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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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XXVII

Horrorizado y tembloroso despertó el anciano, y lo primero que vio fue a Cabrera durmiendo, tendido en el suelo boca arriba sobre una manta, envuelto en su capa blanca y roja, la boina sobre los ojos para resguardarlos de la luz. El secretario, con violenta postura, escribía en la silla de tijera, y un ayudante que hacía cigarrillos sentado en la tierra, indicó a D. Beltrán con un signo que evitase el ruido para no turbar el descanso del General, que se había dormido después de salir el sol. A poco entró un ordenanza, y en voz muy baja dijo al prócer que fuera le esperaba desde el amanecer un señor comandante amigo suyo. Echose de la tienda D. Beltrán, andando poco menos que a gatas por la gran debilidad que sentía, y encontrose a Nelet sentadito en una piedra, la cabeza entre las manos, el espinazo en violenta curva, imagen de la melancolía negra o de la desesperación. Después de tocarle en el hombro, el desmayado viejo encaminose a una cercana tienda, de donde un penetrante olor de fritangas le llamaba con reclamo irresistible. Tuvo la suerte de tropezarse allí con el teniente Pulpis, que inspeccionaba las sartenes; pidió que le dieran de comer, aunque sólo fuera pan y cebolla, y obtenido algo más confortativo y suculento, se puso a devorarlo mientras hablaba con Santapau, que se le arrimó al instante con apetito de conversación.

«Hijo mío, te encuentro muy desmedrado. ¿Estás herido? ¿Has perdido tu preciosa sangre en las acciones de estos días frente a los muros de Gandesa?… ¿O es que te sobrevino algún disgusto, quizás otra jarana con los chicos de Lucifer?

– No… a esos no les temo ya. Curado estoy del mal de demonios – replicó Nelet suspirando, agobiado de tristeza. – Un saludador de mi pueblo me ha dejado las cámaras interiores bien limpias de esas alimañas, con un bebedizo que, por lo amargo, debe de estar hecho con la hiel de Judas. Al decir de ese médico, los diablos huyen ahora de mí y se albergan en los cuerpos de mis amigos.

– Cierto debe de ser eso – dijo Urdaneta haciendo por la vida con ansia fisiológica, – porque anoche se han dignado visitarme esos mequetrefes, y en ellos reconocí a los que contigo se divertían. Pues que ya desalojaron tu interior, haz que abandonen también el de tu maestro, que no gusto de tales inquilinos… Entiendo, por la murria que noto en ti, que el desahucio no ha sido completo, y que algún intruso se quedó trasconejado dentro de tu pobre humanidad.

– No es murria de diablura la que tengo, sino de conciencia, y tan grave y honda, que anoche faltó poco para que pusiera fin a mi vida. Suspendí el dispararme por esperar a consulta con usted acerca del caso que me anonada, caso tremendo de los que no tienen solución.

– ¿Qué sabes tú si yo la encontraré? Déjame que coma un poco más de este guisado de cabra que me da la vida, y me fortalece el magín para evacuar consultas… Come algo, hijo, que del alimento corpóreo se nutre también y conforta lo más espiritual de nuestro ser: la conciencia.

– Las hambres de la conciencia no se aplacan sino echándole la propia carne para que se la coma…

– Cuéntame, cuéntame pronto, y veré la causa de tu aflicción.

– Acabe usted y salgamos de aquí. Vámonos a donde no haya personas que vean y oigan. El oído y el ver humanos me dan tanto enojo, que a todo el mundo dejaría ciego y mudo. Sólo Dios debe ver, y sólo deben sonar las tempestades, que son su voz.

– Hijo, poético estás y lúgubremente metafórico… sólo que tus imágenes son de un cuño que está ya mandado recoger por anticuado y candoroso. Ea, terminé mi almuerzo, que por el hambre que tenía me ha resultado opíparo. Vamos a donde quieras.

Llevole Nelet a un ejido donde estaban herrando caballos, y allí, entre relinchos, aún mejor sonantes que las palabrotas de mariscales y soldados, refirió el caso que tan hondamente le perturbaba. «La malhadada acción de Gandesa – dijo, – la perdimos porque, en lo mejor del combate, muchos de nuestros hombres fueron atacados repentinamente de un mal de estómago, por haber bebido en charcos corruptos, y con fieros retortijones caían muertos. Mi regimiento fue de los que más sufrieron de este maleficio. Creían mis soldados que el enemigo había envenenado las aguas… les entró el pánico… entre el físico y yo quisimos convencerles de que la ponzoña era natural en aquellas estancadas lagunas… Para abreviar: enfermos y desalentados nos batimos en guerrillas en todo el flanco derecho. Nogueras embistió el centro. Vi que flaqueaban; apretamos más y más, perdiendo gente y ganando terreno; hice lo que pude, más de lo que podíamos y debíamos, hasta que Cabrera nos mandó retirar. Hícelo yo con un orden perfecto, pues conozco como los dedos de mis manos todos los caminos, atajos y veredas que rodean al pueblo donde nací. Ninguna fuerza cristina me atacó en mi retirada, que hice vadeando el río y tomando la vuelta de Algás. No habíamos andado legua y media, cuando sorprendimos y copamos unos veinte hombres cristinos que al parecer habían salido de descubierta. Tan torpes andaban y tan ignorantes del terreno, que se nos vinieron a la mano en sitio donde no podían escapar. Algunos, arrojando las armas, emprendieron la fuga con pies ligeros; pero mis tiradores no tardaron en cazarles: sólo dos piezas perdimos. Los otros se nos entregaron como borregos atontados, pidiéndonos misericordia. «¿Qué hacemos, mi comandante? ¿Les fusilamos, o qué? Nos da el corazón que estos andaban por aquí envenenando todo el río…». Respondí que bueno… Yo me sentía un poco emponzoñado… estaba furioso… echaba fuego de todo mi cuerpo… Por ahorrar cartuchos, mi gente les iba despachando a bayonetazos… Yo no sé, amigo D. Beltrán, por qué me entró aquel día tal furor de matanza. Demonios no llevaba dentro de mí; pero sí un amargor que me irritaba, que me volvía feroz. Por la mañana había tomado el brebaje de que antes hablé… me escocía horriblemente el cuerpo. Las moscas que se cebaban en mi pobre caballo, me tenían loco con sus furiosas picaduras. Y además, yo sudaba… ¿cómo diré? a mares, un sudor amargo y venenoso, según creo, y mosca que me picaba, moría. Mas eran tantas, que hube de apearme por huir de ellas… Mientras mis soldados exterminaban hombres, yo daba vueltas a pie por entre vivos, muertos y a medio morir; y en esto vi a un cristino tumbado contra un árbol, herido ya… No sé por qué me dio el arrechucho de atravesarle con mi espada… le tomé por una mosca, o por el padre de todas las moscas… Apenas retiraba de su costado izquierdo mi espada, me asaltó una idea… sí, era una idea. ¿Qué vi yo en la cara y en los ojos de aquel hombre? ¿Qué vi para lanzar un alarido, pues alarido de rabia y dolor fue la pregunta que le hice? «¿Eres tú Francisco Luco?». Lo pregunté dos veces, y él respondió que sí con la cabeza, moviéndola de golpe… así… Con la cabeza dijo que sí, y también con los ojos al mirarme; mas con la boca no dijo nada, porque entre el intento y la palabra se metió la muerte.

– ¡Dios nos tenga de su mano! – exclamó Urdaneta, desahogando su pena con un gran suspiro.

– Dígame usted ahora si habiendo dado muerte con tan estúpida crueldad al hermano de la que adoro, puede haber consuelo para mí. ¿No debo desear que se abra la tierra y me trague? ¿Para qué está ya Manuel Santapau en el mundo?

– Poco a poco… no hay que perder la serenidad. Primero, pudo haber error. Al dar el hombre esa fuerte cabezada, como dices, quizás no fue su ánimo responder a tu pregunta… Aquel movimiento debió de ser la tensión de músculos propia del morir…

– ¿Y la semejanza con su hermana? ¡Si era su propio rostro! Los ojos, en la mirada que me echó, pareciéronme los ojos de Marcela.

– Tampoco eso prueba nada. O pudo ser un parecido casual, o no había tal semejanza más que en tu imaginación excitada por el combate, por las preocupaciones, por el brebaje, y… por las moscas. ¡Y quién sabe, quién sabe, querido Nelet, si en esa tragedia habrán tenido alguna parte los chicos de Luzbel, valiéndose de un cubileteo, de una simulación de rostros para trastornarte! Aquí donde me ves, influido sin duda por el ambiente que respiro, por el aspecto romántico del país, voy creyendo en la realidad de las travesuras diabólicas, de que antes me reía… Y ¡qué diantre! atenúa mucho tu responsabilidad el haber sido cosa repentina, imprevista, como accidente de una batalla… La ocasión, la ley de represalias, que no puedes eludir como subordinado de Cabrera, te disculpa en cierto modo…

– No, no: mi conciencia no lo cree así… Mi conciencia se ha vuelto muy rígida, muy exigente y escrupulosa… Natural es que el amigo y maestro quiera consolarme… Pero no hay consuelo para mí. He cometido un verdadero parricidio. El querer matarme ahora, ¿qué es, señor mío, más que el afán de huir de mí, por el horror que me causo?

– Calma, juicio, reflexión… – dijo el maestro desalentado, mas queriendo disimular su pesadumbre. – Repentino y fulminante parece tu mal de conciencia; pero no faltará remedio para él: yo te lo fío, yo te lo aseguro… Has de prometerme no tomar ninguna resolución airada, y oírme y consultarme en todo, que si experto soy en amores, no me faltan luces ni conocimientos para los casos más graves de conciencia turbada. Déjalo a mi cargo. Descansa en mi autoridad, triste ciencia de los años…».

Como a continuación expresara el ladino viejo la idea de que bien podía Marcela ignorar siempre quién había sido el matador de su hermano, se remontó Nelet de la tristeza lúgubre a la ira, diciendo: «¿Cree usted que con esta cara puedo yo presentarme a ella y guardar el secreto de mi crimen? En el estado de mi conciencia, es imposible el disimulo, porque mi cara, mis ojos llevan retratado el crimen que cometí. En mis pupilas verá Marcela la imagen de su hermano moribundo, respondiéndome sí con la cabeza. Si usted me aconseja que le oculte la verdad, no es usted tan completo caballero como creí: no, no lo es.

 

– Te perdono tus dudas acerca de mi caballerosidad. Tú no estás bueno, querido Nelet… En cuanto a que declares, a que confieses tu crimen, admito y apruebo que lo hagas; pero sólo en el tribunal de la penitencia. No veo por qué motivo ha de ser Marcela tu confesor…

– Sí lo es… debe serlo, y yo quiero que lo sea – gritó Nelet.

– No grites, por Dios…

– O me mato para callar, o vivo para confesarme con ella.

– Pues colocada la cuestión entre los términos de ese terrible dilema, decido, ea, que vivas y confieses.

– ¡A ella! Este fuego que ahora prende en mi conciencia y que me está quemando cuerpo y alma, no se aplaca más que con la verdad… Luego, que sea de mí lo que Dios quiera».

Con la idea de calmarle, fingió D. Beltrán asentir a lo que Santapau decía: confiaba que el descanso, el sueño, las obligaciones militares, el roce con sus compañeros, le traerían pronto a la vida normal y al equilibrio de su mente. Procuró distraerle, hablándole de diversos asuntos, y después de contarle con pintoresco estilo, no exento de gracejo, la escena de su interrumpido suplicio en Rossell, le notificó que Cabrera, con benignidad increíble, le había levantado la sentencia de rehenes, y que confiaba obtener pronto su libertad.

Tuvo esta palabra la virtud de animar un poco al atribulado Nelet. «¡Libertad! – exclamó. – Yo también quiero ser libre… ¡Muerte y libertad! ¿No es cierto que la conciencia oprime? Pues hay que matar al déspota, como dicen los patriotas y jacobinos… matar al tirano para ser libre. Por eso digo yo: «Muramos, libertémonos».

XXVIII

Con sutil ingenio trató de hacerle ver D. Beltrán lo disparatado de aquel conceptismo, dando su verdadero valor a las ideas de libertad y muerte, harto graves ambas para ser tratadas en estilo de madrigal, y en estas y otras charlas llegó la hora de partida, dispuesta repentinamente por Cabrera cuando con más descuido saboreaban todos el descanso después de tantas fatigas. ¡En marcha! ¡A correr, a combatir! ¿A dónde iban? Cabrera no acostumbraba decirlo, y marchando al frente de sus tropas les señalaba el camino. Agregose D. Beltrán en un caballejo que le proporcionó su amigo Putxet, y entre este, que hablaba por los codos, y Santapau, que parecía privado del don de la palabra, emprendió la caminata por un sendero ingrato y polvoroso. Y por Dios, que ya se cansaba el buen señor de tanto ajetreo; sus huesos le pedían descanso; quizás en el nuevo estilo de Nelet, le decían: «Libertad, muerte». Gracias a su vigorosa fibra, a su carácter jovial y un tanto aventurero, podía resistir los molimientos y privaciones inherentes a la vida militar; y cuando el cansancio físico parecía irresistible, su imaginación, reverdecida en lo juvenil, le deparaba algún nuevo estímulo para proseguir en la carrera. Por dicha suya, o por desgracia, que esto es dudoso, ante su vejez declinante no se cerraban nunca los horizontes.

Grande fue el disgusto del prócer en aquel camino, viendo que Nelet, sin mejorar de su desazón espiritual, decaía visiblemente, como atacado de un mal físico grave. A media tarde observó su amigo en él fiebre intensísima; al anochecer, entrando en Arenys de Lledó, cayose el comandante del caballo. Recogiéronle como cuerpo muerto y le arrimaron a una pared, en tanto que Urdaneta, consternado de ver a su discípulo en tan mala disposición, se determinó a manifestar al General la imposibilidad en que aquel se hallaba de continuar su marcha. En la casa del cura, donde tenía su alojamiento, recibiole Cabrera malhumorado, revelando en su ceñudo rostro que no se había podido escoger peor ocasión para pedirle favores. Mas el intrépido aragonés, a quien no acobardaban entrecejos, no sólo pidió que Santapau fuera dado de baja por enfermo grave, y quedase hasta su restablecimiento en aquel pueblo, donde tenía familia, sino que se arrancó a solicitar que a él se le permitiese también permanecer allí para asistirle. Observando en Cabrera el centelleo de los ojos, el bilioso color tirando a verde, y la inquietud leopardina con que se paseaba de un ángulo a otro de la jaula, creyó que a cajas destempladas le despediría, sin acceder a sus peticiones. Mas no fue así: como un hombre afanado que aparta su atención de las cosas menudas para aplicarla por entero a las grandes, Cabrera le manifestó que tanto él (D. Beltrán) como Santapau se fueran… a cualquier parte, o mucho con Dios, pues ninguno de los dos le hacía falta para nada. «Usted, Sr. de Urdaneta – le dijo, plantándose ante él, – está libre, y puede volverse a sus estados de Aragón. Para rehenes no me dan juego los aristócratas, y para prisioneros me convienen los que trabajan y toman las armas. No es desprecio, señor… En cuanto a Santapau, que se me presente así que esté curado, y si no cura y se muere, Dios le perdone… Puede usted retirarse. Quizás no nos veamos más, porque usted es muy viejo, y yo, aunque joven, moriré pronto… de un berrinche… Adiós».

Retirose agradecido el señor de Albalate, y Cabrera celebró Consejo, para someter a la deliberación de unos cuantos individuos, clérigos la mayor parte, el asunto que revestir quería de autoridad consultiva, conforme a las fórmulas de gobierno impuestas por D. Carlos. No estorbaba tal trámite al caudillo del Maestrazgo, que sabía cubrir el expediente de oír a los señores, y afectando respeto a sus dictámenes, hacía después lo que le daba la gana. Los consejeros quedaban muy satisfechos, creyéndose ruedas indispensables de la máquina administrativa, y si algunos pudieron entrever que en el gobierno de aquella región no eran más que figuras de adorno, churrigueresco por añadidura, se consolaban con la risueña esperanza de obtener plaza en la audiencia de ministros de Valencia, o en el Consejo y Cámara de Castilla, el día del triunfo. Al salir de la visita al General, se cruzó D. Beltrán con los consejeros que entraban, y, sin dársele un ardite de aquella farsa, no pensó más que en la obligación de alojar a su amigo enfermo, para lo cual lo primero que hizo fue buscar a los parientes que tenía Nelet en Lledó; pero como estos no parecían ni nadie daba razón de dónde habían ido a parar, no hubo más remedio que acomodarse en alguna de las casas donde, mediante pago, se les brindaba regular albergue. Eligió D. Beltrán, por despejado y saludable, un mas a la entrada del pueblo, con casa vieja y grandona entre arboledas. El masovero era un viejo catalán, asistido de dos nietas guapas, la una más que la otra, y ambas obsequiosas, atentas, un poquito redichas y algo coquetas, razón por la cual la tal familia se le entró a D. Beltrán por el ojo derecho. Dieron al enfermo un cuarto alto de la casa, con mediano lecho, y al caballero anciano otro contiguo, donde había simientes y colgaderos de hierbas en manojos puestas a secar. No le pareció mal su residencia, a pesar de la dureza de la cama, que a las piedras igualaba, y habría vivido allí muy gozoso, si el mal cariz de la dolencia de su amigo no le tuviera en tan grande sobresalto.

Pasó Nelet la primera noche en un estado que a su maestro le pareció gravísimo, con fiebre muy alta, delirio y agotamiento de fuerzas. Al día siguiente amaneció con una fuerte erupción en toda la cara y parte del cuerpo, como si le hubieran picado abejas. D. Beltrán no se apartaba de su lecho ni de día ni de noche, atento a cuidarle con ayuda del masovero, hombre tan bondadoso como amañado, y de sus nietas, más amañadas aún para todo lo doméstico. Como en el pueblo no había médico, ni siquiera albéitar, entre D. Beltrán y Chimeta (que así se llamaba la mayor de las muchachas, y al propio tiempo la más bonita y dispuesta), celebrando frecuentes consultas, diagnosticaron y prescribieron lo que les dio la gana, determinándose por el sistema expectante, el más fácil y barato, y tal vez el más científico. Quietud, limpieza y frecuentes tomas de agua bien endulzada, fueron la única terapéutica en los ocho días que duró la gravedad de Nelet, y en que los brotes de la cara tomaron un aspecto por demás alarmante. Según el masovero, no era caso de viruelas, que él conocía muy bien por haberlas visto más de una vez en su familia; era tan sólo un hervor de sangre motivado de berrinche suspenso, es decir, de una sofoquina que por prudencia no había salido del cuerpo. Decía que no hay cosa más mala que enfadarse en día de calor y no desfogar la rabia con palos o bofetones. El que tal hace, lo paga con la salud y a veces con la vida. Sucedieron a los ochos días de gravedad otros ocho en que cedió la erupción, resolviéndose en muda de la epidermis; desapareció la fiebre, y el enfermo pudo tomar alimento, aunque siempre con repugnancia. Su inteligencia, completamente obscurecida en aquel período, revelaba una honda crisis: su palabra era torpe, cansada, regañona. Tanto D. Beltrán como Chimeta, persistiendo en la puntual asistencia, se confirmaron en la superioridad incontestable del tratamiento acuático, sin mezcla de ninguna droga, y proclamáronse curanderos de primer orden, capaces de ejercer el arte con no poca fama y provecho. Era Chimeta muy graciosa, y a D. Beltrán se le caía la baba oyéndola bromear y reír por cualquier fútil motivo. En su aturdimiento senil, olvidado ya del trance terrible de Rossell y de los actos de arrepentimiento con que allí limpió su conciencia, se le reverdecieron las aficiones de toda la vida, y su habitual culto del bello sexo encontraba ante aquella sencilla y tosca ninfa ocasiones de gran lucimiento. Para ella era un deleite novísimo oír los galanteos refinados, y hasta cierto punto paternales, del Sr. de Urdaneta, y a él se le refrescaba el alma, se le avispaba el entendimiento, se le aliviaba el peso de los años. Todo era inocente, madrigalesco, puro juego de frases agudas untaditas de miel: sobresalían en él las buenas maneras y el propósito, casi siempre logrado, de no caer en lo ridículo; en ella se veía la mujercita exuberante de vida que quiere adquirir soltura en la esgrima y en el lenguaje de la lucha pasional.

Mas ¡ay! cuando Chimeta, llamada de sus obligaciones, dejaba de acudir al enfermo, y con este se encontraba sólo D. Beltrán, ya no podía el hombre librarse de la tristeza. Cierto que había recobrado la libertad, inapreciable don; pero el asunto que le trajo a tierra de Teruel continuaba sin resolver. No creía ofender a Dios deseando que viniera a sus manos lo que estimaba de su legítima pertenencia; y sin apartarse del orden de sentimientos que el angustioso paso de Rossell despertara en su alma, se condolía de tener que volver a Cintruénigo en situación desairada y con las manos vacías. Las esperanzas de remedio que había concebido se disipaban ya, pues Nelet tenía trazas de quedarse idiota: no razonaba; sus conceptos eran incoherentes o de una simplicidad rayana en la estupidez. Para mayor desdicha, nada se sabía de la monja vagabunda y enterradora de caudales. No aportaba por allí Malaena ni para traer ni para llevar sus velocísimas embajadas, sin que esta ausencia pudiera achacarse a ignorancia del lugar donde los caballeros residían, pues por los oficiales del 3.º de Tortosa, a quienes se dejaron instrucciones muy precisas, debía tener conocimiento de la enfermedad de Nelet y de su forzosa estancia en Lledó. «Aunque no sea más que para decirnos que nada sabe de la hija de Luco – pensaba Don Beltrán en sus soledades tristes, – la mensajera tiene que venir». Y tanto deseó a la mujercilla ratonil, y con tanta fuerza la reclamaba su voluntad, repitiendo el vendrá, tiene que venir, que una mañana, como por virtud de conjuro, apareció la vieja. ¡Hosannah! Veinte días llevaba ya de enfermedad el pobre Santapau, y su entendimiento despertaba perezoso, tratando de cobrar con lenta cacería las ideas dispersas, fugitivas, descarriadas.

En la huerta del mas recibió D. Beltrán a la embajadora loco de contento, y este subió de punto al saber que Marcela no andaba lejos de allí, pues sabedora de la muerte de su hermano, se encaminaba con los viejos a Gandesa por el Monte Caro, con el fin de recoger el cadáver y darle sepultura. No quiso el buen caballero que Malaena se presentase a Nelet, pues aún no estaba este en disposición de recibir emociones vivas, que podrían retrasarle en su penosa convalecencia; y dando de comer a la mensajera, y aposentándola en la cuadra con comodidades para ella desconocidas, la interrogó prolijamente, tratando de indagar, no sólo los propósitos, sino el estado de ánimo de la santa mujer. Poco pudo informarle Malaena de estos particulares. La última vez que vio a Marcela fue cerca de un castillo que hay a la bajada de Monte Caro para ir hacia Pauls. Iban ella y los viejos cuesta arriba, llevando una olla muy pesada, tan pesada, que se relevaban para cargarla.

«¿Les viste saliendo del castillo o entrando en él? – preguntó D. Beltrán con afectada indiferencia.

– Hacia él iban, señor – replicó la vieja en valenciano, que el caballero tradujo fácilmente; – mas no sé si llegaron o siguieron de largo, pues la sacra señora, dándome pan y queso, me mandó que me retirara, y yo me retiré comiendo, sin mirar para atrás».

 

Eran estas referencias como una mano blanda y tentadora que en el alma del noble anciano revolvía, y con sus halagos despertaba la codicia, sierpe aletargada desde las efusiones cristianas del terrible día de Pentecostés. Se argumentaba para calmar su conciencia, diciéndose que desear lo suyo y perseguirlo no era desatino grave, sino intención equitativa; pero entre el desear y el temer, ello es que perdía el sueño, y su espíritu se distrajo de las alegrías que el trato de Chimeta le daba, alegrías tras de las cuales se ocultaba con senil rubor una honesta adoración, un sentimiento que casi no era más que estético goce.