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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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XIII

Ya por despistar a los cristinos, ya por otras razones o ardides estratégicos, determinó Cabrera fortificar a Utiel, y lo primero en que puso mano fue el Convento o Colegio de Escolapios y la iglesia parroquial, gótica, de buena y sólida fábrica. Para despejar las inmediaciones del primero de aquellos edificios, mandó demoler varias casas y cortar todos los árboles de una alameda que al camino salía. Empleáronse en tales obras noche y día multitud de hombres, y no hay que decir que el Señor de Albalate y los dos ancianos fueron aplicados a este trabajo. Vierais allí al primer noble de Aragón descargando hachazos en los añejos troncos. Por primera vez en su vida era leñador, oficio que le pareció menos innoble que el de sepulturero y limpiabotas. El sargento que les mandaba y dirigía era por demás insolente y grosero, de estos que se envalentonan con los humildes. Grande era la resignación de Urdaneta, que se había propuesto tomar por modelo al patriarca Job; mas hubo ocasiones en que se vio a dos dedos de perder su pasiva actitud, por la fuerza explosiva de la dignidad aristocrática, que romper quería sus cadenas, atropellando paciencia, humildad y cristianismo. Viendo que aquel bruto abofeteaba inhumanamente a dos infelices que no habían entendido sus órdenes, o que por exceso de fatiga se mostraban perezosos, sintió el prócer vibración en todo su ser, efecto de la honda crisis o lucha de opuestos sentimientos, y se dijo: «Haré un esfuerzo sobrehumano por contenerme si ese gandul pone sus manos en mi cara; pero dudo que pueda conseguirlo, pues antes de que el corazón se humille, el estallido de mi dignidad hará que le parta la cabeza de un hachazo».

Felizmente, con él no se desmandó el bárbaro sargento; no hacía más que rezongar, dar voces y decir a los viejos: El que no traballa no menja; que aquí no estem para mantindre vagos. Terribles hambres pasaban los tres al volver rendidos a la bodega y patinillo en que tenían su alojamiento. Nadie se cuidaba de darles de comer. El enterrador que hablaba, y que tenía por nombre Pedro Zaida, salía en demanda de alimentos; no hiciera lo propio D. Beltrán, prefiriendo perecer de necesidad a pedir su ración; el otro, nombrado Alfajar, tampoco pedía, por carecer de palabra. Así pasaron algunos días, manteniéndose de mendrugos de pan y de sobras de rancho, que Zaida recogía en los vecinos alojamientos, hasta que Nelet y los oficiales del piso alto se apiadaron de la miseria de los prisioneros, y les mandaban los restos de su comida. En un caldero bajaban la bazofia; de ella comían los infelices viejos, siendo tan atentos Zaida y Alfajar, que escogían para el señor los huesos vestidos aún de hilachas de carne, los trozos de comida menos deshechos, y las que podrían llamarse golosinas, reservándose para sí lo peor. «Hasta en esta región de miseria bochornosa se encuentran seres delicados, se encuentran caballeros – decía para sí Urdaneta, renunciando a tales preferencias, e imponiendo el reparto equitativo de piltrafas. A menudo, en esta u otras escenas semejantes, rodaban lagrimones por su cara. Una tarde salieron los oficiales al balcón para verles comer. A poco llegó el asistente con un pedazo de pastel en un plato y resto de bizcocho borracho, y entregándolo a los cautivos, díjoles que aquello mandaban para el señor Marqués. Luego volvió el chico con tres puros y el braserillo para encenderlos. Fumaron, y dieron las gracias a los señores, que riendo les miraban. Uno de los de arriba decía: «Ese Marqués del Cuerno paréceme un grandísimo pillastre…».

Don Beltrán calló, no haciendo al deslenguado ni el honor de mirarle. Luego, a una insinuación de Nelet, que parecía dicha en defensa del anciano, se retiraron del balcón los oficiales. Volvieron los viejos al trabajo, que aquel día consistió en arrastrar los troncos hacia las entradas y puertas de la villa, para armar con ellos estacadas o parapetos. Cuando Urdaneta llegaba por las noches a su alojamiento y se tendía en el frío suelo junto a sus amigos, sin más abrigo que las pellizas de estos; cuando, después de cenar lo que Zaida trajese o de arriba les mandasen, procuraba embriagar con el sueño sus infortunios, se le iba el pensamiento a la gran casa de Cintruénigo, la casa de Idiáquez, y hacía revivir en su mente el edificio y las personas, la vida toda de aquella señoril residencia. ¡Ay! lo que allá tuvo por humillación, era ya como una broma inocente. Modificadas por las enseñanzas de la realidad sus ideas y opiniones, lo que en Cintruénigo conceptuaba contrario a su decoro, ¿qué era? Nada en comparación de la presente ignominia y miseria. Las estrecheces que allá estimó intolerables, eran abundancias y delicias en parangón de lo de Utiel. Recordaba con desconsuelo el orden de aquella noble casa, donde todo estaba a punto, donde nada faltaba para comodidad y regalo de sus habitantes.

Y pensando en esto, se le representaba su nieto: le veía niño, tan cariñoso, tan dulce, tan formalito, tan amante de su abuelo… Era su propia sangre, encarnación de su nombre y nobleza… ¿Qué haría Rodrigo si le viese en tan extrema desdicha? La misma Doña Urraca, si viese a su suegro, el noble Urdaneta, sufriendo tanta vileza y oprobio, comiendo sobras y migajas de la mesa de los oficiales, ¿quépensaría?… Frente a su conciencia, que severa se encaraba con él, reconocía el grave error de no tolerar las asperezas o defectos de los convivientes, para que estos toleraran los suyos. Bien claro veía que todas sus querellas con la familia eran por motivos que ya se le hacían vanos, pueriles. Veía también toda la fealdad de su soberbia, causante principal del malhadado viaje a tierra de Teruel; veía su codicia, su afán de atesorar dineros, que en su edad provecta casi no le eran necesarios. Pero amaba el rumbo y quería ser siempre amo y señor, dispensador de mercedes. ¡Bien le castigaba Dios, y cuán gallardamente te aplicaba su justicia severa!… Y mirándolo bien, no era Rodriguito tan digno de menosprecio y rencor. Poseía todas las cualidades que a su abuelo le faltaban. Actos de verdadera maldad, nadie podía señalar en él. Y en cuanto a la impertinente, mandona y atrabiliaria Doña Urraca, sus defectos no eran motivo para aborrecerla, Señor.

Estas reflexiones, en que se confundía la turbación de la conciencia con la dulzura de las memorias de familia, le habrían llevado al sueño reparador, si no lo estorbaran las picazones de su cuerpo, el sentirse acribillado por atroces punzadas que parecían mordidas. Daba vueltas a un lado y otro, y rascándose contra las durezas del suelo, volvían sus reflexiones a distraerle del acerbo picor. «¡Vaya, que si Juana Teresa conociera la cama en que duerme el padre de su difunto esposo, lloraría de lástima; sí que lloraría!… ¡Ella que cifra su orgullo en la limpieza ideal de las camas, ella, en quien más que gusto es manía el tenerlas pulcras, inmaculadas, como las vestiduras de los ángeles!… No hay en el mundo sábanas y almohadas como las de mi casa de Cintruénigo: huelen a manzanas, a violetas, a algo más oloroso que las flores, el aseo… Si Juana Teresa y mi nieto me vieran en esta inmundicia, llorarían… ¡pobrecitos de mi alma!… y no sólo llorarían de compasión, sino de rabia por no poder remediarlo».

Salía Cabrera con mil o dos mil hombres, los más de los días, como en diversión militar, para hostilizar a Requena y figurar su propósito de ponerle sitio. En una de estas excursiones, al regresar del campo entrando por la puerta de Caudete, donde se trabajaba para hacerla infranqueable, apeose del caballo y examinó las obras. Con seca frase autoritaria hizo la crítica de lo que no le parecía bien; indicó los defectos y el modo de subsanarlos con el menor trabajo posible. Viendo avanzar a D. Beltrán, que a duras penas sustentaba una espuerta de tierra, dio algunos pasos hacia él y le preguntó si era el caballero Urdaneta.

«Para servir a usted, General – dijo el anciano, mirándole atento y sin descargarse la espuerta.

– Lleva usted mucho peso… Eh, tú, Lleuiset, no carregues masa a eixe pobre home, qu’ es un señor poch acostumat a traballs. Sous molt brutos, y no teniu ni pizca de criteri ni talent, ¡caramba! Es precis que sapian distinguir entre un home y un señor. A atres que son burros de veritat, els trateu como si foren señorests, y no teniu llástima d’ este pobre vell, acostumat a anar sobre alfombres».

Comprendió el anciano que hablaba en su favor; y como al propio tiempo le quitaran la pesada carga que llevaba, murmuró una frase de gratitud. Cabrera no se hartaba de mirarle, fijándose últimamente en sus pies y en las destrozadas botas. También D. Beltrán contempló a sus anchas al afamado guerrillero, a quien vio por primera vez en el campo de Buñol, pasando como un rayo al frente de infernal cabalgata. Reconoció en él la cara de soberbio gato, que ya había visto, y quedó grabada en su memoria: cara triangular, de pómulos salientes, ojos grandísimos y negros con la ceja corrida, la nariz de mala forma con las ventanillas siempre palpitantes. Vestía con elegancia y cierta presunción de originalidad, no escaseando en su ropa los dorados y relumbrones; la capa blanca con forro encarnado completaba su típica figura. Con militar saludo se despidió para entrar en el pueblo. Por la noche, hallándose los tres viejos en el patinillo, comiendo de las sobras enviadas por Nelet, llegó un ordenanza que se puso a gritar en la puerta: «¿Quién es aquí el Marqués?… ¡Eh, Marqués!

– Yo soy, buen amigo – dijo Urdaneta, que respondía por aquel título: – ¿qué se ofrece?

– Pues aquí me manda el General con estas botas – dijo el chico mostrando un par no muy nuevo, pero en buen estado.

– ¡Ah… ya!… para que se las limpie… Bien: déjalas ahí.

– No es para que se las limpie, jinojo, sino para que se las ponga… Ya veo que le hacen falta. El General le manda estas, que no se pone ya, y para usted están que ni pintadas; todavía en buen uso. Ya le miró a usted la pata, y sabe que le vendrán bien.

 

– ¡Oh!… ¡Dios! – exclamó el aristócrata, decidiéndose a recoger el regalo. – ¿Y el General se acuerda de este infeliz?… Dile que estoy muy agradecido… ¡Oh, botas de la paciencia, de la humillación, venid a mis pies!».

Y cuatro días después, hallándose en Cheste, emprendida la marcha sigilosa de todo el ejército hacia el llano de Valencia, fue sorprendido D. Beltrán por un recado del General llamándole a su presencia en la Casa Ayuntamiento, donde se alojaba. Allá se fue el noble viejo, y encontró a D. Ramón en una estancia del piso bajo con trazas de escuela pública, por los cartelones de letras gordas que colgaban de las paredes. Estaba el caudillo de sobremesa con dos mujeres guapísimas, de nacarada tez y ojos hechiceros, ataviadas a estilo popular. Los caragols sobre las sienes, cruzados por ganchos de oro; el moño de trenzas, atravesado por las agujas, ofrecían el clásico modelo del peinado valenciano. En sus orejas llevaban los arcaicos polques de oro con esmeraldas y perlas barrocas, joyas de apariencia bizantina, y en el cuello hilos de aljófar. Toda la vestimenta, de tisú, era lujosa y elegante dentro de la más escrupulosa propiedad. Sin verlas más que como imágenes borrosas, o como bocetos de admirables pinturas, D. Beltrán, olfateando belleza con su especial nariz de perito en mujeres, las diputó por grandes señoras disfrazadas de campesinas ricas. Sentábanse a izquierda y derecha del General, muy arrimaditas; luego seguía un capellán, que parecía granadero, y al otro lado un cabecilla, en quien, por la facha y rostro de clérigo afligido, creyó reconocer D. Beltrán a Llangostera.

Sospechó el noble aragonés, no sin fundamento, que Cabrera le llamaba para mostrarle a sus amigos como un objeto de curiosidad, como un ente raro, consistente la rareza en el vivo contraste entre tanta nobleza y miseria tanta. Mas no era este el único móvil del llamamiento: había otro, que el General expresó después de contestar al cortés saludo del caballero: «Pues le he mandado venir para advertirle que… esté preparado…

– ¿Preparado a qué, General?

– Haría usted mal en creer que le tenemos aquí por gusto de su co… mpañía – dijo Cabrera, que hablando familiarmente tartamudeaba un poco: su lengua, disparándose en articulaciones rapidísimas, tropezaba a cada instante.

– ¿Para qué debo prepararme, General?

– El sistema de represalias, que, como usted sabe, es obra de esos infames cristinos, me obliga a la crueldad con… contra los sentimientos de mi corazón.

– Ya entiendo. Es para fusilarme. Bien preparado estoy. Esta vida que arrastro, señor, vale tan poco para mí, que el quitármela, más que de cruel, le acreditará a usted de piadoso.

– Yo lo siento… sabe Dios que lo siento. Co… mpadezco a los que me veo precisado a sacrificar… Me duele, aunque mis enemigos crean otra cosa y me llamen tigre… Pero yo digo: todas las inocencias del mundo juntas no valen la inocencia de mi madre.

– Aunque no temo la muerte, mi conciencia, mi respeto a la verdad, me obligan a declarar que ni soy espía, ni he venido a esta tierra con ningún fin político ni militar.

– Sé que no es usted espía. Me lo ha dicho la monja Marcela, que me merece crédito… Pero aquí cobramos vidas por vidas, y pagamos muertes con muertes. ¿No se ha enterado usted de que la división de Iriarte ha cogido prisionero al hermano del Conde de Catí, vocal del Consejo de Su Majestad en este Reino?… Pues en cuanto sepa yo que le han fusilado, ya está usted de más en el mundo. ¿No le parece que esto es natural, justo y equitativo? Noble por noble, caballero por ca…ballero».

Mientras esto decía el implacable soldado, no se oyó una voz, ni un murmullo, que indicaran protesta contra tanta barbarie, siquiera compasión. O la costumbre de tales horrores embotaba en hombres y mujeres todo sentimiento humanitario, o no se atrevían a manifestarlos.

«¿Puedo retirarme ya? – dijo el viejo sin hacer comentario a la terrible conminación.

– Espere un poquito… y sáquenos de una duda. ¿Es usted Marqués de Sariñán?

– No señor: el Marqués de Sariñán es mi nieto, por enlace de mi hijo D. Federico con una dama de la casa de Idiáquez.

– ¿Ven como yo acertaba? – dijo una de las mujeres o damas disfrazadas, por lo que comprendió Urdaneta que habían tenido discusión sobre su personalidad.

– Y los títulos de usted ¿cuáles son? – preguntó el clérigo.

– Soy Señor de la Torre y Casa-Fuerte de Albalate, Señor de Rubielos, Merino mayor de Monzón, poseedor de varios lugares, fortalezas, vasallos y pechos en el antiguo reino de Sobrarbe; Señor también de la Puebla de Olid con Grandeza de España, Caballero del hábito de Montesa, Maestrante de Zaragoza… y no sigo por no ser enfadoso a los que me escuchan…

– ¿No es usted pariente de los Cárceres? – preguntó la otra hembra bonita.

– Sí señora – replicó D. Beltrán, gozoso de oír la dulce voz, cuyo timbre le sonó a nobleza y elegancia. – Ramón Cárcer, cuarto Marqués de Castelbell, es mi sobrino, y primos de mi esposa son los Borrás y Mezquita, así como Marianito Zagarriga, Marqués de Creixel.

– Otra cosa – dijo Cabrera, a quien ya parecía enojoso hablar tanto de nobleza. – ¿Qué tal le tratan a usted en mi Cuartel general? ¿Le dan bien de comer?

– Señor, un ejército de campaña no puede cuidar del pobre cautivo inútil, cuya vida no importa a nadie.

– Yo quiero que sea usted tratado con la co… nsideración que merece por su categoría… Y si alguno le faltase al respeto, lo que tarde yo en saberlo tardaré en ordenar que le den cincuenta palos.

– No vale hoy esta pobre vida que por ella se machaquen los huesos de un cristiano.

– ¡Pobre señor! Em dona molta llástima! ¡Y en quina dignitat porta la seua miseria!».

Algo pudo entender el prisionero de lo que la compasiva dama decía, y su piedad le llegó al alma. En tanto Cabrera le ofreció un cigarro, que rehusó, porque no solía fumar a tales horas… Instó el General; insistió la dama, que de manos de su amigo tomó el puro para alargárselo a D. Beltrán. Cuando este salió del aposento, iba como fascinado por la voz claramente oída y el rostro turbiamente visto de la beldad, y echaba de menos sus verdes años para corresponder a la compasión de ella con un amor grande, solitario y sin esperanza, como aquel inmenso infortunio de su vejez.

XIV

Mejor tratado desde aquel día, el prisionero vio urbanidad y benevolencia en algunos rostros; pero nada le maravilló como la radical mudanza del capitán Santapau, a quien conocía por el familiar nombre de Nelet. Empezando por mostrarse con él menos esquivo, se humanizó en un día, en otro se trocaron sus asperezas en afabilidad cariñosa, y acabó por declarar a D. Beltrán su sentimiento de haberle ofendido y su deseo de trabar con él amistad. Aceptó gustoso este cambio de actitud el buen viejo, y sospechando que alguna recóndita intención se traía su flamante amigo, esperó a conocerle mejor para juzgarle. Respecto al paradero de Marcela, a quien había perdido de vista desde antes de la acción de Buñol, díjole Nelet que Cabrera la había mandado encerrar en un convento de monjas, hasta que decidiera el Vicario General por D. Carlos, que actualmente se hallaba en Navarra. A juicio de Cabrera, no era decoroso ni ejemplar que una señora religiosa anduviese al zancajo por los caminos, suelta de toda disciplina; pero Santapau no participaba de esta opinión, pues las benedictinas de Sigena estaban exentas de clausura, como había declarado nada menos que el Concilio de Trento. Conocedor del monasterio y de su poética historia, el capitán había estudiado el asunto, y podía demostrar a su jefe la razón y derecho con que peregrinaba la santa señora y esposa de Cristo. Marcela Luco.

«Bien, hijo, bien – dijo D. Beltrán, barruntando a dónde iba a parar el guapo Nelet. – También yo veo con simpatía la libertad monjil, y en este caso la creo muy acepta a los ojos de Dios, pues, si no me engaño, Marcela corretea en seguimiento de intereses que quiere aplicar a grandiosas fundaciones pías, para mayor esplendor de la Fe y de la Iglesia».

Decían esto camino de Valencia, como a tres leguas de Chiva, donde habían pernoctado. Las intenciones de Caín llevaba Cabrera en aquella marcha, pues informado por sus espías de que los restos de la división de Crehuet, derrotada tres días antes en Buñol, andaban por aquel término, iba en su seguimiento, bien afiladas las uñas para destrozarlos. ¡Espléndido país aquel, hermoso cielo, alegres campiñas, que aun en invierno dan testimonio de su fecundidad! Aspiraba D. Beltrán el templado aire, que por el aliento metía en los cuerpos la vida, la esperanza, el contento del vivir; que duplicaba el vigor de los jóvenes, y a los viejos les aliviaba el peso de los años. Pensaba que aun para despedirse de la existencia es bueno un suelo feraz, un ambiente templado, una tierra pródiga en flores y frutos.

Los mil doscientos cristinos de Infantería y el escuadrón de Lanceros, que, con los milicianos de Valencia y Liria, habían recibido órdenes de concentrarse en la capital, marchaban confiados, mal dirigidos, desconociendo con angelical inocencia el país que pisaban y el enemigo que tan cerca tenían. Como unos borregos de Dios se entregaron al descanso en un pueblo llamado Pla del Pou… Cuando más descuidados estaban, vieron encima la caballería carlista. No les dio tiempo ni para tomar posiciones, ni siquiera para escapar con algún orden. No fue batalla, fue una carnicería sañuda: desordenada la caballería cristina, se enredó en ella la infantería, como una deshecha madeja en las patas de un animal que da vueltas sobre sí mismo. Los carlistas no combatían; mataban a su gusto y satisfacción. Los liberales no eran soldados, sino reses. Algunos de a caballo pudieron escapar; los pistolos que no perecieron en la matanza, entregáronse a discreción, para que los matarifes hicieran de ellos lo que quisiesen. Por de pronto, allá iban todos, prisioneros y vencedores, hacia Valencia, y ya que para embestir a esta grande y fuerte ciudad no tenía Cabrera poder bastante, se plantó en Burjasot, lugar cercano, para verla al menos y que ella le viese. Aunque de escaso relieve, la eminencia en que está fundado aquel pueblo es como atalaya que domina la huerta feracísima, y a lo lejos el apretado caserío de la ciudad, guarnecida del verdor perenne de los naranjos, y destacando sus torres y chapiteles sobre una espléndida faja de mar azul.

Tan contentos llegaron a Burjasot los soldados del absolutismo, que no pensaron más que en celebrar su triunfo con la vena de abundancia que aquella lozana tierra les ofrecía. Guerreros infatigables que devoraban leguas y corrían de una comarca a otra con presteza gatuna, traían hambre atrasada. El país donde comúnmente operaban, Maestrazgo, Desierto de las Palmas, riberas del Palancia y Mijares, riberas del Guadalope y Río Martín, puertos de Beceite y de Ademuz, estaban ya esquilmados. Valencia era el oasis, la frescura, el descanso, la vida plácida con regalos mil. No fue de iniciativa de Cabrera, como se ha creído, el festín de Burjasot; fue idea de algunos jefes, y de la oficialidad y subalternos, que ya anhelaban comer y beber sin tasa para reponer el cuerpo de tantas fatigas. Bien se lo habían ganado: lo menos que podían hacer era consagrar un día, unas horas a dar a sus cuerpos algún goce de gula, pues todo no había de ser marchas, hambres y sofoquinas. Pedido permiso al General, este lo dio de buena gana, porque si sabía utilizar hasta la última tira de pellejo de sus soldados, también gustaba de que se divirtiesen y solazaran cuando la ocasión lo permitía.

Parte del vecindario invadió el campamento, metiéndose entre la tropa. Iban unos por afecto a la causa carlista; otros por curiosidad; muchos por ofrecer y colocar hortalizas, carne, peces, patos, frutas y hasta flores, que ya abundaban en aquel despuntar de la primavera. Habían dispuesto celebrar la comilona en aquella parte culminante del pueblo, formada de terreno calizo, bajo el cual se extienden los famosos silos o graneros subterráneos para depósito de cosechas. La iglesia de San Roque, objeto de gran devoción, situada también en la eminencia y no lejos del pueblo, encara su frontis hacia Valencia y el mar, como recreándose en tan bello panorama.

Pronto se vio la vasta planicie llena de cuanto Dios crió, viandas regaladas, viandas adquiridas. Se nombró una comisión que cuidase de allegar cucharas y tenedores, algo de mantelería y vasos para los jefes, y el obsequioso vecindario facilitó al instante todo cuanto se deseaba. Por aquí se encendían hogueras; por allá preparaban peroles y sartenes; en un grupo de soldados desplumaban patos; en otro desollaban corderos. Subían del pueblo en hombros zafras de aceite y pellejos de vino, cestos de naranjas, rimeros de lechugas. Soldado había que en estos acarreos se atracaba de forraje, como aperitivo. El vino empezó a correr desde el primer momento, vaciando los pellejos en jarros, estos en los pocos vasos que había para tantas bocas. Los carlistas más señalados en la localidad por su fanatismo subieron sobre sus duros cráneos grandísimas mesas, y montones de sillas, enganchadas traviesa con pata. Manteles también vinieron, aunque no tantos como habrían sido menester. Toda escasez se podía perdonar menos la del vino, que se remedió duplicando la provisión de hinchadas corambres.

 

A las tres y media el aspecto de la bacanal era imponente: comían, devoraban sin orden ni medida, la tropa en el suelo, diseminada en grupos a los bordes de la meseta; los sargentos sentados también en tierra, formando cuadros con relativa corrección; más allá oficiales, unos de rodillas, otros ensillados, algunos tendidos a la romana. Frente a la ermita había mesas, donde se veía la figura clerical de Llangostera y la cara de corcho de Tallada, en la cual se confundían la picaresca malicia y la ferocidad. Otras personas calificadas se veían por allí: el subdelegado castrense, del cual podían ser retrato los odres de vino que acababan de traer; intendentes, cirujanos, mariscales mayores. Los capellanes se señalaban por su ausencia, pues una grave ocupación les retenía en el pueblo. Cabrera, mal humorado, sintiendo algún recrudecimiento de sus achaques, y molestia en sus mal cerradas heridas, se sentó un rato en la primera mesa; después iba de una parte a otra, hablando con todos, recibiendo felicitaciones. Las miradas se le iban hacia Valencia; apretaba las mandíbulas cuando sus íntimos le decían: «D. Ramón, estamos a las puertas del cielo… Haga una de las suyas, y llévenos allá».

En las clases inferiores reinaba una jovialidad frenética. Grupo hubo en que empezaron por los postres, las dulces algarrobas; luego descuartizaban un pato, tirando en cruz de las patas y alones. Aquí comían las lechugas sin aliñar, en rama; allí naranjas a bocados mordiendo la cáscara, y encima pescado frito, o a medio freír; vino sin tasa; después bollos de aceite, y lonjas de tocino con azúcar. En las mesas o tenderetes de preferencia hubo arroces quemados, arroces crudos, anguilas, pajeles, pájaros y hasta morcillas; en otros comían el cordero a medio asar, chorreando sangre, partiéndolo con las espadas, por no abundar los cuchillos. El regimiento 1.º de Tortosa tenía una murga militar de una docena de instrumentos, trombones abollados, bombo, platillos y chinesco. Agregados a ella algunos músicos cogidos a las tropas de la Reina, compusieron una mediana banda, la cual, desde los comienzos del banquete, tocaba escogidos trágalas, la jota y otras piezas de baile. Su discorde ruido hacía juego con los manjares a medio condimentar y con la desafinada alegría del festín. Aquí y allí gritaban: «¡Que se callen esos perros!» y tenían razón, pues los de la banda eran verdaderos sicarios del arte musical.

Casi a la fuerza fue llevado D. Beltrán por Nelet a uno de los grupos que comían en el suelo; y apenas se había sentado, viendo que el capitán se retiraba, le dijo: «¿Pero usted, Santapau, no come?». A lo que contestó Nelet, condolido de sí mismo: «Ahora no puedo: tengo que fusilar.

– ¿Pero qué?… ¡Ahora!… – exclamó aterrado el viejo, levantándose de un brinco, inverosímil para su edad.

– ¿Pues qué creías tú, abuelo? – dijo un teniente, que desde el principio de la comida estaba entre dos luces. – ¿Creías que les íbamos a perdonar… y a convidarles encima?».

Antes de que pudiera contestarles, resonó el estruendo de una descarga… Corrió Don Beltrán hacia donde la humareda se veía, y distinguiendo los desnudos bultos de cadáveres junto al tapial del cementerio contiguo a la iglesia, lanzó una exclamación de horror y se llevó las manos a la cara. Veinte infelices habían caído ya. A poco trajeron otra cuerda: eran veinticinco, entre ellos los cadetes valencianos que acababan de ingresar en el ejército, y se estrenaban en aquella tragedia. Venían en cueros, resignados, los menos con pocos ánimos, tropezando en el camino; los más altaneros, provocativos. Algunos de ellos, alargando sus brazos hacia la embriagada turbamulta del festín, gritaron frenéticos… «¡Viva Isabel II!»… La descarga les cortó la palabra y el fervor de sus exclamaciones; luego, los tiros sueltos para rematarles sonaban a cacería. Excitados con los vivas insolentes de las víctimas, la soldadesca entregada a la gula prorrumpió en gran vocerío aclamando a los suyos, escarneciendo a los vencidos, que no tenían bastante con la muerte. Mientras traían otra cuerda del cercano corral donde les desnudaban, en la explanada vaciaron más pellejos. Los vacíos yacían en el suelo como cuerpos despanzurrados, sanguinolentos. En algunos grupos, donde con la borrachera se había perdido hasta el último destello de razón, gritaban: «Más, más». ¿Qué pedían? ¿Más bebida o más muertes? Las dos cosas: vino bautizado con sangre.

Soldados del Serrador y de Tallada cogían entre dos los muertos, por pies y cabeza, y los iban arrojando a un lado, formando montón. Las gentes del pueblo, que al principio de la matanza se aproximaron con instintiva curiosidad y querencia insana del terror, huían ya despavoridas. La musiquilla seguía lanzando su chillar bufonesco en medio de la melopea espantosa de tal tragedia, declamada por los fusiles de una parte, de otra por los ayes lastimeros o los arrogantes apóstrofes de las víctimas. Si pavoroso era el estruendo de las descargas, no lo era menos el graznido lúgubre de la banda o murga y el coro desenfrenado y soez de los que comían, bebían y pateaban sobre el propio Calvario… Movido de inmensa compasión, de un sentimiento de protesta contra tanta barbarie, se fue D. Beltrán con paso torpe hacia donde fusilaban… Le entró el delirio de unir un grito suyo al de los que gritando morían. No sabía por dónde andaba… Una mano vigorosa le apartó diciéndole: «¿A dónde va, buen hombre? Atrás, o le coge una bala…». Retirose, metiendo los pies en un charco de sangre… Vio los cuerpos desnudos retorciéndose en el suelo, y la presteza con que los remataban, como quien extermina una plaga de animales dañinos. Huyó el pobre señor horrorizado, sin saber a dónde iba a parar; y más abatido por efecto del pavor que del cansancio, se dejó caer en tierra. Una nueva descarga, alaridos, vivas y mueras, y el coro de los bebedores, que ya era ronco, con voces arrastradas, grotescas, llevaron al colmo su espanto. Se tapaba los oídos: sus miradas buscaban en el movimiento de los grupos algo que indicase la terminación de la matanza; pero nada veía. El humo cubría la hecatombe. Volviendo sus ojos al cielo, ansiando ver algo que borrase de su espíritu la impresión de tales horrores, contempló un instante la inmensidad azul. calmosa y pura.