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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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V

Cuando el pobre anciano despertó, después de dar a sus huesos algunas horas de plácido reposo, contáronle sus amigos las novedades ocurridas en el parador durante su sueño. Había conseguido Galán reconciliar a Sanchico con su padre Sancho, no sin que este se mostrara largo rato rebelde a las paces, haciéndose el inflexible con desmedida afectación, hasta que, desahogando su severidad en una descarga de bofetadas, lloró el chico, se aplacó el padre, y todo quedó perdonado, a condición de que el joven partiese aquel mismo día para Ablitas y no volviese a separarse de sus tíos. En la ruidosa querella de hijo y padre, salió a relucir que Sanchico se había largado a la facción por contrariedades lastimosas de amor. Entre tirarse al Ebro y hacerse faccioso para que una bala le matase, prefirió esto último. El cuento fue que las balas no se metieron con él, y que el trajín de la guerra le curó de la morriña que le enfermaba el alma. Volvía, pues, mejor de lo que fue, saludable, fuerte, aleccionado del mundo, y habiendo visto sucesos mil, lisonjeros o desgraciados, que servían de grande enseñanza. Por lo demás, su afecto a la causa de D. Carlos había sido puramente circunstancial, y lo mismo le importaban a él los derechos del Rey legítimo que la carabina de Ambrosio. Cuando Urdaneta supo que Sancho iba para la Ribera, ordenó que se fuese con él uno de sus criados: se arreglaría sólo con Tomé; que los tiempos eran apretados, y había que mirar por la economía.

Pero la gran novedad de aquella mañana fue que la gentil y desenvuelta Saloma logró avistarse con el italiano, sorprendiéndole en su cuarto cuando daba la última mano en su retoque personal. Desempeñado había con extraordinaria agudeza el encargo que le confirió D. Beltrán, ganando, si no la confianza, las atenciones de aquel señor. Por las referencias de Saloma y el nombre del criado, se afirmó Urdaneta en que el tal no era otro que el siciliano de que Fernando Calpena le habló, intermediario clandestino entre las dos ramas borbónicas que se disputaban el Trono. Toda la madrugada, hasta que se durmió, había estado el prócer devanándose los sesos por recordar la gracia de aquel sujeto. Su memoria era ya para los nombres un verdadero caos. Mas cuando Saloma le contaba su entrevista, se le metió súbitamente en el cerebro a D. Beltrán el perdido nombre, y gritó: «¡Rapella, Rapella! Ya me acuerdo. En la punta de la lengua lo tenía». Díjole por fin la navarra que el señor extranjero se alegró mucho al saber que en el propio parador se hallaba persona de tan alta alcurnia, a quien conocía de fama por sus amigos de Madrid, y que deseando el honor de tratarle, le invitaba a almorzar.

«¿Ves? – dijo Urdaneta con alborozo, dando pataditas en el portal para entrar en calor. – Tú me has traído la suerte, pues yo venía con mala pata, y desde que te encontré, todas las cartas me salen buenas».

Antes de la hora del almuerzo juntáronse el viejo aristócrata y el pintado diplomático en la calle, y cambiando mil finuras, hablaron después cuanto les dio la gana, sin parar hasta que terminó el comistraje. Hizo gala Rapella de su cortesanía, y derrochó sin tasa el énfasis de su especial oratoria familiar. Aseguró a D. Beltrán que le conocía por lo que de él le habían hablado sus grandes amigos Bernardino Frías, Luis Córdova, Paco Malpica, Martínez de la Rosa, Quintana y otros. Hablaron luego de Fernando Calpena, mostrándose Rapella muy gozoso de saber que vivía, pues ya le consideraba muerto; y por fin se eternizaron en el comentario de las cosas políticas y militares, la revolución de la Granja, las nuevas Cortes, la situación política en Madrid y en la corte carlista, las intrigas de una y otra parte, Espartero, Cabrera, las expediciones de Gómez, D. Basilio y Batanero… el buen giro de la guerra en el Norte, el mal cariz de la misma en el Maestrazgo.

Por más empeño que en ello puso, no pudo el viejo conseguir que Rapella se clareara en lo de las misiones y recados que traía y llevaba de corte en corte. Se escabullía gallardamente de todas las trampas que el otro le armaba con capciosas preguntas. A veces la agudeza de D. Beltrán le cogía en contradicción. Dijo primero que iba hacia Vinaroz, donde le aguardaba un barco que debía llevarte a Nápoles; después indicó que el objeto de su viaje en tal dirección era sólo avistarse con su íntimo amigo Borso di Carminati, para darle un abrazo y pasar unos días con él. Tenía en el ejército del Centro excelentes amigos, entre ellos su paisano Cialdini, muchacho de gran porvenir, ayudante de Borso. Inútil fue también el empeño que puso D. Beltrán en sonsacarle noticias y cuentos de las interioridades del Cuartel de D. Carlos… Nada: el siciliano no daba lumbres. Y si no su locuacidad perdía un poco de su finura cuando el otro quería llevarle a cierto terreno, apartándole de los temas que él elegía, siempre vagos, de generalidades y lugares comunes. Por fin llevó la conversación a la persona y hechos de Cabrera, de quien se mostró admirador, sosteniendo que era ya vulgaridad insigne tenerle por uno de tantos cabecillas, notable sólo por su inquietud y ferocidad. Desde que apareció en la guerra, conmoviendo y abrasando el país como fuego del cielo, mostrose gran caudillo, tan buen conocedor del suelo como de los hombres, táctico y estratégico de primera, audaz, incansable, heroico; y por entre estas cualidades apuntaba ya un gran político.

«¡Oh, no tanto! ¿Ya quiere usted hacer de él un Napoleón?

– Un Napoleón de montaña, amigo mío».

Respecto a las tan cacareadas crueldades del jefe carlista, dijo Rapella que habían sido estrictamente de carácter disciplinario militar hasta que los cristinos derramaron con bárbara torpeza la sangre de María Griñó. El asesinato de una mujer, sin más delito que ser madre de Cabrera, creó nueva ordenanza militar, dando una infernal lógica las horrendas carnicerías consumadas por uno y otro ejército. Fuera de esto, para abrirse camino el travieso bigardón de Tortosa, y pasar en breve tiempo de seminarista pendenciero a caudillo y gobernador de hombres en los campos de batalla, no podía menos de emplear, como resorte de dominio, el terror, la fiereza y la brutalidad. No se había formado dentro de un organismo, sino que tenía que sacar el organismo del caos social, y esto no se hace sino desplegando desde los primeros momentos un genio implacable, aterrador, extraordinaria viveza para aplicar justicias rápidas, de moral severa y primitiva; haciendo sentir el peso de su mano antes de que pudiera discutirse el derecho con que la levantaba. En las guerras civiles, los hombres culminantes nacen así, o no nacen nunca.

No le parecieron mal a Urdaneta estas razones, y como sacara a relucir la especie, muy corriente en aquellos días, de la muerte del famoso guerrero, negola el siciliano, sosteniendo que había, sí, corrido grandísimo peligro en los últimos días de Diciembre; pero que estaba vivo, aunque al parecer no muy sano. En Septiembre del año anterior habíase unido Cabrera en Utiel a la expedición de Gómez. Juntos recorrieron Cuenca, Albacete, la Mancha,Andalucía y Extremadura… Si las tropas cristinas que les perseguían no pudieron deshacerles, tampoco ellos lograron su intento de sublevar las comarcas que invadían. Un correr continuo; exacciones y rapiñas en ciudades y aldeas; aislados lances de guerra sin plan ni concierto, gloriosos unos para los liberales, como el de Villarrobledo, ventajosos otros para los carlistas, pero sin que de ninguno resultara el aniquilamiento de la expedición, ni tampoco su triunfo; tal fue la obra combinada de Cabrera y Gómez, caracteres antitéticos, de cuya unión no podía resultar nada eficaz. La falta de engranaje entre uno y otro temperamento militar fue marcándose en desavenencias, luego en discordias, y los dos cabecillas, que juntos no podían formar una cabeza, riñeron al fin, a la vuelta de Cáceres, campando cada uno por sus respetos. Cabrera se escabulló fugaz y resbaladizo por el caminito que creyó más seguro para volver a sus riscos y barranqueras del Maestrazgo, donde en su ausencia las cosas de la guerra no iban muy prósperas, y amenazaba desbaratarse lo que él con paciencia, rigor y firme mano organizado había.

Lo primero que intentó al pisar su terreno fue pasar al Cuartel general de D. Carlos en el Norte, para dar cuenta a este de la desavenencia con Gómez y proponerle un nuevo plan de campaña en el Centro. Llegose al Ebro, eligiendo el vado de Rincón de Soto como el único que en aquella estación cruda era practicable; pero le salió mal la cuenta, porque fue sorprendido por la columna de Iribarren, que le deshizo, matándole muchos hombres y dispersándole los que quedaron con vida. La suya estuvo en gran peligro. Acribillado de balazos, quedó al amparo de la obscuridad junto a una pared, donde le recogió uno de los suyos, el cabecilla que llamaban La Diosa, y le llevó atravesado en una caballería, como un saco, pues montar no podía. Perseguido por las tropas de Iribarren, debió su salvación a un cura que le escondió en el sótano de su casa; allí pasó largos días y noches entre la vida y la muerte, hasta que, mejorado de sus heridas, le trasladaron a un abrupto monte, espesura más propia de lobos que de seres humanos, donde permaneció en escondite, recobrando poco a poco la sangre perdida, y con ella el brío y la ferocidad. De este apartamiento provino la noticia de su muerte, que corrió por toda España, descorazonando a los suyos, y llenando de tristeza y confusión a todo el carlismo de aquende y allende el Ebro; pero ya en los últimos de Enero (como unos quince antes de la fecha en que esto se relata) se supo a ciencia cierta que vivía, y que sin reponerse de sus heridas y enfermedades, preparaba nuevas correrías por la Plana de Castellón y riberas del Turia: que en tal hombre la ociosidad era imposible, mientras alguna vida le quedase. Cuando esto narraba el señor Rapella, no podía decir fijamente dónde se hallaba el famoso caudillo; presumía que, medio muerto o medio vivo, recogía sus fuerzas, las reorganizaba, lanzándose al terreno que la Naturaleza parecía haber amoldado a la hechura intelectual y física del que bien podía llamarse, si no el león, el gato montés de la guerra.

 

«A fe mía – dijo D. Beltrán, – que está usted bien informado. Ya cuidará de decir a su amigo Borso que se ande con tiento, pues este mozo no es de los que fácilmente se dejan destruir y aniquilar».

Por lo que a renglón seguido hablaron, comprendió el buen Urdaneta que en los cálculos de su flamante amigo no entraba el llevarle en su compañía, aunque en ello tuviera gusto, como se dejaba traslucir de lo que manifestó con exquisita urbanidad y palabras equívocas. Delicado en extremo, y muy ducho en artes mundanas, dio a entender D. Beltrán que los fines de su viaje exigíanle también ir solo, sin más acompañamiento que el de sus criados; manifestación que puso en gran cuidado al otro, recelando que llevase también misión diplomática, quizás como apoderado o mensajero del patriciado aragonés. Pero no atreviéndose a entrar en explicaciones, cada cual, como de zorro a zorro, se encerró en su discreción, preparándose para continuar su caminata. D. Beltrán partiría con la columna que a la sazón estaba en Fuentes, y a que pertenecía Baldomero; D. Aníbal aguardaba otra fuerza quellegaría por la tarde, mandada por un coronel, íntimo amigo suyo.

Apercibiéndose para la partida, preguntó Galán a su antiguo señor que de dónde había sacado el hermoso caballo que traía, el cual, mientras Tomé lo limpiaba en el corral, era objeto de la admiración y curiosidad de todos los allí presentes. Replicó Don Beltrán que había ganado aquella joya en una donosa y feliz apuesta; sin dar pormenores del caso, mandó venir a su presencia a los dos escarmentados Joreas y el Epístola, y en un poyo del portalón les interrogó acerca de los hijos supervivientes del desgraciado Juan Luco. De Francisquín nada sabían a ciencia cierta; de su hermana, monja profesa en el Monasterio de Sigena, a cuatro leguas de Sariñena, dio el Epístola informes más concretos. Había despuntado Marcela, desde su entrada en religión, por su ciencia grave y su lúcido ingenio; sabía latín, y dándose a la lectura, lo mismo platicaba de teología que enjaretaba versos y prosas en loor de los sagrados Misterios.

«Hace tiempo – dijo D. Beltrán, – que a mí llegó la fama, no sólo de su santidad, sino de su vivo entendimiento.

VI

– Me contaron – añadió Joreas, – que otra más leída y escrebida no la hubo nunca en aquel sacro monasterio, más antiguo que las Tablas de la Ley, pues lo hicieron en cuantico que empezó la cristiandad, hace unas docenas de miles de años. Oí que Sor Marcela pasmaba a todos con sus latines hablados por gramática, y que a verla iban el arcipreste de Mequinenza, el abad de Veruela y muchos calonges y prestes de Huesca, Tarragona y hasta de Aviñón, que es la Roma de esta parte de Francia.

– Me consta – dijo el Epístola, – porque lo he visto y leído en parte, que escribió un lindo poema sobre el milagro de los Corporales de Daroca, y también conozco unas quintillas a la Transfiguración del Señor. Sé que de diversas partes iban personas eruditas a consultar con ella puntos graves de moral, de filosofía o de religión, y que el meollo de sus sentencias era el asombro de cuantos la oían. En el monasterio, con ser ella de las monjas más jóvenes, considerábanla como autoridad, y como a vieja la respetaban. En los principios de la guerra, dicen que llamó a D. Ramón para iniciarle a no emplear medios de crueldad, y lo mismo hizo con Nogueras. El general Mina la visitó, y también fueron a platicar con ella en el locutorio Masgoret y Tristany. Pero el año que acaba de pasar, allá por Septiembre, si no recuerdo mal, cuando Maroto vino a mandar en Cataluña, que más valía que no viniera, la partida de Llarch de Copons y la de otro cabecilla que llaman Camas Crúas, bajaron huidas de la parte de Lérida, donde Gurrea les pegó de firme; tomaron la vuelta de Benabarre y Albalate para pasar el Cinca, y con el furor que traían cometieron mil desmanes, saqueando las aldeas y arrasando cuanto encontraban. Incendiados por estos bárbaros el claustro alto y aposentos capitulares de Sigena, salieron dispersas las señoras monjas, como las abejas cuando les ahúman la colmena. Cada religiosa tiró por su lado, buscando el amparo de otros conventos o de casas honestas; y Sor Marcela, a quien se creyó muerta o extraviada, apareció en una ermita solitaria de la Sierra de los Monegros, vestida con un saco al modo de penitente, el cabello suelto, como pintan a la Magdalena, sólo que más corto; los pies descalzos, una cuerda a la cintura; y diz que iba predicando a los pastores y gente rústica para que se apercibiesen a la guerra en nombre de Cristo, peleando contra los dos ejércitos, cristino y carlino, según ella legiones de Satanás, que quieren dominar la tierra y establecer el imperio de la injusticia.

– ¡Vaya con la sabia!… – dijo D. Beltrán. – Pues no me parece descaminada su locura, o más bien, creo que debajo de ese desvarío se esconde la misma discreción… Y díganme ahora, señores escarmentados: ¿qué tal cariz tiene la monjita? ¿Es su rostro de buen ver? Su facha y apostura, ¿responden a la hermosa raza de los Lucos?

– Señor – dijo el Epístola con extremos de admiración, – es mujer de tanta gallardía y belleza, que aun con aquel desavío de penitente, da quince y raya a las señoras más bien aderezadas. Y no diré yo que el empaque de santidad a lo anacoreta, como figura de retablo, la desfavorezca, que más bien me inclino a creer que su traje, al modo de mujer de la Biblia, hace lucir más todo aquel contorno de cuerpo que no tiene semejante, pues no ha visto usted escultura que pueda comparársele».

En esto se alejó el Epístola, llamado por sus amigos, y Joreas hubo de completar las informaciones con un dato, que apuntó en la forma más descarnada y picante: «Este bribón de Epístola se calla lo mejor del cuento, señor, y es que, habiendo encontrado sola a la Marcela en un camino junto al Pueyo, la requebró de amores, uniendo a las palabras de solicitación las acciones atrevidas. Pero no contaba con el geniecico de la que él llama estatua de bulto. Arreole Doña Marcela tan fuerte bofetada, que le tiró al suelo, y cuando pataleaba para levantarse, con un madero, que unos dicen era cruz y otros una tranca, le dio tales golpes en la cabeza, que, si no acuden a la defensa del chico los compañeros que por allí cerca andaban, la santa habría dado cuenta del Epístola y del mismo Evangelio, si así se llamara este pillo.

– ¿Qué me cuentas? ¡Sobre la sabiduría, ese tesón, ese poder!… Vamos, que ya rabio por conocer a ese prodigio; y si no tuviera precisión de verla para que me informe de ciertos asuntos de su padre que me interesan como los míos, sólo por apreciar sus méritos, y admirarlos en lo que mi corta vista me lo permita, iría en su busca».

Lo último que dijeron Joreas y el Epístola, al despedirse para continuar hacia Zaragoza, fue que la Marcela penitente andaba por aquellos meses en el Desierto de Calanda o en tierra de Alcañiz. Observó Don Beltrán, al quedarse solo reflexionando en lo que veía y oía, que desde que llegó a Fuentes de Ebro todo le anunciaba la entrada en el reino de lo excepcional y maravilloso. Nada era ya común ni vulgar. Personas y cosas traían la impresión de un mundo trágico, el cuño de una poesía ruda y libre, emancipada de toda regla. No sentía más el buen señor que ser tan viejo y andar tan mal de la vista: que si él tuviera treinta años menos y sus ojos bien listos, había de serle muy grato el ver y tocar de cerca un mundo que de modo tan peregrino quebrantaba las rutinas sociales. También le contrariaba mucho su escasez de dineros; mas como los fines de su viaje no eran otros que proveerse del precioso metal, a quien amaba más que a las niñas de sus perdidos ojos, la esperanza de alcanzarlo y poseerlo le alentaba.

Salió en su hermoso caballo, marchando a retaguardia de la columna, y gran parte del camino fue al estribo, si así puede decirse, del carro en que con una señora capitana y otras dos mujeres iba Salomé Ulibarri; y por no desmentir su índole caballeresca y hábitos de sociedad, no cesó de entretener a las cuatro hembras con frases galantes, de refinada gracia sin faltar a la decencia, y a todas festejaba por igual llamándolas hermosas, sin distinguir entre la belleza de la mujer de Mero y la fealdad repulsiva de la capitana, entre la desabrida juventud de la tercera y la vejez de la cuarta. Pero como él no veía bien, todas le parecían iguales, y por no haber allí género más noble y elegante, tratábalas como a damas de alta educación. Por dicha, la columna no encontró facciosos en el camino, y el viaje fue de los más felices, fuera de las molestias, del hambre, polvo y frío, que alguna tarde y mañana se dejó sentir, llegando el buen señor bastante molido a la ciudad del Compromiso, la noble Caspe.

Constante la fortuna en favorecer al caballero, encontró este en la histórica ciudad a su antiguo amigo D. Blas de la Codoñera, que allí era de los más pudientes, propietario de tierras y montes, padre de numerosa familia. Llevole a su casa, y le aposentó como a tan insigne caballero correspondía, tratándole a cuerpo de rey. Mucho agradecieron los asendereados huesos del buen Urdaneta la blandura de aquella cama, tan grande como la Colegiata, y las suculentas comidas y cenas con que le regalaron. Aún estaba la familia de luto por la muerte del hijo mayor, uno de los urbanos que fusiló Cabrera cuando entró a saco la ciudad en mayo del 35. La señora y señoritas de Codoñera no se hallaban exentas de la rudeza baturra: su habla carecía de finura; su educación, perfecta en lo moral y religioso, era muy rudimentaria en lo social. Con todo, D. Beltrán se hallaba en tal compañía muy a gusto, y se desvivía por corresponder con su exquisita urbanidad a los obsequios de la hidalga familia. Había sido el D. Blas constitucional templado hasta el día funesto de la entrada de Cabrera; pero desde tal fecha se trocó en furibundo patriota, enemigo acérrimo del obscurantismo y de las antiguallas que quería traernos D. Carlos. En la exacerbación de su sentimiento liberal, que ya era insano, llegaba hasta la impiedad y el volterianismo, abominando de la hipocresía, de la piedad extremada y hasta de las prácticas religiosas, con excepción del culto de la Virgen del Pilar. No pensaba abandonar a Caspe, pues ni él ni su familia tenían miedo; y como volviera Cabrera con su patulea de ladrones y asesinos, D. Blas se batiría en la muralla rodeado de sus hijos de ambos sexos: los chicos bien armados de fusiles, las niñas y la señora bien preparadas con piedras y ollas de agua hirviendo. Eran los hijos guapos, aunque abrutados, y tan liberalicos como su padre. A todos ellos pidió D. Beltrán noticias de la monja de Sigena, y los muchachos, que la habían visto y oído, se dividían en sus opiniones, pues mientras Rafael sostenía que era una mujer estrafalaria y medio loca, que ocultaba con las formas de penitencia sus ganas de corretear por el mundo, Pepe la tenía por hembra superior y de pasmosa virtud, que la distinguía de todas las gentes de nuestra edad, y a los mismos santos la equiparaba. Como expresara Urdaneta el firme propósito de ir en su busca, hízole presente Don Blas el gran peligro a que se exponía viajando por aquellas tierras; expuso el otro lo inexcusable de su determinación, y, hallándose en estas conferencias, trajo uno de los chicos la noticia de que la monja Marcela se hallaba cerca de Alcañiz asistiendo a su hermano Francisco en una grave enfermedad, con lo cual se le avivaron al anciano las ganas de ir a donde su interés le llamaba. De nuevo le pintó el Sr. de la Codoñera lo arriesgado de tal expedición, maravillándose de que D. Beltrán hallase gusto en el trato de una monja retrógrada y obscurantista.

«A mí no me hable usted de gente levítica – dijo, recalcando esta palabra, que recientemente había adquirido en la tertulia de la botica de Cornejo. – Tengo declarada la guerra a esasideas rancias, tan contrarias al espíritu del siglo».

Tampoco le gustaba a D. Beltrán la gente levítica; pero sus necesidades le obligaban a emprender aquel viaje, que felizmente no se alargaría más allá de Alcañiz. Todo se presentaba favorable al ilustre aristócrata, pues Borso di Carminati, desde Maella, ordenó que la columna recién venida se incorporase a las fuerzas acantonadas en Alcañiz. Disponiéndose Saloma para seguir a su esposo, se lamentaba de no poder acompañarle en las operaciones, pues había orden deque la impedimenta faldamentaria no saliese de los puntos de guarnición. Despidiose a la mañana siguiente D. Beltrán de su generoso amigo. Tanto este, como su esposa, e hijos de ambos sexos, vieron salir con pena y lástima al noble anciano; y sospechando que tales calaveradas revelaban falta de seso y desvaríos de la senectud, presagiaban una desgracia. Las señoras le encomendaron a Dios, y lo mismo hizo Don Blas, pues su aborrecimiento de lo levítico no le quita el ser buen cristiano.

 

Muertas de miedo iban Saloma y las otras militaras, y a cada rato creían oír tiros y ver un nublado de boinas aparecer por los cerros lejanos, lo que no era absurdo, pues días antes había pasado por allí el Royo de Nogueruela en dirección a Graus y Benabarre; tampoco andaban lejos Cabañero, Tena y Maestre. Contrastando con las señoras, Don Beltrán era todo intrepidez y desprecio del peligro; y en su imaginación de viejo, reverdecida en la puerilidad, no veía más que bienandanzas. Habiéndole manifestado Saloma la inquietud con que le veía entrar en el teatro de tan bárbara guerra, le dijo: «Cuando lleguemos a la gran Alcañiz que, entre paréntesis, es patria de mi abuelo materno, D. Diego de Paternoy, almirante de Aragón, señor de las casas y encomiendas de Isún de Basa y Usé, etcétera… te contaré por qué voy a donde voy, y por qué busco a quien busco. Y si ahora supones en mi conducta un desarreglo del sentido, verás luego en ella la misma cordura… Es para mí cuestión de vida o muerte, de dignidad o vilipendio… No creo que nos salgan partidas; y si salen, ya les sacudiremos. También te digo, que si es Cabañero el que nos acomete, no temo nada. Le cuento entre mis mejores amigos, y no había de consentir que me tocaran al pelo de la ropa».

A la caída de la tarde entraron en la noble Alcañiz, que desde Roma viene fatigando a la Historia, ciudad vieja, como un libro de antigüedades de Aragón y un muestrario de piedras elocuentes. A la luz crepuscular, los esquinazos góticos y mudéjares parecían bastidores de teatro, dispuestos ya, con las candilejas a media luz, para empezar el drama. Resonaban las herraduras de los caballos en el pedernal de las calles levantando chispas, y el ruido de tambores jugaba al escondite, sonando aquí, apagándose allá, en los dobleces de la edificación, y volviendo a retumbar a retaguardia de la tropa. Las plazuelas se unían por pasadizos, y las calles se retorcían unas sobre otras, obscuras, ondulantes. Soldados y algunos viejos se veían discurriendo por las calles; mujeres en algunas puertas… Triste y belicosa parecía la ciudad, como un guerrero herido que se ve forzado a combatir con la mano que le queda.