestado unos librotes en que están la fundación e historia de Sigena, y con esa lectura mi conciencia no se escandaliza del hecho de libertar a Marcela. Estoy tranquilo; he tomado mis medidas…

– Todo esto, mi querido Nelet – dijo Don Beltrán reverdecido, – es hermoso, es poético y dramático. De la esencia de estas aventuras de amor vive el alma… Por tales emociones y otras semejantes, no es el mundo un presidio. Dígame usted…

– Ahora, mi ilustre amigo, no puedo decir más, porque tenemos que separarnos. Es la hora precisa de ver a la demandadera, la cual ha de darme de palabra o por escrito una razón, por donde sabré si la empresa se acomete esta noche o se deja para la de mañana. Aguárdeme aquí, que no estará solo más que el tiempo que yo tarde en esta diligencia».

 

Mientras estuvo solo, Urdaneta se dio a reflexionar en el extraño caso, que a su parecer justificaba el dicho del teniente Estercuel. La guerra, el país, la raza, renovaban en todo los tiempos medievales. La vida tomaba esplendores poéticos y risueñas tintas que se mezclaban con el rojizo siniestro de la sangre, tan sin medida derramada. Exceso de vida era quizás, plétora de sentimientos y pasiones. El fondo, por añadidura, ofrecía característica decoración natural y el teatro más adecuado a tal desbordamiento de vida. La mezquina civilización a la moderna se desvanecía, se borraba como un afeite mal aplicado, dejando sólo las querellas feudales, el ardor místico, la superstición, las crueldades horrendas y eminentes virtudes, el heroísmo, la poesía, la intervención de ángeles y demonios, que andaban sueltos y desmandados por el mundo.

Volvió Nelet gozoso al cuarto de hora, y cogiendo del brazo a su amigo le llevó fuera, a punto que un monaguillo a cerrar se disponía. «Y qué, ¿será esta noche? – preguntó el anciano, taconeando fuerte por el puentecillo de la acequia.

– Aún no he leído su carta – replicó Nelet, que de la fuerza del contento temblaba.

– ¡Ha escrito!…

– Y además me manda unos versos. Vámonos aprisa, que por el ruido que se oye y la gente que se ve venir hacia estos barrios, paréceme que ha terminado la corrida. Esta noche, después que yo lea la carta, seguiremos hablando… Aún me queda lo mejor. Porque yo no le he contado a usted a humo de pajas mis desgracias y aspiraciones. Yo he visto en el Sr. D. Beltrán de Urdaneta, noble de antiguo cuño, caballero muy corrido y de grandísima ciencia en cosas mujeriles, la única persona del mundo que puede guiarme al fin que deseo tanto como mi salvación: que Marcela me ame, que pueda yo, triunfando de su esquivez, dar al traste con la leyenda de mi castigo, que me espetó San Antonio en la ermita de Roquetas.

– Yo tendré un placer inmenso – dijo el aragonés, parándose para hacerse oír mejor, – en ilustrar a usted con mis conocimientos en materia tan grave. El corazón de la mujer no tiene secretos para mí: ciencia dolorosa, amigo mío, porque los maestros no llegamos a este doctorado sino a fuerza de amarguras y sufrimientos. En mí tendrá usted un asesor desinteresado; pero deje aparte toda consulta referente a espíritus más o menos diabólicos, pues yo no los he visto en mi vida, ni sé nada de esos caballeros. Eliminadas las potencias infernales, yo le aconsejaré lo más eficaz para conquistar el corazón y la voluntad de esa doncella… ¡Y que no es floja bestiecilla la que hay que domar!… Santa y arisca, filósofa y hombruna… Pero ya veremos, ya veremos…».

Llegaban al centro de la calle Mayor, donde se aposentaban, y ya no pudieron hablar más de su asunto, porque Nelet se vio rodeado de compañeros y amigos. Todos ellos, y D. Beltrán no de los últimos, pensaron en matar el hambre, lo que no era difícil entre un vecindario casi totalmente afecto a la Causa, y que se desvivía por obsequiar a sus defensores. En los bajos del Ayuntamiento, las estancias habían sido convertidas en comedores, donde se agolpaban oficialidad, capellanes y calificados vecinos del pueblo, mientras en el piso alto se hacían regios honores al General y a su Estado Mayor. Los compañeros de Nelet se acomodaron en una salita próxima a la escalera, donde se les dispuso espléndido comistraje, con mariscos y pescado, arroz exquisito y otros manjares de grande estimación. Con no poca estrechez se fueron acomodando, no sin designar un puesto al noble cautivo. Mas no había tomado la primera cucharada de sopa, cuando entró un ayudante del General con este mensaje: «El señor de Urdaneta, que suba. El General le convida a comer.

– ¡A mí!… ¿Está usted seguro de que…?

– Vamos, dese prisa. Están aguardando por usted».