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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XV

Detúveme a descansar en Cabrerizos ya muy alta la noche del lunes al martes, y al amanecer del día siguiente, cuando me disponía a hacer mi entrada en la ciudad, insigne maestra de España y de la civilización del mundo, los franceses, que hasta entonces no me habían incomodado, aparecieron en el camino. Era un destacamento de dragones que custodiaba cierto convoy enviado por Marmont desde Fuentesaúco. A pesar de que no había motivo para creer que aquellos señores se metieran conmigo, yo temía una desgracia; mas disimulé mi zozobra y recelo, arreando el pollino, y afectando divertir la tristeza del camino con cantares alegres.

No me engañó el corazón, pues los invasores de la patria ¡que comidos de los lobos sean antes, ahora y después! sin intentar hacerme manifiesto daño, antes bien un beneficio aparente, contrariaron mi plan de un modo lastimoso.

– Hermosas hortalizas – dijo en francés un cabo llevando su caballo al mismo paso que mi pollino.

No dije nada, y ni siquiera le miré.

– ¡Eh, imbécil! – gritó en lengua híbrida, dándome con su sable en la espalda – ¿llevas esas verduras a Salamanca?

– Sí, señor – respondí afectando toda la estupidez que me era posible.

Un oficial detuvo el paso y ordenó al cabo que comprase toda mi mercancía.

– Todo, lo compramos todo – dijo el cabo sacando un bolsillo de trapo mugriento. – ¿Combien?

Hice señas negativas con la cabeza.

– ¿No llevas eso a Salamanca para venderlo?

– No, señor, es para un regalo.

– ¡Al diablo con los regalos! Nosotros compramos todo, y así, gran imbécil, podrás volverte a tu pueblo.

Comprendí que resistir a la venta era infundir sospechas, y les pedí un sentido por las verduras, cuya escasez era muy grande en aquella época y en aquel país. Mas enfurecido el soldado, amenazome con abrirme bonitamente en dos: subió luego el precio más de lo ofrecido, bajé yo un tantico, y nos ajustamos. Recibí el dinero, mi pollino se quedó sin carga, y yo sin motivo aparente para justificar mi entrada en la ciudad, porque a los que no iban con víveres les daban con la puerta en los hocicos. Seguí, sin embargo, hacia adelante, y el cabo me dijo:

– ¡Eh, buen hombre! ¿No os volvéis a vuestro pueblo? No he visto mayor estúpido.

– Señor – repuse – voy a cargar mi burro de hierro viejo.

– ¿Tienes carta de seguridad?

– ¿Pues no la he de tener? Cuando estuve en Salamanca hace dos meses, para ver las fiestas del rey, me la dieron… Pero como ahora no llevo carga puede que no me dejen entrar a recoger el hierro viejo. Si el señor cabo quiere que vaya con su merced para que diga cómo me compró las verduras… pues, y que voy por hierro viejo.

– Bueno, saco de papel: pon tu burro al paso de mi caballo y sígueme; mas no sé si te dejarán entrar, porque hay órdenes muy rigurosas para evitar el espionaje.

Llegamos a la puerta de Zamora y allí me detuvo con muy malos modos el centinela.

– Déjalo pasar – dijo mi cabo; – le he comprado las verduras y va a cargar de hierro su jumento.

Mirome el cabo de guardia con recelo, y al ver retratada en mi semblante aquella beatífica estupidez propia de los aldeanos que han vivido largo tiempo en lo más intrincado de selvas y dehesas, dijo así:

– Estos palurdos son muy astutos. ¡Eh! monsieur le badaud. En esta semana hemos ahorcado a tres espías.

Yo fingí no comprender, y él añadió:

– Puedes entrar si tienes carta de seguridad.

Mostré el documento y entonces me dejaron pasar.

Atravesé una calle larga, que era la de Zamora, y me condujo en derechura a una grande y hermosa plaza de soportales, ocupada a la sazón por gran gentío de vendedores. Busqué en las inmediaciones posada donde dejar mi burro para poder dedicarme con libertad al objeto de mi viaje, y cuando hube encontrado un mesón, que era el mejor de la ciudad, y acomodado en él con buen pienso de paja y cebada a mi pacífico compañero, salí a la calle. Era la de la Rúa, según me dijo una muchacha a quien pregunté. Mi afán era trasladarme al recinto amurallado para recorrerlo todo. De pronto vi multitud de personas de diversas clases que marchaban en tropel llevando cada cual al hombro azadón o pico. Escoltábanles soldados franceses, y no iban ciertamente muy a gusto aquellos señores.

– Son los habitantes de la ciudad que van a trabajar a las fortificaciones – dije para mí. – Los franceses les llevan a la fuerza.

Aparteme a un lado por temor a que mi curiosidad infundiese sospechas, y andando sin rumbo ni conocimiento de las calles, llegué a un convento, por cuyas puertas entraban a la sazón algunas piezas de artillería. De repente sentí una pesada mano sobre mi hombro, y una voz que en mal castellano me decía:

– ¿No tomáis una azada, holgazán? Venid conmigo a casa del comisario de policía.

– Yo soy forastero – repuse; – he venido con mi borriquito…

– Venid y se sabrá quién sois – continuó mirándome atentamente. – Si par exemple, fueseis espion…

Mi primer intento fue resistirme a seguirle; pero hubiérame vendido la resistencia, y parecía más prudente ceder. Afectando la mayor humildad seguí a mi extraño aprehensor, el cual era un soldado pequeño y vivaracho, ojinegro, morenito y oficioso, cuyo empaque y modos me hacían poquísima gracia. En el recodo que hacía una calle tortuosa y oscura, traté de burlarle, quedándome un instante atrás para poner los pies en polvorosa con la ligereza que me era propia; mas adivinando el menguado mis intenciones, asiome del brazo y socarronamente me dijo:

– ¿Creéis que soy menos listo que vos? Adelante y no deis coces, porque os levanto la tapa de los sesos, señor patán. Ya no me queda duda que sois espion. Estabais observando la artillería de las monjas Bernardas. Estabais midiendo la muralla. Sabed que aquí hay unos funcionarios muy astutos que espían a los espías, y yo soy uno de ellos. ¿No habéis bailado nunca al extremo de una cuerda?

Nuevamente sentí impulsos de librarme de aquel hombre por la violencia; mas por fortuna tuve tiempo de reflexionar, sofocando mi cólera, y fiando mi salvación a la astucia y al disimulo. Llevome el endemoniado francesillo a un vasto edificio, en cuyo patio vi mucha tropa, y deteniéndose conmigo ante un grupo formado de cuatro robustos y poderosos militares de brillantes uniformes, bigotazos retorcidos e imponente apostura, me señaló con expresión de triunfo.

– ¿Qué traes, Tourlourou? – preguntó con fastidio el más viejo de todos.

– Un crapaud pescado ahora mismo.

Quiteme el sombrero, y con aire contrito y humildísimo hice varias reverencias a aquellos apreciables sujetos.

– ¡Un crapaud! – repitió el viejo oficial, dirigiéndose a mí con fieros ojos. – ¿Quién sois?

– Señor – dije cruzando las manos. – Ese señor soldado me ha tomado por un espía. Yo vengo de Escuernavacas a buscar hierro viejo, tengo mi burro en el mesón de una tal tía Fabiana, y me llamo Baltasar Cipérez para lo que vuecencia guste mandar. Si quieren ahorcarme, ahórquenme… – y luego sollozando del modo más lastimero y exhalando gritos de dolor que hubieran conmovido al mismísimo bronce, exclamé – : ¡Adiós, madre querida; adiós, padre de mi corazón; ya no veréis más a vuestro hijito; adiós, Escuernavacas de mi alma, adiós, adiós! Pero yo, ¿qué he hecho, qué he hecho yo, señores?

El oficial anciano dijo con calma imperturbable. Molichard, sargento Molichard, mandad que le encierren en el calabozo. Después le interrogaremos. Ahora estoy muy ocupado. Voy a ver al Maréchal de Logis, porque se dice que esta tarde saldremos de Salamanca.

Presentose otro francés alto como un poste, derecho como un huso, flaco y duro y flexible cual caña de Indias, de fisonomía curtida y burlona, ojos vivos, lacios y negros bigotes, y manos y pies de descomunal magnitud. Cuando vi a aquel pedazo de militar, de cuya osamenta pendía el uniforme como de una percha; cuando oí su nombre, una idea salvadora iluminó súbito mi cerebro, y pasando del pensamiento a la ejecución con la rapidez de la voluntad humana en casos de apuro, lancé una exclamación en que al mismo tiempo puse afectadamente sorpresa y júbilo; corrí hacia él, me abracé con vehemente ardor a sus rodillas, y llorando dije:

– ¡Oh, Sr. Molichard de mi alma, Sr. Molichard, queridísimo y reverenciadísimo! Al fin le encuentro. Y ¡cuánto le he buscado sin que estos pícaros me dieran razón de su merced! Déjeme que le abrace, que bese sus rodillas y que le reverencie y acate y venere… ¡Oh, Santa Virgen María: qué gozo tan grande!

– Creo que estáis loco, buen hombre – dijo el francés sacudiendo sus piernas.

– Pero, ¿no me conoce usía? – añadí. – Pero, ¿cómo me ha de conocer, si no me ha visto nunca? Deme esa mano que la bese y viva mil años el buen Sr. Molichard que salvó a mi padre de la muerte. Soy Baltasar Cipérez, mire la carta de seguridad, soy hijo del tío Baltasar a quien llaman Cipérez el rico, natural de Escuernavacas. Bendito sea el Sr. Molichard. Estoy en Salamanca porque hame mandado mi padre con un obsequio para su merced.

– ¡Un obsequio! – exclamó el sargento con alborozado semblante.

– Sí señor, un obsequio miserable, pues lo que usía ha hecho no lo pagará mi padre con los pobres frutos de su huerta.

– ¡Verduras! ¿Y dónde están? – dijo Molichard volviendo en derredor los ojos.

– Me las quitó en el camino un cabo de dragones, cuyo nombre no sé; pero que debe de andar por aquí y podrá dar testimonio de lo que digo. Pues poco le gustaron a fe. Regostose la vieja a los bledos, no dejó verdes ni secos.

– ¡Oh, peste de dragones! – exclamó con furia el protector de mi padre. – Yo se las sacaré de las tripas.

– Me obligó a que se las vendiera – continué; – pero puedo dar a usía el dinero que me entregó; además, de que en el primer viaje que haga a Salamanca traeré, no una, sino dos cargas para el Sr. Molichard. Mas no es el único obsequio que traigo a su merced. Mi padre no sabía qué hacer, porque quien da luego da dos veces; mi madre, que no ha venido en persona a ponerse a los pies de usía, porque le están echando cintas nuevas a la mantilla, quería que padre echase la casa por la ventana para obsequiar a su protector, y cuando me puse en camino pensaron los dos que la verdura era regalo indigno de su agradecido corazón, liberalidad y mucha hacienda; por cuya razón diéronme tres doblones de oro para que en Salamanca comprase para usía un tercio de vino de la Nava, que aquí lo hay bueno, y el del pueblo revuelve los hígados.

 

– El Sr. Cipérez es hombre generoso – dijo el francés pavoneándose ante sus amigos, que no estaban menos absortos y gozosos que él.

– Lo primero que hice en Salamanca esta mañana fue contratar el tercio en el mesón de la tía Fabiana. Conque vamos por él…

– El vino de la tía Fabiana no puede ser mejor que el que hay en la taberna de la Zángana. Puedes comprarlo allí.

– Daré aína el dinero a su merced para que lo compre a su gusto. Bien dicen que al que Dios quiere bien, en casa le traen de comer. ¡Cuánto trabajo para encontrar al Sr. Molichard! Preguntaba a todo el mundo sin que nadie me diera razón, hasta que este buen amigo me tomó por espía y trájome aquí… no hay mal que por bien no venga… ¡Al fin he tenido el gusto de abrazar al amigo de mi padre! ¡Qué casualidad! Ojos que se quieren bien, desde lejos se ven… Sr. Molichard, cuando me deje su merced en el calabozo, donde el oficial mandó que me pusieran, puede ir a escoger el vino que más le acomode. ¡Bendito sea Dios que hizo rico a mi buen padre para poder pagar con largueza los beneficios! Mi padre quiere mucho al Sr. Molichard. Quien te da el hueso no quiere verte muerto.

– En lo de ensartar refranes – dijo Molichard, – se conoce la sangre del Sr. Cipérez.

– Si bien canta el cura, no le va en zaga el monaguillo.

Molichard pareció indeciso y después de consultar a sus compañeros con la vista y algún monosílabo que no entendí, me dijo:

– Yo bien quisiera no encerraros en el calabozo, porque, en verdad, cuando le obsequian a uno de parte del Sr. Cipérez… pero…

– No… no se apure por mí el Sr. Molichard – dije con la mayor naturalidad del mundo. – Ni quiero que por mí le riña el señor oficial. Al calabozo. Como estoy seguro de que el señor oficial y todos los oficiales del mundo se convencerán de que no soy malo.

– En el calabozo lo pasaréis mal, joven… – dijo el francés. – Veremos. Se le dirá al oficial que…

– El oficial no se acuerda ya de lo que mandó – afirmó Tourlourou, quien, por encantamiento, había olvidado sus rencores contra mí.

– ¡Eh! Jean-Jean – gritó Molichard llamando a un compañero que cercano al lugar de la escena pasaba, y en cuya pomposa figura conocí al cabo de dragones que comprara mis verduras en el camino.

Acercose Jean-Jean, por quien fui al punto reconocido.

– Buen amigo – le dije, – me parece que fue su merced quien me compró las verduras que traje para el señor.

– ¿Para Molichard?…

– ¿No dije que eran para un regalo?

– A saber que eran para este chauve souris – dijo Jean-Jean, – no os hubiera dado un céntimo por ellas.

– Jean-Jean – dijo Molichard en francés, – ¿te gusta el vino de la Nava?

– Verlo no. ¿Dónde lo hay?

– Mira, Jean-Jean. Este joven me ha regalado un trago. Pero tenemos que ponerle a él en el calabozo…

– ¡En el calabozo!

– Sí, mon vieux, le han tomado por espía sin serlo.

– Vámonos a la taberna los cuatro – dijo Tourlourou – y luego el señor se quedará en su calabozo.

– Yo no quiero que por mí se indispongan sus mercedes con los jefes – dije con humildad y apocamiento. – Llévenme a la prisión, enciérrenme… Cada lobo en su senda y cada gallo en su muladar.

– ¿Qué es eso de encerrar? – gritó Molichard en tono campechano y tocando las castañuelas con los dedos. – A casa de la Zángana, messieurs. Cipérez, nosotros respondemos de ti.

– ¿Y si se enfada el oficial? Yo no me muevo de aquí.

– Un francés, un soldado de Napoleón – dijo Tourlourou con un gesto parecido al de Bonaparte señalando las pirámides, – no bebe tranquilo mientras que su amigo español se muere de sed en una mazmorra. Bravo, Cipérez – añadió abrazándome, – sois el primero entre mis camaradas. Abracémonos… Bien, así… amigos hasta la muerte. Señores, ved juntos aquí l’aigle de l’Empire et le lion de l’Espagne.

Francamente, a mí, león de España, me hacían poquísima gracia, como aquella, los brazos del águila del imperio.

Y con esto y otros excesos verbales de los tres servidores del gran imperio, me sacaron fuera del cuartel y en procesión lleváronme a un ventorrillo cercano a las fortificaciones de San Vicente.

XVI

– Sr. Molichard, aparte del tercio de lo de la Nava, que es regalo de mi señor padre, yo pago todo el gasto – dije al entrar.

En poco tiempo, Tourlourou, Molichard y Jean-Jean, regalaron sus venerandos cuerpos con lo mejor que había en la bodega, y helos aquí que por grados perdían la serenidad, si bien el cabo de dragones parecía tener más resistencia alcohólica que sus ilustres compañeros de armas y de vino.

– ¿Tiene mucha hacienda vuestro padre? – me preguntó Molichard.

– Bastante para pasar – respondí con modestia.

– Llámanle Cipérez el rico.

– Cierto, y lo es… Veo que mi obsequio parece poco… Por ahí se empieza. Ya sabemos que sobre un huevo pone la gallina.

– No digo eso. ¡A la salud de monsieurrrr Cipérez!

– Esto que hoy he traído, es porque como venía a mercar hierro viejo… Pero mi padre y mi madre y toda la familia, vendrán en procesión solene con algo mejor. Sr. Molichard, mi hermana quiere conocer al Sr. Molichard…

– Es una linda muchacha, según decía Cipérez. ¡A la salud de María Cipérez!

– Muy guapa. Parece un sol, y cuantos la ven la tienen por princesa.

– Y una buena dote… Si al fin irá uno a dejar su pellejo en España. Digamos como Luis XIV: «Ya no hay Pirrineos». Bebed, Baltasarico.

– Yo tengo muy floja la cabeza. Con tres medias copas que he bebido, ya estoy como si me hubieran metido a toda Salamanca entre sien y sien – dije fingiendo el desvanecimiento de la embriaguez.

Jean-Jean cantaba:

 
Le crocodile en partant pour la guerre
disait adieux a ses petits enfants.
Le malheureux
traînant sa queue
dans la poussière…
 

Tourlourou, después de remedar el gato y el perro, púsose de pie y con gesto majestuoso exclamó:

– Camaradas, desde lo alto de esta botella quarrrrente siècles vous contemplent.

Yo dije a Molichard:

– Señor sargento, como no acostumbro a beber, me he mareado de tal modo… Voy a salir un momento a tomar el aire. ¿Ha escogido usted su vino de la Nava?

Y sin esperar contestación, pagué a la Zángana.

– Bien; vamos un momento afuera – repuso Molichard tomándome del brazo.

Al salir encontreme en un sitio que no era plaza, ni patio, ni calle; sino más bien las tres cosas juntas. A un lado y otro veíanse altas paredes, unas a medio derribar, otras en pie todavía, sosteniendo los techos destrozados. Al través de estos se distinguía el interior abierto de los que fueron templos, cuyos altares habían quedado al aire libre; y la luz del día, iluminando de lleno las pinturas y dorados, daba a estos el aspecto de viejos objetos de prendería cuando los anticuarios de feria los amontonan en la calle. Soldados y paisanos trabajaban llevando escombros, abriendo zanjas, arrastrando cañones, amontonando tierra, acabando de demoler lo demolido a medias, o reparando lo demolido con exceso. Vi todo esto, y acordándome de lord Wellington, puse mi alma toda en los ojos. Yo hubiera querido abarcar de un solo golpe de vista lo que ante mí tenía y guardarlo en mi memoria, piedra por piedra, arma por arma, hombre por hombre.

– ¿Qué es esto que hacen aquí, señor Molichard? – pregunté cándidamente.

– ¡Fortificaciones, animal! – dijo el sargento, que después que se llenó el cuerpo con mi vino, había empezado a perderme el respeto.

– Ya, ya comprendo – repuse afectando penetración. – Para la guerra. ¿Y cómo llaman este sitio?

– Esto en que estamos es el fuerte de San Vicente, y aquí había un convento de benedictinos, que se derribó. Una guarida de mochuelos, mi amiguito.

– ¿Y qué van a hacer aquí con tanto cañón? – pregunté estupefacto.

– Pues no eres poco bestia. ¿Qué se ha de hacer? Fuego.

– ¡Fuego! – dije medrosamente. – ¿Y todos a la vez?

– Te pones pálido, cobarde.

– Uno, dos, tres, cuatro… allí traen otro. Son cinco. Y esa tierra, mi sargento, ¿para qué es?

– No he visto un animal semejante. ¿No ves que se están haciendo escarpa y contra escarpa?

– ¿Y aquel otro caserón hecho pedazos que se ve más allá?

– Es el castillo árabe-romano. ¡Foudre et tonnerre! Eres un ignorante… Dame la mano, que San Cayetano me baila delante.

– ¿San Cayetano?

– ¿No lo ves, zopenco? Aquel convento grande que está a la derecha. También lo estamos fortificando.

– Esto es muy bonito, señor Molichard. Será gracioso ver esto cuando empiece el fuego. ¿Y aquellos paredones que están derribando?

– El colegio Trilingüe… triquis lingüis en latín, esto es, de tres lenguas. Todavía no han acabado el camino cubierto que baja a la Alberca.

– Pero aquí han derribado calles enteras, señor Molichard – dije avanzando más y dándole el brazo para que no se cayese.

– Pues no parece sino que viene del Limbo, ¡Ventre de bœuf! ¿No ves que hemos echado al suelo la calle larga para poder esparcir los fuegos de San Vicente?…

– Y allí hay una plaza…

– Un baluarte.

– Dos, cuatro, seis, ocho cañones nada menos. Esto da miedo.

– Juguetes… Los buenos son aquellos cuatro, los del rebellín.

– Y por aquí va un foso…

– Desde la puerta hasta los Milagros, bruto.

¿Y detrás?… Jesús, María y José ¡qué miedo!

– Detrás el parapeto donde están los morteros.

– Vamos ahora por aquel lado.

– ¿Por San Cayetano?… ¡Oh!… Veo que eres curioso, curiosito… Saperlotte. Te advierto que si sigues haciendo tales preguntas y mirando con esos ojos de buey… me harás creer que ciertamente eres espía… y a la verdad, amiguito, sospecho…

El sargento me miró con descaro y altanería. Llegó a la sazón Tourlourou en lastimoso estado, y mal sostenido por su amigo Jean-Jean, que entonaba una canción guerrera.

– ¡Espion, sí, espion! – dijo Tourlourou señalándome. – Sostengo que eres espion. ¡Al calabozo!

– Francamente, caballero Cipérez – dijo Molichard – yo no quisiera faltar a la disciplina, ni que el jefe me pusiera en el nicho por ti.

– Tiene este mancebo – afirmó Jean-Jean sentándome la mano en el hombro con tanta fuerza, que casi me aplastó – cara de tunante.

– Desde que le vi sospeché algo malo – dijo Molichard. – No está uno seguro de nadie en esta maldita tierra de España. Salen espías de debajo de las piedras…

Yo me encogí de hombros, fingiendo no entender nada.

– ¿Pero no os dije que estaba observando el convento de Bernardas, cuya muralla se está aspillerando? – dijo Tourlourou.

Comprendí que estaba perdido; pero esforceme en conservar la serenidad. De pronto entró en mi alma un rayo de esperanza al oír pronunciar a Jean-Jean las siguientes palabras en mal castellano:

– Sois unos bestias. Dejadme a mí al Sr. Cipérez, que es mi amigo.

Pasó un brazo por encima de mi hombro con familiaridad cariñosa aunque harto pesada.

– Volvámonos al cuartel – dijo Molichard. – Yo entro de guardia a las diez.

Y asiéndome por el brazo añadió:

– ¡Peste, mille pestes!… ¿Queríais escapar?

– En el cuartel se le registrará – exclamó Tourlourou.

– Fuera de aquí goguenards – dijo con energía Jean-Jean. – El Sr. Cipérez es mi amigo y le tomo bajo mi protección. Andad con mil demonios y dejádmelo aquí.

Tourlourou reía; pero Molichard mirome con ojos fieros, e insistió en llevarme consigo; mas aplicole mi improvisado protector tan fuerte porrazo en el hombro que al fin resolvió marcharse con su compañero, ambos describiendo eses y otros signos ortográficos con sus desmayados cuerpos. He referido con alguna minuciosidad los hechos y dichos de aquellos bárbaros, cuya abominable figura no se borró en mucho tiempo de mi memoria. Al reproducir los primeros no me he separado de la verdad lo más mínimo. En cuanto a las palabras, imposible sería a la retentiva más prodigiosa conservarlas tal y como de aquellas embriagadas bocas salieron, en jerga horrible que no era español ni francés. Pongo en castellano la mayor parte, no omitiendo aquellas voces extranjeras que más impresas han quedado en mi memoria, y conservo el tratamiento de vos, que comúnmente nos daban los franceses poco conocedores de nuestro modo de hablar.

 

¿La protección de Jean-Jean era desinteresada o significaba un nuevo peligro mayor que los anteriores? Ahora se verá si tienen mis amigos paciencia para seguir oyendo el puntual relato de mis aventuras en Salamanca el día 16 de Junio de 1812, las cuales, a no ser yo mismo protagonista y actor principal de todas ellas, las diputara por hechuras engañosas de la fantasía o invenciones de novelador para entretener al vulgo.