Za darmo

Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XXI

– Recitaré a usted las primeras estrofas de ellas, que estampadas con letras de fuego, como todas las demás, llevo en mi memoria. Dicen así:

 
Es Dios la original circunferencia
De todas las esféricas figuras,
Pues cercos, orbes, círculos y alturas
En el centro se incluyen de su esencia.
De este infinito centro de la ciencia
Salen inmensas líneas de criaturas,
Centellas vivas de las luces puras
De aquella inaccesible omnipotencia.
 

– Enrevesadillo es… pero no está mal. Yo que tú, me limitaría a contestarle en prosa llana que la quieres, que ahorque el sayo de peregrina, y se deje de ensueños y se case contigo, para que deis a Dios y a la sociedad, ella robusta, tú también, una inmensa línea de criaturas… Pero sin perjuicio de este consejo, veamos cómo se compone tu cacumen para devolver esas estrofas.

– Pues verá usted… yo le digo:

 
¡Oh, Marcela! Si es Dios circunferencia
De la divina esencia,
Explana de los orbes el abismo
En líneas, cercos, círculos y…
 

Al llegar aquí, la ley del maldito consonante me obliga a buscar el modo de meter la palabra profundas, para poder rematar con el concepto:

 
Tú que de amor y gloria te circundas,
Eres del centro de Dios mismo».
 

Apretándose los ijares, rompió D. Beltrán en una tan fuerte risa, que el bueno de Nelet, desconcertado, cortó la vena poética. «¿Qué, señor? – le dijo: – ¿es que no están bien hilvanados, o que no hay bastante sutileza y delgadez de razonamiento?

– Por San Jorge de Alfama y por el nombre que llevo – replicó D. Beltrán llorando de risa, – te juro que desde que hay poesía no se han compuesto versos peores… Hijo mío, vuelve en ti; acógete a la opinión leal y a la experiencia del viejo Urdaneta, y abandona un camino por donde vas, no a la conquista, sino a la total perdición de la plaza que quieres sitiar. Ven acá, y en un abrazo de amigo te comunicaré las ideas que deben curarte de esa enfermedad que padeces. Los demonios y los versitos son dos síntomas de un mismo mal: el mal de tontería, Nelet…

– Por Dios, que voy creyendo que tiene razón – dijo el discípulo dejándose abrazar.

– ¡Que si tengo razón!… Como que a no cambiar de sistema, Marcela se reirá de ti y acabarás por volverte loco. De un mal semejante al tuyo padece ella, y no has de curárselo sino con la aplicación de la medicina que produzca humor contrario a esas simplezas. Vuelve en ti; levántate de ese terreno, verdadero corral de pavos, en que te has caído. Ten presente que Marcela no ha de quererte por pavo, sino por hombre. No seas con ella poeta huero, sé gallardo, fuerte, enamorado, siempre varonil; antes que ñoño y quejumbroso, sé atrevido y jovial. No hagas caso de duendes, que son muy mala compañía, ni te calientes los cascos componiendo endechas, que, aun siendo superiores, no agradarían a tu señora tanto como un buen poema de amor, sentido y expresado en los hechos, no en las palabras.

– ¡Es verdad, sí, sí! ¡Viva D. Beltrán! – exclamó Nelet entusiasmado, abrazándole más fuerte. – Lo veo claro… Hay que ser hombre, galán, fuerte, apasionado, dispuesto para todo…

– Sí: que vea y entienda la grandeza y el ardor de tu pasión; que en ti admire el tipo del caballero amante, de corazón fogoso y voluntad firme; que te tema un poco, pues es bueno una chispita de miedo para encender amor; vea también que a todos infundes respeto; que eres bravo, verdadero gallo en guerras y amores. Esta es mi opinión. Si no haces esto, no cuentes conmigo… Que te aconsejen los demonios y te amparen los versitos.

– No; no hay consejero como usted, ni quien sepa más de cosas de mundo y mujeres. A mi D. Beltrán me atengo… Fuera demonios, fuera ensueños, fuera poesía, que no es tal poesía, sino lo que usted dice… cosa de pavos… Fuera los quejiditos y el no comer, y el miedo ridículo… El cuento es que cuando yo enamoraba a tantas sin quererlas, sabía cumplir de palabra y obra; y a lo bruto… porque yo era un bruto… me desenvolvía muy bien… Pero con esta no soy lo que fuí, ni acierto a enamorarla… Y es que me tiene prendada toda el alma, y el seso completamente sorbido… y todo mi ser como derretido en ella y transformado…

– Acógete a mi doctrina, hijo, y adelante. Ganarás, ganaremos la partida, porque algo me ha de tocar a mí como maestro: la satisfacción de ver coronados tus deseos, de verle feliz, contento, padre de familia… ¡Y que no se alegrará poco este viejo de ver en ti y en Marcela florecer nueva rama de la honradísima familia de Luco! Así se redondeará todo, y evitaremos que el caudal de mi amigo vaya a parar a manos muertas… Con él constituiremos una gran familia tronco de numerosa prole; y en esa familia prosperará la agricultura, la industria, y resplandecerá la moral, la… Ya ves, ya ves cómo discurro y voy atando cabos. Hay que estar en todo, hijo mío.

– Venga otro abrazo – dijo Nelet con efusión, sintiendo que al mágico influjo de aquella palabra persuasiva, el alma se le vigorizaba, y se le inundaba el entendimiento de vivísima luz; – ya lo veo, ya lo veo. ¡Vaya un talento macho!… Adelante: soy hombre; no creo en duendes; quédense los versitos para barberos y estudiantes… Apresurémonos ya, que aún estamos distantes del sitio en que hemos de pasar la noche».

Grandemente excitado, D. Beltrán fue charlando todo el camino, y el otro escuchaba gozoso las explanaciones que hizo de su pensamiento, y los ejemplos admirables que refirió en corroboración de sus teorías. Con esto se les pasó la tarde, y ya anochecía cuando llegaron al borde de la barranquera que les separaba del monte de Vallivana. Para dar descanso al viejo pararon allí, recreándose los dos en el paisaje que a sus ojos se ofrecía: soledad en lo hondo, quietud en las alturas, la majestad de la Naturaleza campando en su silencio augusto. Con precaución descendieron hacia el río profundo, que fácilmente se vadeaba, y paso a paso emprendieron la subida de la vertiente opuesta, guiados por Malaena; que sin este auxilio no habrían podido encontrar el escalonado sendero entre la peña cubierta de vegetación. Llegaron por fin a la meseta, donde había una fuente de agua cristalina dentro de un nicho de variadas florecillas. En una gruta cercana descansaron. La noche se les pasó en coloquios muy entretenidos y en ratos de tranquilo sueño, después de una cena frugal. Al amanecer, previo lavatorio de cara y manos en la fuente, emprendieron la marcha hacia el santuario. Según los informes de la vieja, allí encontrarían a Marcela, que había llegado la noche anterior traspasando la sierra de Bel.

En efecto, serían las siete cuando, vencida ya gran parte del fragoso camino, vieron descender por entre matojos la figura mística de la monja Luco, seguida de los viejos. Estos se quedaron atrás, y avanzó sola entre el verdor de los jarales con lento paso de procesión: traía en la mano una rama de espino florecido. Cuando estuvo casi al habla saludó a sus amigos con grave sonrisa y un movimiento de la mano en que tenía el ramo, y se sentó en una peña. No lejos de ella, otra peña baja y extensa parecía puesta allí para que se sentaran los caballeros. Esmerádose había la Naturaleza en la hechura de aquel estrado, para pláticas de novios o para honestas reuniones. Se miraron los tres un instante. Rompió el silencio Marcela con palabras de relleno: «¿Verdad, Sr. D. Beltrán, que es agria la subidita? Siéntese aquí, a este lado mío. Tú, Nelet, enfrente.

– La más penosa cuesta – dijo el anciano con refinada galantería, – se vuelve ligera y fácil cuando al término de ella estás tú.

– Es lisonja, Señor… No le quiero tan lisonjero.

– Es la verdad – afirmó Nelet, que ya se enojaba de permanecer mudo. – Por ti, Marcela, subo yo a este monte y a otros más altos; y cuanto más te subas tú, más gozo yo elevándome hasta donde estés: que es obligación de lo humano remontarse a lo divino.

– ¡Jesús mío! – exclamó la monja risueña, santiguándose. – ¡Cuán desatinados vienen hoy los dos!

– Alto ahí – dijo D. Beltrán, tomando pie de las últimas palabras de Nelet: – si divina es Marcela, y como a tal la adoramos, no ocultemos que ahora la quisiéramos humana, sin menoscabo de su divinidad, pues a mi entender, lo divino y lo humano deben compenetrarse, constituyendo el mejor estado dentro de la Naturaleza…

– Alto ahí, digo yo ahora, y a fe de Marcela sostengo que no soy divina, aunque a la divinidad aspira mi pobre humanidad baja, y la compenetración de lo humano y lo divino ha de ser por el modo que la propia divinidad señala cuando quiere hacer suyo lo humano».

Si Marcela gozaba en este torneo conceptuoso, Nelet sufría de verse en tales laberintos, donde se perdía su intellectus. Así, con gallardo arranque llevó la cuestión al terreno de la sinceridad y llaneza: «No sé si es humano o es divino el sentimiento que aquí me trae, Marcela, sentimiento por el cual iría yo tras de ti hasta el fin del mundo. Lo que te he dicho en mis cartas, ahora lo repito con el apoyo de mi buen amigo: y es que te quiero. Dios encendió en mí una llama que me devora y consume. Si me niegas el amor que te pido, creeré que este fuego es un pedazo del infierno metido en mí.

– ¡Oh! eso no – dijo Marcela prontamente, – que el amor viene siempre de Dios. Fuego del Cielo es lo que te quema el alma, Nelet; mas no has de pretender que yo rompa mis votos para darte la tranquilidad. El amor, nacido en el alma, puede en ella tener su remedio, pues como divino, con divinos medios se modera y aplaca.

– Eso no – dijo el anciano: – con perdón de la ciencia, el amor como sentimiento de pura humanidad, sólo en la esfera humana encuentra su remedio.

– Perdóneme el Sr. D. Beltrán; déjeme concluir. Ha dicho Séneca que el afecto de amor no se rige por la razón. Es sabido que el demasiado amor es muy peligroso y acarrea desastres y muertes. Y así, yo repito ahora el dicho de Chilon Lacedemonio: «No amarás ni desearás nada demasiadamente». Y de que el amor no se rige por la razón, tenemos en la antigüedad ejemplos mil. Pigmalión y Alcidas Rodio amaron estatuas; Pasifae Reina amó a un toro; Semíramis a un caballo; Jerjes Rey a un árbol plátano; Hortensio Orador amó a una murena pescado; Cipariso a una cierva, y muerta la cierva, murió él también de pesar…

 

– Pero yo no amo a una estatua, ni a un pez, ni a un árbol – dijo Nelet con viveza, – sino a una mujer, a un ser vivo y hermoso, en quien Dios puso todas las perfecciones…

– Déjame acabar mi argumento.

– Dejarla… sí, dejarla – indicó D. Beltrán, que notaba en Marcela un gran gusto de hablar de amor, y el empeño de disimularlo con frialdades eruditas.

– Hemos sentado que el amor no se rige por la razón – prosiguió la santa. – Y ahora, tratando de penetrar en la esencia de ese sentimiento, digo que lo que mueve el amor del hombre es toda perfección de Naturaleza…

– Muy bien.

– Admirable.

– No lo digo yo: lo dice Aristóteles. Las cosas que incitan y mueven el amor en el hombre son: sapiencia, hermosura, eutrapelia, que es como decir buena conversación… Pues apartando el alma de estas perfecciones de Naturaleza, a que llamo perfecciones imperfectas, y embebiéndola en la única perfección perfecta, que es Dios, el amor humano se extingue, y el alma se ve purificada, gozosa y satisfecha en el verdadero amor.

– Todo eso es muy sabio – dijo Nelet en pie, impaciente, decidido a llevar las cosas por lo humano, pues tanta divinidad y sutileza de palabra le enfadaban; – pero a mí no me traigas ese cuento de que el amor de Dios quita el amor de mujer… No: a Dios se le quiere como Dios y a la mujer como mujer. Hombre soy, mujer tú. ¿Por qué no hemos de amarnos y ser felices? ¿Para qué nos ha criado Dios? ¿Para que nos aborrezcamos uno a otro y le queramos a Él? No, Marcela… Eso es un disparate, aunque lo digan Séneca, Aristóteles o San Simplicio. En cuestión de amor sé yo tanto como esos y más, más… Si quieres darme una razón para no amarme, deja a Dios y a los santos en el Cielo, y háblame como se habla entre criatura y criatura. Dime que no te agrado, que no soy de tu gusto, y ante este argumento, que no es sabio ni está en latín, no tendré más remedio que callarme y devorar mi amargura y morirme de pena. Sí, Marcela, porque tu desprecio es mi sentencia de muerte…

– Bien, muy bien, Nelet – gritó D. Beltrán radiante de satisfacción. – Así habla un hombre, y así te quiero, hijo mío.

– Hemos venido a pedirte una contestación a lo que de palabra y por escrito te he dicho. Yo estoy loco por ti. Desde antes de conocerle te amaba, y antes de verte te veía, y tan llena de ti tengo mi alma, que no hay en ella intención ni pensamiento que no sean tuyos… de lo que se sigue que has de escoger entre quererme y que yo acabe mi vida. Esto es quererte a ti y querer también a Dios. Pero no me pidas, ¡ay! que quiera a Dios sólo sin dejar nada para lo humano, porque eso es imposible».

Marcela mordía un palito de la rama del espino, sin fijar los ojos en ninguno de los caballeros, perdida su mirada en vagos espacios. D. Beltrán se aproximó a ella para observar su rostro, en el cual creía notar cierta turbación o pugna de sentimientos, y aprovechando estado tan ventajoso, hizo seña a Nelet de que callase, dejándola un rato en aquel solemne careo consigo misma.

XXII

No me negarás – dijo D. Beltrán, poniendo suavemente su mano en la rodilla de la santa, – que el hombre en cuyo corazón has encendido fuego de amor tan grande, es merecedor de tu cariño. Caballero leal en todas sus acciones, será para ti el mejor compañero que Dios podría depararte. ¿Lo niegas?…

– No señor – replicó Marcela mirando al suelo; – no puedo negar lo que es verdad: reconozco sus buenas partes, y por su rendimiento y constancia me veo precisada a tenerle estimación; la estimación que permiten mis estrechos votos…

– Por algo se empieza, hija mía. Y ahora te digo que a Dios no podría ofenderle que trocaras la vida religiosa por la que llamamos mundana. Dios hizo el mundo, hizo la humanidad para que en él viviese y de él gozara, y creó el amor para que la humanidad se prolongase hasta lo infinito, de padres a hijos…

– Y no sé yo – dijo Nelet con bárbara lógica, – que hiciera Dios conventos, ni mandase a hombres y mujeres que se apartaran de la existencia material… porque la existencia material es el fundamento de toda vida y hasta del amor de Dios; porque para amar a Dios tenemos que vivir, y para vivir tenemos que nacer, y para nacer…

– Aunque me ven ustedes silenciosa – indicó la penitente dando un suspiro, – no crean que me faltan razones para contestar a lo que uno y otro me dicen.

– ¡Oh! Ya sabemos que silogismos y citas sagradas y profanas, no han de faltarte… Pero ahora nos harás el favor de guardar a todos los sabios en el archivo de tu memoria, y no consultar más texto que el de tu corazón. ¿Qué te dice este? ¿Que desprecies a Nelet?

– No me dice que le desprecie – replicó la monja sin mirar al interesado; – pero me persuade a no cambiar la vida de penitencia por otra vida.

– Pues yo he leído en no sé qué autor – dijo Nelet altanero, – que la primera penitencia es el matrimonio, y la mayor gloria humana criar una familia. Y si te decides a permanecer en el siglo, donde me encontrarás amante, esclavo fiel, no te pesará, Marcela, y verás cómo Dios te quiere más y te bendice… pues la vida que llevas no es vida de persona racional, ni Dios nuestro Criador puede querer eso.

– No creáis – repitió Marcela, inquieta y como azorada, sin mirarles, mascando el palito, – que porque callo me faltan razones… Mas no quisiera que las razones que se me ocurren las tomara Nelet a desprecio… No, no: desprecio no es… Y… no sé cómo decirlo… Es que aunque yo me propusiera arrancar de mí el amor de la vida religiosa y el gusto grandísimo de cumplir mis votos, no podría, no podría… Es más fuerte que yo mi devoción… Pero el afianzarme en ella no significa desprecio… no… Considero lo que Nelet merece… y yo pediría al Señor que le concediese, en criatura mejor que yo, la satisfacción de su fina voluntad… Que las hay mejores, sí, mejores que yo, de superior mérito físico y moral, así por la presencia como por las virtudes…

– No, no hay quien te supere – exclamó Nelet levantándose con furor de abrazarla, – ni siquiera quien te iguale. Marcela, en dos letras pronunciadas por tu boca está la ventura y la salvación de un hombre. Pronúncialas. Fácil, como el respirar, es decir sí… El no es sentencia de muerte, y tus labios divinos no me condenarán».

Levantose Marcela, y poniendo en su rostro y en su acento una severidad que el menos lince habría tenido por afectada, dijo a los caballeros: «Con su venia subiremos a la iglesia, que yo tengo que rezar, y ustedes también, pues han venido a cumplir una promesa».

Sin esperar respuesta, echó a andar hacia arriba con grave paso, echándose al hombro la rama de espino que decoraba graciosamente su gallardo busto. Quiso Nelet avanzar tras ella para proseguir el coloquio interrumpido; pero D. Beltrán le detuvo vigorosamente por un brazo, y aguardando a que la santa se alejara, le dijo: «Tonto, ¿no has comprendido? Es nuestra, es tuya.

– Me ha parecido que su espíritu no es insensible al amor de hombre.

– Calla, hijo… Desde que comenzó a soltar filosofías y citas de autores, observé que viene transformada. ¿Qué eran aquellas sutilezas más que un coqueteo de arte mayor? Es mujer, es mujer; hemos triunfado.

– ¡Mujer! – repitió Nelet como en éxtasis.

– Pero ¿no ves esos andares?… ¿No ves cómo se recoge la saya para andar cuesta arriba? ¿Y esa manera de llevar la rama florecida?… No es mala sofoquina la que le hemos dado con nuestro razonar irrebatible. Mírala, hombre, y dime si eso no es una mujer disfrazada de santa… El cuento es que está guapa de veras… La he visto muy de cerca; me he fijado bien. Los dientes son ideales; no extraño que hayas soñado con ellos. ¡Y qué perfil el de su cara! ¿Pues y los ojos?… Nelet, dame un abrazo… Estás de enhorabuena… Yo no la distingo ya más que como un bulto. ¿Va muy lejos? ¿No mira para atrás?

– Todavía no ha mirado.

– Ya, ya la veo. Allá va. Pues bien, Nelet, yo te apuesto lo que quieras a que antes de llegar a aquel peñasco negro… ¿No hay allí un peñasco?

– Es una encina.

– Pues te apuesto a que antes de llegar a la encina, se para y nos mira… a ver si la seguimos. No, no te muevas».

Resultó, en efecto, lo que el ladino viejo decía. Parose la penitente, y agitó la rama como diciendo con ella: «¿Pero qué hacen que no suben?».

Como el tardo paso de D. Beltrán no permitía la ascensión rápida, Marcela se adelantó largo trecho. De rato en rato miraba, y Nelet le hacía señas de que se detuviese; mas no hacía caso, y cuando los caballeros llegaron al santuario, ya la monja y sus viejos rezaban ante el altar con gran recogimiento. Arrodilláronse no lejos de la puerta, a distancia de Marcela, para poder hablar a su gusto. «Trastornadita y blanda la tienes ya – decía Urdaneta. – Y no debes atribuir esta mudanza a la constancia de tus manifestaciones amorosas. Obra es del contacto continuo con la Naturaleza, de la vida al aire libre, de la libertad, el campo, las montañas, los bosques sombríos y las fuentes cristalinas. Ya conocían el paño los que establecieron para penitencia de hombres y mujeres los recintos cerrados. La sociedad es gran conductora de amor; lo es también la Naturaleza… Por más que aún se defiende con sus sabidurías acartonadas, se ve que está vencida, tocada del mal de amor. En los andares lo conozco, en el metal de voz. A mí no me engaña queriendo hacer papeles de teóloga. Para rendir por completo su voluntad, y que nos largue un sí tan grande como esta iglesia, hemos de proceder con tino. Mucho cuidado, Nelet, con lo que ahora le digas…».

Nelet rezaba; el prócer hizo lo mismo, pidiendo a la Virgen que le mejorara la vista y que le sacara del cautiverio que tan injustamente sufría. Examinaron luego la iglesia, conducidos por la santera, pues allí no había sacristán ni hombre alguno; vieron también el camarín y la imagen, y se salieron al atrio a pasearse y fumar un cigarrillo… Marcela, terminados los rezos, apareció al fin, tras larga espera, y tomando de la mano a D. Beltrán, guió a los dos caballeros a un lugar abrigado junto a la hospedería, al pie de copudos robles. Sentados los tres sobre la hierba, continuaron su coloquio, siendo ella la que rompió con estas palabras: «He pedido a Dios y a la Virgen con todo fervor que me iluminen. No siento aún desgana de mis votos benditos, ni sombra de afición a otra vida. También he pedido al Señor que derrame alguna frialdad sobre ese fogoso afecto de Nelet, y espero que…

– Esto no lo enfría Dios – dijo el enamorado. – Lo que hace es avivar la lumbre, y cuanto más te miro, más me enciendo, Marcela. Yo he pedido a Dios que de este fuego que a mí me sobra te dé a ti algunas ascuas, infundiéndote el gusto de familia, de vida doméstica…

– Sí, hija mía: si te incitara Nelet a cosas impuras y pecaminosas, tus escrúpulos serían muy justificados; pero te propone, y yo con él, la unión bendita y santa ante el altar. ¿Qué sacas de esta vida errante? ¿A quién haces feliz con tus penitencias? ¿No es más cristiano y caritativo que libres de la muerte a un hombre honrado, y trueques sus martirios en dulzura, su infierno en cielo?

– ¡Vive Dios – exclamó Nelet con insana vehemencia, – que lo ha expresado D. Beltrán como el mismo Evangelio! Quisiera yo ver a Dios, como os estoy viendo a vosotros, para preguntarle delante de ti: «Dios, ¿no es verdad que tengo razón y ella no la tiene?».

– Cálmate, Manuel – dijo D. Beltrán, alarmado de tanto ardor. – Yo veo en el mirar dulce de este ángel, que nuestras razones han ganado su entendimiento, que Dios pone el dedo en su voluntad y le dice: «Hija bendita, levántate y sigue a tu esposo».

Pausa. Nelet, pálido como un difunto, miraba al suelo, y con su temblorosa mano se agarraba los mechones menos cortos de su cabello. Marcela tenía el rostro encendido, la respiración anhelante. Dejando caer a un lado su cabeza en actitud de Dolorosa, arqueando las cejas y bajando los párpados, pronunció estas palabras, sin autorizarlas con sentencias de santos ni de filósofos: «Uno y otro, despiadados, me ponen en grande suplicio. Yo quiero ver a mi lado el bien y veo el mal; por causa mía inocente, enferma Nelet de la peor dolencia, de aquella para que no hay consuelo ni medicina, como no sea ella misma y las punzadas de su propio dolor; esto veo y no puedo remediarlo, que si en mi mano estuviera, pronto lo haría. Así, les ruego que no me atormenten más y me dejen partir.

 

– ¡Partir! – exclamó Nelet suspenso, echando de sus ojos un siniestro rayo. – ¡Partir y dejarme en esta ansiedad! ¿Partir tú y no conmigo? ¿Es que no quieres verme más? Marcela, por Dios, no me lo digas; no quieras verme trocado de hombre en fiera… no ofendas a Dios convirtiendo en monstruo a una de sus criaturas… Si por otra causa o razón no te decides a quererme, hazlo por la santa obra de salvar un alma… ¿No te convenzo al fin?

– Si con que yo te vea y te hable, tu alma se sostiene en Dios – dijo la santa, bondadosa, – te veré siempre que gustes y haya buena ocasión de ello. Al decir que me dejarais partir, no quería, no, alejarme de ti para siempre… decía que es hora de que por hoy nos separemos. Y en esta ausencia, ofrezco yo a Nelet con toda lealtad que seguiré pensando en el grave caso, y pidiendo a Dios fervorosamente que me ilumine para resolverlo.

– Yo te aseguro – declaró Santapau con acento en que se revelaba el propósito de una resuelta acción, – que si al decir que partías lo hubieras hecho en son de despedida para siempre, antes de que te fueras me habrías visto arrojarme por aquel despeñadero que da al barranco de Vallivana.

– Hijo mío, Marcela te promete volver, y volverá – indicó Urdaneta conciliando voluntades con frase cariñosa. – Yo quedo de fiador. Tendremos otra entrevista dentro de pocos días, en el sitio que designaremos…

– Y no sólo he de consultar con Dios – agregó la beata, – sino con mi hermano Francisco; que es bien le dé cuenta de esta terrible novedad… De aquí me iré en busca de un confesor, a quien manifestaré las turbaciones hondísimas que han levantado en mí las palabras tentadoras de uno y otro; luego iré en busca de mi hermano, y hecho todo esto, les avisaré por Malaena para que nos reunamos.

– Y me des respuesta de vida o muerte – dijo el galán. – Está bien. Si me matas, mátame de un solo golpe. Si he de vivir, sépalo también pronto, para no vivir muriendo…».

Levantose Marcela, diciendo con gracia mujeril, que D. Beltrán apreció como síntoma felicísimo: «Me dan permiso para retirarme?

– ¿Tan pronto? – murmuró Nelet.

– Me equivoqué, señores míos – añadió ella con nueva emisión de gracia, acompañada de sonrisa un tanto picaresca. – No debí pedirles permiso para retirarme, sino para suplicarles que se retiren… Perdónenme. Y para que nadie se ofenda, ustedes y yo nos retiraremos al mismo tiempo, por distintos lados… Yo me voy monte arriba, a salir a Bel.

– Y nosotros barranco abajo a salir a donde Dios quiera – replicó D. Beltrán. – ¿Ves?… Nelet no se conforma con que nos prives tan pronto de tu divina presencia… Pero yo le persuadiré a la resignación; descuida. Tiene en mí un aliviador de sus males de ánimo, y un atemperante de sus nervios.

– Me conformo, sí – dijo Nelet con noble ademán. – Propuesta por ti la separación con ese modo gracioso y… de mujer, la acepto… Más te quiero mujer que santa, y entre santa de todos y mujer mía, prefiero esto… porque la santidad no llega tan adentro del alma como el querer entre criaturas…

– Yo celebro verte en esa conformidad – afirmó ella, dando los primeros pasos hacia el sendero que había de seguir. – De las diferencias entre santicio y mujericio, mucho podría decirte; mas ahora no puede ser.

– ¿Tardarás mucho en decírmelas?

– Dios es quien ha de fijar el cuándo. Él solo es el marcador de las ocasiones.

– Bueno: también me conformo. Esta mansedumbre que en mí ves no tiene otra causa que el haberte visto benigna… Has sonreído, Marcela, y sólo con eso me desconozco, me siento mejor de lo que fuí.

– Ahora… como si lo viera… – dijo la penitente, sonriendo con más gracia y viveza que antes, – irán ustedes caminando despacito, y parándose a cada instante para mirar hacia atrás.

– ¿Y tú no harás lo mismo? – observó Nelet más vivo que la pólvora.

– Si alguna vez vuelvo la cara – replicó ella conteniendo la risa, – será por observar la tontería de los hombres, y porque no crean que es desprecio el no mirar alguna vez… Vaya, en marcha. Nelet, D. Beltrán, el Señor les acompañe».

Se separaron lentamente, y como a diez pasos gritó D. Beltrán: «Conste que no soy yo el que mira, sino este truhán, vicioso del mirar.

– Adiós», repitió la divina mujer.

A bastante distancia, hablaban así los dos caballeros: «¿Qué?… ¿Se detiene a mirarnos?

– Ahora… ¡Y que no haya tenido yo valor para darle un abrazo!

– Calma, hijo. Tiempo tienes. Y ahora, ¿vuelve la cara?

– Va despacito… alza los ojos al cielo. Ya no la veo. Pasa detrás de un grupo de árboles… ¡Qué figura, qué aparición celestial!… Yo estoy loco.

– Calma… Repito que tiempo tienes. A punto de completa madurez la verás pronto.

– Ahora reaparece otra vez.

– ¿Y mira?

– Sí señor… Se ha puesto en la boca una ramita de hinojo. ¡Ay, qué delicia de hinojo!…

– Tiempo tienes… Anda, anda…

– No, no es de este mundo esa mujer.

– De este mundo o del otro… tuya es».