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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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– No me dice usted nada que yo no sepa – contesté. – Señora, ¿ha oído usted decir a lord Wellington cuándo lanzará nuestros regimientos sobre Salamanca?

– Impaciente estáis… Quiero saber otra cosa. ¿Amáis a vuestra Dulcinea de una manera ideal y sublime, embelleciéndola con vuestro pensamiento aún más de lo que ella es en sí, atribuyéndole cuantas perfecciones pueden idearse y consagrándole todos los dulces transportes de un corazón siempre inflamado?

– Así, así mismo, señora – dije con entusiasmo que no era enteramente falso, y deseando ver a dónde iba a parar aquella misteriosa mujer, cuyo carácter comenzaba a penetrar. – Parece que lee usted en mi alma como en un libro.

Después que oyó esto, permaneció largo rato en silencio, y luego reanudó el diálogo con una brusca variación de ideas, que era la tercera en aquel extraño coloquio.

– Caballero, ¿tenéis madre? – me dijo.

– No señora.

– ¿Ni hermanas?

– Tampoco. Ni madre, ni padre, ni hermanos, ni pariente alguno.

– Veo que está muy malparado el linaje de Hércules. De modo que estáis solo en el mundo – añadió con acento compasivo. – ¡Desgraciado caballero! ¿Y esa gran señora, cómica, o mujer masónica, os ama?

– Creo que sí.

– ¿Habéis hecho por ella sacrificios, arrostrado peligros y vencido obstáculos?

– Muchísimos; pero son nada en comparación con lo que aún me resta por hacer.

– ¿Qué?

– Una acción peligrosa, una locura; el último grado del atrevimiento. Espero morir o lograr mi objeto.

– ¿Tenéis miedo a los peligros que os aguardan?

– Jamás lo he conocido – respondí con una fatuidad, cuyo recuerdo me ha hecho reír muchas veces.

– Estad tranquilo, pues los aliados entrarán en Salamanca, y entonces fácilmente…

– Cuando entren los aliados, mi enemigo y su víctima habrán huido corriendo hacia Francia. Él no es tonto… Es preciso ir a Salamanca antes…

– ¡Antes de tomarla! – exclamó con asombro.

– ¿Por qué no?

– Caballero – dijo súbitamente deteniendo el paso. – Veo que os estáis burlando de mí.

– ¡Yo, señora! – contesté algo turbado.

– Sí; me ponéis ante los ojos una aventura caballeresca, que es pura invención y fábula; os pintáis a vos mismo como un carácter superior, como un alma de esas que se engrandecen con los peligros, y habéis adornado la ficción con hermosas figuras de Dulcinea y encantadores, que no existen sino en vuestra imaginación.

– Señora mía, usted…

– Tened la bondad de acompañarme a mi alojamiento. El olor de esos pinares me marea.

– Como usted guste.

Confieso ¿por qué no confesarlo? que me quedé algo corrido.

La elegante inglesa no me dijo una palabra más en todo el camino, y cuando subimos a casa de Forfolleda y la conduje a su cuarto, que ya empezaba a figurárseme regio camarín tapizado de rasos y organdíes, metiose en su tugurio como un hada en su cueva, y dándome desabridamente las buenas noches, corrió los cerrojos de oro… o de hierro, y me quedé solo.

X

Acomodándome en mi lecho, hablé conmigo de esta manera:

– ¿La tal inglesa será una de esas mujeres de equívoca honradez que suelen seguir a los ejércitos? Las hay de diferentes especies; pero en realidad, jamás vi en pos de los soldados de la patria ninguna tan hermosa ni de porte tan noble y aristocrático. He oído que tras el ejército francés van pájaros de diverso plumaje. ¡Bah!… ¿pues no dicen que Massena ha tenido tan mala suerte en Portugal por la corrupción de sus oficiales y soldados, y aun por sus propios descuidos con ciertas amazonas muy emperifolladas que andaban en los campamentos tan a sus anchas como en París?…

Después dando otra dirección a mis ideas, dije a punto que empezaba a embargarme el dulce entorpecimiento que precede al sueño:

– Tal vez me equivoque. Después de haber conocido a lord Gray, no debo poner en duda que las extravagancias y rarezas de la gente inglesa carecen de límite conocido. Tal vez mi compañera de alojamiento sea tan cabal que la misma virginidad parezca a su lado una moza de partido, y yo estoy injuriándola. Mañana preguntaré a los oficiales ingleses que conozco… Como no sea una de esas naturalezas impresionables y acaloradas que nacen al acaso en el Norte, y que buscan como las golondrinas los climas templados, bajan llenas de ansiedad al Mediodía, pidiendo luz, sol, pasiones, poesía, alimento del corazón y de la fantasía, que no siempre encuentran o encuentran a medias; y van con febril deseo tras de la originalidad, tras las costumbres raras y adoran los caracteres apasionados aunque sean casi salvajes, la vida aventurera, la galantería caballeresca, las ruinas, las leyendas, la música popular y hasta las groserías de la plebe siempre que sean graciosas.

Diciendo o pensando así y enlazando con éstos otros pensamientos que más hondamente me preocupaban, caí en profundísimo sueño reparador. Levanteme muy temprano a la mañana siguiente, y sin acordarme para nada de la hermosa inglesa, cual si la noche limpiara todas las telas de araña fabricadas y tendidas el día anterior dentro de mi cerebro, salí de mi alojamiento.

– Marchamos hacia San Muñoz – me dijo Figueroa, oficial portugués amigo mío que servía con el general Picton.

– ¿Y el lord?

– Va a partir no sé a dónde. La división de Graham está sobre Tamames. Nosotros vamos a formar el ala izquierda de la división de D. Carlos España y la partida de D. Julián Sánchez.

Cuando nos dirigíamos juntos al alojamiento del general, pedile informes de la dama inglesa cuya figura y extraños modos he dado a conocer, y me contestó:

– Es miss Fly, o lo que es lo mismo, miss Mosquita, Mariposa, Pajarita o cosa así. Su nombre es Athenais. Tiene por padre a lord Fly, uno de los señores más principales de la Gran Bretaña. Nos ha seguido desde la Albuera, pintando iglesias, castillos y ruinas en cierto librote que trae consigo, y escribiendo todo lo que pasa. El lord y los demás generales ingleses la consideran mucho, y si quieres saber lo que es bueno, atrévete a faltar al respeto a la señorita Fly, que en inglés se dice Flai, pues ya sabes que en esa lengua se escriben las palabras de una manera y se pronuncian de otra, lo cual es un encanto para el que quiere aprenderla.

Acto continuo referí a mi amigo las escenas de la noche anterior y el paseo que en la soledad de la noche dimos miss Fly y yo por aquellos contornos, lo que oído por Figueroa, causó a este muchísima sorpresa.

– Es la primera vez – dijo – que la rubita tiene tales familiaridades con un oficial español o portugués, pues hasta ahora a todos les miró con altanería…

– Yo la tuve por persona de costumbres un tanto libres.

– Así parece, porque anda sola, monta a caballo, entra y sale por medio del ejército, habla con todos, visita las posiciones de vanguardia antes de una batalla y los hospitales de sangre después… A veces se aleja del ejército para recorrer sola los pueblos inmediatos, mayormente si hay en estos abadías, catedrales o castillos, y en sus ratos de ocio no hace más que leer romances.

Hablando de este y de otros asuntos, empleamos la mañana, y cerca del medio día fuimos al alojamiento de Carlos España, el cual no estaba allí.

– España – nos dijo el guerrillero Sánchez – está en el alojamiento del cuartel general.

– ¿No marcha lord Wellington?

– Parece que se queda aquí, y nosotros salimos para San Muñoz dentro de una hora.

– Vamos al alojamiento del duque – dijo Figueroa; – allí sabremos noticias ciertas.

Estaba lord Wellington en la casa-ayuntamiento, la única capaz y decorosa para tan insigne persona. Llenaban la plazoleta, el soportal, el vestíbulo y la escalera multitud de oficiales de todas las graduaciones, españoles, ingleses y lusitanos que entraban, y salían, formaban corrillos, disputando y bromeando unos con otros en amistosa intimidad cual si todos perteneciesen a una misma familia. Subimos Figueroa y yo, y después de aguardar más de una hora y media en la antesala, salió España y nos dijo:

– El general en jefe pregunta si hay un oficial español que se atreva a entrar disfrazado en Salamanca para examinar los fuertes y las obras provisionales que ha hecho el enemigo en la muralla, ver la artillería y enterarse de si es grande o pequeña la guarnición, y abundantes o escasas las provisiones.

– Yo voy – repuse resueltamente sin aguardar a que el general concluyese.

– Tú – dijo España con la desdeñosa familiaridad que usaba hablando con sus oficiales, – ¿tú te atreves a emprender viaje tan arriesgado? Ten presente que es preciso ir y volver.

– Lo supongo.

– Es necesario atravesar las líneas enemigas, pues los franceses ocupan todas las aldeas del lado acá del Tormes.

– Se entra por donde se puede, mi general.

– Luego has de atravesar la muralla, los fuertes, has de penetrar en la ciudad, visitar los acantonamientos, sacar planos…

– Todo eso es para mí un juego, mi general. Entrar, salir, ver… una diversión. Hágame vuecencia la merced de presentarme al señor duque, diciéndole que estoy a sus órdenes para lo que desea.

– Tú eres un atolondrado y no sirves para el caso – repuso D. Carlos. – Buscaremos otro. No sabes una palabra de geometría ni de fortificación.

– Eso lo veremos – contesté sofocado.

– Y es preciso, es preciso ir – añadió mi jefe. – Aún no ha formado el lord su plan de batalla. No sabe si asaltará a Salamanca o la bloqueará; no sabe si pasará el Tormes para perseguir a Marmont, dejando atrás a Salamanca o si… ¿Dices que te atreves tú?…

– ¿Pues no he de atreverme? Me vestiré de charro, entraré en Salamanca vendiendo hortalizas o carbón. Veré los fuertes, la guarnición, las vituallas; sacaré un croquis y me volveré al campamento… Mi general – añadí con calor, – o me presenta vuecencia al duque, o me presento yo solo.

 

– Vamos, vamos al momento – dijo España entrando conmigo en la sala.

XI

Junto a una gran mesa colocada en el centro estaba el duque de Ciudad-Rodrigo con otros tres generales examinando una carta del país, y tan profundamente atendían a las rayas, puntos y letras con que el geógrafo designara los accidentes del terreno, que no alzaron la cabeza para mirarnos. Hízome seña don Carlos España de que debíamos esperar, y en tanto dirigí la vista a distintos puntos de la sala para examinar, siguiendo mi costumbre, el sitio en que me encontraba. Otros oficiales hablaban en voz baja retirados del centro, y entre ellos ¡oh sorpresa! vi a miss Fly, que sostenía conversación animada con un coronel de artillería llamado Simpson.

Por fin, lord Wellington levantó los ojos del mapa y nos miró. Hice una amabilísima reverencia: entonces el inglés me miró más, observándome de pies a cabeza. También yo le observé a él a mis anchas, gozoso de tener ante mi vista a una persona tan amada entonces por todos los españoles, y que tanta admiración me inspiraba a mí. Era Wellesley bastante alto, de cabellos rubios y rostro encendido, aunque no por las causas a que el vulgo atribuye las inflamaciones epidérmicas de la gente inglesa. Ya se sabe que es proverbial en Inglaterra la afirmación de que el único grande hombre que no ha perdido jamás su dignidad después de los postres, es el vencedor de Tipoo Sayd y de Bonaparte.

Representaba Wellington cuarenta y cinco años, y esta era su edad, la misma exactamente que Napoleón, pues ambos nacieron en 1769, el uno en Mayo y el otro en Agosto. El sol de la India y el de España habían alterado la blancura de su color sajón. Era la nariz, como antes he dicho, larga y un poco bermellonada; la frente, resguardada de los rayos del sol por el sombrero, conservaba su blancura y era hermosa y serena como la de una estatua griega, revelando un pensamiento sin agitación y sin fiebre, una imaginación encadenada y gran facultad de ponderación y cálculo. Adornaba su cabeza un mechón de pelo o tupé que no usaban ciertamente las estatuas griegas; pero que no caía mal, sirviendo de vértice a una mollera inglesa. Los grandes ojos azules del general miraban con frialdad, posándose vagamente sobre el objeto observado, y observaban sin aparente interés. Era la voz sonora, acompasada, medida, sin cambiar de tono, sin exacerbaciones ni acentos duros, y el conjunto de su modo de expresarse, reunidos el gesto, la voz y los ojos, producía grata impresión de respeto y cariño.

Su excelencia me miró, como he dicho, y entonces D. Carlos España, dijo:

– Mi general, este joven desea desempeñar la comisión de que vuecencia me ha hablado hace poco. Yo respondo de su valor y de su lealtad; pero he intentado disuadirle de su empeño, porque no posee conocimientos facultativos.

Aquello me avergonzó, mayormente porque estaba delante de miss Fly, y porque, en efecto, yo no había estado en ninguna academia.

– Para esta comisión – dijo Wellington en castellano bastante correcto, – se necesitan ciertos conocimientos…

Y fijó los ojos en el mapa. Yo miré a España y España me miró a mí. Pero la vergüenza no me impidió tomar una resolución, y sin encomendarme a Dios ni al diablo, dije:

– Mi general. Es cierto que no he estado en ninguna academia; pero una larga práctica de la guerra en batallas y sobre todo en sitios, me ha dado tal vez los conocimientos que vuecencia exige para esta comisión. Sé levantar un plano.

El duque de Ciudad-Rodrigo alzando de nuevo los ojos, habló así:

– En mi cuartel general hay multitud de oficiales facultativos; pero ningún inglés podría entrar en Salamanca, porque sería al instante descubierto por su rostro y por su lenguaje. Es preciso que vaya un español.

– Mi general – dijo con fatuidad España, – en mi división no faltan oficiales facultativos. He traído a este porque se empeñó en hacer alarde de su arrojo delante de vuecencia.

Miré con indignación a D. Carlos, y luego exclamé con la mayor vehemencia:

– Mi general, aunque en esta empresa existan todos los peligros, todas las dificultades imaginables, yo entraré en Salamanca y volveré con las noticias que vuecencia desea.

Tranquila y sosegadamente lord Wellington me preguntó:

– Señor oficial, ¿dónde empezó usted su vida militar?

– En Trafalgar – contesté.

Cuando esta histórica y grandiosa palabra resonó en la sala en medio del general silencio, todas las cabezas de las personas allí presentes se movieron como si perteneciesen a un solo cuerpo, y todos los ojos fijáronse en mí con vivísimo interés.

– ¿Entonces ha sido usted marino? – interrogó el duque.

– Asistí al combate teniendo catorce años de edad. Yo era amigo de un oficial que iba en el Trinidad. La pérdida de la tripulación me obligó a tomar parte en la batalla.

– ¿Y cuándo empezó usted a servir en la campaña contra los franceses?

– El 2 de Mayo de 1808, mi general. Los franceses me fusilaron en la Moncloa. Salveme milagrosamente; pero en mi cuerpo han quedado escritos los horrores de aquel día.

– ¿Y desde entonces se alistó usted?

– Alisteme en los regimientos de voluntarios de Andalucía, y estuve en la batalla de Bailén.

– ¡También en la batalla de Bailén! – dijo Wellington con asombro.

– Sí, mi general, el 19 de Julio de 1808. ¿Quiere vuecencia ver mi hoja de servicios, que comienza en dicha fecha?

– No, me basta – repuso Wellington. – ¿Y después?

– Volví a Madrid, y tomé parte en la jornada del 3 de Diciembre. Caí prisionero y me quisieron llevar a Francia.

– ¿Le llevaron a usted a Francia?

– No, mi general, porque me escapé en Lerma, y fui a parar a Zaragoza en tan buena ocasión, que alcancé el segundo sitio de aquella inmortal ciudad.

– ¿Todo el sitio? – dijo Wellington con creciente interés hacia mi persona.

– Todo, desde el 19 de Diciembre hasta el 12 de Febrero de 1809. Puedo dar a vuecencia noticia circunstanciada de todas las peripecias de aquel grande hecho de armas, gloria y orgullo de cuantos nos encontramos en él.

– ¿Y a qué ejército pasó usted luego?

– Al del Centro, y serví bastante tiempo a las órdenes del duque del Parque. Estuve en la batalla de Tamames y en Extremadura.

– ¿No se encontró usted en un nuevo asedio?

– En el de Cádiz, mi general. Defendí durante tres días el castillo de San Lorenzo de Puntales.

– ¿Y luego formó usted parte de la expedición del general Blake a Valencia?

– Sí, mi general; pero me destinaron al segundo cuerpo que mandaba O’Donnell, y durante cuatro meses serví a las órdenes del Empecinado en esa singular guerra de partidas en que tanto se aprende.

– ¿También ha sido usted guerrillero? – dijo Wellington sonriendo. – Veo que ha ganado usted bien sus grados. Irá usted a Salamanca, si así lo desea.

– Señor, lo deseo ardientemente.

Todos los presentes seguían observándome, y miss Fly con más atención que ninguno.

– Bien – añadió el héroe de Talavera, fijando alternativamente la vista en mí y en el mapa. – Tiene usted que hacer lo siguiente: Se dirigirá usted hoy mismo disfrazado a Salamanca, dando un rodeo para entrar por Cabrerizos. Forzosamente ha de pasar usted por entre las tropas de Marmont que vigilan los caminos de Ledesma y Toro. Hay muchas probabilidades de que sea usted arcabuceado por espía; pero Dios protege a los valientes, y quizás… quizás logre usted penetrar en la plaza. Una vez dentro sacará usted un croquis de las fortificaciones, examinando con la mayor atención los conventos que han sido convertidos en fuertes, los edificios que han sido demolidos, la artillería que defiende los aproches de la ciudad, el estado de la muralla, las obras de tierra y fajina, todo absolutamente, sin olvidar las provisiones que tiene el enemigo en los almacenes.

– Mi general – repuse – comprendo bien lo que se desea, y espero contentar a vuecencia. ¿Cuándo debo partir?

– Ahora mismo. Estamos a doce leguas de Salamanca. Con la marcha que emprenderemos hoy, espero que pernoctemos en Castroverde, cerca ya de Valmuza. Pero adelántese usted a caballo y pasado mañana martes podrá entrar en la ciudad. En todo el martes ha de desempeñar por completo esta comisión, saliendo el miércoles por la mañana para venir al cuartel general, que en dicho día estará seguramente en Bernuy. En Bernuy, pues, le aguardo a usted el miércoles a las doce en punto de la mañana. No acostumbro esperar.

– Corriente mi general. El miércoles a las doce estaré en Bernuy de vuelta de mi expedición.

– Tome usted precauciones. Diríjase usted a la calzada de Ledesma, pero cuidando de marchar siempre fuera del arrecife. Disfrácese usted bien, pues los franceses dejan entrar a los aldeanos que llevan víveres a la plaza; y al levantar el croquis evite en lo posible las miradas de la gente. Lleve usted armas, ocultándolas bien: no provoque a los enemigos; fínjase amigo de ellos, en una palabra, ponga usted en juego su ingenio, su valor, y todo el conocimiento de los hombres y de la guerra que ha adquirido en tantos años de activa vida militar. El Mayor general del ejército entregará a usted la suma que necesite para la expedición.

– Mi general – dije – ¿tiene vuecencia algo más que mandarme?

– Nada más – repuso sonriendo con benevolencia – sino que adoro la puntualidad y considero como origen del éxito en la guerra la exacta apreciación y distribución del tiempo.

– Eso quiere decir que si no estoy de vuelta el miércoles a las doce, desagradaré a vuecencia.

– Y mucho. En el tiempo marcado puede hacerse lo que encargo. Dos horas para sacar el croquis, dos para visitar los fuertes, ofreciendo en venta a los soldados algún artículo que necesiten, cuatro para recorrer toda la población y sacar nota de los edificios demolidos, dos para vencer obstáculos imprevistos, media para descansar. Son diez horas y media del martes por el día. La primera mitad de la noche para estudiar el espíritu de la ciudad, lo que piensan de esta campaña la guarnición y el vecindario, una hora para dormir y lo restante para salir y ponerse fuera del alcance y de la vista del enemigo. No deteniéndose en ninguna parte puede usted presentárseme en Bernuy a la hora convenida.

– A la orden de mi general – dije disponiéndome a salir.

Lord Wellington, el hombre más grande de la Gran Bretaña, el rival de Bonaparte, la esperanza de Europa, el vencedor de Talavera, de la Albuera, de Arroyo Molinos y de Ciudad-Rodrigo, levantose de su asiento, y con una grave cortesanía y cordialidad, que inundó mi alma de orgullo y alegría, diome la mano, que estreché con gratitud entre las mías.

Salí a disponer mi viaje.