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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XVII

El señor Jean-Jean me tomó el brazo y llevándome adelante por entre aquellas tristes ruinas, díjome:

– Amigo Cipérez, he simpatizado con vos; nos pasearemos juntos… ¿Cuándo pensáis dejar a Salamanca? Os juro que lo sentiré.

Tan relamidas expresiones fueron funestísimo augurio para mí, y encomendé mi alma a Dios. En mi turbación, ni siquiera reparé en el aparato de guerra que a mi lado había, y olvideme ¡oh Jesús divino! de lord Wellington, de Inglaterra y de España.

– Mucho me agrada su compañía – dije afectando valor. – Vamos a donde usted quiera.

Sentí que el brazo del francés, cual máquina de hierro, apretaba fuertemente el mío. Aquel apretón quería decir: «No te me escaparás, no». A medida que avanzábamos, noté que era más escasa la gente y que los sitios por donde lentamente discurríamos, estaban cada vez más solitarios. Yo no llevaba más armas que una navaja. Jean-Jean, que era hombre robustísimo y de buena estatura, iba acompañado de un poderoso sable. Con rápida mirada observé hombre y arma para medirlos y compararlos con la fuerza que yo podía desplegar en caso de lucha.

– ¿A dónde me lleva usted? – pregunté deteniéndome al fin, resuelto a todo.

– Seguid, mi buen amigo – dijo con burlesco semblante. – Nos pasearemos por la orilla del Tormes.

– Estoy algo cansado.

Parose, y clavando sus pequeños ojos en mí, me dijo:

– ¿No queréis seguir al que os ha librado de la horca?

Con esa llama de intuición que súbitamente nos ilumina en momentos de peligro, con la perspicacia que adquirimos en la ocasión crítica en que la voluntad y el pensamiento tratan de sobreponerse con angustioso esfuerzo a obstáculos terribles, leí en la mirada de aquel hombre la idea que ocupaba su alma. Indudablemente Jean-Jean había conocido que yo llevaba conmigo mayor cantidad de dinero que la que mostré en la taberna, y ya me creyese espía, ya el verdadero Baltasar Cipérez, tentó mi caudal su codicia, y el fiero dragón ideó fáciles medios para apropiárselo. Aquel equívoco aspecto suyo, aquel solitario paraje por donde me conducía, indicaban su criminal proyecto, bien fuese este matarme para dar luego con mi cuerpo en el río, bien fuese expoliarme, denunciándome después como espía.

Por un instante sentí cobarde y vencida el alma, trémulo y frío el cuerpo: la sangre toda se agolpó a mi corazón, y vi la muerte, un fin horrible y oscuro, cuyo aspecto afligió mi alma más que mil muertes en el terrible y glorioso campo de batalla… Miré en derredor y todo estaba desierto y solo. Mi verdugo y yo éramos los únicos habitantes de aquel lugar triste, abandonado y desnudo. A nuestro lado ruinas deformes iluminadas por la claridad de un sol que me parecía espantoso; delante el triste río, donde el agua remansada y quieta no producía, al parecer, ni corriente ni ruido; más allá la verde orilla opuesta. No se oía ninguna voz humana, ni paso de hombre ni de bruto, ni más rumor que el canto de los pájaros que alegremente cruzaban el Tormes para huir de aquel sitio de desolación en busca de la frescura y verdor de la otra ribera. No podía pedir auxilio a nadie más que a Dios.

Pero sentí de pronto la iluminación de una idea divina, divina, sí, que penetró en mi mente, lanzada como rayo invisible de la inmortal y alta fuente del pensamiento; sentí no sé qué dulces voces en mi oído, no sé qué halagüeñas palpitaciones en mi corazón, un brío inexplicable, una esperanza que me llenaba todo, y sentir esto, y pensarlo, y formar un plan, fue todo uno. He aquí cómo.

Bruscamente y disimulando tanto mi recelo cual si fuera yo el criminal y él la víctima, detuve a Jean-Jean, tomé una actitud severa, resuelta y grave; le miré como se mira a cualquier miserable que va a prestarnos un servicio, y en tono muy altanero le dije:

– Sr. Jean-Jean: este sitio me parece muy a propósito para hablar a solas.

El hombre se quedó lelo.

– Desde que le vi a usted, desde que le hablé, le tuve por hombre de entendimiento, de actividad, y esto precisamente, esto, es lo que yo necesito ahora.

Vaciló un momento, y al fin estúpidamente me dijo:

– De modo que…

– No, no soy lo que parezco. Se puede engañar a esos imbéciles Tourlourou y Molichard; pero no a usted.

– Ya me lo figuraba – afirmó, – sois espía.

– No. Extraño que un entendimiento como el tuyo haya incurrido en esa vulgaridad – dije tuteándole con desenfado. – Ya sabes que los espías son siempre rústicos labriegos que por dinero exponen su vida. Mírame bien. A pesar del vestido, ¿tengo cara de labriego?

– No, a fe mía. Sois un caballero.

– Sí, un caballero, un caballero, y tú también lo eres, pues la caballerosidad no está reñida con la pobreza.

– Ciertamente que no.

– ¿Y has oído nombrar al marqués de Rioponce?

– No… sí… sí me parece que le he oído nombrar.

– Pues ese soy yo. ¿Podré vanagloriarme de haber encontrado en este día aciago para mí, un hombre de buenos sentimientos que me sirva, y al cual demostraré mi gratitud recompensándole con lo que él mismo nunca ha podido soñar?… Porque tú como soldado eres pobre, ¿no es cierto?

– Pobre soy – dijo, no disimulando la avaricia que por las claras ventanas de sus ojos asomaba.

– Escasa es la cantidad que llevo sobre mí; pero para la empresa que hoy traigo entre manos he traído suma muy respetable, hábilmente encerrada dentro del pelote que rellena el aparejo de mi cabalgadura.

– ¿Dónde dejasteis vuestro pollino? – preguntó.

Me quería comer con los ojos.

– Eso se queda para después.

– Si sois espía, no contéis conmigo para nada, señor marqués – dijo con cierta confusión. – No haré nunca traición a mis banderas.

– Ya he dicho que no soy espía.

– C’est drôle. ¿Pues qué demonios os trae a Salamanca en ese traje, vendiendo verduras y haciéndoos pasar por un campesino de Escuernavacas?

– ¿Qué me trae? Una aventura amorosa.

Dije esto y lo anterior con tal acento de seguridad, tanto aplomo y dominio de mí mismo, que en los ojos del que había querido ser mi asesino observé, juntamente con la avaricia, la convicción.

– ¡Una aventura amorosa! – dijo asaltado nuevamente por la duda, después de breve meditación. – ¿Y por qué no habéis venido tal y como sois? ¿Para qué ocultaros así de toda Salamanca?

– ¡Qué pregunta!… A fe que en ciertos momentos pareces un niño inocente. Si la aventura amorosa fuera de esas que se vienen a la mano por fáciles y comunes, tendrías razón; pero esta de que me ocupo es peligrosa y tan difícil, que es indispensable ocultar por completo mi persona.

– ¿Es que algún francés os ha quitado vuestra novia? – preguntó el dragón sonriendo por primera vez en aquel diálogo.

– Casi, casi… parece que vas acertando. Hay en Salamanca una persona que amo y a quien me llevaré conmigo, si puedo; ¡otra que aborrezco y a quien mataré si puedo!

– ¿Y esa segunda persona es quizás alguno de nuestros queridos generales? – dijo con sequedad. – Señor marqués, no contéis conmigo para nada.

– No, esa persona no es ningún general, ni siquiera es francés. Es un español.

– Pues si es un español, le diable m’emporte… podéis tratarle todo lo mal que os agrade. Ningún francés os dirá una palabra.

– No, porque ese hombre es poderoso, y aunque español ha tiempo que sirve la causa francesa. Es travieso como ninguno, y si me hubiera presentado aquí dando a conocer mi nombre, habríame sido imposible evitar una persecución rápida y terrible, o quizás la muerte.

– En una palabra, señor mío – dijo con impaciencia, – ¿qué es lo que queréis que yo haga para serviros?

– Primero que no me denuncies, estúpido – exclamé tratándole despóticamente para establecer mejor aún mi superioridad; – después que me ayudes a buscar el domicilio de mi enemigo.

– ¿No lo sabéis?

– No. Es esta la primera vez que vengo a Salamanca. Como vuestros groseros camaradas quisieron prenderme, no he tenido tiempo de nada.

– Ahora que nombráis a mis camaradas… – dijo Jean-Jean con mucho recelo – me ocurre… Cuidado que hicisteis bien el papel de aldeano. No me he olvidado de los refranes. Si ahora también…

– ¿Sospechas de mí? – grité con altanería.

– Nada de soberbia, señor marquesito – repuso con insolencia. – Ved que puedo denunciaros.

– Si me denuncias, sólo experimento la contrariedad de no poder llevar adelante mi proyecto; pero tú perderás lo que yo pudiera darte.

– No hay que reñir – dijo en tono benévolo. – Referidme en qué consiste esa aventura amorosa, pues hasta ahora no me habéis dicho más que vaguedades.

– Un miserable hijo de Salamanca, un perdido, un sans culotte ha robado de la casa paterna a cierta gentil doncella, de la más alta nobleza de España, un ángel de belleza y de virtud…

– ¡La ha robado!… Pues qué, ¿así se roban doncellas?

– La ha robado por satisfacer una venganza, que la venganza es el único goce de su alma perversa; por retener en su poder una prenda que le permita amenazar a la más honrada y preclara casa de Andalucía, como retienen los ladrones secuestradores la persona del rico, pidiendo a la familia la suma del rescate. Por largo tiempo ha sido inútil toda mi diligencia y la de los parientes de esa desgraciada joven para averiguar el lugar donde la esconde su fementido secuestrador; pero una casualidad, un suceso insignificante al parecer, pero que ha sido aviso de Dios, sin duda, me ha dado a conocer que ambos están en Salamanca. Él no habita sino en las ciudades ocupadas por los franceses, porque teme la ira de sus paisanos, porque es un hombre maldito, traidor a su patria, irreligioso, cruel, un mal español y un mal hijo, Jean-Jean, que, devorado por impío rencor hacia la tierra en que nació, le hace todo el daño que puede. Su vida tenebrosa, como la de los topos, empléase en fundar y en propagar sociedades de masonería, en sembrar discordias, en levantar del fondo de la sociedad la hez corrompida que duerme en ella, en arrojar la simiente de las turbaciones de los pueblos. Favorécenle ustedes porque favorecen todo lo que divida, aniquile y desarme a los españoles. Él corre de pueblo en pueblo, ocultando en sus viajes nombre, calidad y ocupación para no provocar la ira de los naturales, y cuando no puede viajar acompañado por las tropas francesas, se oculta con los más indignos disfraces. Últimamente ha venido de Plasencia a Salamanca fingiéndose cómico, y su cuadrilla imitaba tan perfectamente una compañías de la legua, que pocos en el tránsito sospecharon el engaño…

 

– Ya sé quién es – dijo súbitamente y sonriendo Jean-Jean. – Es Santorcaz.

– El mismo, D. Luis de Santorcaz.

– A quien algunos españoles tienen por brujo, encantador y nigromante. Y para entenderos con ese mal sujeto – añadió el francés – ¿os disfrazáis de ese modo? ¿Quién os ha dicho que Santorcaz es poderoso entre nosotros? Lo sería en Madrid; pero no aquí. Las autoridades le consienten, pero no le protegen. Hace tiempo que ha caído en desgracia.

– ¿Le conoces bien?

– Pues ya; en Madrid éramos amigos. Le escolté cuando salió a Toledo a conferenciar con la junta, y nos hemos reconocido después en Salamanca. Estuvo aquí hace tres meses, y después de una ausencia corta, ha vuelto… Caballero marqués, o lo que seáis, para luchar contra semejante hombre no necesitáis llevar ese vestido burdo ni disimular vuestra nobleza; podéis hacer con él lo que mejor os convenga, incluso matarle, sin que el gobierno francés os estorbe. Oscuro, olvidado y no muy bien quisto, Santorcaz se consuela con la masonería, y en la logia de la calle de Tentenecios unos cuantos perdidos españoles y franceses, lo peor sin duda de ambas naciones, se entretienen en exterminar al género humano, volviendo al mundo patas arriba, suprimiendo la aristocracia y poniendo a los reyes una escoba en la mano, para que barran las calles. Ya veis que esto es ridículo. Yo he ido varias veces allí en vez de ir al teatro, y en verdad que no debieran disfrazarse de cómicos porque realmente lo son.

– Veo que eres un hombre de grandísimo talento.

– Lo que soy – dijo el soldado en tono de alarmante sospecha – es un hombre que no se mama el dedo. ¿Cómo es posible que siendo vuestro único enemigo un hombre tan poco estimado y siendo vos marqués de tantas campanillas, necesitéis venir aquí vendiendo verdura y engañando a todo el pueblo, cual si no hubierais de luchar con un intrigante de baja estofa, sino con todos nosotros, con nuestro poder, nuestra policía, y el mismo gobernador de la plaza, el general Thiebaut-Tibo?

Jean-Jean razonaba lógicamente, y por breve rato no supe qué contestarle.

– Connu, connu… Basta de farsas. Sois espía – exclamó con acento brutal. – Si después de venir aquí como enemigo de la Francia os burláis de mí, juro…

– Calma, calma, amigo Jean-Jean – dije procurando esquivar el gran peligro que me amenazaba, después que lo creí conjurado. – Ya te dije que una aventura amorosa… ¿No has reparado que Santorcaz lleva consigo una joven…

– Sí, ¿y qué? Dicen que es su hija…

– ¡Su hija! – exclamé afectando una cólera frenética; – ¿ese miserable se atreve a decir que es su hija? No puede ser.

– Así lo dicen, y en verdad que se le parece bastante – repuso con calma mi interlocutor.

– ¡Oh! por Dios, amigo mío, por todos los santos, por lo que más ames en el mundo, llévame a casa de ese hombre, y si delante de mí se atreve a decir que Inés es su hija le arrancaré la lengua.

– Lo que puedo aseguraros es que la he visto paseando por la ciudad y sus alrededores, dando el brazo a Santorcaz, que está muy enfermo, y la muchacha, muy linda por cierto, no tenía modos de estar descontenta al lado del masón, pues cariñosamente le conduce por las calles y le hace mimos y monerías… Y ahora, mon petit, salís con que es vuestra novia, y una señora encantada o princesse d’ Araucaine, según habéis dado a entender… Bueno, ¿y qué?

– Que he venido a Salamanca para apoderarme de ella y restituirla a su familia, empresa en la cual espero que me ayudarás.

– Si ha sido robada, ¿por qué esa familia, que es tan poderosa, no se ha quejado al rey José?

– Porque esa familia no quiere pedir nada al rey José. Eres más preguntón que un fiscal, y yo no puedo sufrirte más – grité sin poder contener mi impaciencia y enojo. – ¿Me sirves, sí o no?

Jean-Jean, viendo mi actitud resuelta, vaciló un momento y después me dijo:

– ¿Qué tengo que hacer? ¿Llevaros a la calle del Cáliz, donde está la casa de Santorcaz, entrar, acogotarle y coger en brazos a la princesa encantada?

– Eso sería muy peligroso. Yo no puedo hacer eso sin ponerme antes de acuerdo con ella, para que prepare su evasión con prudencia y sin escándalo. ¿Puedes tú entrar en la casa?

– No muy fácilmente, porque el señor Santorcaz tiene costumbres de anacoreta y no gusta de visitas; pero conozco a Ramoncilla, una de las dos criadas que le sirven, y podría introducirme en caso de gran interés.

– Pues bien; yo escribo dos palabras, haces que lleguen a manos de la señorita Inés, y una vez que esté prevenida…

– Ya os entiendo, tunante – dijo con malicia de zorro y burlándose de mí. – Queréis que me quite de vuestra presencia para escaparos.

– ¿Todavía dudas de mi sinceridad? Atiende a lo que escribo con lápiz en este papel.

Apoyando un pedazo de papel en la pared escribí lo siguiente que por encima de mi hombro leía Jean-Jean:

«Confía en el portador de este escrito, que es un amigo mío y de tu mamá la condesa de ***, y al cual señalarás el sitio y hora en que puedo verte, pues habiendo venido a Salamanca decidido a salvarte, no saldré de aquí sin ti. – Gabriel».

– ¿Nada más que esto? – dijo tomando el papel y observándolo con la atención profunda del anticuario que quiere descifrar una inscripción oscura.

– Concluyamos. Tú llevas ese papel; procuras entregarlo a la señorita Inés; y si me traes en el dorso del mismo una sola letra suya, aunque sea trazada con la uña, te entregaré los seis doblones que llevo aquí, dejando para recompensar servicios de más importancia, lo que guardé en el mesón.

– ¡Sí, bonito negocio! – dijo el francés con desdén. – Yo voy a la calle del Cáliz, y en cuanto me aleje, vos que no deseáis sino perderme de vista, echáis a correr, y…

– Iremos juntos y te esperaré en la puerta…

– Es lo mismo, porque si subo y os dejo fuera…

– ¡Desconfías de mí, miserable! – exclamé inflamado por la indignación, que se mostró de un modo terrible en mi voz y en mi gesto.

– Sí, desconfío… En fin, voy a proponeros una cosa, que me dará garantía contra vos. Mientras voy a la calle del Cáliz, os dejaré encerrado en paraje muy seguro, del cual es imposible escapar. Cuando vuelva de mi comisión os sacaré y me daréis el dinero.

La ira se desbordaba en mí, mas viendo que era imposible escapar del poder de tan vil enemigo, acepté lo que me proponía, reconociendo que entre morir y ser encerrado durante un espacio de tiempo que no podía ser largo; entre la denuncia como espía y una retención pasajera, la elección no era dudosa.

– Vamos – le dije con desprecio – llévame a donde quieras.

Sin hablar más, Jean-Jean marchó a mi lado y volvimos a penetrar en aquel laberinto de ruinas, de edificios medio demolidos y revueltos escombros donde empezaban las fortificaciones. Vimos primero alguna gente en nuestro camino, y después la multitud que iba y venía, y trabajaba en los parapetos, amontonando tierra y piedras, es decir, fabricando la guerra con los festos de la religión. Ambos silenciosos llegamos a un pórtico vasto, que parecía ser de convento o colegio, y nos dirigimos a un claustro, donde vi hasta dos docenas de soldados, que tendidos por el suelo jugaban y reían con bullicio, gente feliz en medio de aquella nacionalidad destruida, pobres jóvenes sencillos e ignorantes de las causas que les habían movido a convertir en polvo la obra de los siglos.

– Este es el convento de la Merced Calzada – me dijo Jean-Jean. – No se ha podido acabar de demoler, porque había mucha faena por otro lado. En lo que queda nos acuartelamos doscientos hombres. ¡Buen alojamiento! Benditos sean los frailes. ¡Charles le téméraire! – gritó después llamando a uno de los soldados que estaban en el corro.

– ¿Qué hay? – dijo adelantándose un soldado pequeño y gordinflón. – ¿A quién traes contigo?

– ¿Dónde está mi primo?

– Por ahí anda. ¡Pied-de – mouton!

Presentose al poco rato un sargento bastante parecido a mi acompañante maldito, y este le dijo:

– Pied-de-mouton, dame la llave de la torre.

XVIII

Un instante después, Jean-Jean entraba conmigo en un aposento que no era ni oscuro ni húmedo, como suelen ser los destinados a encerrar prisioneros.

– Permitidme, señor pequeño marqués – me dijo con burlona cortesía – que os encierre aquí mientras voy a la calle del Cáliz. Si me dais antes de partir los doblones prometidos, os dejaré libre.

– No – repuse con desprecio. – Para tener la recompensa sin el servicio, necesitas matarme, vil. Inténtalo y me defenderé como pueda.

– Pues quedaos aquí. No tardaré en volver.

Marchose, cerrando por fuera la puerta que era gruesísima. Al verme solo, toqué los muros, cuyo espesor de dos varas anunciaba una solidez de construcción a prueba de terremotos… ¡Triste situación la mía! Cerca del medio día, y antes de que pudiera adquirir todos los datos que mi general deseaba, encontrábame prisionero, imposibilitado de recorrer solo y a mis anchas la población. Hablando en plata, Dios no me había favorecido gran cosa, y a tales horas, poco sabía yo, y nada había hecho.

Senteme fatigado, alcé la cabeza para explorar lo que había encima, y vi una escalera que, arrancando del suelo, seguía doblándose en los ángulos y arrollándose hasta perderse en alturas que no distinguía claramente mi vista. Los negros tramos de madera subían por el prisma interior, articulándose en las esquinas como una culebra con coyunturas, y las últimas vueltas perdíanse arriba en la alta región de las campanas. Una luz vivísima, entrando por las rasgadas ventanas sin vidrios, iluminaba aquel largo tubo vertical, en cuya parte inferior me encontraba. Atracción poderosa llamábame hacia arriba, y subí corriendo. Más que subir, aquella veloz carrera mía fue como si me arrojara en un pozo vuelto del revés.

Saltando los escalones de dos en dos, llegué a un piso donde varios aparatos destruidos me indicaron que allí había existido un reloj. Por fuera una flecha negra que estuvo dando vueltas durante tres siglos, señalaba con irónica inmovilidad una hora que no había de correr más. Por todas partes pendían cuerdas; pero no había campanas. Era aquello el cadáver de una cristiana torre, mudo e inerte como todos los cadáveres. El reloj había cesado de latir marcando la oscilación de la vida, y las lenguas de bronce habían sido arrancadas de aquellas gargantas de piedra que por tanto tiempo clamaran en los espacios, saludando el alba naciente, ensalzando al Señor en sus grandes días y pidiendo una oración para los muertos. Seguí subiendo, y en lo más alto dos ventanas, dos enormes ojos miraban atónitos el vasto cielo y la ciudad y el país, como miran los espantados ojos de los muertos, sin brillo y sin luz. Al asomarme a aquellas cavidades, lancé un grito de júbilo.

Debajo de mi vista se desarrollaba un mapa de gran parte de la ciudad y sus contornos, su río y su campiña.

Un viento suave mugía en la bóveda de la torre solitaria, articulando en aquel cráneo vacío sílabas misteriosas. Figurábaseme que la mole se tambaleaba como una palmera, amenazando caer antes que las piquetas de los franceses la destruyeran piedra a piedra. A veces me parecía que se elevaba más, más todavía, y que la ciudad ilustre, la insigne Roma la chica, se desvanecía allá abajo perdiéndose entre las brumas de la tierra. Vi otras torres, los tejados, las calles, la majestuosa masa de las dos catedrales, multitud de iglesias de diferentes formas que habían tenido el privilegio de sobrevivir; innumerables ruinas, donde centenares de hombres, parecidos a hormigas que arrastran granos de trigo, corrían y se mezclaban; vi el Tormes, que se perdía en anchas curvas hacia Poniente, dejando a su derecha la ciudad y faldeando los verdes campos del Zurguen por la otra orilla; vi las plataformas, las escarpas y contra-escarpas, los rebellines, las cortinas, las troneras, los cañones, los muros aspillerados, los parapetos hechos con columnatas de los templos, los espaldones amasados con el polvo y la tierra que fueron huesos y carne de venerables monjas y frailes; vi los cañones enfilados hacia afuera, los morteros, el foso, las zanjas, los sacos de tierra, los montones de balas, los parques al aire libre… ¡Oh, Dios poderoso, me diste más de lo que yo pedía! Vagaba por la ciudad imposibilitado de cumplir con mi deber, amenazado de muerte, expuesto a mil peligros, vendido, perdido, condenado, sin poder ver, sin poder mirar, sin poder escuchar, sin poder adquirir idea exacta ni aun confusa de lo que me rodeaba, hasta que un brazo de piedra, recogiéndome de entre las ruinas del suelo, alzome en los aires para que todo lo viese.

 

– Bendito sea el Señor omnipotente y misericordioso – exclamé. – Después de esto no necesito más que ojos, y afortunadamente los tengo.

La torre de la Merced tenía suficiente elevación para observar todo desde ella. Casi a sus pies estaba el colegio del Rey; seguía San Cayetano; después, en dirección al ocaso, el colegio mayor de Cuenca, y por último, los Benitos; en la elevación de enfrente vi una masa de edificios arruinados, cuyos nombres no conocía, pero cuyas murallas se podían determinar perfectamente, con las piezas de artillería que las guarnecían. Volviéndome al lado opuesto, vi lo que llamaban Teso de San Nicolás, los Mostenses, el Monte Olivete, y entre estas posiciones y aquellas, el foso y los caminos cubiertos que bajaban al puente.

Desde la puerta de San Vicente, donde estaba el rebellín con los cuatro cañones giratorios de que habló Molichard, partía un foso que se enlazaba con los Milagros. En la parte anterior y superior del foso había una línea de aspilleras sostenida por fuerte estacada. Todo el edificio de San Vicente estaba aspillerado, y sus fuegos podían dirigirse al interior de la ciudad y al campo. San Cayetano era imponente. Demolido casi por completo, habían formado espacioso terraplén con baterías de todos calibres, y sus fuegos podían barrer la plazuela del Rey, el puente y la explanada del Hospicio.

Aunque el recelo de que mi carcelero volviese pronto me obligó a trazar con mucha precipitación el dibujo que deseaba, este no salió mal, y en él representé imperfectamente, pero con mucha claridad, lo mucho y bueno que veía. Hícelo ocultándome tras el antepecho de la torre, y aunque la proyección geométrica dejaba algo que desear como obra de ciencia, no olvidé detalle alguno, indicando el número de cañones con precisión escrupulosa. Terminado mi trabajo, guardélo muy cuidadosamente y bajé hasta la entrada de la torre. Echándome sobre el primer escalón, aguardé al r. Jean-Jean, con intento de fingir que dormía cuando él llegase.

Tardó bastante tiempo, poniéndome en cuidado y zozobra; mas al fin apareció, y le recibí haciendo como que me despertaba de largo y sabroso sueño. La expresión de su rostro pareciome de feliz augurio. Dios había empezado a protegerme, y hubiera sido crueldad divina torcer mi camino en aquella hora cuando tan fácil y transitable se presentaba delante de mí, llevándome derechamente a la buena fortuna.

– Podéis seguirme – dijo Jean-Jean. – He visto a vuestra adorada.

– ¿Y qué? – pregunté con la mayor ansiedad.

– Me parece que os ama, señor marqués – dijo en tono de lisonja y sonriendo con el servilismo propio de quien todo lo hace por dinero. – Cuando le di vuestro billete, se quedó más blanca que el papel en que lo escribisteis… El Sr. Santorcaz, que está muy enfermo, dormía. Yo llamé a Ramoncilla, le prometí un doblón si hacía venir a la niña delante de mí para darle el billete; pero ¡cosa imposible! La niña está encerrada y el amo cuando duerme, guarda la llave debajo de la almohada… Insistí, prometiendo dos doblones… Entró la muchacha, hizo señas, apareció por un ventanillo una hermosísima figura, que alargó la mano… Subime a un tonel… no era bastante y puse sobre el tonel una silla… ¡Oh, señor marqués! Después de leer el papel me dijo que fueseis al momento y luego como le indicase que necesitabais ver dos letras suyas para creerme, trazó con un pedazo de carbón esto que aquí veis… si he ganado bien mis seis doblones – añadió lisonjeándome con una de esas cortesías que sólo saben hacer los franceses, – vuecencia lo dirá.

El pícaro había cambiado por completo en gesto y modales para conmigo. Tomé el papel y decía: «Ven al instante», trazado en caracteres que reconocí al momento. Los garabatos con que los ángeles deben de escribir en el libro de ingresos del cielo el nombre de los elegidos, no me hubieran alegrado más.

Sin hacerme repetir la súplica indirecta, pagué a Jean-Jean.

Salimos a toda prisa de la torre, atalaya de mi espionaje, y luego del claustro y convento arruinado; enderezando nuestros pasos por calles o callejuelas, pasamos por delante de la catedral, y luego nos internamos de nuevo por varias angostas vías, hasta que al fin parose Jean-Jean y dijo:

– Aquí es. Entremos despacito, aunque sin miedo, porque nadie nos estorba llegar hasta el patio. Ramoncilla nos dejará pasar. Después Dios dirá.

Atravesamos el portal oscuro, y empujando una puerta divisamos un patio estrecho y húmedo, donde se nos apareció Ramoncilla, la cual gravemente hizo señas de que no metiésemos ruido, y luego inclinó su cabeza sobre la palma de la mano, para indicar sin duda que el señor seguía durmiendo. Avanzamos paso a paso, y Jean-Jean, sin abandonar su sonrisa de lisonja, señalome una estrecha ventana que se abría en uno de los muros del patio. Miré, pero nadie asomó por ella. Mi emoción era tan grande que me faltaba el aliento, y dirigía con extravío los ojos a todos lados como quien ve fantasmas.

Sentí un ruido extraño, rumor como el de las alas de un insecto cuando surca el aire junto a nuestra cabeza, o el roce de una sutil tela con otra. Alcé la vista y la vi, vi a Inés en la ventana, sosteniendo la cortina con la mano izquierda y fijo en la boca el índice de la derecha para imponerme silencio. Su semblante expresaba un temor semejante al que nos sobrecoge cuando nos vemos al borde de un hondo precipicio sin poder detener ya la gravitación que nos empuja hacia él. Estaba pálida como la muerte, y el mirar de sus espantados ojos me volvía loco.

Vi una escalera a mi derecha y me precipité por ella, pero la criada y el francés dijéronme más con signos que con palabras que subiendo por allí no podía entrar. Moví los brazos ordenando a Inés que bajase; pero hizo ella signos negativos que me desesperaron más.

– ¿Por dónde subo? – pregunté.

La infeliz llevose ambas manos a la cabeza, lloró, y repitió su negativa. Luego parecía quererme decir que esperase.

– Subiré – dije al francés, buscando algún objeto que disminuyese la distancia.

Pero Jean-Jean, oficioso y solícito, como quien ha recibido seis doblones, había ya rodado el tonel que en un ángulo del patio estaba y puéstolo bajo la ventana. Aquel auxilio era pequeño, pues aún faltaba gran trecho sin apoyo ni asidero alguno. Yo devoraba con los ojos la pared, o más que pared, inaccesible montaña, cuando Jean-Jean, rápido, diligente y risueño, subió al tonel señalándome sus robustos hombros. Comprender su idea y utilizarla fue obra del mismo momento, y trepando por aquella escalera de carne francesa, así con mis trémulas manos el antepecho de la ventana. Estaba arriba.