Za darmo

Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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XXIX

Viendo muy mejorado a Nelet, diole cuenta de la reaparición de Malaena y de lo que habían hablado; excitose el enfermo, recobrando de golpe su locuacidad, y a las primeras palabras hubo de comprender D. Beltrán que se renovaba en toda su intensidad el enfadoso mal de conciencia; no vaciló el maestro en atacarlo con brío diciendo: «Entrégate a mí, pues no estás en disposición de resolver por ti mismo cosa tan grave. Yo lo arreglaré con tan buena maña como pura honradez. Tus escrúpulos se disiparán, y Marcela será tu esposa. Tu delicadeza es ya locura. Conviene que moderemos hasta nuestras virtudes… Y si te encuentras en disposición de caminar, no será malo que salgamos en seguimiento de la divina mujer». Accedió Santapau, y se convino en esperar dos días para mayor acopio de fuerzas, pues no teniendo caballos ni posibilidades de adquirirlos, era forzoso emprender a pie la dura caminata.

Llegado el día de la marcha, salieron, y fue un paso triste para D. Beltrán el separarse de la linda Chimeta, que con sus donaires y risotadas se le había metido en el hueco preferente del viejo corazón. No digamos que le turbaban pretensiones absurdas respecto a la muchacha: no era sino que le dolía separarse de ella, como duele el arrancarnos cualquiera raicilla que penetra en el alma, y la de D. Beltrán tenía un terruño muy propicio al arraigo de toda hierba. ¡Nunca más ¡ay! volvería a ver a la ninfa tosca de Lledó! Era un adiós en la puerta de la eternidad, adiós dado al bello sexo, a la humana belleza, a las únicas flores que alegran este valle de lágrimas. Casi con ellas en los ojos, realmente conmovido, se despidió el señor de tantas Torres, besando la mano áspera y gordezuela de Chimeta. Le deseó un buen novio para hacer de él un buen marido, y le recordó los consejos que le había dado para dominar a los hombres y hacerse querer locamente de ellos. Agradecida la ninfa, así como su hermana y abuelo, a las bondades de los dos señores, les vieron partir con pena, pidiendo a Dios para ellos salud y prosperidades.

Acompañados de Malaena se metieron por los atajos y recodos que conducen a Horta, donde pensaban terminar su primera jornada. Parecían dos pobres titiriteros, seguidos de un perrillo con faldas, o mejor, de un cuadrumano con cuyas monadas y brincos pedirían limosna de pueblo en pueblo. Iba Nelet vestido como en la facción, sin insignias, armado de cuchillo y pistolas; mas en la traza total de la cuadrilla, las armas, a primera vista, parecían trebejos para el arte de volatines o prestidigitación. Muy mal de ropa estaba el primer noble aragonés; pero aun así no se despintaba su empaque de persona principal. Andaban despacio, guardando silencio en largos trayectos, charlando a veces con lánguida conversación. Temerosos del encuentro con alguna columna cristina, mandaban a Malaena por delante, a la descubierta, para que ojeara toda emergencia de gente sospechosa en aquellos horizontes. En el descanso de Horta, albergados en una paridera a la entrada del pueblo, explayose Nelet a contar a su maestro las cosas que le andaban por dentro del espíritu, en verdad muy extrañas, y las visiones que desde los comienzos de su enfermedad le acosaban, alguna de las cuales tuvo poder bastante para obscurecer a las demás y resplandecer sola y continua en el campo luminoso de la óptica interna.

«Esto que voy a contarle – dijo Santapau, recostándose en el suelo junto a su amigo después de mal cenados, – lo vi muy claro la primera noche de mi enfermedad en Lledó; después se me fue apagando… lo veía turbio, desvanecido, mezclado con otras imágenes; pero al entrar en convalecencia, volví a verlo claro, cada noche más, y más… llegando a tanto su claridad, que ya lo veo también de día y con los ojos abiertos.

– Cuéntamelo pronto, que ya estoy ardiendo en curiosidad. No dudo que ello tendrá relación con el fin y empresa que mueven tu vida, y que la imagen de Marcela será centro de todas esas esferas y círculos de tu soñar loco…

– Pues oiga usted. Desde que me entra, ya me tiene usted corriendo a caballo tras de la monja de Sigena.

– ¡Y ella… a patita! Poca ventaja te llevará.

– No puedo decir cómo va, pues no la ven mis ojos… Sé que va delante, la siento, la olfateo. Yo grito; ella no me oye.

– Y sigues, sigues… arrimando espuela.

– No espoleo porque voy desnudo de arreos, de ropa y hasta de carne. Soy un esqueleto. Mi caballo es también esqueleto… de caballo, se entiende… y ni yo tengo más espuela que el hueso del carcañal, ni él tiene barriga en que yo pueda espolearlo… Mas no es preciso, porque corre, corre sin que yo le diga nada, haciendo con sus cuatro cascos un compás de música que no se aparta ya de mi oído. Pataplás, parrataplás… siempre así.

– Sufrirás mucho corriendo tras un fantasma sin alcanzarlo nunca.

– Más que la persecución del fantasma, me hace padecer el pataplás de mi cabalgadura y los estragos que causa al sentar alternadamente los cuatro cascos como mazas de hierro… ¿Por dónde voy en esta carrera? Por un campo que parece árido y no lo es. Lo parece, porque en él no nace ningún árbol, ni mata, ni hierba; no lo es, porque está todo lleno de seres vivos, chiquitos, que nacen en él y por entero lo cubren… No se ve el suelo: no hay dónde poner una pieza de dos cuartos. ¿Qué son? dirá usted, ¿qué vidas son aquellas? Pues son niños, señor D. Beltrán; no ángeles, que alas no tienen, sino criaturas como las de acá, como las del mundo, como nosotros cuando teníamos un año, dos años…

– Hombre, sí que es rara, estupenda visión… ¿Pero esos niños…?

– Nada, señor, niños. ¿No sabe usted lo que son niños, criaturas, o como dicen los gitanos, churumbeles? El campo absolutamente lleno de ellos. ¡Y qué lindos, qué graciosos! Gorjean, ríen con esa carcajada del chiquillo que se embelesa mirando una luz. ¿De dónde salen? De la tierra, pienso yo, apretados unos contra otros, como los tallos de la hierba… desnuditos, rollizos, ligeros… Bueno: pues por este campo de niños paso yo a la carrera. Mi caballo les va destruyendo con sus patadas, y ellos vuelven a salir, vuelven a nacer, y a gorjear y a reír… siempre chiquitos y monos; ya digo, de año y medio o dos años, y en número incalculable. En todo lo que alcanza mi vista, no se ve más que el campo lleno de nenes. Se agita el sin fin de cabecitas haciendo ondas, como un campo de trigo, y las ondas traen y llevan el gorjeo. Mi caballo recorre como el viento leguas y leguas, y siempre lo mismo, machacando criaturas, que vuelven a salir vivitas, alegres… Si le digo a usted que son cuatro mil cuatrillones, no digo nada, pues son más, más…

– ¿Y su única voz es el gorjeo? ¿No has reparado sí dicen papá y mamá?

– No lo dicen; pero es como si quisieran decirlo.

– Está bien. ¿Y qué hace mi señora beata en el campo de niños?

– No sé… allá lejos va… yo no la veo. Se me antoja que al golpe de sus pisadas brotan las criaturas.

– Hijo, visión más peregrina no atormentó jamás a ningún cristiano. Lo que no alcanzo es qué relación pueda tener ese campo infantil con tus cuitas, Nelet.

– Yo tampoco lo alcanzo… Pero ello es que la visión no me deja. Hasta de día y muy despierto la tengo ya. Los gorjeos también se agarran a mi oído. Y no miento si le digo a usted que a toda esa inmensa chiquillería la quiero ya… ni más ni menos que si fueran mis hijos… ¿Lo serán? pienso yo. ¿Serán los que tuve o debí tener en cuatro mil cuatrillones de siglos que viví antes de esta vida?

– ¡Demonio, echa siglos y generaciones!… ¿Sabes que tu fantástico sueño es para marear y confundir la cabeza más firme?

– La mía no puede ya con más confusión.

– Y eso es contagioso… Temo que me pegues tu mal. Cállate ya, por Dios, que yo voy a soñar también lo mismo… pisoteando nenes… quita allá… ¡qué atrocidad!… Cállate, que no quiero yo soñar eso, no quiero».

Guardaron silencio, y a poco dormían ambos; mas se ignora lo que soñaron, y si fue un hecho el contagio que D. Beltrán temía. A la mañana siguiente, que se presentó lluviosa, continuaron andando con no poca molestia, amparándose bajo los árboles cuando el llover arreciaba. El suelo arcilloso, lleno de charcos, les causaba grande enojo, y tan pronto se detenían ateridos al abrigo de un paredón, como aceleraban su andadura, afanosos de llegar pronto a poblado. Renegando de tales contratiempos y de las perversas condiciones en que viajaban, dijo Santapau a su amigo, guarecidos en una aldea mísera: «Ni usted ni yo nos resignamos a andar de camino como unos miserables titiriteros, careciendo de todo, mal vestidos, perdiendo la paciencia, el tiempo y la salud. Necesitamos caballos, vestidos, dinero. Puesto que estamos tan cerca de Cherta, donde tengo familia, amigos y un mas, cuya renta de doscientos ducados no he cobrado este año, nos llegaremos allá, o me llegaré yo solo, si usted no se halla muy dispuesto. Sólo estaré el tiempo preciso para recoger todo el dinero que pueda y proporcionarme un par de caballos o mulas, o aunque sean borricos…». Pareciole de perlas a Don Beltrán este propósito; mas se declaró perezoso de acompañarle, pues se hallaba rendido, aspeado, lleno el cuerpo de dolores y con ganas de guardar sus huesos en abrigo media semana para repararlos de los efectos del último remojo. Convinieron en que iría solo Santapau al romper el día: conocía perfectamente todos los senderos y atajos, y no contaba emplear, andando sin sofocarse, arriba de tres horas. D. Beltrán se quedaría en la aldea, que era el barrio más lejano de Prat de Compte, al cuidado de Malaena, reponiéndose del quebranto producido por la caminata y la mojadura. Partió Nelet tempranito, agregado a una cuadrilla de mujeres que iban a Cherta con haces de leña, y el ilustre señor se quedó en un blando lecho de paja, arreglado por la que había venido a ser su camarera. En la memoria del buen viejo se reprodujo la noche pasada en Fuentes de Ebro, bien apañadito en montones de paja. ¡Pero qué diferencia entre la bella Saloma, tan graciosa y diligente, y aquella desmañada viejecilla de Vallivana, que no servía más que para correr de monte en monte! La compañía de la navarra, su excelente disposición y cháchara festiva, trocaban en palacios las cuadras de los mesones, mientras que Malaena todo lo afeaba y envilecía. Encargole D. Beltrán unas sopas de ajo, y tan mal las hizo, que sólo a fuerza de hambre pudo pasarlas el pobrecito viejo. Por su ineptitud para todo lo doméstico, por su salvajismo y suciedad, se le había hecho antipática, y le azoraba con su prurito de confianza y de palique cuando más deseaba él estar solo, callado y libre; el brillo y la continua vigilancia de sus ratoniles ojos le ponía nervioso; sus familiaridades llegaron a ser de una pesadez impertinente, como si desconociera el respeto que a tan alta persona debía guardarse. Creyérase que le tomaba por titiritero arruinado en el oficio. Sentadita frente a él sobre la paja, le dijo en dulce valenciano, que es forzoso traducir: «¡Qué hace ahí tan metido en su magín, cavilando maldades! Vosté no está ya más que para ponerse en paz con Dios.

 

– Pienso lo que me da la gana – replicó D. Beltrán, esquivando la mirada de las cuentas de azabache que Malaena tenía por ojos. – ¿Quién te manda a ti meterte…? ¡vaya!

– Me meto por llamarle a Dios, que ya es tiempo. Más vejestorio es vosté que yo. Me da lástima de que la muerte le coja descuidado.

– ¡La muerte! ¿Acaso estoy yo para morir?

– Yo no sé leer escrituras, pero leo la muerte en la cara de la persona.

– Vete al demonio… Te encargó Nelet que me acompañaras, no que me faltaras al respeto.

– No falto al respeto diciéndole a vosté que se muere. No me equivoco.

– ¡Embustera, quítate de ahí! Aunque algo cansadito, me siento fuerte, y paréceme que aún tengo años por delante.

– Días tiene, y los dedos de una mano le sobran para contarlos.

– ¡Lárgate pronto, condenada!», gritó Don Beltrán estirando violentamente una pierna contra la paja.

La vieja se fue. Y en su imperfecta vista creyó el pobre caballero que desaparecía como un ratón por entre los informes y obscuros objetos que llenaban la cuadra, revestidos de telarañas y polvo… Solo ya, meditaba. ¡Si tendría razón la maldita vieja! No, no: él no hacía caso. ¿Qué podría saber de vidas y muertes una pobre rústica, salvaje, casi idiota? ¡Vaya que estaba divertido! ¡Después de una mala noche, soñando con el campo de niños y oyendo sus gorjeos, un día de prisión junto a semejante sabandija, que no era, no, que no podía ser cosa buena…! Sintió un ruidillo de dientes sobre cosa dura, y a poco se le apareció Malaena royendo algo que llevaba de la mano a la boca con movimiento jimioso. Acercose a él y le observó, aproximando su rostro de pasa. Al verse mirado por los ojos ratoniles, D. Beltrán sintió frío, miedo. «Vete – le dijo. – Me molestas». Y ella: «Ya me voy. ¿Quiere estar solito para calentarse los cascos con sus malas ideas?… Diviértese vosté jugando con el pecado de la codicia, y piensa que le van a dar ollas de dinero…

– ¡Calla, vete pronto!» gritó Urdaneta ronco, fuera de sí.

Y tan sobresaltado quedó el hombre para todo el día, que cuando Malaena se acercaba al lecho de paja, sentía el hombre verdadero pánico. Tomó el partido de cerrar los ojos y rodearse la cabeza con los brazos como para llamar el sueño; pero este no le favoreció, ni tampoco Nelet, regresando aquella tarde como había prometido. ¡Qué soledad, qué triste abandono! Pasó la noche agitadísimo, sintiendo que Malaena le tiraba de los pies para llevárselo… ¿Era bruja, era un diablo humanizado en la forma más odiosa? No hacía el pobre más que dar golpes en la paja, al modo de coces, murmurando: «Vete, demonio, vete; déjame».

Pero ¡ay! mientras Santapau no volviese, ¿qué remedio tenía más que vivir resignado bajo el poder de la infernal bestiezuela de Vallivana? Dejábase cuidar de ella, y probaba con repugnancia los bodrios que le servía… Pasó todo el día entregado a las absurdas creencias. Él, que nunca fue supersticioso, ya creía en demonios aviesos, en asquerosas brujas y en trasgos maleantes. Y como a la segunda noche tampoco pareciese el bueno de Nelet, viose el señor de Albalate tan desamparado, que hubo de volver los ojos a Dios. Sólo con esto se le fue del alma la superstición, y abominando de tales torpezas, se sintió profundamente religioso, como lo había sido en algunas ocasiones aflictivas de su cautiverio, y singularmente en el tremendo paso del día de la Pentecostés. Sobrevino, pues el estado de arrepentimiento y contrición, dolor de haber ofendido a Dios con una vida de libertinaje; sobrevino el desprecio de las riquezas, el espanto de las malas acciones, así pasadas como presentes. Al amanecer del tercer día llamó a su ratonil guardiana, y con buen modo le dijo que hablase a los dueños de la casa antes que salieran al campo, concertando con ellos que le llevaran un sacerdote, pues sentía vivísimo anhelo de confesarse. Cumplió la vieja el encargo con toda diligencia; mas como no había en el lugar ni en sus contornos clérigo alguno, hubo de quedarse el noble señor sin el consuelo y descanso que deseaba.

Enojosas fueron para él las horas de aquel día, pues sin que se calmara el infantil terror que la seca viejecita le inspiraba, le atormentó el tumulto de su alborotada conciencia. Veía muy clara su abominación, pues cuando Dios le conservó la vida en Rossell, en vez de mostrar gratitud conservando su alma en la pureza y descargo de su arrepentimiento, lo que hizo fue reincidir en sus antiguos vicios. No fue cosa grave el encandilarse un poquito con la gentil Chimeta; pero sí lo era el incurrir de nuevo en la fea codicia, afanándose por el legado de Juan Luco, y más aún la persistencia en agenciar con móvil egoísta el casorio de Nelet y Marcela. La situación moral había empeorado, pues al pecado antiguo de querer secularizar a una esposa de Cristo, se unía el propósito de engañarla, ocultándole que su galán o pretendiente era el matador de Francisco Luco. ¡Oh qué grande malicia, Señor! ¡Y de este modo y con intenciones tan protervas, pagaba la inmensa benignidad de Dios, que le había concedido la vida cuando ya casi apuntaban a su pecho los fusiles facciosos!

Encendida su alma en fuego de contrición, gritó llamando a su guardiana. «Malaena, ven. Ya no me inspiras miedo. ¿Verdad que no eres demonio ni bruja? Yo veía en ti el daño y corrupción que en mí propio llevaba. Perdóname. Eras para mí lo que para los niños el coco. Pero ¡ay! ya he visto que el coco dentro de mí lo tenía yo: era mi conciencia… Pues te digo que Dios me ha iluminado, y vuelvo al bien y a la virtud. Si me muero, que me muera. No más, no más pecar, no más pensamientos infames. Corra quien quiera tras un puñado de oro; yo no. No más supercherías con Marcela… Gobierne la santísima verdad los días que me restan, pocos o muchos. Quiero salvar mi alma. Mi alma merece salvarse…».

En esto sintieron ruido de gente y caballerías. Era Nelet que llegaba de Cherta.

XXX

No fue el gozo de D. Beltrán, al abrazar a su amigo, proporcionado a una ausencia de tres días: fue como por ausencia de tres años, y de la fuerza del contento se le trastornó el sentido, viendo a Nelet más fuerte, más gallardo, restablecido de su reciente mal, la cara limpia del rojizo color de quemadura. Era ilusión del pobre viejo que veía lo que deseaba. Por su parte, Santapau encontró a su maestro más caduco, encorvado, jadeante, algo ido del cerebro, progreso de senectud excesivo para tres días. Mostrole muy satisfecho lo que traía: dos soberbios burros, pues caballos no los encontrara ni a peso de oro. Eran excelentes piezas, de cómoda andadura, y muy bien enjaezados. Traía también ropa para los dos, y un repuesto copioso de vituallas en una cesta barriguda. Despedido el criado del masovero que había venido en el segundo pollino con la cesta y equipaje, los dos caballeros pusiéronse a cenar. Tiempo hacía que Urdaneta no probaba cosas tan ricas: butifarras, diversas clases de suculentos embutidos, pollos asados, frutas escarchadas, chocolate, bollos de sartén… Más que en saborear aquellas viandas, gozaba D. Beltrán viendo a Malaena devorar, con atrasadas hambres, comidas tan finas en increíbles dosis.

«Pues he tardado tres días – dijo Nelet, – porque las grandes novedades que encontré en Cherta, y el barullo de gente y amigos, me imposibilitaron el despacho de mis diligencias en el tiempo que yo creí.

– Oí que estos días ha pasado hacia allá mucha tropa de uno y otro ejército. ¿Qué ocurre?

– Sí… tropas de Isabel, tropas de D. Carlos. Se ha batido bien el cobre… Vámonos pronto de aquí, antes que nos coja el paso de los míos, que ahora son en número mayor que antes. En una palabra: ya tenemos la expedición Real del lado acá del Ebro, en Cherta, gracias al talento militar de Ramón Cabrera y a su arrojo y prontitud. Está el hombre que no cabe en su pellejo de puro orgulloso… Sí, sí: no se asombre usted. Don Carlos ha pasado el Ebro. Yo le he visto… he visto al Rey, a nuestro ídolo, y le aseguro que me quedé como si hubiese visto a cualquiera que no fuese ídolo de nadie. Yo me figuraba otra cosa, otro empaque, otra representación de gran Monarca, hijo de reyes y ungido de Dios. De esta hecha, nuestro leopardo, como usted dice, ha puesto una pica en Flandes, porque gracias a su buen tino para ordenar las cosas, ha podido Don Carlos librarse de Borso y Nogueras, que le perseguían. Junto a Cherta dio Cabrera una batalla al Sr. de Borso, obligándole a retirarse. Nogueras cometió la mayor pifia que se puede cometer en la guerra, que es no llegar a tiempo. La guerra no es más que el arte de la oportunidad, y este lo posee D. Ramón como nadie, y lo completa con su diligencia y conocimiento del terreno. Pasó Carlos V tranquilamente el gran río de España, en lanchas al caso preparadas, y los gritos de entusiasmo de las tropas competían en estruendo con el instrumental de las músicas. Enronquecieron gargantas y trombones. Ayer, la Sacra Majestad y todo su séquito mataron el hambre en Cherta, que la traían atrasadilla, porque la batalla que ganaron en Huesca les dio más prisioneros que bucólica. El comistraje que se les preparó era de lo más opíparo, y para que hubiera de todo, hasta helados hubo… Cabrera, el día del paso, que fue anteayer, estaba como loco, demacrado, los ojos del tamaño de toda la cara, echando rayos y centellas. Daba sus disposiciones ronco de tanto gritar, vestido con su peor ropa, pues ni para engalanarse como acostumbraba tuvo tiempo. Cuando se presentó al Rey en la orilla izquierda para pasarle acá, no le conocían, y los cortesanos se preguntaban asombrados: «¿Pero ese es Cabrera?… ¿ese?». El Soberano le manifestó su Real agrado. No serán flojas envidias las que van a salir ahora, pues corre la voz de que S. M. quiere nombrarle Generalísimo, y poner bajo su mando todos los Reales ejércitos.

– Así tiene que ser, pues según tengo entendido, de los figurones que rodean al Infante, poco debe esperar este… Y dime otra cosa: ¿oíste o viste si con el Rey viene un italiano llamado Rapella, que es el correveidile entre cortes verdaderas y falsas para tratar de un arreglo por bodorrio?

– Creo haber oído algo de un italiano de campanillas, y de otros extranjeros que en la comitiva del Rey vienen, entre la turbamulta de empleados y gentileshombres. Pero como yo, por el estado de mi espíritu, no podía prestar a lo que allí veía una gran atención, no puedo asegurar nada de italianos ni correveidiles.

– ¿Y qué se dice? ¿La expedición, con su Rey a cuestas, dirígese a Castilla o a Valencia? Puede que reforzada con Cabrera, y quizás mandada por este, no se detenga hasta Madrid. ¿Oíste algo?

– Oí, oí… no sé lo que oí – dijo Nelet aturdido. – ¿A usted le interesa saberlo?

– Absolutamente nada.

– Lo mismo que a mí. Que vayan, que vengan, que suban, que bajen. No me interesa ya más que un reino, el mío. Cada cual se arregle en su reino como pueda.

– Muy bien dicho. Peleáis por poner en el Trono a un buen hombre, cuya incapacidad es bien manifiesta. Si tus amigos triunfan, estableceréis un imperio caedizo, pues en los tronos disputados, el vencedor no lo será definitivamente si no posee estas cualidades: bravura, don de mando, ciencia militar. Gane quien gane en este pleito, querido Nelet, la Monarquía carecerá de fuerza y vivirá con vilipendio, entregada a las facciones. Ten presente que no se hace nada de provecho sin fuerza, entendiendo por esto, no el poder de las armas, sino una virtud eficaz y activa, que a veces reside en una persona, a veces en las leyes. Ni las leyes tienen aquí fuerza, o llámese energía gobernante, ni hay Rey o Príncipe que tal posea. Puede que nazca algún día; mas yo te aseguro que a la fecha no ha nacido. De modo que paz, lo que se llama paz, no la veréis en mucho tiempo los que sois jóvenes, ni quizás lo vean vuestros hijos y nietos… Con que lo que tú dices: cada cual a su reino… y en el reino chico de cada uno, que no falte una ventanita para ver pasar la Historia».

 

No prestaba Nelet a estos profundos juicios la debida atención, ni se extendió tampoco en pormenores de lo que presenciara en Cherta, porque sus impresiones eran confusas, como de quien ve muchas y abigarradas cosas en corto tiempo, sin interés ni recreo alguno de su ánimo. Mirando no más que a su reino, propuso que partieran a la mañana siguiente en busca de Marcela, pues por fidedignos informes que en Cherta adquirió, venía ya de vuelta de Gandesa, después de recoger el cuerpo de su desgraciado hermano y darle sepultura. Al capellán del 1.º de Tortosa, que la encontró una mañana junto al río Seco, dijo la monja que pensaba detenerse un día en el Santuario de San Salvador y encaminarse luego a Arenys de Lledó a visitar a un enfermo. Iba, pues, en busca de sus amigos, los cuales se apresurarían a salirle al encuentro. Para mayor seguridad, dispuso Nelet que partiera la embajadora aquella misma noche, con instrucción precisa de las etapas que los caballeros seguirían y puntos de descanso, y la consigna de que esperasen en Lledó los que primero llegaran.

Conforme con tan acertado plan, y admirando el tino con que Nelet lo concertaba, creyó D. Beltrán llegada la oportunidad de manifestar al discípulo el estado de su ánimo, y sin más exordio le dijo: «Durante tu ausencia, hijo mío, no he cesado de reflexionar en el caso de Marcela, complicado ahora con la desastrosa muerte del pobre Francisco, y, discutiendo la solución que debemos darle, me sentí acometido del mal tuyo reciente, el mal de conciencia. Dios ha entrado en mí. Como avisos o presagios de la naturaleza flaca, procedieron a mi mal miedos supersticiosos, la idea de una muerte próxima. Era Dios que llamaba a la puerta de mi alma: no entendía yo su llamamiento, hasta que te vi entrar y me iluminó con su divina gracia. ¡Ay! querido Nelet, no quiero en mis postrimerías comprometer mi alma. ¿Amo a Dios, le temo? Amor y temor por igual me consuelan y sobrecogen; amor y temor me infunden el anhelo de ser bueno en lo que resta de vida, de sostener con una conducta ejemplar la paz, mejor será decir la salud de mi conciencia… Reniego ya de aquel propósito y consejo mío de ocultar a Marcela la verdad de tu culpa, pues si con ese artificio ganaríamos bienes terrenales, perderíamos seguramente los eternos. No, no, Nelet: tú estabas en lo cierto y yo en lo errado; tú en la verdad, yo en la mentira; tú procedías como cristiano caballero, yo como un hombre vil… Pero ya no… Ahora te digo que la ocultación, o siquiera disfraz de la verdad, es gran pecado; me paso a tu partido, y en él te fortalezco.

– Pienso, amigo mío – dijo Nelet con gravedad, – que esta concordia de la voluntad de usted con la mía es cosa muy feliz. No hay duda: Dios o los ángeles han andado en ello. Hoy como ayer considero felonía el negar a Marcela mi culpa; mas, no teniendo yo valor ni cara para confesarla ante ella, convendría que usted le hablase antes, y de la sentencia que se sirva dar depende mi destino.

– Muy juicioso me parece lo que has discurrido. Yo le hablaré antes, yo le diré… ¡Oh, si te perdonara reconociendo que fuiste víctima de un arrebato!… ¡qué triunfo, hijo! Me da el corazón que así será, pues los caminos de la verdad siempre llevan al bien.

– ¡Perdonarme! – exclamó Nelet clavando sus miradas en el suelo. – ¡Pues si así fuera…! Pero lo dudo… Ya no veo la cabeza de Francisco Luco diciendo que sí con aquel movimiento fuertísimo… la veo diciendo que no… así… así… que es decirme: no hay perdón.

– Basta ya de visiones, hijo. Tus desvaríos me contagian, y estas noches he soñado que también yo cabalgaba por el campo de niños… sólo que mis nenes, los nenes que yo destruía, no volvían a nacer.

– Pues los míos… en las noches últimas… ya no reían, sino lloraban… Vi a Marcela cogiéndoles a puñados y metiéndoseles en el seno… Pero, lo que usted dice: basta ya… No duermo, no quiero dormir: pasaré la noche pensando en que ella viene en nuestra busca y en que le salimos al encuentro. Descanse usted, y yo le llamaré cuando sea hora de partir. Voy a despachar a Malaena y a dar un pienso a nuestros burros».

Cumpliose con toda puntualidad lo que Santapau disponía, y antes del alba salieron ambos caballeros oprimiendo los lomos asnales, D. Beltrán algo remediado de ropa, Nelet bien provisto de armas, pues ignoraban qué clase de gente encontrarían. Anduvieron toda la mañana sin ver alma viviente, entreteniendo las lentas horas con el inagotable y pavoroso tema: «¿Me perdonará?». Llegados al caer de la tarde a una ermita en la derecha margen del río Seco, que era el punto de cita con la embajadora, recibieron de boca de esta las deseadas noticias. Había dejado a Marcela con sus viejos en el convento abandonado de San Salvador, y allí pasaría la noche en rezos y meditaciones; al amanecer recalaría en el castillo de Horta, donde los señores podían reunirse con ella para seguir juntos a Lledó, o al punto que de acuerdo fijaran. Aumentose hasta lo increíble la ansiedad de Nelet. ¡Ya estaba cerca! Sólo una noche y un breve espacio de terreno le separaban de la solución del temido enigma: «¿Me perdonará?». Incapaz de todo sosiego, acordó seguir hasta Horta, y en ello emplearon las primeras horas de la noche. Con no poco trabajo pudieron hallar albergue y pienso para los burros y Malaena en una reducida cuadra; descansó en el mismo recinto D. Beltrán algunas horas, mientras Nelet se paseaba suspirando, a la luz de la luna, en un próximo corral, como caballero que vela sus armas; y antes que fuera de día salieron los dos a pie hacia el castillo, distante sólo del pueblo veinte minutos de marcha cómoda, y situado en un mogote de mediana elevación entre el río y el camino de Bot. Esqueleto de muros despedazados, recompuestos y vueltos a despedazar por sucesivas guerras, era el tal castillo, festoneado de hiedras y jaramagos, y conservando en algunas de sus gastadas piedras cruces y escudos de San Jorge de Alfama. Ponían el pie los dos caballeros en el primer cerco de ruinas, cuando Nelet, asaltado de súbito terror, se paró y dijo a su amigo: «Pienso, señor D. Beltrán, que Marcela se nos habrá anticipado, llegando aquí por alguna galería subterránea que comunica esta fortaleza con el monasterio de San Salvador. La encontraremos más adentro, y es tal mi miedo de verla, o de que ella vea mi cara y mis ojos, que me clavo en tierra sin poder dar un paso hacia adelante».

Trató Urdaneta de devolverle la tranquilidad, negando que hubiese tales conductos por donde pudiera la monja presentarse, al modo teatral y fantástico, y le indujo a no ser temeroso y afrontar con varonil aplomo la entrevista. Mas advirtiendo en él señales de mayor pánico, antes que de entereza, le dijo: «Y en suma, si no puedes vencer tu aprensión, y persistes en que le hable yo primero y explore su ánimo, manifestándole la verdad que tanto temes, retírate a Horta y déjame aquí en espera de la señora penitente y de los viejos Zaida y Alfajar. Pero ten la bondad de conducirme a un sitio donde pueda yo sentarme, que apenas veo, y no acierto a llevar mis pobres huesos por entre tanto pedrusco». Condújole Nelet, evitando tropezones, a un lugar despejado con buen asiento, y más medroso cuanto más avanzaba, le faltó tiempo para escabullirse, diciendo a su amigo: «Parece que la siento ya… como si subiera por un pozo… Me voy al pueblo. Allí espero mi sentencia… Adiós…».