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Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

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XXIII

Muy consolado el uno en sus fatigas amorosas, satisfecho el otro del buen giro que a su parecer tomaba el asunto en que como consejero intervenía, llegaron los dos caballeros a Catí. De lo que hablaron por el camino no se hace mención. Baste decir que a los recelos que manifestaba Nelet, como amante que con menos que la definitiva victoria no se satisface, oponía Urdaneta las seguridades optimistas, fundado en su conocimiento y larga práctica de negocios mujeriles. Para el anciano prócer era como tenerlo en la mano. De allí a las bendiciones matrimoniales poco trecho había que recorrer.

Hallaron en Catí la novedad de que Cabañero había salido con dos batallones, por orden del General, y en su lugar quedaba Llangostera, pronto también a partir con fuerza considerable hacia la frontera de Cataluña. A la mañana del siguiente día, pasó por allí Cabrera con su ejército en veloz marcha. Venía de cerca de Murviedro, donde se había batido con las tropas de Oraa, y a Gandesa se dirigía llevando algunos cañoneros para poner formal sitio a esta plaza. Grande fue la desazón del pobre Urdaneta cuando le despertó Santapau para decirle: «Mi querido viejo, la fatalidad, y en su nombre D. Ramón Cabrera, ha decretado que nos separemos. Desde Salvasoria mandó aviso de que se incorporen sin dilación a su ejército el 3.º de Tortosa y tres compañías del 1.º de Valencia. Parece que vamos a sitiar a mi pueblo… No puedo, ni con pretexto de enfermedad ni con otra artimaña, librarme de la maldita obediencia al superior… Pero ya me canso, ya me canso de la esclavitud, y a la primera oportunidad pediré la absoluta. Imposible repicar y andar en la procesión que usted sabe. Amor y ordenanza no casan bien… Y no más, amigo mío. Le dejo bien recomendado a Llangostera, que se ha de situar en Rossell, para cortar el paso del Pla a las tropas que vayan en auxilio de Gandesa… Con que adiós… No siento más sino que venga Malaena y no me encuentre. Pero ya le advertí que en este caso se vea con usted… Con decirle dónde estoy, basta. Es buen sabueso; dará conmigo… No puedo detenerme ni un segundo más. Adiós».

Muy triste se quedó el pobre caballero, señor de tantas torres; y su único consuelo fue que a poco de despedirse de Santapau le deparó Dios una antigua amistad, el capellán mosén Putxet, que dos días antes había llegado con destino al 1.º de Tortosa, de la división de Llangostera. Aunque no podía sustituir el clérigo la franca y ya entrañable amistad de Nelet, al menos le entretenía con su charla, y le prodigó no pocas atenciones, entre ellas el agenciarle una buena mula para el paso desde Catí a Rossell, que Llangostera, con seis batallones, efectuó en la noche del 15 de Mayo y parte de la mañana del 16. Llegó D. Beltrán molido y displicente por el duro trotar de la condenada bestia, y lo primero que solicitó de la bondad de su amigo fue que le metieran en cualquier mechinal, para poder estirar su esqueleto y darse algún descanso. En un aposento de la sacristía de la iglesia mayor le colocó Putxet, con gran satisfacción del noble, que no esperaba tan buen hospedaje. Lo que deseaba era que le dejasen allí, previo juramento solemne de no quebrantar su esclavitud y estar siempre a disposición de la autoridad carlista que le reclamase. Pero ¡ay! que si el cielo le concedió la quietud material que por el momento deseaba, no fue benigno con él en aquellos tristes días. El 18 muy temprano, cuando las claridades del alba despuntaban por Oriente, despertó el caballero con sobresalto, sin que nadie le llamase, por efecto de un súbdito golpetazo de su corazón.

«¿Quién está ahí? – dijo sin moverse, viendo avanzar hacia su lecho un bulto negro.

– Soy yo, querido D. Beltrán – respondió al poco rato Putxet, pues no era otro acercándose más. – No venía a despertarle, sino a ver si dormía… Pero es temprano… Duerma una hora más… aunque sean dos horas… todo lo que quiera.

– ¿Qué sucede? ¿Tenemos que partir?

– No, no… Por ahora no… Es que… Sentiría mucho que usted se alterase… Calma, ilustre señor. Me voy, para que duerma otro poquito.

– Ya no podré dormir, caramba, pues esta entrada de usted a hora tan intempestiva, la turbación que noto en su acento, son para despabilar al sueño mismo. Me dice el corazón que tiene usted algo que… comunicarme.

– No es tiempo aún… ¿Quiere usted que se le haga café?…

– ¡Demonio! Tan pronto me dice que duerma como me ofrece café. Ea, Sr. Putxet, ¿qué le trae acá? No valen melindres conmigo.

– Pues sí – dijo el capellán, que en su tristeza y azoramiento, cuanto más hábil quería ser, más torpemente procedía. – Mejor será que se despabile y se levante… No se altere, señor, no pierda su aplomo y serenidad… A un hombre como usted, tan entero y… y que se hace cargo de las cosas… se le puede decir… Nada, no es nada, señor; es que… ha ocurrido una gran desgracia.

– Acabe usted, acabe, hombre pusilánime, hombre enclenque, hombre femenino…

– Pues sepa el hombre fuerte, sepa el hombre valeroso y grande, que ayer, en un pueblecito llamado Belén, más allá de Tortosa, los infames cristinos fusilaron a D. Alonso de Almela, hermano del Conde de Catí.

– Y, en represalias de esta barbarie, los infames carlistas harán lo mismo con el noble D. Beltrán de Urdaneta – gritó el anciano, poniéndose en pie, medio desnudo, sobre el camastro. – Bien, bien: aquí me tenéis, asesinos; aquí estoy dispuesto a morir. Noble por noble, como me dijo en Cheste el jefe de los matachines, Ramón Cabrera… ¡Y para anunciarme esto, Sr. Putxet, ha estado ahí tartamudeando y poco menos que haciendo pucheros!… Aguarde a que me vista; dispense que tarde en ello algún tiempo, pues acostumbrado a valerme de ayuda de cámara, soy algo torpe en estas operaciones matutinas… Pero si tienen mucha prisa por despacharme, ¡demonio! llévenme a medio vestir, que la muerte no ha de poner reparo. Por falta de ropa, ni he de ser menos animoso, ni vosotros menos viles y cobardes.

– Si no hay prisa, señor – dijo el capellán abrazándole. – De aquí a las nueve nos sobra tiempo… Y pues tiene la costumbre del ayuda de cámara, yo soy bastante humilde para prestarle ese servicio.

– Gracias, no pretendía yo tanto – replicó D. Beltrán sentándose en el lecho, mientras el otro le traía las botas, el pantalón, disponiéndose a vestirle. – Y pues con tanta generosidad mis verdugos me conceden estas horas, sepa que no renuncio al café que me ha ofrecido…

– Al momento mandaré que se lo preparen. ¡Pues no faltaba más! Sería una desconsideración imperdonable privarle de alimento.

– Bien, hijo, bien: se agradece… ¡Con qué destreza me ayuda a vestirme! Parece que en toda su vida no ha hecho usted otra cosa.

– Fuí paje del ilustrísimo señor D. Víctor Sáez, Obispo de Tortosa.

– ¡Sáez, el Ministro del absolutismo! ¡El que ayudó a Fernando VII en su tarea de ahorcar a medio mundo! Bien, hombre, bien. Pues ya que usted tiene la bondad de ser por un instante mi criado, no vacilará, si es tan humilde, en prestarme todos los servicios que necesita un hombre como yo… Adelante… Tenga usted cuidado con esta pierna. Trátela con miramiento, que está reumática… Ahora el chaleco… Este me lo dio D. Ramón, y me ha hecho un gran servicio. Bueno, bueno… No corra usted tanto… Le recordaré el dicho de nuestro gran tirano, el ahorcador de gentes, Fernando el Deseado… contra una esquina… Ya sabe usted que él fue quien dijo: ‘Vísteme despacio, que estoy de prisa’. Ahora, hágame el favor de pedir el café…

– Lo tendrá usted a punto. Sabe Dios cuánta pena me causa tener que notificarle… Anoche me llamó Llangostera, que entre paréntesis, está muy afligido por verse en el duro trance de…

– ¡Pobrecito! Si está tan afligido, le compadezco…

– Pero el deber…

– Claro, el deber… En estas guerras salvajes, trastornadas las conciencias, aplicáis a los crímenes palabras santas que se inventaron para expresar la virtud, y asesináis en nombre de la justicia, que es como poner al diablo en los altares… Bien… que sea pronto.

– Suplicome el Sr. Llangostera que me encargase… y con gran sentimiento acepté comisión tan triste… Era yo el más significado para este paso, por la amistad… de que me honro.

– La honra es mía. No sea usted tan modesto…

– Y encargome al propio tiempo que le preparase… si usted se dignaba elegirme entre los cuatro señores capellanes que estamos hoy en Rossell.

– Hijo, sí, por elegido… Lo mismo me da.

– Mi amistad atribulada – dijo el capellán buscando una bonita expresión retórica, – se consuela con esta preferencia que el noble caballero se digna concederme.

– Mi confesión no será larga – indicó Don Beltrán paseándose por la habitación, – y si usted quiere, ahora mismo…

– Antes haré que se le sirva el café… No hay en ello inconveniente, pues no tendremos comunión… y no por culpa mía. El párroco del pueblo nos ha hecho la jugada de abandonar su iglesia para unirse a la partida del Organista. Está el hombre furioso desde que los liberales le mataron al sobrino…».

No necesitó el capellán separarse de su amigo para la diligencia del café, pues el oficial de guardia en la estancia próxima, interesado también por D. Beltrán, y de su desgracia compadecido, había dado las órdenes para que se le llevase pronto aquella tónica bebida. Dio el anciano las gracias a los que se la sirvieron, mostrándose con todos muy afable. Tomado el café, que por singular merced no estaba mal hecho, volvió al capítulo de su confesión, diciendo con animado lenguaje:

– Pues sí: mi conciencia ve su luz y su sombra perfectamente deslindadas, y no vacila al señalarlas… No hay en mí casos dudosos, enigmáticos, obscuros. Soy claro y bien definido… En esta crítica hora, mi memoria se aviva, y no habrá nada que se me quede en el tintero, llamando tintero al antro del olvido. Lo que Dios sabe, yo lo digo sin rebozo y con facilidad al sacerdote que me auxilia, a cuantos quieran oírlo, pues la vida de Beltrán de Urdaneta es pública, su carácter, bien diáfano, y sería en mí ridículo melindre el hacer un misterio de lo que sabe todo el mundo, todo Aragón… Soy público en Aragón; soy popular, mejor dicho…

 

Y observando que oficiales y soldados, de guardia en la estancia próxima, se asomaban a la puerta movidos de curiosidad, les dijo: «Entren si gustan, y oigan; que los pecados que declara mi boca no son tales que produzcan espanto, y refiriendo mis maldades, puedo decir que el que se encuentre limpio de ellas, tire la primera piedra. No es que yo deje de creerlas vituperables; al contrario, en esta hora clara de la conciencia, veo y reconozco cuánto he ofendido al Señor, y qué mal uso hice de las cualidades que se dignó poner en mi alma. Siempre fuí religioso, creyente ciego de cuanto su Iglesia nos enseña, aunque muy perezoso y descuidado en cumplir los preceptos que se nos dieron para conservar y enaltecer el nombre de cristianos. He faltado en esto gravemente, más que por desamor de Dios, por la continua distracción en que me tenía el bullicio vano del mundo, y las frivolidades con que la sociedad noble embelesa nuestros sentidos. Siempre fuí más devoto de los placeres que de las abstinencias, y más gustoso de la buena vida que de las mortificaciones, sin llegar nunca a la embriaguez ni a la glotonería, y no porque ambos excesos son pecados, sino porque siempre les creí de mal gusto… He sido vanidoso, amante de la ostentación y de la lisonja, mirando siempre a que lo mío fuese superior a lo ajeno, a que ninguno me igualara en grandeza y lujo; y cuando veía por alguna parte algo que me obscureciese, sufría mal de tristeza, y me lo curaba con nuevos esfuerzos para extremar la presunción y humillar a los demás… Pero también digo que jamás cometí vileza contra nadie, y que conservé la dignidad que mi raza y mi nombre me imponían, mostrándome siempre caballero noble, con los iguales cortés, afable y cariñoso con los inferiores… Mi pecado mayor, manantial inagotable, en vida tan larga, de innumerables errores, ha sido mi locura, que así la llamo, de galantear y ser grato al bello sexo. Mi goce más vivo fue en todo tiempo el trato de damas altas, bajas o medianas, y llamo damas a cuanto se comprende dentro de la muchedumbre femenina. Mi desatino ha sido tal, que todo lo he pospuesto a la satisfacción de mis gustos. Verdad que dentro del fuero del amor no he cometido vilezas; pero sepan que ese fuero es puro artificio inventado para nuestro uso por los galanteadores, y que no vale ante la ordenanza del Decálogo. Yo, pues, he pecado gravísimamente, y al declararlo, reconozco sin atenuaciones ni disculpas todo el mal que hice, añadiendo que mis infamias no tu vieron término por severidad de mi conciencia, sino porque el desmayo de la naturaleza les puso freno, contraviniendo mi liviandad y hábitos viciosos. De esto me acuso, y reconociendo mi error, me encomiendo a la Misericordia divina.

»También es pecado grave el poco o ningún cuidado que puse en el manejo de mi hacienda; que la riqueza, Dios nos la da para que la usemos con templanza y la transmitamos a nuestros hijos. Yo he sido una mano verdaderamente horadada. Ciertamente que algo atenúa este pecado mi generosidad sin límites, pues todo se ha de decir: yo hacía partícipes de mi bien a cuantos me rodeaban o se me acercaban en demanda de auxilio. Yo he remediado muchas miserias, enjugado no pocas lágrimas. Ningún colono ni sirviente mío puede decir que le oprimí; y si esto se lleva como litigio a tribunal divino para fallar sobre mi alma, tengo por cierto que innumerables seres depondrán en favor mío. Váyase lo uno por lo otro, que si largamente derroché, con no menor largueza di mi mano a los miserables para que se agarraran… Defecto capital mío ha sido el amor a ese resorte de vida material que llamamos dinero, despreciado por los filósofos, vilipendiado por la religión, pero del cual no podemos prescindir dentro de la sociedad a que pertenecemos, porque su empleo y distribución se ha hecho ley que a todos nos sujeta, so pena de volvemos salvajes o ermitaños, lo que no digo que sea peor ni mejor que el estado social. Sólo afirmo que mis apetitos, mi presunción, me han espoleado siempre para proveerme de ese metal, que no llamaré precioso ni vil, dejándole en esta ocasión sin ningún título ni apodo. Pero bien sabe Dios que en las situaciones aflictivas a que me condujo el afán de prolongar mis goces y conservar mi fama de rumboso y señoril, jamás tomé nada que no viniese a mí por caminos legítimos, aunque ruinosos. Sobre mi conciencia pesan muchos pecados, muchos; pero no pesa ni un solo maravedí que pueda llamarse ajeno. Si alguna vez me rebajé al empleo de resortes que humillaban un tanto mi dignidad, nunca me movió el intento de traer a mí lo perteneciente a otro… eso nunca. Limpio estoy de esa clase de manchas… No puedo decir, ¡ay de mí! que de todas esté limpio, pues pecador fuí, por pecador me tengo, y como pecador empedernido me confieso en la hora de mi muerte. Ya lo habéis oído; ya veis, señores, la conciencia de D. Beltrán de Urdaneta, a quien todo Aragón llamó en otro tiempo D. Beltrán el Grande. Ni cosa mala he callado, ni cosa buena hay fuera de lo manifiesto. Si algo se me olvida, quiera Dios ordenar mi memoria de modo que los olvidos sean de cosas y hechos favorables, y que nada de lo malo se me quede escondido en la mente. Creo que no… Tal como fuí y como soy, a vosotros, a mi confesor y amigo me presento; y sumiso, pesaroso de haber menospreciado la divina ley, entrego mi alma a Dios, infinitamente Justiciero, infinitamente Misericordioso».

XXIV

Cuantos vieron y oyeron al infortunado caballero aragonés, quedaron maravillados de su sinceridad y presencia de ánimo. Del grupo de oficiales y soldados que en la puerta se arremolinaban, se destacó uno, al parecer teniente, que adelantándose hacia el prócer y besándole la mano, le dijo: «Señor, cuando esté usted en el Cielo, acuérdese de un servidor, Nicasio Pulpis, que tiene sobre su conciencia los mismos pecados de usted y no sus virtudes.

– Bien, hijo – replicó D. Beltrán abrazándole. – Que mis desgracias y fin desastroso te sirvan de espejo para que en él te mires y procures enmendarte».

Putxet, en tanto, inconsolable, expresaba su consternación en estos y parecidos términos: «Una y otra vez he dicho al señor Llangostera que hoy no es día hábil para ejecuciones. Figúrese usted: domingo, y por añadidura Pascua de Pentecostés… ¡Cuando la Iglesia conmemora nada menos que el grandiosísimo misterio de la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego sobre las cabezas de los Apóstoles, para infundirles la divina ciencia!… ¡cuando tal festividad augusta y solemne celebramos, tener que consumar un cruento sacrificio, por más que las leyes de guerra, ¡malditas leyes! lo autoricen y sancionen…! No, no puede ser: protesto… y he de insistir, pidiendo que se deje para mañana. Me parece que corriendo a mi cargo la dirección espiritual del regimiento, tengo derecho a que se me oiga… No estamos aquí los capellanes sólo para confesar de prisa y corriendo… Vea usted, por no hacerme caso, hoy no puedo celebrar: no tenemos formas… Es inconcebible este descuido… ¡Pues cartuchos no faltarán! Todo lo de guerra está corriente, eso sí… y lo espiritual, nada… Así anda ello.

– No se sulfure, amigo Putxet – le dijo D. Beltrán, que se había sentado y quería meditar. – Y no se apure por el aplazamiento de mi… sacrificio. ¿Qué más da un día que otro? Si el día es solemne, no importa. Bien sabe Dios que andan ustedes algo atropellados, y no pueden acomodar sus acciones al almanaque. En la guerra, ya se sabe, todo es permitido. Como si se presentara hoy buena coyuntura para una batalla… ¿iban ustedes a dejar de aprovecharla por ser Pentecostés? No; y en Pentecostés matarían unos y otros gran número de cristianos. Si admitimos como lógico y razonable el dar a nuestro Padre Celestial el nombre de Dios de las Batallas, que usan los capellanes en sus sermones y los generales en sus proclamas a la tropa; si Dios es, como dicen ustedes, capitán general o generalísimo, ya pueden contar con su indulgencia por aplicar leyes de guerra en días de solemnidad litúrgica… Por mí, no deseo el aplazamiento, pues aunque me encuentro tranquilo y resignado, no respondo de que en esas veinticuatro horas se me conserve la resignación y tranquilidad. Somos hombres, y el morir violentamente, en acto preparado y ceremonioso, agobia… sí señor… Mátenme de una vez, y no pongan a prueba mi fortaleza».

No se dio por convencido el terco capellán, y perseverando en su idea, dijo al infeliz prócer: «Quiero dar un nuevo ataque al jefe. En seguida vuelvo; de paso mandaré que le sirvan a usted un par de huevos fritos… He visto que hay tomate… y si usted quiere…

– Bien, hijo, bien; lo mismo da… Gracias por todo… Haga usted lo que quiera. Yo no tengo voluntad… Quiero convencerme de que ya no vivo».

En el rato que estuvo solo, el pobre condenado cayó en reflexiones tristísimas, buscando el por qué de su tragedia; que en tales trances y en otros menos lastimosos propendemos a escudriñar los orígenes o el móvil inicial de todo suceso que nos afecta. «Ello es de toda evidencia – pensaba, – que Dios me envía mi muerte en forma tan terrible para castigarme de mi enormísimo pecado de estos días. He prestado a Nelet ayuda insidiosa para la seducción de la monja Marcela; y aunque desde el primer momento le señalé forma y fines de matrimonio, cosa es muy grave, y si se quiere sacrílega, el inducir a una esposa de Cristo al rompimiento de sus votos. Y lo peor es que con malicia instruí al enamorado y le aconsejé, dándole por norma las inicuas reglas que yo he ido sacando de la experiencia de mi vida libertina… ¡Ah, bien merecido me está lo que ahora me pasa! ¡En ello veo tu mano, Dios de justicia!… Hice muy mal en tomar a mi cuidado las desazones del pobre Nelet. ¿Quién me mete a mí a zurcidor de voluntades guerrilleras y monjiles? ¿Qué voy yo ganando con que una tarasca y un endemoniado se casen o dejen de casarse? ¡Ah, en el fondo obscuro de mis intenciones veo la maldita codicia y el afán de allegar recursos! No fue otra la causa de mi metimiento en tan feo negocio. Y que la monja andariega, por las reglas infames que di a Nelet, se ha trastornado y siente el veneno de amor en su sangre, no puede ponerse en duda. Por culpa mía y de mi sabiduría pérfida, romperá sus votos y ofenderá a Dios… Me ha movido el villano interés, la idea de que, casándose, me habían de entregar lo que para mí designó Juan Luco… Mal pensé, mal hice, y Dios, en pago de mi perversidad, permite que estos bribones me den cuatro tiros… ¡Ay de mí!».

Interrumpiole Putxet con la noticia de que, oídas las razones canónicas expuestas por el capellán, que amenazó con poner el caso en conocimiento del Vicario General, había decretado Llangostera aplazar el acto hasta el día próximo de madrugada. No supo Urdaneta si la resolución del jefe le causaba tristeza o alegría. Si fue esto último, era una alegría triste. Almorzó con mediano apetito, departiendo con el capellán y el teniente Pulpis, que le custodiaba en la capilla. Por la tarde, su tristeza se exacerbó en grado sumo, y la compañía de aquellos señores le causaba enojos. Y pues no le dejaban solo, echose en un camastro como intentando dormir; mas lo que hacía era sumergirse en la contemplación de lo pasado, y en traer al pensamiento su familia, su casa de Cintruénigo… «¡Ah! si Rodrigo y Juana Teresa me vieran en esta horrenda situación, qué amargo llanto derramarían… Sí, sí: porque me quieren, aunque riñamos y nos enemistemos por tonterías que, vistas desde aquí, son de una insignificancia que mueve a risa y desprecio. ¡Dios mío, qué lección me das al fin de mi vida! Paréceme que estoy ya en la eternidad, donde presumo que hemos de ver todas las cosas del mundo en su natural pequeñez. Me quieren, sí, me quieren, y yo también quiero a mi nieto y a la madre de mi nieto, que es la esposa de mi hijo… Las contrariedades, que en mi necedad estimé graves ofensas, ahora las perdono de todo corazón. Y cuando ellos sepan ¡ay de mí! cómo ha concluido D. Beltrán el Grande, también me perdonarán los agravios que les hice, mis malas palabras, mis actos rencorosos. ¡Pues poco que se condolerán de mi suerte! Rezarán por mí, pedirán a Dios que me acoja en su seno, y harán sufragios por mi alma. Ya estoy viendo a todo el clero de Cintruénigo atareado por largo espacio de días en misas, funerales y responsos… Confío sobre todo en la eficacia de mi arrepentimiento. Pésame, Señor, de todo corazón el haberte ultrajado sistemáticamente, empleando tan mal la vida larguísima que me has dado. Pésame también el rencor que sentí hacia los míos, y el regocijo que tuve al ver descompuesta la proyectada boda de mi nieto con la mayorazga de Castro-Amézaga. Pésanme mis bravatas, mi orgullo, mi disipación, mi ansia de coger dinero para presumir y disimular mi ruina… Pésame todo el daño que hice, y esta última travesura de querer arrancar a Marcela de la vida religiosa para satisfacer el liviano amor de Nelet…». Consagró también tristes pensamientos a su hija y yerno de Villarcayo, perdonándoles sus últimos desaires; besó mentalmente a sus nietos, y de todos se despidió con efusión de lágrimas y suspiros. Sus amigos fueron pasando después por su mente, uno tras otro, en melancólica y pausada procesión, siendo de los últimos Fernando Calpena, por quien sentía paternal cariño. Condolíase de que en Bilbao le hubieran birlado la novia. Si pudiera en aquel instante, ya no se atrevería, no, a inducirle a solicitar bodas con Demetria… No, no: guarda, Pablo. Demetria debería ser para el Marqués de Sariñán. Que Doña María Tirgo y Juana Teresa rehicieran los descompuestos planes. Buscara Calpena otra mayorazga, que buenos partidos no habían de faltarle… Hasta del pobre Mero se acordó y de Saloma, deseándoles vida, salud, felicidades y rápidos ascensos… ¿Y qué sería de Tomé?… ¿Y del caballo ganado a Calpena, qué se habría hecho? En Alcañiz habían quedado también su breve equipaje y el reloj, magnífica repetición que no llevó consigo al salir en busca de Marcela, porque roto el espiral a poco de partir de Cintruénigo, para nada le servía. Guardado con unos pocos duros y pesetas quedó en una bolsa de vejiga que antes usara para el tabaco…

 

La primera parte de la noche la pasó inquietísimo, hablando sin fatigarse horas enteras, y ya refería sucesos de su vida, ya dictaba disposiciones para que Putxet recogiera en Alcañiz su equipaje y caballo, remitiéndolo todo, con la noticia y relato de su muerte, a la villa de Cintruénigo. Hizo intención de escribir a su nieto y a su hija; mas sintiendo muy desvanecida la cabeza y el pulso tembloroso, no trazó más que unas seis líneas con la declaración de su inocencia y de su trágico fin. Moría como caballero cristiano, dolorido del mal que había hecho, y a todos perdonaba, sin excluir a los que inicuamente le quitaban la vida. Esmerose en la firma, trazándola con todo el vigor y claridad que le fue posible. Después dijo: «Quisiera que ahora mismo acabáramos. Las horas que faltan pesan sobre mí como siglos futuros que se convirtieran en presentes». Repetida y ampliada la confesión con piadoso recogimiento, incitole Putxet a dormir. Negose a ello D. Beltrán, y estuvieron departiendo hasta la madrugada. Viendo cercana la hora, llamó el reo a los oficiales del piquete para despedirse de ellos. Formando rueda en torno a la mesa, oyeron esta manifestación tan sencilla como substanciosa:

«Amigos, les agradezco la simpatía y delicadeza que en esta ocasión me han manifestado. Son ustedes caballeros; yo también lo soy. Como tal quiero morir; como tales se conducirán ustedes en el trance final, acabando mi vida con rapidez y sin martirizarme inútilmente. Yo les perdono de todo corazón. Y si me es permitido, por el fuero de ancianidad, dirigirles algunos consejos, allá voy; y esto que ahora les diga, sea para ustedes de autoridad, como expresión postrera del pensamiento de un moribundo. Condenado sin culpa, no diré palabra injuriosa ni vengativa contra el bando político que me arranca la vida, ni contra vuestro ejército… Todas estas cosas quedan para mí en un término lejano. Sin vituperar esta causa ni la otra, sin enaltecer a ninguna de las dos, os digo que no derraméis más sangre de españoles. Guardad esta sangre para mejores y más altas empresas. No defendáis con tesón tan extraordinario derechos de príncipes o princesas, pues voy entendiendo yo que tanto valen unos como otros, y que cuando la cuestión se dilucide y haya un vencedor definitivo, habréis desgarrado a vuestra patria, que es la legítima poseedora de todos los derechos. Mientras ponéis en claro, a tiros, cuál es el verídico dueño de la corona, negáis a la nación su derecho a la vida, porque le estáis matando todos sus hijos, y le destruís sus ciudades y le arrasáis sus campos. Será muy triste que cuando de vuestras querellas salgan triunfantes un trono y un altar, no tengáis suelo firme en que ponerlos. ¿Para qué queréis altar y trono, si luego han de cojear como esos muebles a que falta una pata? Allanad y afirmad el suelo ante todo, y esto lo haréis con las artes de la paz, no con guerras y trapisondas. Haced un país donde haya todo lo contrario de lo que unos y otros, a quienes no sé si llamar guerreros o bandidos, representáis; haced un país donde sea verdad la justicia, donde sea efectiva la propiedad, eficaz el mérito, fecundo el trabajo, y dejaos de quitar y poner tronos… Lo que va a resultar es que, cualquiera que sea el resultado, estáis fabricando una nación de bandolerismo, que en mucho tiempo, gane quien ganare, ha de seguir siendo bandolera, es decir, que tendrá por leyes la violencia, la injusticia, el favor, la holgazanería, el pillaje y la desvergüenza. En un pueblo a que dais tal educación, cualquier trono que pongáis será un trono figurado, de cuatro tablas frágiles y cuatro mal pintados lienzos.

»Quizás vosotros, llenos de vida y de ilusiones, no veáis esto como lo veo yo, viejo y moribundo. Creéis que toda la vida vais a estar guerreando, con miras de gloria y ascensos; creéis que España ha de ser patrimonio y casa de guerreros, los cuales en la paz tendrían que ser empleados. ¿Empleados de qué? ¿Guerreros para qué? Sois muchos a comer rancho; sois muchos a vivir de distinciones, de cintajos y signos categóricos. Y yo os pregunto: ¿quién trabaja? ¿De dónde sale el rancho, el sueldo, la ropita con galones? Esto es absurdo: estáis matando el país y haciendo de él un magnífico cementerio poblado por maniquís, que ostentarán su presunción paseándose entre las sepulturas… Y ahora, puesto que me oís con tanta atención, me permitiré daros consejos de otro orden. No es tan gran autoridad el virtuoso que nunca ha pecado como el pecador que reconoce, aunque tarde, sus yerros. Y puesto que conocéis mi vida, os incito a no imitarme en la parte corrompida de ella. No seáis pródigos; adoptad con discreta medida las prácticas de los miserables, llevando cuenta y razón de lo que tenéis y consumís, para que nunca os salga la necesidad más larga que su remedio, ni la sábana más corta que la pierna. Entre la sordidez y la excesiva largueza, preferid lo primero, que os hará antipáticos, pero no infelices. La generosidad practicada sin medida puede ser viciosa, porque muchas veces la dicta la presunción antes que el verdadero espíritu de caridad… Y tocando, por fin, el punto más sensible, no me atrevo a deciros que no seáis enamorados, porque esto sería contravenir una gran ley de Naturaleza; pero sí os recomiendo que lo seáis sin apartaros de las leyes eternas, y que evitéis toda empresa de amor en que veáis probable daño de tercero. Esto es muy malo, hijos míos, y os lo asegura quien, por seguir la regla contraria, ha tocado en la experiencia sus perniciosos efectos. En todo caso, sed respetuosos y veraces con las mujeres. Es más conforme a Naturaleza dejarles a ellas el uso del engaño, arma con que compensan su debilidad, y tomar el hombre para sí el uso continuo de la lealtad, que es la fuerza; y los riesgos que de esto se ocasionen, cada cual los sortee como pueda, buscando siempre el bien. Que las alabéis y las obsequiéis con flores del ingenio, no es cosa mala, pues muchas con esto sólo quedan satisfechas, y vosotros nada perdéis en ello. Los que sean casados, harán bien en guardar la fidelidad matrimonial, aunque les haya tocado un culebrón… Por eso, conviene mirarlo despacio, y enterarse antes de contraer esos vínculos que duran toda la vida. Sostened siempre la paz dentro de la familia que os resulte del nacimiento y de las uniones, y si hay en ella caracteres ásperos, procurad haceros a sus asperezas para que los demás contemporicen con las vuestras, que de seguro las tendréis. Espinas sufrimos, espinas tenemos, y el que crea que no las tiene y se duela de que le pinchen, es tonto de remate. Y ya no me queda que deciros sino que seáis trabajadores, que os procuréis un modo de vivir independiente del Estado, ya en la labranza de tanta tierra inculta, ya en cualquiera ocupación de artes liberales, oficios o comercio, pues si así no lo hacéis y os dedicáis todos a figurar, no formaréis una nación, sino una plaga, y acabaréis por tener que devoraros los unos a los otros en guerras y revoluciones sin fin… Sed cultos, bien educados, y emplead las buenas formas así en el lenguaje como en las acciones, que la grosería es causante de terribles males privados y públicos. La rudeza y los procederes ordinarios han sido aquí, bien lo veis, semilla de discordias entre los pueblos, y por esa falta de formas se hacen interminables las guerras, pues la grosería engendra el odio, y el odio nos lleva al salvajismo y a la barbarie… Y basta ya: no lloréis por mí, ni tengáis demasiada lástima de mi muerte, pues soy muy viejo y no sirvo ya para nada. A nadie soy útil, a nadie hago falta; mis días son de absoluta esterilidad; ya he vivido bastante, y al quitarme de en medio, casi casi no cometéis crueldad, pues no hacéis más que arrancar un tronco añoso y seco, que estorba el nacimiento de nuevos árboles… A todos ruego que me perdonen, y yo en los presentes perdono a cuantas personas de este y el otro bando hayan podido causarme algún agravio… Entereza no me falta, ya lo veis: confío en la Misericordia divina, a quien entrego mi alma, abominando de mis culpas sin pedir un galardón que no merezco, y deseando sólo la indulgencia que Dios no niega al último pecador. Les ruego, además, que entierren mi cuerpo en lugar decoroso, designando mi sepultura con una cruz y alguna inscripción, pues mi familia pretenderá seguramente transportar estos tristes despojos al panteón de Cintruénigo… Por mí, los dejaría en cualquier parte; pero los Idiáquez no lo consentirán… Ea: ya he concluido, y perdonen que haya sido hablador prolijo en este trance. Acabemos pronto, y cumplan ustedes su deber, que es matarme, como yo cumplo el mío muriendo en paz con Dios y con los hombres».