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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XII

Hallábame una hora después en una casa de labradores ajustando el precio del vestido que había de ponerme, cuando sentí en el hombro un golpecito producido al parecer por un látigo que movían manos delicadas. Volvime y miss Fly, pues no era otra la que me azotaba, dijo:

– Caballero, hace una hora que os busco.

– Señora, los preparativos de mi viaje me han impedido ir a ponerme a las órdenes de usted.

Miss Fly no oyó mis últimas palabras, porque toda su atención estaba fija en una aldeana que teníamos delante, la cual, por su parte, amamantando un tierno chiquillo, no quitaba los ojos de la inglesa.

– Señora – dijo esta – ¿me podréis proporcionar un vestido como el que tenéis puesto?

La aldeana no entendía el castellano corrompido de la inglesa, y mirábala absorta sin contestarle.

– Señorita Fly – dije – ¿va usted a vestirse de aldeana?

– Sí – me respondió sonriendo con malicia. – Quiero ir con vos.

– ¡Conmigo! – exclamé con la mayor sorpresa.

– Con vos, sí; quiero ir disfrazada con vos a Salamanca – añadió tranquilamente, sacando de su bolsillo algunas monedas para que la aldeana la entendiese mejor.

– Señora, no puedo creer sino que usted se ha vuelto loca – dije. – ¿Ir conmigo a Salamanca, ir conmigo en esta expedición arriesgada y de la cual ignoro si saldré con vida?

– ¿Y qué? ¿No puedo ir porque hay peligro? Caballero, ¿en qué os fundáis para creer que yo conozco el miedo?

– Es imposible, señora, es imposible que usted me acompañe – afirmé con resolución.

– Ciertamente no os creía grosero. Sois de los que rechazan todo aquello que sale de los límites ordinarios de la vida. ¿No comprendéis que una mujer tenga arrojo suficiente para afrontar el peligro, para prestar servicios difíciles a una causa santa?

– Al contrario, señora, comprendo que una mujer como usted es capaz de eminentes acciones, y en este momento miss Fly me inspira la más sincera admiración; pero la comisión que llevo a Salamanca es muy delicada, exige que nadie vaya al lado mío, y menos una señora que no puede disfrazarse, ocultando su lengua extranjera y noble porte.

– ¿Que no puedo disfrazarme?

– Bueno, señora – dije sin poder contener la risa. – Principie usted por dejar su guardapiés de amazona, y póngase el manteo, es decir, una larga pieza de tela que se arrolla en el cuerpo, como la faja que ponen a los niños.

Miss Fly miraba con estupor el extraño y pintoresco vestido de la aldeana.

– Luego – añadí – desciña usted esas hermosas trenzas de oro, construyéndose en lo alto un moño del cual penderán cintas, y en las sienes dos rizos de rueda de carro con horquillas de plata. Cíñase usted después la jubona de terciopelo, y cubra en seguida sus hermosos hombros con la prenda más graciosa y difícil de llevar, cual es el dengue o rebociño.

Athenais se ponía de mal humor, y contemplaba las singulares prendas que la charra iba sacando de un arcón.

– Y después de calzarse los zapatitos sobre media de seda calada, y ceñirse el picote negro bordado de lentejuelas, ponga usted la última piedra a tan bello edificio, con la mantilla de rocador prendida en los hombros.

La señorita Mariposa me miró con indignación comprendiendo la imposibilidad de disfrazarse de aldeana.

– Bien – afirmó mirándome con desdén. – Iré sin disfrazarme. En realidad no lo necesito, porque conozco al coronel Desmarets, que me dejará entrar. Le salvé la vida en la Albuera… Y no creáis, mi conocimiento con el coronel Desmarets puede seros útil…

– Señora – le dije, poniéndome serio, – el honor que recibo y el placer que experimento al verme acompañado por usted son tan grandes, que no sé cómo expresarlos. Pero no voy a una fiesta, señora, voy al peligro. Además, si este no asusta a una persona como usted ¿nada significa el menoscabo que pueda recibir la opinión de una dama ilustre que viaja con hombre desconocido por vericuetos y andurriales?

– Menguada idea tenéis del honor, caballero – declaró con nobleza y altanería. – O vuestros hechos son mentira, o vuestros pensamientos están muy por bajo de ellos. Por Dios, no os arrastréis al nivel de la muchedumbre, porque conseguiréis que os aborrezca. Iré con vos a Salamanca.

XIII

Y tomando el partido de no contestar a mis razonables observaciones, se dirigió al cuartel general, mientras yo tomaba el camino de mi alojamiento para trocarme de oficial del ejército en el más rústico charro que ha parecido en campos salmantinos. Con mi calzón estrecho de paño pardo, mis medias negras y zapatos de vaca; con mi chaleco cuadrado, mi jubón de aldetas en la cintura y cuchillada en la sangría, y el sombrero de alas anchas y cintas colgantes que encajé en mi cabeza, estaba que ni pintado. Completaron mi equipo por el momento una cartera que cosí dentro del jubón con lo necesario para trazar algunas líneas, y el alma de la expedición, o sea el dinero que puse en la bolsa interna del cinto.

– Ya está mi Sr. Araceli en campaña – me dije. – El miércoles a las doce de vuelta en Bernuy… ¡En buena me he metido!… Si la inglesa da en el hito de acompañarme, soy hombre perdido… Pero me opondré con toda energía, y como no entre en razón, denunciaré al general en jefe el capricho de su audaz paisana para que acorte los vuelos de esta sílfide andariega y voluntariosa.

No era tanta mi inmodestia que supusiese a Athenais movida exclusivamente de un antojo y afición a mi persona; pero aún creyéndome indigno de la solícita persecución de la hermosa dama, resolví poner en práctica un medio eficaz para librarme de aquel enojoso, aunque adorable y tentador estorbo, y fue que bonitamente y sin decir nada a nadie, como D. Quijote en su primera salida, eché a correr fuera de Santi Spíritus y delante de la vanguardia del ejército, que en aquel momento comenzaba a salir para San Muñoz.

Pero juzgad, ¡oh señores míos! ¡cuál sería mi sorpresa cuando a poco de haber salido espoleando mi cabalgadura, que en el andar allá se iba con Rocinante, sentí detrás un chirrido de ásperas ruedas y un galope de rocín y un crujir de látigo y unas voces extrañas de las que en todos los idiomas se emplean para animar a un bruto perezoso! ¡Juzgad de mi sorpresa cuando me volví y vi a la misma miss Fly dentro de un cochecillo indescriptible, no menos destartalado y viejo que aquel de la célebre catástrofe, guiando ella misma y acompañada de un rapazuelo de Santi Spíritus!

Al llegar junto a mí, la inglesa profería exclamaciones de triunfo. Su rostro estaba enardecido y risueño, como el de quien ha ganado un premio en la carrera, sus ojos despedían la viva luz de un gozo sin límites; algunas mechas de sus cabellos de oro flotaban al viento, dándole el fantástico aspecto de no sé qué deidad voladora de esas que corren por los frisos de la arquitectura clásica, y su mano agitaba el látigo con tanta gallardía como un centauro su dardo mortífero. Si me fuera lícito emplear las palabras que no entiendo bien aplicadas a la figura humana, pero que son de uso común en las descripciones, diría que estaba radiante.

– Os he alcanzado – dijo con acento verdaderamente triunfal. – Si mistress Mitchell no me hubiera prestado su carricoche, habría venido sobre una cureña, señor Araceli.

Y como nuevamente le expusiera yo los inconvenientes de su determinación, me dijo:

– ¡Qué placer tan grande experimento! Esta es la vida para mí; libertad, independencia, iniciativa, arrojo. Iremos a Salamanca… Sospecho que allí tendréis que hacer además de la comisión de lord Wellington… Pero no me importan vuestros asuntos. Caballero, sabed que os desprecio.

– ¿Y qué he hecho para merecerlo? – dije poniendo mi cabalgadura al paso del caballo de tiro y aflojando la marcha, lo cual ambas bestias agradecieron mucho.

– ¿Qué? Llamar locura a este designio mío. No tienen otra palabra para expresar nuestra inclinación a las impresiones desconocidas, a los grandes objetos que entrevé el alma sin poderlos precisar, a las caprichosas formas con que nos seduce el acaso, a las dulces emociones producidas por el peligro previsto y el éxito deseado.

– Comprendo toda la grandeza del varonil espíritu de usted; pero ¿qué puede encontrar en Salamanca digno del empleo de tan insignes facultades? Voy como espía, y el espionaje no tiene nada de sublime.

– ¿Querréis hacerme creer – dijo con malicia – que vais a Salamanca a la comisión de lord Wellington?

– Seguramente.

– Un servicio a la patria no se solicita con tanto afán. Recordad lo que me dijisteis acerca de la persona a quien amáis, la cual está presa, encantada o endemoniada (así lo habéis dicho) en la ciudad adonde vamos.

Una risa franca vino a mis labios, mas la contuve diciendo:

– Es verdad; pero quizás no tenga tiempo para ocuparme de mis propios asuntos.

– Al contrario – dijo con gracia suma. – No os ocuparéis de otra cosa. ¿Se podrá saber, caballero Araceli, quién es cierta condesa que os escribe desde Madrid?

– ¿Cómo sabe usted…? – pregunté con asombro.

– Porque poco antes de salir yo de casa de Forfolleda, llegó un oficial con una carta que había recibido para vos. La miré por fuera, y vi unas armas con corona. Vuestro asistente dijo: «Ya tenemos otra cartita de mi señora la condesa».

– ¡Y yo salí sin recoger esa carta! – exclamé contrariado. – Vuelvo al instante a Santi Spíritus.

Pero miss Fly me detuvo con un gesto encantador, diciendo con gracejo sin igual:

– No seáis impetuoso, joven soldado; tomad la carta.

Y me la dio, y al punto la abrí y la leí. En ella me decía simplemente, a más de algunas cosas dulces y lisonjeras, que por Marchena acababa de saber que nuestro enemigo se disponía a salir de Plasencia para Salamanca.

– Parece que os dan alguna noticia importante, según lo mucho que reflexionáis sobre ella – me dijo Athenais.

 

– No me dice nada que yo no sepa. La infeliz madre, agobiada por el dolor y la impaciencia, me apremia sin cesar para que le devuelva el bien que le han quitado.

– Esa carta es de la mamá de la encantada – dijo la señorita Mariposa con incredulidad. – Forjáis historias muy lindas, caballero pero que no engañarán a personas discretas como yo.

Recorrí la carta con la vista, y seguro de que no contenía cosa alguna que a los extraños debiera ocultarse, pues la misma condesa había hecho público el secreto de su desgraciada maternidad, la di a miss Fly para que la leyese. Ella, con intensa curiosidad, la leyó en un momento, y repetidas veces alzó los ojos del papel para clavarlos en mí, acompañando su mirada de expresivas exclamaciones y preguntas.

– Yo conozco esta firma – dijo primero. – La condesa de ***. La vi y la traté en el Puerto de Santa María.

– En Enero del año 10, señora.

– Justamente… Y dice que sois su ángel tutelar, que espera de vos su felicidad… que os deberá la vida… que cambiaría todos los timbres de su casa por vuestro valor, por la nobleza de vuestro corazón y la rectitud de vuestros altos sentimientos.

– ¿Eso dice?… pasé la vista sin fijarme más que en lo esencial.

– Y también que tiene completa confianza en vos, porque os cree capaz de salir bien en la gran empresa que traéis entre manos… Que Inés (¿con que se llama Inés?), a pesar de lo mucho que vale por su hermosura y por sus prendas, le parece poco galardón para vuestra constancia…

Miss Fly me devolvió la carta. Estaba inflamada por una dulce confusión, casi diré arrebatador entusiasmo, y su brillante fantasía, despertándose de súbito con briosa fuerza, agrandaba sin duda hasta límites fabulosos la aventura que delante tenía.

– ¡Caballero! – exclamó sin ocultar el expansivo y grandioso arrobamiento de su alma poética – esto es hermosísimo, tan hermoso que no parece real. Lo que yo sospechaba y ahora se me revela por completo tiene tanta belleza como las mentiras de las novelas y romances. De modo que vos al ir a Salamanca vais a intentar…

– Lo imposible.

– Decid mejor dos imposibles – afirmó Athenais con exaltado acento – porque la comisión de Wellington… ¡Qué sublime paso, qué incomparable atrevimiento, señor Araceli! El coronel Simpson decía hace poco que hay noventa y nueve probabilidades contra una de que seréis fusilado.

– Dios me protegerá, señora.

– Seguramente. Si no hubieran existido en el mundo hombres como vos, no habría historia o sería muy fastidiosa. Dios os protegerá. Hacéis muy bien… apruebo vuestra conducta. Os ayudaré.

– ¿Pero todavía insiste usted?

– ¡Extraño suceso! – dijo sin hacer caso de mi pregunta – ¡y cómo me seduce y cautiva! En España, sólo en España podría encontrarse esto que enciende el corazón, despierta la fantasía y da a la vida el aliciente de vivas pasiones que necesita. Una joven robada, un caballero leal que, despreciando toda clase de peligros, va en su busca y penetra con ánimo fuerte en una plaza enemiga, y aspira sólo con el valor de su corazón y los ardides de su ingenio a arrancar el objeto amado de las bárbaras manos que la aprisionan… ¡Oh, qué aventura tan hermosa! ¡Qué romance tan lindo!

– ¿Gustan a usted, señora, las aventuras y los romances?

– ¿Que si me gustan? ¡Me encantan, me enamoran, me cautivan más que ninguna lectura de cuantas han inventado los ingenios de la tierra! – repuso con entusiasmo. – ¡Los romances! ¿Hay nada más hermoso, ni que con elocuencia más dulce y majestuosa hable a nuestra alma? Los he leído y los conozco todos, los moriscos, los históricos, los caballerescos, los amorosos, los devotos, los vulgares, los de cautivos y forzados y los satíricos. Los leo con pasión, he traducido muchos al inglés en verso o prosa.

– ¡Oh señora mía e insigne maestra! – dije, afirmando para mí que la enfermedad moral de miss Fly era una monomanía literaria. – ¡Cuánto deben a usted las letras españolas!

– Los leo con pasión – añadió sin hacerme caso – pero ¡ay! los busco ansiosamente en la vida real y no puedo, no puedo encontrarlos.

– Justo, porque esos tiempos pasaron, y ya no hay Lindarajas, ni Tarfes, ni Bravoneles, ni Melisendras – afirmé, reconociendo que me había equivocado en mi juicio anterior respecto a la enfermedad de la Pajarita. – ¿Pero de veras se ha empeñado usted en encontrar en la vida real los romances? por ejemplo, aquellas moritas vestidas de verde que se asomaban a las rejas de plata para despedir a sus galanes cuando iban a la guerra, aquellos mancebos que salían al redondel con listón amarillo o morado, aquellos barbudos reyes de Jaén o Antequera que…

– Caballero – dijo con gravedad interrumpiéndome – ¿habéis leído los romances de Bernardo del Carpio?

– Señora – respondí turbado – confieso mi ignorancia. No los conozco. Me parece que los he oído pregonar a los ciegos; pero nunca los compré. He descuidado mucho mi instrucción, miss Fly.

– Pues yo los sé todos de memoria, desde

 
En los reinos de León
el quinto Alfonso reinaba;
hermosa hermana tenía,
doña Jimena se llama,
hasta la muerte del héroe, donde hay aquello de
Al pie de un túmulo negro
está Bernardo del Carpio.
 

¡Incomparable poesía! Después de la Ilíada no se ha compuesto nada mejor. Pues bien. ¿No conocéis ni siquiera de oídas el romance en que Bernardo liberta de los moros a su amada Estela, y al Carpio que tenían cercado?

– Eso ha de ser bonito.

– Parece que resucitan los tiempos – dijo miss Fly con cierta vaguedad inexplicable, al modo de expresión profética en el semblante – parece que salen de su sepultura los hombres, revistiendo forma antigua, o que el tiempo y el mundo dan un paso atrás para aliviar su tristeza, renovando por un momento las maravillas pasadas… La Naturaleza, aburrida de la vulgaridad presente, se viste con las galas de su juventud, como una vieja que no quiere serlo… Retrocede la Historia, cansada de hacer tonterías, y con pueril entusiasmo hojea las páginas de su propio diario y luego busca la espada en el cajón de los olvidados y sublimes juguetes… ¿pero no veis esto, Araceli, no lo veis?

– Señora, ¿qué quiere usted que vea?

– El romance de Bernardo y de la hermosa Estela, que por segunda vez…

Al decir esto, el caballo que arrastraba no sin trabajo el carricoche de la poética Athenais, empezó a cojear, sin duda porque no podía reverdecer, como la Historia, las lozanas robusteces y agilidades de su juventud. Pero la inglesa no paró mientes en esto, y con gravedad suma continuó así:

– También tiene ahora aplicación el romance de D. Galván, que no está escrito; pero que puede recogerse de boca del pueblo como lo he hecho yo. En él, sin embargo, D. Galván no hubiera podido sacar de la torre a la infanta, sin el auxilio de una hada o dama desconocida que se le apareció…

El caballo entonces, que ya no podía con su alma, tropezó cayendo de rodillas.

– Mi estimable hada, aquí tiene usted la realidad de la vida – le dije. – Este caballo no puede seguir.

– ¡Cómo! – exclamó con ira la inglesa. – Andará. Si no enganchad el vuestro al carricoche, e iremos juntos aquí.

– Imposible, señora, imposible.

– ¡Qué desolación! Bien decía mistress Mitchell, que este animal no sirve para nada. A mí, sin embargo, me pareció digno del carro de Faetonte.

Levantamos al animal, que dio algunos pasos y volvió a caer al poco trecho.

– Imposible, imposible – exclamé. – Señora me veo obligado muy a pesar mío a abandonar a usted.

– ¡Abandonarme! – dijo la inglesa.

En sus hermosos ojos brilló un rayo de aquella cólera augusta que los poetas atribuyen a las diosas de la antigüedad.

– Sí, señora; lo siento mucho. Va a anochecer. De aquí a Salamanca hay diez leguas, el miércoles a las doce tengo que estar de vuelta en Bernuy. No necesito decir más.

– Bien, caballero – dijo con temblor en los labios y acerba reconvención en la mirada. – Marchaos. No os necesito para nada.

– El deber no me permite detenerme ni una hora más – dije volviendo a montar en mi caballo, después que, ayudado por el aldeanillo, puse sobre sus cuatro patas al de miss Fly. – El ejército aliado no tardará… ¡Ah! ya están aquí. En aquella loma aparecen las avanzadas… Las manda Simpson su amigo de usted, el coronel Simpson… Conque deme usted su licencia… No dirá usted, señora mía, que la dejo sola… Allí viene un jinete. Es Simpson en persona.

Miss Fly miró hacia atrás con despecho y tristeza.

– Adiós, hermosa señora mía – grité picando espuelas. – No puedo detenerme. Si vivo contaré a usted lo que me ocurra.

Apresurado por mi deber, me alejé a todo escape.

XIV

Marché aquella tarde y parte de la noche, y después de dormir unas cuantas horas en Castrejón, dejé allí el caballo, y habiendo adquirido gran cantidad de hortalizas, con más un asno flaquísimo y tristón, hice mi repuesto y emprendí la marcha por una senda que conducía directamente, según me indicaron, al camino de Vitigudino. Halleme en este al medio día del lunes: mas una vez que lo reconocí, aparteme de él, tomando por atajos y vericuetos hasta llegar al Tormes, que pasé para coger el camino de Ledesma y lugar de Villamayor. Por varios aldeanos que encontré en un mesón jugando a la calva y a la rayuela, supe que los franceses no dejaban entrar a quien no llevase carta de seguridad dada por ellos mismos, y que aun así detenían a los vendedores en la plaza sin dejarlos pasar adelante para que no pudiesen ver los fuertes.

– No me han quedado ganas de volver a Salamanca, muchacho – me dijo el charro fornido y obeso, que me dio tan lisonjeros informes después de convidarme a beber en la puerta del mesón. – Por milagro de Dios y de María Santísima está vivo el señor Baltasar Cipérez, o sea yo mismo.

– ¿Y por qué?

– Porque… verás. Ya sabes que han mandado vayan a trabajar a las fortificaciones todos los habitantes de estos pueblos. El lugar que no envía a su gente es castigado con saqueo y a veces con degüello… Bien dicen que el diablo es sutil. La costumbre es que mientras los aldeanos trabajan, los soldados estén quietos, hablando y fumando, y de trecho en trecho hay sargentos que con látigo en mano que están allí con mucho ojo abierto para ver el que se distrae o mira al cielo o habla a su compañero… Bien dijo el otro, que el diablo no duerme y todo lo añasca… En cuanto se descuida uno tanto así… ¡plas!…

– Le toman la medida de las espaldas.

– Yo tengo mala sangre – añadió Cipérez – y no creo haber nacido para esclavo. Soy aldeano rico, estoy acostumbrado a mandar y no a que me den latigazos. A perro viejo no hay tus tus… Así es que cuando aquel Lucifer me…

– Si soy yo el azotado, allí mismo lo tiendo.

– Yo cerré los ojos; yo no vi más que sangre, yo me metí entre todos porque… ¡Baltasar Cipérez azotado por un francés!… Yo daba mojicones… quien no puede dar en el asno da en la albarda. En fin, allí nos machacamos las liendres durante un cuarto de hora… Mira las resultas.

El rico aldeano, apartando la anguarina puesta del revés, según uso del país, mostrome su brazo vendado y sostenido en un pañuelo al modo de cabestrillo.

– ¿Y nada más? ¡Pues yo creí que le habían ahorcado a usted!

– No, tonto, no me ahorcaron. ¿De veras lo creías tú? Habríanlo hecho si no se hubiera puesto de parte mía un soldado francés, llamado Molichard, que es buen hombre y un tanto borracho. Como éramos amigos y habíamos bebido tantas copas juntos, se dio sus mañas, y sacándome del calabozo me puso salvo, aunque no sano, en la puerta de Zamora. ¡Pobre Molichard, tan borracho y tan bueno! Cipérez el rico no olvidará su generosa conducta.

– Señor Cipérez – dije al leal salamanquino, – yo voy a Salamanca y no tengo carta de seguridad. Si su merced me proporcionara una…

– ¿Y a qué vas a allá?

– A vender estas verduras – repuse mostrando mi pollino.

– Buen comercio llevas. Te lo pagarán a peso de oro. ¿Llevas lo que ellos llaman jericó?

– ¿Habichuelas? Sí. Son de Castrejón.

El aldeano me miró con atención algo suspicaz.

– ¿Sabes por dónde anda el ejército inglés? – me preguntó clavando en mí los ojos. – Por la uña se saca al león…

– Cerca está, señor Cipérez. ¿Conque me da su merced la carta de seguridad?…

– Tú no eres lo que pareces – dijo con malicia el aldeano. – ¡Vivan los buenos patriotas y mueran los franceses, todos los franceses, menos Molichard, a quien pondré sobre las niñas de mis ojos!

– Sea lo que quiera… ¿me da su merced la carta de seguridad?

– Baltasarillo – gritó Cipérez – llégate aquí.

 

Del grupo de los jugadores salió un joven como de veinte años, vivaracho y alegre.

– Es mi hijo – dijo el charro. – Es un acero… Baltasarillo, dame tu carta de seguridad.

– Entonces…

– No, no vayas mañana a Salamanca. Vuelve conmigo a Escuernavacas. ¿No dices que tu madre quedó muy triste?

– Madre tiene miedo a las moscas; pero yo no.

– ¿Tú no?

– Por miedo de gorriones no se dejan de sembrar cañamones – replicó el mancebo. – Quiero ir a Salamanca.

– A casa, a casa. Te mandaré mañana con un regalito para el señor Molichard… Dame tu carta.

El joven sacó su documento y entregómelo el padre diciendo:

– Con este papel te llamarás Baltasarillo Cipérez, natural de Escuernavacas, partido de Vitigudino. Las señas de los dos mancebos allá se van. El papel está en regla y lo saqué yo mismo hace dos meses, la última vez que mi hijo estuvo en Salamanca con su hermana María, cuando la fiesta del rey Copas.

– Pagaré a su merced el servicio que me ha hecho – dije echando mano a la bolsa, cuando Baltasarito se apartó de mí.

– Cipérez el rico no toma dinero por un favor – dijo con nobleza. – Creo que sirves a la patria, ¿eh? Porque a pesar de ese pelaje… Tan bueno es como el rey y el Papa el que no tiene capa… Todos somos unos. Yo también…

– ¿Cómo recibirán estos pueblos al lord cuando se presente?

– ¿Cómo le han de recibir…? ¿Le has visto? ¿Está cerca? – preguntó con entusiasmo.

– Si su merced quiere verle, pásese el miércoles por Bernuy.

– ¡Bernuy! Estar en Bernuy es estar en Salamanca – exclamó con exaltado gozo. – El refrán dice: «Aquí caerá Sansón»; pero yo digo: «Aquí caerá Marmont y cuantos con él son». ¿Has visto los estudiantes y los mozos de Villamayor?

– No he visto nada, señor.

– Tenemos armas – dijo con misterio. – Ténganos el pie al herrar y verá del que cojeamos… Cuando el lord nos vea…

Y luego, llevándome aparte con toda reserva, añadió:

– Tú vas a Salamanca mandado por el lord, ¿eh?… como si lo viera… No haya miedo. El que tiene padre alcalde, seguro va a juicio. Bien, amigo… has de saber que en todos estos pueblos estamos preparados, aunque no lo parece. Hasta las mujeres saldrán a pelear… Los franceses quieren que les ayudemos, pero lo que has de dar al mur dalo al gato, y sacarte ha de cuidado. Yo serví algún tiempo con Julián Sánchez, y muchas veces entré en la ciudad como espía… Mal oficio… pero en manos está el pandero que lo saben bien tañer.

– Señor Cipérez – dije. – ¡Vivan los buenos patriotas!

– No esperamos más que ver al inglés para echarnos todos al campo con escopetas, hoces, picos, espadas y cuanto tenemos recogido y guardado.

– Y yo me voy a Salamanca. ¿Me dejarán trabajar en las fortificaciones?

– Peligrosillo es. ¿Y el látigo? Quien a mí me trasquiló, las tijeras le quedaron en la mano… Pero si ahora no trabajan los aldeanos en los fuertes.

– ¿Pues quién?

– Los vecinos de la ciudad.

– ¿Y los aldeanos?

– Los ahorcan si sospechan que son espías. Que ahorquen. Al freír de los huevos lo verán, y a cada puerco le llega su San Martín… Por mí nada temo ahora, porque en salvo está el que repica.

– Pero yo…

– Ánimo, joven… Dios está en el cielo… y con esto me voy hacia Valverdón, donde me esperan doscientos estudiantes y más de cuatrocientos aldeanos. ¡Viva la patria y Fernando VII! ¡Ah! por si te sirvo de algo, puedes decir en Salamanca que vas a buscar hierro viejo para tu señor padre Cipérez el rico… adiós…

– Adiós, generoso caballero.

– ¿Caballero yo? Poco va de Pedro a Pedro… Aunque las calzo no las ensucio… Adiós, muchacho, buena suerte. ¿Sabes bien el camino? Por aquí adelante, siempre adelante. Encontrarás pronto a los franceses; pero siempre adelante, adelante siempre. Aunque mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.

Nos despedimos el bravo Cipérez y yo dándonos fuertes apretones de manos, y seguí a buen paso mi camino.