Za darmo

Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XIX

Encontreme frente a Inés que me miraba, confundiendo en sus ojos la expresión de dos sentimientos muy distintos: la alegría y el terror. No se atrevía a hablarme; puso violentamente su mano en mi boca cuando quise articular la primera palabra; inundó de lágrimas ardientes mi pecho, y luego, indicándome con movimientos de inquietud que yo no podía estar allí, me dijo:

– ¿Y mi madre?

– Buena… ¿qué digo buena?… medio muerta por tu ausencia… ven al instante… estás en mi poder… ¿Lloras de alegría?

La estreché con vehemente cariño en mis brazos y repetí:

– ¡Sígueme al momento… pobrecita!… Te ahogas aquí… tanto tiempo buscándote… ¡Huyamos, vida y corazón mío!

La noticia de mi próxima muerte no me hubiera producido tanto dolor como las palabras de Inés cuando, temblando en mis brazos, me dijo:

– Márchate tú. Yo no.

Separeme de ella y la miré como se mira un misterio que espanta.

– ¿Y mi madre? – repitió ella.

Su voz débil y quejumbrosa apenas se oía. Resonaba tan sólo en mi alma.

– Tu madre te aguarda. ¿Ves esta carta? Es suya.

Arrebatándome la carta de las manos, la cubrió de besos y lágrimas y se la guardó en el seno. Luego con rapidez suma se apartó de mí, señalándome con insistencia el patio.

El espíritu que va consentido al cielo y encuentra en la puerta a San Pedro que le dice: «Buen amigo, no es este vuestro destino; tomad por aquella senda de la izquierda»; ese espíritu que equivoca el camino, porque ha equivocado su suerte, no se quedará tan absorto como me quedé yo.

En mi alma se confundían y luchaban también sentimientos diversos; primero una inmensa alegría, después la zozobra, mas sobre todos dominaron la rabia y el despecho, cuando vi que aquella criatura tan amada, a quien yo quería devolver la libertad, me despedía sin que se pudiera traslucir el motivo. ¡Era para volverse loco! ¡Encontrarla después de tantos afanes, entrever la posibilidad de sacarla de allí para devolverla a su angustiada madre, a la sociedad, a la vida; recobrar el perdido tesoro del corazón, tomarlo en la mano y sentir rechazada esta mano!…

– ¡Ahora mismo vas a salir de aquí conmigo! – dije sin bajar la voz y estrechando tan fuertemente su brazo que, a causa del dolor, no pudo reprimir un ligero grito.

Arrojose a mis plantas y tres veces, tres veces, señores, con acento que heló la sangre en mis venas, repitió:

– No puedo.

– ¿No me mandaste que viniera? – dije recordando el papel escrito con carbón.

Tomó de una mesa un largo pliego escrito recientemente, y dándomelo, me dijo:

– Toma esa carta, vete y haz lo que te digo en ella. Te veré otro día por esta ventana.

– No quiero – grité haciendo pedazos el papel. – No me voy sin ti.

Me asomé por la ventana y vi que Jean-Jean y Ramoncilla habían desaparecido. Inés se arrodilló de nuevo ante mí.

– ¡La llave, trae pronto la llave! – dije bruscamente. – Levántate del suelo… ¿oyes?…

– No puedo salir – murmuró. – Vete al momento.

Sus grandes ojos abiertos con espanto, me expulsaban de la casa.

– ¡Estás loca! – exclamé. – Dime «muere», pero no digas «vete»… Ese hombre te impide salir conmigo; tiene tanto poder sobre ti que te hace olvidar a tu madre y a mí que soy tu hermano, tu esposo, ¡a mí que he recorrido media España buscándote, y cien veces he pedido a Dios que tomara mi vida en cambio de tu libertad!… ¿Te niegas a seguirme?… Dime dónde está ese verdugo, porque quiero matarle; no he venido más que a eso.

Su turbación hizo expirar las palabras en mi garganta. Estrechó amorosamente mi mano, y con voz angustiosa que apenas se oía, me dijo:

– Si me quieres todavía, márchate.

Mi furor iba a estallar de nuevo con mayor violencia, cuando un acento lejano, un eco que llegaba hasta nosotros debilitado por la distancia, clamó repetidas veces:

– Inés, Inés.

Una campanilla sonó al mismo tiempo con discorde vibración.

Levantose ella despavorida, trató de componer su rostro y cabello secando las lágrimas de sus ojos, vino hacia mí poniendo en la mirada toda su alma para decirme que callase, que estuviese quieto, que la obedeciese retirándome, y partió velozmente por un largo pasadizo que se abría en el fondo de la habitación.

Sin vacilar un instante la seguí. En la oscuridad, servíanme de guía su forma blanca que se deslizaba entre las dos negras paredes, y el ruido de su vestido al rozar contra una y otra en la precipitada marcha. Entró en una habitación espaciosa y bien iluminada, en donde entré también. Era su dormitorio, y al primer golpe de vista advertí la agradable decencia y pulcritud de aquella estancia, amueblada con arte y esmero. El lecho, las sillas, la cómoda, las láminas, la fina estera de colores, los jarros de flores, el tocador, todo era bonito y escogido.

Cuando puse mis pies en la alcoba, ella que iba mucho más a prisa que yo, había pasado a otra pieza contigua por una puerta vidriera, cuya luz cubrían cortinas blancas de indiana con ramos azules. Allí me detuve y la vi avanzar hacia el fondo de una vasta estancia medio oscura, en cuyo recinto resonaba la voz de Santorcaz. El rencor me hizo reconocerle en la penumbra de la ancha cuadra, y distinguí la persona del miserable, doloridamente recostada en un sillón con las piernas extendidas sobre un taburete y rodeado de almohadas y cojines.

También pude ver que la forma blanca de Inés se acercaba al sillón: durante corto rato ambos bultos estuvieron confundidos y enlazados, y sentí el estallido de amorosos besos que imprimían los labios del hombre sobre las mejillas de la mujer.

– Abre, abre esas maderas, que está muy oscuro el cuarto – dijo Santorcaz – y no puedo verte bien.

Inés lo hizo así, y la copiosa y rica luz del Mediodía iluminó la estancia. Mis ojos la escudriñaron en un segundo, observando todo, personajes y escena. A Santorcaz con la barba crecida y casi enteramente blanca, el rostro amarillo, hundidos los ojos de fuego, surcada de arrugas la hermosa y vasta frente, huesosas las manos, fatigado el aliento, no le hubiera conocido otro que yo, porque tenía grabadas en la mente sus facciones con la claridad del rostro aborrecido. Estaba viejo, muy viejo. La pieza contenía armas puestas en bellas panoplias, algunos muebles antiguos de gastado entalle, muchos libros, diversos armarios, arcones, un lecho cuyo dosel sostenían torneadas columnas, y un ancho velador lleno de papeles en confusión revueltos.

Inés se juntó al hombre a quien por su vejez prematura puedo llamar anciano.

– ¿Por qué has tardado en venir? – dijo Santorcaz con acento dulce y cariñoso, que me causó gran sorpresa.

– Estaba leyendo aquel libro… aquel libro… ya sabes – dijo la muchacha con turbación.

El anciano tomando la mano de Inés la llevó a sus labios con inefable amor.

– Cuando mis dolores – prosiguió – me permiten algún reposo y duermo, hija mía, en el sueño me atormenta una pena angustiosa; me parece que te vas y me dejas solo, que te vas huyendo de mí. Quiero llamarte y no puedo proferir voz alguna, quiero levantarme para seguirte y mi cuerpo convertido en estatua de hierro no me obedece…

Callando un momento para reposar su habla fatigosa, prosiguió luego así:

– Hace un instante dormía con sueño indeciso. Me parecía que estaba despierto. Sentí voces en la habitación que da al patio; te vi dispuesta a huir, quise gritar; un peso horroroso, una montaña, oprimía mi pecho… todavía moja mi frente el sudor frío de aquella angustia… Al despertar eché de ver que todo era una nueva repetición del mismo sueño que me atormenta todas las noches… Di, ¿me abandonarás? ¿abandonarás a este pobre enfermo, a este hombre ayer joven, hoy anciano y casi moribundo, que te ha hecho algún daño, lo confieso, pero que te ama, te adora como no suelen amar los hombres a sus semejantes, sino como se adora a Dios o a los ángeles? ¿Me abandonarás, me dejarás solo?…

– No – dijo Inés.

Aquel monosílabo apenas llegó hasta mí.

– ¿Y me perdonas el mal que te he hecho, la libertad que te he quitado? ¿Olvidas las grandezas vanas y falaces que has perdido por mí…?

– Sí – contestó la muchacha.

– Pero no me amarás nunca como yo te amo. La prevención, el horror que te inspiré en los primeros días no podrá borrarse de tu corazón, y esto me desespera. Todos mis esfuerzos para complacerte, mi empeño en hacerte agradable esta vida, el bienestar tranquilo que te he proporcionado, todo es inútil… La odiosa imagen del ladrón no te dejará ver en mí la venerable faz del padre. ¿No estás aún convencida de que soy un hombre bueno, honrado, leal, cariñoso, y no un monstruo abominable, como creen algunos necios?

Inés no contestó. La observé dirigiendo inquietas miradas a los vidrios, tras los cuales yo me ocultaba.

– Si por algo temo la muerte, es por ti – continuó el anciano. – ¡Oh! si pudiera llevarte conmigo sin quitarte la vida… Pero ¿quién asegura que moriré…? No; mi enfermedad no es mortal. Viviré muchos años a tu lado, mirándote y bendiciéndote, porque has llenado el vacío de mi existencia. ¡Bendito sea el Ser Supremo! Viviré, viviremos, hija mía; yo te prometo que serás feliz… ¿Pero no lo eres ahora? ¿Qué te falta…? ¿No me respondes…? Estás aterrada, te causo miedo…

El anciano calló un momento, y durante breve rato no se oyó en la habitación más que el batir de las tenues alas de una mosca que se sacudía contra los cristales, engañada por la transparencia de estos.

– ¡Dios mío! – exclamó él con amargura. – ¿Seré yo tan criminal como dicen? ¿Lo crees tú así? Dímelo con franqueza… ¿Me juzgas un malvado? Hay en mi vida hechos extraños, hija mía, ya lo sabes; pero todo se explica y se justifica en este mundo… ¿Qué razón hay para que te posea tu madre que durante tanto tiempo te tuvo abandonada pudiendo recogerte, y no te posea yo, que te amo por lo menos tanto como ella? no, que te amo más, muchísimo más, porque en la condesa pudo siempre el orgullo más que la maternidad, y jamás te llamó hija. Te tenía a su lado como un juguete precioso o fútil pasatiempo. Hija mía, la holgazanería, la corrupción y la vanidad de esos grandes, tan despreciables por su carácter, no tiene límites. Aborrece a esa gente, convéncete de la superioridad que tienes sobre ellos por la nobleza de tu alma; no les hagas el honor de ocupar tu entendimiento con una idea relativa a su vil orgullo. Haz tus alegrías con sus tormentos, y espera con deleite el día en que todos ellos caigan en el lodo. Apacienta tu fantasía con el espectáculo de reparación y justicia de esa gran caída que les espera, y acostúmbrate a no tener lástima de los explotadores del linaje humano, que han hecho todo lo posible para que el pueblo baile sobre sus cuerpos, después de muertos… ¿Pero estás llorando, Inés…? Siempre dices que no entiendes esto. No puedo borrar de tu alma el recuerdo de otros días…

 

Inés no contestó nada.

– Ya… – dijo Santorcaz con amarga ironía, después de breve pausa. – La señorita no puede vivir sin carroza, sin palacio, sin lacayos, sin fiestas y sin pavonearse como las cortesanas corrompidas en los palacios de los reyes… Un hombre del estado llano no puede dar esto a una señorita, y la señorita desprecia a su padre.

La voz de Santorcaz tomó un acento duro y reprensivo.

– Quizás esperes volver allá… – añadió. – Quizás trames algún plan contra mí… ¡Ah! ingrata; si me abandonas, si tu corazón se deja sobornar por otros amores, si menosprecias el cariño inmenso, infinito, de este desgraciado… Inés, dame la mano, ¿por qué lloras…? vamos, vamos, basta de gazmoñerías… Las mujeres son mimosas y antojadizas… Vamos, hijita, ya sabes que no quiero lágrimas. Inés, quiero un rostro alegre, una conformidad tranquila, un ademán satisfecho…

El anciano besó a su hija en la frente, y después dijo:

– Acerca una mesa, que quiero escribir.

No pudiendo contenerme más, empujé las vidrieras para penetrar en la habitación.

XX

– ¡Un hombre, un ladrón! – gritó Santorcaz.

– El ladrón eres tú – afirmé adelantando con resolución.

– ¡Oh! Te conozco, te conozco… – exclamó el anciano levantándose no sin trabajo de su asiento y arrojando a un lado almohadas y cojines.

Inés al verme lanzó un grito agudísimo, y abrazando a su padre:

– No le hagas daño – dijo – se marchará.

– Necio – gritó él. – ¿Qué buscas aquí? ¿Cómo has entrado?

– ¿Qué busco? ¿Me lo preguntas, malvado? – exclamé poniendo todo mi rencor en mis palabras. – Vengo a quitarte lo que no es tuyo. No temas por tu miserable vida, porque no me ensañaré en ese infeliz cuerpo a quien Dios ha dado el merecido infierno con anticipación; pero no me provoques, ni detengas un momento más lo que no te pertenece, reptil, porque te aplasto.

Al mirarme, los ojos de Santorcaz envenenaban y quemaban. ¡Tanta ponzoña y tanto fuego había en ellos!

– Te esperaba… – gritó. – Sirves a mis enemigos. Hijo del pueblo que comes las sobras de la mesa de los grandes, sabe que te desprecio. Enfermo e inválido estoy; mas no te temo. Tu vil condición y el embrutecimiento que da la servidumbre te impulsarán a descargar sobre mí la infame mano con que cargas la litera de los nobles. Desprecio tus palabras. Tu lengua, que adula a los poderosos e insulta a los débiles, sólo sirve para barrer el polvo de los palacios. Insúltame o mátame; pero mi adorada hija, mi hija que lleva en sus venas la sangre de un mártir del despotismo, no te seguirá fuera de aquí.

– Vamos – grité a Inés ordenándole imperiosamente que me siguiera, y despreciando aquel gárrulo estilo revolucionario que tan en boga estaba entonces entre afrancesados y masones. – Vamos fuera de aquí.

Inés no se movía. Parecía la estatua de la indecisión. Santorcaz, gozoso de su triunfo, exclamó:

– ¡Lacayo, lacayo! Di a tus indignos amos que no sirves para el caso.

Al oír esto, una nube de sangre cubrió mis ojos; sentí llamas ardientes dentro de mi pecho, y abalancéme hacia aquel hombre. El rayo, al caer, debe de sentir lo que yo sentí. Alargó su brazo para coger una pistola que en la cercana mesa había, y al dirigirla contra mi pecho, Inés se interpuso tan violentamente, que si dispara, hubiérala muerto sin remedio.

– ¡No le mates, padre! – gritó.

Aquel grito, el aspecto del anciano enfermo, que arrojó el arma lejos de sí, renunciando a defenderse, me sobrecogieron de tal modo, que quedé mudo, helado y sin movimiento.

– Dile que nos deje en paz – murmuró el enfermo abrazando a su hija. – Sé que conoces hace tiempo a ese desgraciado.

La muchacha ocultó en el pecho del padre su rostro lleno de lágrimas.

– Joven sin corazón – me dijo Santorcaz con voz trémula. – Márchate; no me inspiras ni odio ni afecto. Si mi hija quiere abandonarme y seguirte, llévatela.

Clavó en su hija los ojos ardientes, apretando con su mano huesosa, no menos dura y fuerte que una garra, el brazo de la infeliz joven:

– ¿Quieres huir de mi lado y marcharte con ese mancebo? – añadió soltándola y empujándola suavemente lejos de sí.

Di algunos pasos hacia adelante para tomar la mano de Inés.

– Vamos – le dije. – Tu madre te espera. Estás libre, querida mía, y se acabaron para ti el encierro y los martirios de esta casa, que es un sepulcro habitado por un loco.

– No, no puedo salir – me dijo Inés corriendo al lado del anciano, que le echó los brazos al cuello y la besó con ternura.

– Bien, señora – dije con un despecho tal, que me sentí impulsado a no sé qué execrables violencias. – Saldré. Nunca más me verá usted; nunca más verá usted a su madre.

– Bien sabía yo que no eras capaz de la infamia de abandonarme – exclamó el anciano llorando de júbilo.

Inés me lanzó una mirada encendida y profunda, en la cual sus negras pupilas, al través de las lágrimas, dijéronme no sé qué misterios, manifestáronme no sé qué enigmáticos pensamientos que en la turbación de aquel instante no pude entender. Ella quiso sin duda decirme mucho; pero yo no comprendí nada. El despecho me ahogaba.

– Gabriel – dijo el anciano recobrando la serenidad. – Aquí no haces falta. Ya has oído que te marches. Supongo que habrás traído escala de cuerda; mas para que bajes más seguro, toma la llave que hay sobre esa mesa, abre la puerta que hay en el pasillo, y por la escalera que veas baja al patio. Te ruego que dejes la llave en la puerta.

Viendo mi indecisión y perplejidad, añadió con punzante y cruel ironía:

– Si puedo serte útil en Salamanca, dímelo con franqueza. ¿Necesitas algo? Parece que no has comido hoy, pobrecillo. Tu rostro indica vigilias, privaciones, trabajos, hambre… En la casa del hombre del estado llano no falta un pedazo de pan para los pobres que vienen a la puerta. ¿Sucede lo mismo en casa de los nobles?

Inés me miró con tanta compasión, que yo la sentí por ella, pues no se me ocultaba que padecía horriblemente.

– Gracias – respondí con sequedad; – no necesito nada. El pedazo de pan que he venido a buscar no ha caído en mi mano; pero volveré por él… Adiós.

Y tomando la llave, salí bruscamente de la estancia, de la escalera, del patio, de la horrible casa; pero padre, hija, estancia, patio y casa, todo lo llevaba dentro de mí.

XXI

Cuando me encontré en la calle traté de reflexionar, para que la razón, enfriando mi sofocante ira, iluminara un poco mi entendimiento sobre aquel inesperado suceso; pero en mí no había más que pasión, una irritación salvaje que me hacía estúpido. Fuera ya de la escena, lejos ya de los personajes, traté de recordar palabra por palabra todo lo dicho allí; traté de recordar también la expresión de las fisonomías, para escudriñar antecedentes, indagar causas y secretos. Estos no pueden salir desde el fondo de las almas a la superficie de los apasionados discursos en un diálogo vivo entre personas que con ardor se aman o se odian.

A veces sentía no haber estrangulado a aquel hombre envejecido por las pasiones; a veces sentía hacia él inexplicable compasión. La conducta de Inés, tan desfavorable para mi amor propio, infundíame a ratos una ira violenta, ira de amante despreciado, y a ratos un estupor secreto con algo de la instintiva admiración que producen las grandezas de la Naturaleza cuando está uno cerca de ellas, cuando sabe uno que las va a ver, pero no las ha visto todavía.

Mi cerebro estaba lleno con la anterior entrevista. Pasaba el tiempo, pasaba yo maquinalmente de un sitio a otro, y aún los tenía a los dos ante la vista, a ella afligida y espantada, queriendo ser buena conmigo y con su padre; a Santorcaz furioso, irónico, díscolo e insultante conmigo, tierno y amoroso con ella. Observando bien a Inés, ahondando en aquel dolor suyo y en aquella su patética simpatía por la miseria humana, no había realmente nada de nuevo. En él sí, mucho.

Yo traía el pasado y lo ponía delante; registraba toda aquella parte de mi vida en que tuviera relación con ambos personajes. Finalmente, hice respecto a mi propio pensar y sentir en aquella ocasión un raciocinio que iluminó un poco mi espíritu.

– Largo tiempo, y hoy mismo al encontrarme frente a él – dije – he considerado a ese hombre como un malvado, y no he considerado que es un padre.

Sin duda me había acostumbrado a ver aquel asunto desde un punto de vista que no era el más conveniente.

Así pensando y sintiendo, con el cerebro lleno, el corazón lleno, proyectando en redor mío mi agitado interior, lo cual me hacía ver de un modo extraño lo que me rodeaba, sin vivir más que para mí mismo, olvidado en absoluto lo que me llevara a Salamanca, discurrí por varias calles que no conocía.

De improviso ante mi cara apareció una cara. La vi con la indiferencia que inspira un figurón pintado, y tardé mucho tiempo en llegar al convencimiento de que yo conocía aquel rostro. En las grandes abstracciones del alma, el despertar es lento y va precedido de una serie de raciocinios en que aquella disputa con los sentidos sobre si reconoce o no lo que tiene delante. Yo razoné al fin, y dije para mí:

– Conozco estos ojuelos de ratón que delante tengo.

Recobrando poco a poco mi facultad de percepción, hablé conmigo de este modo:

– Yo he visto en alguna parte esta nariz insolente y esta boca infernal que se abre hasta las orejas para reír con desvergüenza y descaro.

Dos manos pesadas cayeron sobre mis hombros.

– Déjame seguir, borracho – exclamé, empujando al importuno, que no era otro que Tourlourou.

– ¡Satané farceur! – gritó Molichard, que acompañaba por mi desgracia al otro. – Venid al cuartel.

– Drôle de pistolet… venid – dijo Tourlourou riendo diabólicamente. – Caballero Cipérez, el coronel Desmarets os aguarda…

– ¡Ventre de biche!… os escapasteis cuando ibais a ser encerrado.

– Y sacasteis la navaja para asesinarnos.

– Monseigneur Cipérez, vous serez coffré et niché.

Intenté defenderme de aquellos salvajes; pero me fue imposible, pues aunque borrachos, juntos tenían más fuerza que yo. Al mismo tiempo, como la escena en la casa de Santorcaz embargaba de un modo lastimoso mis facultades intelectuales, no me ocurría ardid ni artificio alguno que me sacase de aquel nuevo conflicto, más grave sin duda que los vencidos anteriormente.

Lleváronme, mejor dicho, arrastráronme hasta el cuartel, donde por la mañana tuve el honor de conocer a Molichard, y en la puerta detúvose Tourlourou, mirando al extremo de la calle.

– Dame… – chilló – allí viene el coronel Desmarets.

Cuando mis verdugos anunciaron la proximidad del coronel encargado de la policía de la ciudad, encomendé mi alma a Dios, seguro de que si por casualidad me registraban y hallaban sobre mí el plano de las fortificaciones, no tardaría un cuarto de hora en bailar al extremo de una cuerda, como ellos decían. Volví angustiado los ojos a todas partes, y pregunté:

– ¿No está por ahí el Sr. Jean-Jean?

Aunque el dragón no era un santo, le consideré como la única persona capaz de salvarme.

El coronel Desmarets se acercaba por detrás de mí. Al volverme… ¡oh asombro de los asombros!… le vi dando el brazo a una dama, señores míos, a una dama que no era otra que la mismísima miss Fly, la mismísima Athenais, la mismísima Pajarita.

Quedeme absorto, y ella al punto saludome con una sonrisa vanagloriosa que indicaba su gran placer por la sorpresa que me causaba.

Molichard y su vil compañero adelantáronse hacia el coronel, hombre grave y de más que mediana edad, y con todo el respeto que su embrutecedora embriaguez les permitiera, dijéronle que yo era espía de los ingleses.

 

– ¡Insolentes! – exclamó con indignación y en francés miss Fly. – ¿Os atrevéis a decir que mi criado es espía? Señor coronel, no hagáis caso de esos miserables a quienes rebosa el vino por los ojos. Este muchacho es el que ha traído mi equipaje, y el que con vuestra ayuda he buscado inútilmente hasta ahora por la ciudad… Di, tonto, ¿dónde has puesto mi maleta?

– En el mesón de la Fabiana, señora – respondí con humildad.

– Acabáramos. Buen paseo he hecho dar al señor coronel que me ha ayudado a buscarte… Dos horas recorriendo calles y plazas…

– No se ha perdido nada, señora – le dijo Desmarets con galantería. – Así habéis podido ver lo más notable de esta interesantísima ciudad.

– Sí; pero necesitaba sacar algunos objetos de mi maleta, y este idiota… Es idiota, señor coronel…

– Señora – dije señalando a mis dos crueles enemigos. – Cuando iba en busca de su excelencia, estos borrachos me llevaron engañado a una taberna, bebieron a mi costa, y luego que me quedé sin un real, dijeron que yo era espía y querían ahorcarme.

Miss Fly miró al coronel con enfado y soberbia, y Desmarets, que sin duda deseaba complacer a la bella amazona, recogió todo aquel femenino enojo para lanzarlo militarmente sobre los dos bravos franchutes, los cuales al verse convertidos de acusadores en acusados, parecían más beodos que antes y más incapaces de sostenerse sobre sus vacilantes piernas.

– ¡Al cuartel, canalla! – gritó el jefe con ira. – Yo os arreglaré dentro de un rato.

Molichard y Tourlourou, asidos del brazo, confusos y tan lastimosamente turbados en lo moral como en lo físico, entraron en el edificio dando traspiés, y recriminándose el uno al otro.

– Os juro que castigaré a esos pícaros – dijo el bravo oficial. – Ahora, puesto que habéis encontrado vuestra maleta, os conduciré a vuestro alojamiento.

– Sí, lo agradeceré – dijo miss Fly poniéndose en marcha, ordenándome que la siguiera.

– Y luego – añadió Desmarets – daré una orden para que se os permita visitar el hospital. Tengo idea de que no ha quedado en él ningún oficial inglés. Los que había hace poco, sanaron y fueron canjeados por los franceses que estaban en Fuente-Aguinaldo.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Entonces habrá muerto! – exclamó con afectada pena miss Fly. – ¡Desgraciado joven! Era pariente de mi tío el vizconde de Marley… ¿Pero no me acompañáis al hospital?

– Señora, me es imposible. Ya sabéis que Marmont ha dado orden para que salgamos hoy mismo de Salamanca.

– ¿Evacuáis la ciudad?

– Así lo ha dispuesto el general. Estamos amenazados de un sitio riguroso. Carecemos de víveres, y como las fortificaciones que se han hecho son excelentes, dejamos aquí ochocientos hombres escogidos que bastarán para defenderlas. Salimos hacia Toro para esperar a que nos envíen refuerzos del Norte o de Madrid.

– ¿Y marcháis pronto?

– Dentro de una hora. Sólo de una hora puedo disponer para serviros.

– Gracias… Siento que no podáis ayudarme a buscar a ese valiente joven, paisano mío, cuyo paradero se ignora y es causa de este mi intempestivo y molesto viaje a Salamanca. Fue herido y cayó prisionero en Arroyomolinos. Desde entonces no he sabido de él… Dijéronme que tal vez estaría en los hospitales franceses de esta ciudad.

– Os proporcionaré un salvo-conducto para que visitéis el hospital, y con esto no necesitáis de mí.

– Mil gracias; creo que llegamos a mi alojamiento.

– En efecto, este es.

Estábamos en la puerta del mesón de la Lechuga, distante no más de veinte pasos de aquel donde yo había dejado mi asno. Desmarets despidiose de miss Fly, repitiendo sus cumplidos y caballerescos ofrecimientos.

– Ya veis – me dijo Athenais cuando subíamos a su aposento – que hicisteis mal en no permitir que os acompañase. Sin duda habéis pasado mil contrariedades y conflictos. Yo, que conozco de antiguo al bravo Desmarets, os los hubiera evitado.

– Señora de Fly, todavía no he vuelto de mi asombro, y creo que lo que tengo delante no es la verídica y real imagen de la hermosa dama inglesa, sino una sombra engañosa que viene a aumentar las confusiones de este día. ¿Cómo ha venido usted a Salamanca, cómo ha podido entrar en la ciudad, cómo se las ha compuesto para que ese viejo relamido, ese Desmarets?…

– Todo eso que os parece raro, es lo más natural del mundo. ¡Venir a Salamanca! Existiendo el camino, ¿os causa sorpresa? Cuando con tanta grosería y vulgares sentimientos me abandonasteis, resolví venir sola. Yo soy así. Quería ver cómo os conducíais en la difícil comisión, y esperaba poder prestaros algún servicio, aunque por vuestra ingratitud no merecíais que me ocupara de vos.

– ¡Oh! Mil gracias, señora. Al dejar a usted lo hice por evitarle los peligros de esta expedición. Dios sabe cuánta pena me causaba sacrificar el placer y el honor de ser acompañado por usted.

– Pues bien, señor aldeano, al llegar a las puertas de la ciudad, acordeme del coronel Desmarets, a quien recogí del campo de batalla después de la Albuera, curando sus heridas y salvándole la vida: pregunté por él, salió a mi encuentro, y desde entonces no tuve dificultad alguna ni para entrar aquí ni para buscar alojamiento. Le dije que me traía el afán de saber el paradero de un oficial inglés, pariente mío, perdido en Arroyomolinos y como deseaba encontraros, fingí que uno de los criados que traía conmigo, portador de mi maleta, había desaparecido en las puertas de la ciudad. Deseando complacerme, Desmarets me llevó a distintos puntos. ¡Dos horas paseando!… Estaba desesperada… Yo miraba a un lado y otro diciendo: «¿Dónde estará ese bestia?… Se habrá quedado lelo mirando los fuertes… Es tan bobo…».

– ¿Y el mozuelo que acompañaba a usted?

– Entró conmigo. ¿Os burlabais del carricoche de mistress Mitchell? Es un gran vehículo, y tirado por el caballo que me dio Simpson, parecía el carro de Apolo… Veamos ahora, señor oficial, cómo habéis empleado el tiempo, y si se ha hecho algo que justifique la confianza del señor duque.

– Señora, llevo sobre mí un plano de las fortificaciones muy oculto… Además poseo innumerables noticias que han de ser muy útiles al general en jefe. He experimentado mil contratiempos; pero al fin, en lo relativo a mi comisión militar, todo me ha salido bien.

– ¡Y lo habéis hecho sin mí! – dijo la Mariposa con despecho.

– Si tuviera tiempo de referir a usted las tragedias y comedias de que he sido actor en pocas horas… pero estoy tan fatigado que hasta el habla me va faltando. Los sustos, las alegrías, las emociones, las cóleras de este día abatirían el ánimo más esforzado y el cuerpo más vigoroso, cuanto más el ánimo y cuerpo míos, que están el uno aturdido y apesadumbrado, el otro, tan vacío de toda sólida sustancia, como quien no ha comido en diez y seis horas.

– En efecto, parecéis un muerto – dijo entrando en su habitación. – Os daré algo de comer.

– Es una felicísima idea – respondí – y pues tan milagrosamente nos hemos juntado aquí, lo cual prueba la conformidad de nuestro destino, conviene que nos establezcamos bajo un mismo techo. Voy a traer mi burro, en cuyas alforjas dejé algo digno de comerse. Al instante vuelvo. Pida usted en tanto a la mesonera lo que haya… pero pronto, prontito…

Fui al mesón donde había dejado mi asno, y al entrar en la cuadra sentí la voz del mesonero muy enfrascada en disputas con otra que reconocí por la del venerable señor Jean-Jean.

– Muchacho – me dijo el mesonero al entrar – este señor francés se quería llevar tu burro.

– ¡Excelencia! – afirmó cortésmente aunque muy turbado Jean-Jean – no me quería llevar la bestia… preguntaba por vos.

Acordeme de la promesa hecha al dragón, y del ánima de la albarda, invención mía para salir del paso.

– Jean-Jean – dije al francés – todavía necesito de ti. Hoy salen los franceses, ¿no es verdad?

– Sí señor, pero yo me quedo. Quedamos veinte dragones para escoltar al gobernador.

– Me alegro – dije disponiéndome a llevar el burro conmigo. – Ahora, amigo Jean-Jean, necesito saber si el tal jefe de los masones se dispone a salir hoy también de Salamanca. Es lo más probable.