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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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IX

Anduvo larguísimo trecho D. Beltrán por la margen izquierda del Guadalope, sin encontrar alma viviente, pues los caseríos estaban desamparados, los ganados dispersos, hombres y animales del campo huídos; y tan presuroso iba por el estímulo de su deseo, que al llegar a las primeras casas de una aldea desierta, que debía de ser Castellseras, faltáronle súbitamente al anciano los alientos, y dejándose caer en un montón de tierra, cercano a un edificio en ruinas, dijo a sus acompañantes: «Amigos míos, la costumbre de andar en coche y a caballo ha quitado vigor a mis piernas para la marcha peonil. Vosotros andáis sin fatigaros muchas leguas, yo no puedo. Me rindo, me entrego, y pues ya no estamos lejos del punto en que os habíais citado con la maestra, os ruego que os adelantéis y le digáis que la espero aquí. Recordad bien mi nombre: D. Beltrán de Urdaneta… el grande amigo y en otro tiempo protector de su padre…».

Obedecieron sin chistar los dos viejos, y D. Beltrán se quedó solo con su criado Tomé, el cual no hacía más que mirar a los cerros cercanos, pues en todos veía fusiles y boinas su medrosa fantasía. Por indicación suya, se pusieron al abrigo y sombra de aquellas derrumbadas paredes, de donde vigilarían quién viniera, y podrían esconderse si alguien se acercaba con malas intenciones. Allí se aguantaron como unas dos horas, y ya se impacientaba Urdaneta, cuando Tomé, encaramado en lo más alto, avisó la presencia de cuatro personas por el camino que habían seguido los viejos al partir.

«¿Ves a los enterradores? – preguntó Don Beltrán ansioso. – ¿Viene con ellos una señora vestida de monja o penitente?

– A los dos abuelicos les veo – dijo Tomé cuando las cuatro figuras se aproximaron; – pero no viene ninguna monja, sino dos chicarrones, uno de ellos con sotana.

– ¿Estás bien seguro del sexo?

– ¿Qué dice, señor? Si llama sexo a lo de distinguir de machos y hembras, apuesto lo que quiera a que los cuatro son hombres naturales, aunque al uno no le veo piernas por bajo, y por arriba le veo melenicas como las de una imagen.

– ¿Luego viene uno con faldas?

– Mas no son faldas ni andares de mujer, sino al modo de las túnicas de los santos, que siempre usaban sayos o camisones».

Y cuando ya cerca estaban, y amo y criado salían de las ruinas para recibirles, gritaba Tomé: «Señor, señor, déjeme que me santigüe, pues esto no es cosa buena. El de los pelos largos y caídos es un muchacho amujerado, o mujer hombruna. No he visto otra…

– Cállate, simple, y ponte a un lado, que ya veo los bultos, y me adelanto a saludar a Marcela».

Del grupo que venía, se adelantó una figura híbrida, tal y como Tomé la había descrito, para mozuelo, de regular talla, para mujer, de elevada estatura, con gallarda medida y proporción. Era el rostro moreno, tan tostado del sol que semejaba al de una efigie secular, cuyo barniz el tiempo ha obscurecido dándole una dulce pátina con vislumbre sienoso. Los ojos grandes, negros y de profundo mirar, parecían de hombre; de la nariz para abajo representaba cara fina y graciosa de hembra, con hoyuelos en la barbilla, y un poco de vello sobre el labio superior. El cabello caía en guedejas que parecían plumas de un gallo negro, y le llegaba hasta mitad del pescuezo, no menos tostado que el rostro, partiéndose en la frente en dos ramales espesos, ásperos, que a veces nublaban los ojos. Era el cuerpo de rara perfección, más de hombre que de mujer, pues no se le notaba elevación del seno, el cual era poco más alto que el de un mocetón de anatomía lozana; bien sentidas la cintura y cadera, sin ofrecer curvas muy acentuadas; el pie desnudo, de color de antigua caoba, de mediano tamaño tirando a grande, y admirable forma. El sayal que vestía, de parda estameña, remedaba un hábito franciscano de varón; pero sin cuello ni capucha, sencillísimo en su traza y corte, ceñido a la cintura por una cuerda. Llevaba el rosario en un bolsillo interior del hábito, que se manifestaba en una abertura vertical al costado derecho, por donde asomaba la cruz de bronce. Mayor bulto que el de un rosario se veía por aquella parte; señal de que guardaba otros objetos, pañuelos quizás, o sabe Dios qué. La voz, que hirió con sonoro timbre los oídos de Don Beltrán en el primer saludo, era como de muchachón tierno, engrosada por la constante vida al aire libre en país tan frío.

«Aunque estos pobrecitos – dijo Marcela – equivocaron el nombre… Don Jordán de la Beltraneta, ya comprendía, señor, ya comprendí que era usted… el que me hacía el honor de venir en mi busca…

– El honor es mío – replicó D. Beltrán descubriéndose y besándole la mano, – y me considero feliz de ver en opinión de santa a la que conocí muy niña… Ya, ya se anunciaba en ti la mujer superior, extraordinaria, eminente…

– Mi padre le apreciaba a usted de veras – dijo Marcela, cortando el elogio. – Diez días antes de morir, estuvo a verme, y hablamos largamente del Sr. D. Beltrán…

– Siempre tuve a Luco – afirmó el prócer, gozoso de lo que la ermitaña relataba, – por uno de mis mejores amigos. De cuantas personas he tratado en mi larga vida, Juan fue la única en quien vi siempre la flor de la gratitud… Sabrás que a mi protección decidida debía tu padre los adelantos de su fortuna.

– Lo sé… y a gala tenía el recordarlo… A mis hermanos y a mí, cuando éramos niños, nos enseñó a pronunciar con el mayor respeto el nombre para él sagrado de Urdaneta… Pero si el señor gusta de que hablemos, no piense en volverse hoy a Alcañiz, y véngase conmigo despacito hacia Calanda, que allí tengo un alojamiento regular, y podré darle algo de comer, siempre dentro de la suma pobreza».

Tan grata impresión habían hecho en el viejo las primeras palabras de la santa mujer, que a todo se prestó gozoso, diciendo: «Vamos a donde tú quieras, hija mía, y no creas que me asusta la pobreza, pues he llegado a una situación en que mi gloria es confundirme con los humildes.

– Vivimos en el reino de la desventura – dijo la ermitaña con austeridad. – El azote de Dios nos ha reducido a todos, ricos y pobres, hombres y mujeres, a las extremidades de la miseria, y a no contemplar más que espectáculos de tristeza y dolor. El Señor nos ha castigado, nos somete a prueba durísima, desatando a la Muerte para que a ninguno perdone. Convenzámonos de que sólo breves instantes nos faltan para morir, que no hemos muerto ya por cansancio de la misma Muerte, la cual apenas tiene aliento para cortar tantas vidas, y preparémonos…

– ¡Oh! sí, bien preparado estoy para cuando el Señor lo disponga…

– Y en tanto, fortifiquemos nuestras almas con la paciencia, con el gusto de las adversidades, y celebremos las miserias y trabajos que Dios nos envía.

– Sí, hija mía, sí… celebrémoslo… ya lo creo que debemos celebrarlo…

– ’Que los trabajos bien recibidos y padecidos son, no sólo útiles y provechosos, sino gustosos y sabrosos…’. Esto lo dijo Nicéforo, famoso historiador de la Iglesia, y añade que ‘son las adversidades satisfactorias por los pecados, y que los trabajos nos son útiles por la fortaleza que con ellos se gana’. Tengamos fortaleza, Sr. D. Beltrán, esta soberana virtud con que se vencen y encadenan todos los males.

– Sí, hija mía, sí – murmuraba D. Beltrán: – seamos fuertes; yo busco la fortaleza.

– Dice el bienaventurado San Juan Crisóstomo que ‘aunque los trabajos no tuvieran otro bien sino el que el hombre recibe con su paz y quietud cuando le faltan, fueran de muy grande codicia’.

– Paz y quietud anhelo yo, hija mía, y por Cristo, que a mis años, después de tantas luchas y fatigas, bien merezco el reposo. Y bien podría el Señor concedérmelo en premio de la valentía con que me lanzo por estos caminos infestados de facciosos. Cierto que cuando Dios nos manda trabajos y adversidades, ya se sabrá por qué lo hace; pero yo te digo ahora, con perdón de San Nicéforo y San Crisóstomo, que maldita gracia me hará que nos salga una partida carlista y nos deje en cueros, o nos apalee o nos fusile…

– El verdadero cristiano – dijo la beata peregrina con acento firme, sin afectación, – no sólo no teme la muerte, sino que la desea. Cuenta Eusebio en sus Anales que, ‘hallándose los mártires presos, se alegraban creyendo habían de ser los primeros que sacasen a martirizar, y cuando no lo eran, quedaban desconsolados’.

– Pues perdóneme el señor Eusebio…

– Y testifica San Jerónimo que el bienaventurado mártir San Ignacio escribía a Siria desde Roma, poco antes de su martirio: ‘Plegue a Dios dejarme gozar de las bestias que me esperan, las cuales ruego a Dios no sean perezosas en acabarme…’. Donde dice bestias ponga usted facciosos, y digamos: ‘Que vengan cuando quieran y nos despedacen’.

– Todo eso es muy bonito para dicho; pero como no soy santo, quiero guardar de ésos los pocos días que me restan».

Si en los comienzos del diálogo le encantaba a Urdaneta la firmeza de convicciones de la peregrina y el severo estilo con que la manifestaba, en cuanto empezó a largar citas se le hizo un poquito indigesta tanta sabiduría. Preguntole que cómo podía repetir sin equivocarse tantos textos de sagradas escrituras, y ella lo explicó por su prodigiosa retentiva… Lo que una vez leía, no se le olvidaba nunca, y su mente era una copiosa biblioteca, que usaba sin compulsar libros. Por todo el camino fue soltando citas de Santos Padres y de Aristóteles y Cicerón; que también éranle familiares los filósofos profanos; y ya un tanto mareado D. Beltrán con aquella erudición fastidiosa, diputó a Marcela por un papagayo con más memoria que discernimiento. Aún era muy pronto, dice el narrador, para formar juicio tan terminante.

Al caer de la tarde, llegaron a un barrio de Catanda, y metiéronse en una casa mísera, donde había tres mujeres. Ningún hombre se veía en todo el lugarejo ni en sus contornos. Impaciente por hablar largo y tendido con la santa, hizo propósito D. Beltrán de plantear el magno asunto en cuanto despacharan la frugal cena de alubias, habas secas, y algunos huevos con que fue regalado el huésped. Como si le leyese en el rostro los pensamientos, Marcela se apartó con él a un rincón de la estancia donde comieron, que era un establo de cabras, sin cabras, y le dijo:

 

«Sr. D. Beltrán, antes que empiece yo mis rezos y ejercicios de la noche, y antes que usted se acueste… que para su nobleza se prepara en esta humildad un mediano lecho… quiero que me diga la razón de venir a buscarme.

– Precisamente, ya se me hacía tarde el hablarte de ello, hija mía. Bien comprenderás que si a los riesgos de este viaje expongo mi ancianidad, es porque me lo exige mi decoro, el honor de mi nombre.

– Fuertes razones habrá sin duda. Recordando lo que del Sr. D. Beltrán me dijo mi padre días antes de morir, lo que después oí a mis hermanos, y agregando lo que yo con mi pobre entendimiento adivino, creo conocer los motivos que acá le traen.

– Si lo has adivinado, me libras del enojo de decírtelo, que nunca es grato en un hombre de mi condición declarar sus necesidades. Pero algo debo referirte como antecedente necesario, y es el hecho de las desavenencias graves con mi familia, y mi resolución de abandonar la casa de Idiáquez para no volver más a ella.

– También sé algo de esto – indicó la monja con un dejo de severidad, – y creo que no es toda la culpa de su familia, que buena parte de esa culpa debe recaer sobre usted.

– Puede… sí… no digo que no… – murmuró desconcertado el aristócrata.

– Porque las opiniones están conformes en que ha sido usted un pródigo incorregible… Ha derramado su caudal, y ahora se encuentra escaso y pobre. Effusus es sicut aqua; non cresces. «Derramado has como agua, y ahora no creces, no tienes», como Jacob dijo a su hijo Rubén.

– Sí, es cierto… sí… Pero yo, por mi condición generosa y mis hábitos de gran señor, desprecié siempre las cosas menudas, pequeñas…

– ¡Ah! señor mío. El Eclesiástico lo ha dicho: qui spernit modica, paulatim decidet. ¿Lo entiende usted?

– Hija mía, se me ha olvidado el poco latín que aprendí en mi niñez. Háblame castellano. En castellano neto te digo yo que si es cierto que con mi conducta he creado mis daños, ya no estoy en edad de corregirme.

– Bueno, señor. Pues mi padre…

– Tu padre era, el primer año del siglo, un triste labrador que llevaba en arrendamiento algunas de mis tierras de Rubielos. Gran trabajador, gran economizador, el año 6 y 7 quiso comprarme las piezas de Alventosa y el prado grande de Alcalá de la Selva. Aunque otros compradores me ofrecían mayores ventajas, preferí a Luco, atento a su honradez y puntualidad… Además, siempre me ha gustado dar la mano al pobre. Quedose tu padre con aquellas tierras, luego con otras, y me pagaba cuando quería, a su comodidad y desahogo. ¿Es esto cierto?

– Usted lo ha dicho.

– Siempre se mostró tu padre agradecido, y andando los años recibí pruebas de la estimación en que me tenía.

– Y jamás le apremió usted por los pagos; lo sé.

– Ni le cobré intereses por las demoras. Al fin, todo fue suyo; todo no: quedábanme el monte de Mosqueruela y la encomienda de Forniche Bajo. El 22, hallándose ya Luco en gran prosperidad, por las buenas cosechas y el gran incremento que tomó el comercio de lanas, propúsele yo que me comprase la Mosqueruela para que redondeara sus estados, y accedió a ello, abonándome, desde aquella fecha hasta el 30, los plazos en que estipulamos la venta. El año 33, hallándome yo algo escaso de fondos, y necesitando reunir una cantidad para atenciones ineludibles, pedí a Luco dos mil duros, que me mandó al instante. Le cedí las rentas de la Encomienda por todo el tiempo que fuese preciso hasta la extinción de la deuda, y al año siguiente le propuse que me comprase también esta finca por la valoración que estimara justa. Todo se hizo conforme a la voluntad de tu padre, pues ni yo regateaba con un hombre de tanta rectitud y conciencia, ni me hallaba en aquellos días, por el aturdimiento que me causaban mis afanes, en disposición de apreciar mil duros más o menos en mis negocios. Siempre he sido lo mismo. Pasó tiempo; y hace unos meses, hallándome yo en Villarcayo, recibo una carta de tu padre en que me decía: «Sé, mi noble señor, que por ruindad de los tiempos y caídas de grandezas humanas, se halla Vuecencia en escasez de posibles. Si con el caudal no ha perdido la memoria, recuerde que está en el mundo Juan Luco, y no olvide que Juan Luco no consentirá jamás que padezca necesidades el primer caballero de Aragón».

– Así es – dijo la venerable, afirmando además con una fuerte cabezada.

– Y hay más, hay más, mi bendita señora – dijo D. Beltrán, animándose con el buen giro que, a su parecer, llevaba el asunto. – En la misma carta decía: «Recuerde también el señor, y medite y repare que lo de la Encomienda fue más ventajoso para un servidor que para usía; y pues Juan Luco ha sido siempre hombre de conciencia, hoy, ante la verdad clara de sus adelantos de fortuna, quiere serlo en mayor grado, y más que condenarse por egoísta, le gustará salvarse por generoso. Dígame, pues, el señor lo que necesita, y no será él tan presuroso en decírmelo como yo en acudir a su alivio y remedio…». Esto decía; y si lo dudas, angélica mujer, aquí tengo la carta…

– No, no ha de mostrármela, señor, pues lo que me dijo pocos días antes de morir mi honrado padre es en todo conforme con el tenor de su carta».

X

Echó D. Beltrán de su pecho, al oír tan consoladoras palabras, un suspiro muy grande, con el cual pareció que se descargaba de la pesadumbre de sus desdichas. Miró a la santa mujer, que al suelo inclinaba sus ojos sin expresar nada inteligible en su rostro de imagen. Pasado un ratito, la penitente miró al anciano, diciéndole: «Hora es ya de que descanse, señor. Por lo que hemos hablado, bien se ve que sus deseos son recoger ahora lo que le ofreció mi buen padre, cosa en verdad fácil en mi voluntad, pero dificultosa en la de Dios, que es quien dispone las cosas… No puedo darle tan pronto respuesta terminante, pues ello ha de ser muy pensado… Recójase ya, duerma tranquilo, y persuádase de que, puesto su negocio en mis manos, de la hija de Juan Luco no ha de recibir usted ningún mal, sino todos los bienes posibles…».

Aunque estas vaguedades no satisfacían por entero las aspiraciones de Urdaneta, que quería solución clara y pronta, fuese el hombre al camastro esperanzado de lograr sus deseos, y confiando en la rectitud de la piadosa mujer. Pasó la noche intranquilo, febril, y en los breves ratos de sueño creíase transportado a subterráneos de castillos o criptas de iglesias, donde entre tumbas aparecían ánforas llenas de plata y oro. Despabilado desde el alba, llamó a su criado para que le vistiera, y Tomé se apresuró a comunicarle lo que pensaba de la monja y de su compañía. «Señor, debe de ser santa, porque la vi de rodillas más de cuatro horas, y a ratos echábase de cara contra el suelo, y parecía que lloraba con ansias y congojas… Las otras dos mujeres también rezaban, aunque con menos figuraciones; para mí son, como ella, monjas desperdigadas y salidas… Yo no pude dormir del frío que hacía en aquella cuadra, y viendo tanto rezar, me puse a hacer lo mesmo… Los viejos y el muchacho, arrimaicos a la pared roncaban como tocinos».

Algo más hablaron, comunicándose uno a otro sus impresiones. Sirvieron a D. Beltrán las mujeres, muy de mañana unas sopas que le supieron a gloria; y mientras las comía, díjole Marcela que habían de ponerse en camino inmediatamente, tomando ella con los viejos la vuelta de Alcañiz, por el vado de Torrevelilla, pues tenían que hacer en la Codoñera. Irían juntos, y por el camino sabría D. Beltrán lo que ella durante la noche había pensado del asunto que al señor tanto interesaba. Para resolverlo del modo más equitativo había pedido luces a la Divina Ciencia, recogiendo su espíritu en oración muy fervorosa, a fin de que Dios la iluminase en el fallo que tenía que dar sobre cosas temporales. Ya empezaba el caballero a inquietarse con estos requilorios, y se dispuso a seguir a la santa, ansioso de escuchar pronto su resolución o sentencia.

Salieron por un caminejo de herradura en busca del Guadalope, que por aquella parte corre encajonado entre cerros de mediana elevación. Marcela echó por delante a Tomé y a los dos viejos sepultureros, y abordó con D. Beltrán el magno asunto: «Ante todo, hija mía – le preguntó el prócer, – ¿por qué tus viejos, a quienes no sé si llamas discípulos o hermanos, llevan el uno una pala y el otro un azadón?

– Se han impuesto por penitencia dar sepultura a todos los muertos que dejan tras de sí, en sus horribles batallas, liberales y absolutos. Por mi cuenta han enterrado ya como tres centenares de cristianos sacrificados a la ambición de los poderosos del mundo.

– Dios les reciba en su santo seno… Pues satisfecha esta curiosidad, dime ahora si debo esperar que des cumplimiento a la voluntad de tu padre con respecto a mí; voluntad bien manifiesta…».

Con el estilo severo y elegante, aunque algo duro, que en la lectura de autores místicos se había asimilado, interpolando a cada instante citas de Santos Padres, o de Aristóteles, Longinos, Teofrasto Paracelso y otros sabios, como si con la erudición quisiera dilatar la sentencia, Marcela manifestó a D. Beltrán que ella y su hermano Francisco ignoraban dónde yacían soterrados los dineros que Juan Luco poseía en sus últimos años, salvo una pequeña parte, cuyo paradero, por declaración de su difunto hermano Cinto, conocían; que si lograban descubrirlo y asegurarlo todo, cosa en extremo difícil en medio de guerra tan desaforada, lo destinarían a una obra de gran piedad, como desagravio al Señor por las iniquidades que las dos catervas de combatientes cometían. Ambos hermanos estimaban, en su acendrada fe, que dar tal destino a las riquezas de su buen padre sería muy grato al alma de este, ya se hallara purgando sus pecados en el fuego del Purgatorio, ya estuviese gozando de Dios, purificada y limpia por su martirio. Francisco Luco, el menor de los tres hermanos varones, había hecho en Huesca sus estudios eclesiásticos y disponíase a recibir las sagradas órdenes, cuando el maldito clarín de guerra, hiriendo sus oídos y despertando en él ideas de bandería política y militar soberbia, le indujo a tomar parte por Isabel en la querella. Breves y no felices habían sido sus hazañas. En Liria fue verdadero milagro que no le fusilaran. Dolorosos meses de cautiverio pasó en Cantavieja. Libre al fin, al tomar la plaza el General San Miguel, volvió a sus anhelos pacíficos y religiosos, horrorizado de la guerra y de sus desmanes. Ante su hermana, y cuando esta le asistía en la penosísima enfermedad contraída en el cautiverio, hizo voto solemne de consagrar a Dios su vida, su alma y sus pensamientos todos, sin esperar a ponerlo por obra más que el tiempo que se tardase en preparar las cosas materiales para tal objeto…

«Según eso – dijo D. Beltrán, a quien con tales santidades se le había puesto un nudo en el tragadero, sin poder pasarlo para arriba ni para abajo, – tu hermano entra en religión… cantará misa, profesará en alguna Orden. ¿Dónde está? Yo quiero verle.

– Espérese usted… Francisco abrazará la vida religiosa; pero antes de abandonar el siglo, tratará de descubrir y reconocer dónde se hallan los bienes en especie que padre trató de sustraer a manos rapaces. Y con decir yo esto, y usted con oírlo, queda manifestado, y por usted comprendido, que hemos de destinar íntegro todo el caudal a una fundación santa para religiosos de la Orden que abrace mi hermano, y a restaurar mi glorioso convento de Sigena.

– Sí, hija mía, sí… comprendido. Pero dime: tu hermano, ¿dónde está?

– Hállase actualmente no muy lejos de nosotros, atento a lo que a él y a mí tanto nos importa; mas para poder efectuar sus pesquisas en materia tan delicada, ha sido menester que se agregase a una columna cristina, so color de prestar en ella servicio hospitalario, que otro servicio más guerrero no podría, por causa del grave detrimento de su naturaleza…

– No dudo – dijo D. Beltrán, cuya vista se nublaba, como si su pena fuera una obscurísima visera que le caía sobre los ojos, – que si yo hablara con Francisco Luco en tu presencia, ambos me darían prueba inequívoca de su piedad y rectitud declarándome poseedor de aquello que vuestro padre determinó que había de ser mío.

– Si he de hablar al Sr. de Urdaneta con la plenitud de verdad que se desborda de mi corazón – dijo la monja endulzando la voz, – le manifestaré que me parece impropio de sus años ese insano apetito de las riquezas. En la declinación de la vida, y cuando Dios ha decretado ya para usted el acabamiento de todas las vanidades, ¿para qué quiere lo que no puede disfrutar, ni tiempo tiene para ello?

 

– Hija mía, es que…

– Padre y señor mío, la verdad sale de mis labios sin que mi respeto pueda contenerla. Debiera usted despreciar las riquezas, y alegrarse de haberlas perdido, renegar de que quieran dárselas… y apartarlas de sí como se aparta la podredumbre pestilente… Sí, D. Beltrán. Le recordaré, por si lo ha olvidado, lo que dijo San Pablo a los hebreos: ‘Con alegría recibisteis el robo que os hicieron de vuestros bienes’. Sí, sí, noble señor: alégrese de que le hayan despojado de sus tesoros, y no ansíe volver a poseerlos…

– Pero…».

No siguió el desgraciado anciano por que tanto se le apretaba el nudo en su gaznate, que no pudo articular palabra.

«Llénese, señor – continuó la santa con inspirado acento, – llénese de aquella virtud de la paciencia, que todas las demás virtudes compendia y resume; ame la pobreza, bendiga el no tener…

– ¡Pero… hija mía… – pudo decir al fin D. Beltrán, – si a paciencia nadie me gana!… Verás… Yo…

– Tertuliano dijo: ‘Donde Dios se halla, allí está con Él su amiga la paciencia’.

– Estamos conformes… Tertuliano y yo…

– Y no olvide, Sr. D. Beltrán, que la Divina Sabiduría dice en los Proverbios: O viri, ad vos clamito, et vox mea ad filios hominum… Mecum sunt divitiae… fíjese D. Beltrán… mecum sunt divitiae, et gloria, opes superbae, et justitia.

– ¡Oh, la mère latiniste!… Je n’aime pas les gens qu’a tout propos crachent du grec et du latin.

– Señor D. Beltrán, yo no sé francés.

– Señora Doña Marcela, yo no sé latín. Hablemos en la lengua común.

– Pues en ella digo a usted que ya estamos en el Guadalope, y que callemos ahora, pues juntamente con Tomé y con los ancianos que allí nos esperan, emprenderemos el paso del río por aquel vado».

Efectuado sin contratiempo alguno el tránsito de una orilla a otra, siguió D. Beltrán por aquellos vericuetos, taciturno y suspirante; a su lado iba la peregrina, rosario en mano, rezando al compás de la marcha lenta y fatigosa, al través de montes solitarios, en un día destemplado y brumoso. En las agrias pendientes solía D. Beltrán pedir descanso, para dar paz a sus viejos pulmones; y en una de estas paradas, Sor Marcela, terminando presurosa entre dientes una oración, dijo a su aburrido acompañante: «No se aparta de mi pensamiento, noble señor mío, su malestar, y me duele mucho la desazón que yo, sin quererlo, haya podido causarle. Pensando vengo en ello todo el camino y pidiendo a Dios que me ilumine con nuevas ideas. De Dios debe de venir, pues, esta que ahora me asalta y que voy a manifestarle.

– Sí, sí, de Dios tiene que ser, si es idea benéfica y compasiva. Dímela pronto.

– Pues he venido pensando por el camino que usted, en su vejez, triste occidente de una vida de prodigalidad y disipación, habrá contraído deudas, compromisos que afectan al honor y buena fama, y que desea, como caballero cristiano, darles cumplimiento antes de morir.

– Hija de mi alma, hablas ahora como la misma sabiduría – dijo D. Beltrán casi llorando, con ganas de arrodillarse y besarle la orla del sayal.

– Bien, señor: se le dará lo que necesite para ese objeto, siempre que adopte vida religiosa consagrando a la oración y penitencia el resto de sus días. No tiene usted que inquietarse de cosa alguna, tocante a la providencia de pagar sus deudas y demás negocios mundanos. Mi hermano, o persona que él designe, se encargará de dejar bien puesto el nombre de Urdaneta, pagando lo que usted debe a los hombres. Usted no vivirá ya más que para pagar a Dios lo que a Dios debe…

– Pero… entendámonos… La idea no es mala… Explícate mejor… ¿Antes de que me arregléis mis asuntillos, tengo yo que meterme fraile?…

– Parece como que le espanta la idea.

– No, hija, no… es que… verás…

– ¿Se tiene acaso por persona más alta que el Emperador y Rey Carlos V?

– No, no… ¡Si estamos conformes! Yo deseo el descanso, la abdicación – dijo D. Beltrán, pensando que le sería forzoso dar su asentimiento, a fin de obtener después, por concesiones graduales, sentencia más conforme con sus deseos. – No tengo inconveniente… La idea es muy acertada… Pero hazte cargo de la urgencia de mis compromisos.

– Sobre toda urgencia está la de dar a las riquezas de Juan Luco la aplicación santísima que hemos determinado.

– Aprobado, hija, aprobado… La idea es grandiosa, ea…

– En obsequio al amigo y protector de mi padre, hacemos una sola excepción, consagrando parte de aquel caudal a poner en salvo la buena fama de un noble caballero aragonés. Pero esto no ha de hacerse sino consagrando usted previamente los días que le restan de vida a la oración y a la austeridad. Hágase cuenta de que Dios le da el miserable puñado de metal que necesita para cumplir con el mundo; pero no se lo da por su linda cara, sino a cambio de su alma, en lo cual se ve patente la bondad infinita».

No pudo dar por de pronto el pobre viejo más respuesta que un suspiro hondísimo, y afilando luego su entendimiento, trató de acomodarse al deseo y planes de la monja con eufemismos delicados y vaguedades ingeniosas. En esto se les pasó una parte del camino, y cuando ya avistaban la villa que lleva el nombre de la Codoñera, situada en escarpado y agreste sitio, vieron venir por el sendero abajo a Tomé despavorido y dando voces. Detrás de él venían los ancianos con menos veloz carrera. Diole a D. Beltrán un vuelco el corazón, viéndose cercano a un gran peligro, y así era ciertamente, pues Tomé gritaba: «¡Los facciosos, los facciosos!».

No pasaron dos minutos sin que se viera justificado el pánico del chico: a la revuelta del sendero aparecieron seis hombres, luego más de veinte, y por fin un tropel de ellos, que a D. Beltrán se le antojó un grande ejército. Todos traían boina y fusil, vestidos con un abigarrado desorden enteramente contrario a la uniformidad.

Suspenso y aterrado, Urdaneta apretó los dientes, mascullando palabras airadas y blasfemantes; los ancianos temblaban; Marcela, impávida, se plantó en medio del sendero, mirándoles con sosegado rostro, en que no pudo advertirse la menor alteración.