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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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VII

Dos días después, más allá de Dios le guarde, un gran acontecimiento turbó la monotonía de nuestra marcha. Y fue que a eso de la madrugada nuestras tropas avanzadas prorrumpieron en exclamaciones de júbilo; mandose formar, dando a las compañías el marcial concierto y la buena apariencia que han menester para presentarse ante un militar inteligente, y algunos acudieron por orden del general a cortar ramos a los vecinos carrascales para tejer no sé si coronas, cenefas o triunfales arcos. Al llegar al camino de Ciudad-Rodrigo vimos que apareció falange numerosa de hombres vestidos de encarnado y caballeros en ligerísimos corceles; verlos y exclamar todos en alegre concierto: «¡Viva el lord!» fue todo uno.

– Es la caballería de Cotton de la división del general Graham – dijo D. Carlos España. – Señores, cuidado no hagamos alguna gansada. Los ingleses son muy ceremoniosos y se paran mucho en las formas. Si se coge bastante carrasca haremos un arquito de triunfo para que pase por él el vencedor de Ciudad-Rodrigo, y yo le echaré un discurso que traigo preparado elogiando su pericia en el arte de la guerra y la Constitución de Cádiz, cosas ambas bonísimas, y a las cuales deberemos el triunfo al fin y a la postre.

– No es el señor lord muy amigo de la Constitución de Cádiz – dijo D. Julián Sánchez, que a derecha mano de D. Carlos estaba; – pero a nosotros ¿qué nos va ni qué nos viene en esto? Derrotemos a Marmont y vivan todos los milores.

Los jinetes rojos llegaron hasta nosotros, y su jefe, que hablaba español como Dios quería, cumplimentó a nuestro brigadier, diciéndole que su excelencia el señor duque de Ciudad-Rodrigo no tardaría en llegar a Santi Spíritus. Al punto comenzamos a levantar el arco con ramajes y palitroques a la entrada de dicho pueblo, y vierais allí que un dómine del país apareció trayendo unos al modo de tarjetones de lienzo con sendos letreros y versos que él mismo había sacado de su cabeza, y en las cuales piezas poéticas se encomiaban hasta más allá de los cuernos de la luna las virtudes del moderno Fabio, o sea el Sr. D. Arturo Wellesley, lord vizconde de Wellington de Talavera, duque de Ciudad-Rodrigo, grande de España y par de Inglaterra.

Iban llegando unos tras otros numerosos cuerpos de ejército, que se desparramaban por aquellos contornos ocupando los pueblos inmediatos, y al fin entre los más brillantes soldados escoceses, ingleses y españoles, apareció una silla de postas, recibida con aclamaciones y vítores por las tropas situadas a un lado y otro del camino. Dentro de ella vi una nariz larga y roja, bajo la cual lucieron unos dientes blanquísimos. Con la rapidez de la marcha apenas pude distinguir otra cosa que lo indicado y una sonrisa de benevolencia y cortesía que desde el fondo del carruaje saludó a las tropas.

No debo pasar en silencio, aunque esto concuerde mal con la gravedad de la historia, que al pasar el coche bajo el arco triunfal, como este no lo habían construido ingenieros ni artífices romanos, con la sacudida y golpe que recibiera de una de las ruedas, hizo como si quisiera venirse abajo, y al fin se vino, cayendo no pocas ramas y lienzos sobre la cabeza del dómine que tuviera parte tan importante en su malhadada fábrica. Como no hubo que lamentar desgracia alguna, celebrose con risas la extraña ruina. Los chicos apoderáronse al punto de los tarjetones, que eran como de tres cuartas de diámetro, y abriéndoles en el centro un agujero y metiendo por él la cabeza se pasearon delante de Wellington con aquella valona o flamenca golilla.

Entre tanto D. Carlos España desembuchaba su discurso delante del lord, y luego que concluyera, presentose el dómine con el amenazador proyecto de hablar también. Consintiolo el general, que como persona finísima disimulaba su cansancio, y oyendo las pedanterías del orador, movía la cabeza, acompañando sus gestos de la especial sonrisa inglesa, que hace creer en la existencia de algún cordón intermandibular, del cual tiran para plegar la boca como si fuera una cortina.

– Mi comandante – me dijo con cara de júbilo mi asistente cuando me aparté de los generales para ocuparme del alojamiento, – ¿no ha visto usía el otro ejército que viene detrás?

– Serán los portugueses.

– ¡Qué portugueses ni qué garambainas! Son mujeres, un ejército de mujeres. Esto se llama darse buena vida. Los ingleses, en vez de impedimenta llevan la faldamenta. Así da gusto de hacer la guerra.

Miré y vi veinte, ¿qué digo, veinte? cuarenta y aun cincuenta carros, coches y vehículos de distintas formas, llenos todos de mujeres, unas al parecer de alta, otras de baja calidad, y de distinta belleza y edad, aunque por lo general, dicho sea esto imparcialmente, predominaba el género feo. Al punto que pararon los vehículos entre nubes de polvo, vierais descender con presteza a las señoras viajeras y resonar una de las más discordes algarabías que pueden oírse. Por un lado chillaban ellas llamando a sus consortes, y ellos por otro penetraban en la femenil multitud gritando: Anna, Fanny, Mathilda, Elisabeth. En un instante formáronse alegres parejas, y un tumultuoso concierto de voces guturales y de inflexiones agudas y de articulaciones líquidas llenó los aires.

Pero como la división aliada que acababa de llegar no podía pernoctar entera en aquel pueblo, una parte de ella siguió el camino adelante hacia Aldehuela de Yeltes. Tornaron a montar en sus carricoches muchas de las hembras formando parte del convoy de víveres y municiones, y otras quedaron en Santi Spíritus. El día pasó, ocupándonos todos en buscar el mejor alojamiento posible; pero como éramos tantos, al caer de la tarde no habíamos resuelto la cuestión. En cuanto a mí, me creía obligado a dormir en campo raso. Tribaldos me notificó que el dómine del lugar tenía sumo placer en cederme su habitación. Después de visitar a mi honrado patrono, salí a desempeñar varias obligaciones militares, y ya me retiraba a casa, cuando junto al camino sentí gritos y voces de alarma. Corrí a donde sonaban, y no era más sino que por el camino adelante venía un cochecillo cuyo caballo le arrastraba dando tan terribles tumbos y saltos, que cada instante parecía iba a deshacerse en pedazos mil. Cuando con rapidez inmensa pasó por delante de nosotros, un grito de mujer hirió mis oídos.

– En ese coche va una mujer, Tribaldos – grité a mi asistente que se había unido a mí.

– Es una inglesa, señor, que se quedó rezagada y detrás de las demás.

– ¡Pobre mujer!… ¿Y no hay entre tantos hombres uno solo que se atreva a detener el caballo y salvar a esa desgraciada?… Parece que no va desbocado… Detiene el paso… Corramos allá.

– El coche se ha salido del camino – dijo Tribaldos con espanto – y ha parado en un sitio muy peligroso.

Al instante vi que el carricoche estaba a punto de despeñarse. Habiéndose enredado el caballo entre unas jaras, se había ido al suelo, quedando como reventado a consecuencia del fuerte choque que recibiera. Pero como la pendiente era grande, la gravedad lo atraía hacia lo hondo del barranco.

Me era imposible ver la situación terrible de la infeliz viajera sin acudir pronto a su socorro. Había caído el coche sin romperse; mas lo peligroso estaba en el sitio. Corrí allá solo, bajé tropezando a cada paso y despegando con mi planta piedrecillas que rodaban con ruido siniestro, y llegué al fin adonde se había detenido el vehículo. Una mujer lanzaba desde el interior lastimeras voces.

– Señora – grité – allá voy. No tenga usted cuidado. No caerá al barranco.

El caballo pataleaba en el suelo, pugnando por levantarse y con sus movimientos de dolor y desesperación arrastraba el coche hacia el abismo. Un momento más y todo se perdía.

Apoyeme en una enorme piedra fija, y con ambas manos detuve el coche que se inclinaba.

– Señora – grité con afán – procure usted salir. Agárrese usted a mi cuello… sin miedo. Si salta usted en tierra no hay qué temer.

– No puedo, no puedo, caballero – exclamó con dolor.

– ¿Se ha roto usted alguna pierna?

– No, caballero… veré si puedo salir.

– Un esfuerzo… Si tardamos un instante los dos caeremos abajo.

No puedo describir los prodigios de mecánica que ambos hicimos. Ello es que en casos tan apurados, el cuerpo humano, por maravilloso instinto, imprime a sus miembros una fuerza que no tiene en instantes ordinarios, y realiza una serie de admirables movimientos que después no pueden recordarse ni repetirse. Lo que sé es que como Dios me dio a entender, y no sin algún riesgo mío, saqué a la desconocida de aquel grave compromiso en que se encontraba, y logré al fin verla en tierra. Asido a las piedras la sostuve y me fue forzoso llevarla en brazos al camino.

– Eh, Tribaldos, cobarde, holgazán – grité a mi asistente que había acudido en mi auxilio, – ayúdame a salir de aquí.

Tribaldos y otros soldados, que no me habían prestado socorro hasta entonces, me ayudaron a salir; porque es condición de ciertas gentes no arrimarse al peligro que amenaza sino al peligro vencido, lo cual es cómodo y de gran provecho en la vida.

Una vez arriba, la desconocida dio algunos pasos.

– Caballero, os debo la vida – dijo recobrando el perdido color y el brillo de sus ojos.

Era como de veinte y tres años, alta y esbelta. Su airosa figura, su acento dulce, su hermoso rostro, aquel tratamiento de vos que ceremoniosa me daba, sin duda por poseer a medias el castellano, me hicieron honda y duradera impresión.

VIII

Apoyose en mí, quiso dar algunos pasos; mas al punto sus piernas desmayadas se negaron a sostenerla. Sin decir nada la tomé en brazos y dije a Tribaldos:

– Ayúdame; vamos a llevarla a nuestro alojamiento.

Por fortuna este no estaba lejos, y bien pronto llegamos a él. En la puerta la inglesa movió la cabeza, abrió los ojos y me dijo:

 

– No quiero molestaros más, caballero. Podré subir sola. Dadme el brazo.

En el mismo momento apareció presuroso y sofocado un oficial inglés, llamado sir Tomás Parr, a quien yo había conocido en Cádiz, y enterado brevemente de la lamentable ocurrencia, habló con su compatriota en inglés.

– ¿Pero habrá aquí una habitación confortable para la señora? – me dijo después.

– Puede descansar en mi propia habitación – dijo el dómine que había bajado oficiosamente al sentir el ruido.

– Bien – dijo el inglés. – Esta señorita se detuvo en Ciudad-Rodrigo más de lo necesario y ha querido alcanzarnos. Su temeridad nos ha dado ya muchos disgustos. Subámosla. Haré venir al médico mayor del ejército.

– No quiero médicos – dijo la desconocida. – No tengo herida grave: una ligera contusión en la frente y otra en el brazo izquierdo.

Esto lo decía subiendo apoyada en mi brazo. Al llegar arriba dejose caer en un sillón que en la primera estancia había y respiró con desahogo expansivo.

– A este caballero debo la vida – dijo señalándome. – Parece un milagro.

– Mucho gusto tengo en ver a usted, mi querido Sr. Araceli – me dijo el inglés. – Desde el año pasado no nos habíamos visto. ¿Se acuerda usted de mí… en Cádiz?

– Me acuerdo perfectamente.

– Usted se embarcó con la expedición de Blake. No pudimos vernos porque usted se ocultó después del duelo en que dio la muerte a lord Gray.

La inglesa me miró con profundo interés y curiosidad.

– Este caballero… – dijo.

– Es el mismo de quien os he hablado hace días – contestó Parr.

– Si el libertino que ha hecho desgraciadas a tantas familias de Inglaterra y España hubiese tropezado siempre con hombres como vos… Según me han dicho, lord Gray se atrevió a mirar a una persona que os amaba… La energía, la severidad y la nobleza de vuestra conducta son superiores a estos tiempos.

– Para conocer bien aquel suceso – dije yo, no ciertamente orgulloso de mi acción, – sería preciso que yo explicase algunos antecedentes…

– Puedo aseguraros que antes de conoceros, antes de que me prestaseis el servicio que acabo de recibir, sentía hacia vos una grande admiración.

Dije entonces todo lo que la modestia y el buen parecer exigían.

– ¿De modo que esta señora se alojará aquí?, – me dijo Parr. – Donde yo estoy, es imposible. Dormimos siete en una sola habitación.

– He dicho que le cederé la mía, la cual es digna del mismo sir Arturo – dijo Forfolleda, pues este era el nombre del dómine.

– Entonces estará bien aquí.

Sir Tomás Parr habló largamente en inglés con la bella desconocida y después se despidió. No dejaba de causarme sorpresa que sus compatriotas abandonasen a aquella hermosa mujer que sin duda debía de tener esposo o hermanos en el ejército; pero dije para mí: «será que las costumbres inglesas lo ordenan de este modo».

En tanto la señora de Forfolleda (pues Forfolleda tenía señora) bizmó el brazo de la desconocida, y restañó la sangre de la rozadura que recibiera en la cabeza, con cuya operación dimos por concluidos los cuidados quirúrgicos y pensamos en arreglar a la señora cuarto y cama en que pasar la noche.

Un momento después el precioso cuerpo de la dama inglesa descansaba sobre un lecho algo más blando que una roca, al cual tuve que conducirla en mis brazos, porque la acometió nuevamente aquel desmayo primero que la imposibilitaba toda acción corporal. Ella me dio las gracias en silencio volviendo hacia mí sus hermosos ojos azules, que dulcemente y con la encantadora vaguedad y extravío que sigue a los desmayos se fijaron, primero en mi persona y después en las paredes de la habitación. Más la miraba yo y más hermosa me parecía a cada momento. No puedo dar idea de la extremada belleza de sus ojos azules. Todas las facciones de su rostro distinguíanse por la más pura corrección y finura. Los cabellos rubios hacían verosímil la imagen de las trenzas de oro tan usada por los poetas, y acompañaban la boca los más lindos y blancos dientes que pueden verse. Su cuerpo atormentado bajo las ballenas de un apretado jubón, del cual pendían faldas de amazona, era delgadísimo, mas no carecía de las redondeces y elegantes contornos y desigualdades que distinguen a una mujer de un palo torneado.

– Gracias, caballero – me dijo con acento melancólico y usando siempre el vos. – Si no temiera molestaros, os suplicaría que me dieseis algún alimento.

– ¿Quiere la señora un pedazo de pierna de carnero – dijo Forfolleda, que arreglaba los trastos de la habitación, – unas sopas de ajo, chocolate o quizás un poco de salmorejo con guindilla? También tengo abadejo. Dicen que al Sr. D. Arturo le gusta mucho el abadejo.

– Gracias – repuso la inglesa con mal humor, – no puedo comer eso. Que me hagan un poco de té.

Fui a la cocina, donde la señora de Forfolleda me dijo que allí no había té ni cosa que lo pareciese, añadiendo que si ella probara tan sólo un buche de tal enjuagadero de tripas, arrojaría por la boca juntamente con los hígados la primer leche que mamó. Luego se puso a reprender a su esposo por admitir en la casa a herejes luteranos y calvinistas, cuales eran los ingleses; mas el dómine refutó victoriosamente el ataque afirmando que merced a la ayuda de los herejes luteranos y calvinistas, la católica España triunfaría de Napoleón, lo cual no significaba más sino que Dios se vale del mal para producir el bien.

– Vete a cualquier casa donde haya ingleses – dije a Tribaldos, – y trae té. ¿Sabes lo que es?

– Unas hojas arrugaditas y negras. Ya sé… todas las noches lo tomaba la mujer del capitán.

Volví al lado de la inglesa que me dijo no podía comer cosa alguna de nuestra cocina, y habiéndome pedido pan, se lo di mientras llegaba el anhelado té.

Al poco rato entró Tribaldos trayendo una ancha taza que despedía un olor extraño.

– ¿Qué es esto? – dijo la dama con espanto, cuando los vapores del condenado licor llegaron a su nariz.

– ¿Qué menjurgue has puesto aquí, maldito? – exclamé amenazando al aturdido mozo.

– Señor, no he puesto nada, nada más que las hojas arrugaditas, con un poco de canela y de clavo. La señora de Forfolleda dijo que así se hacía, y que lo había compuesto muchas veces para unos ingleses que fueron a Salamanca a ver la catedral vieja.

La inglesa prorrumpió en risas.

– Señora, perdone usted a este animal que no sabe lo que hace. Voy yo mismo a la cocina y beberá usted té.

Poco después volví con mi obra, que debió de satisfacer a la interesada, pues la aceptó con gozo.

– Ahora, señora mía, me retiraré, para que usted descanse – le dije. – Deme usted órdenes para mañana o para esta noche misma. Si quiere usted que avise a su esposo… o es que se halla en la división de Picton que no está en este pueblo…

– Señor oficial – dijo solemnemente bebiendo su té – yo no tengo esposo; yo soy soltera.

Esto puso el límite a mi asombro, y vacilante al principio en mis ideas no supe contestarle sino con medias palabras.

– ¡Buena pieza será ésta que se ha colgado de mi brazo! – dije para mí. – Los franceses traen consigo mujeres de mala vida, pero de los ingleses, no sabía que…

– Soltera, sí – añadió con aplomo y apartando la taza de sus labios. – Os asombráis de ver una señorita como yo en un campo de batalla, en tierra extranjera y lejos, muy lejos de su familia y de su patria. Sabed que vine a España con mi hermano, oficial de ingenieros de la división de Hill, el cual hermano mío pereció en la sangrienta batalla de Albuera. El dolor y la desesperación tuviéronme por algunos días enferma y en peligro de muerte; pero me reanimó la conciencia de los deberes que en aquel trance tenía que cumplir, y consagreme a buscar el cuerpo del pobre soldado para enviarle a Inglaterra, al panteón de nuestra familia. En poco tiempo cumplí esta triste misión, y hallándome sola traté de volver a mi país. Pero al mismo tiempo me cautivaban de tal modo la historia, las tradiciones, las costumbres, la literatura, las artes, las ruinas, la música popular, los bailes, los trajes de esta nación tan grande en otro tiempo y otra vez grandísima en la época presente, que formé el proyecto de quedarme aquí para estudiarlo todo, y previa licencia de mis padres, así lo he hecho.

– Sabe Dios qué casta de pájaro serás tú – dije para mi capote; y luego en voz alta añadí sosteniendo fijamente la dulce mirada de sus ojos de cielo: – ¡Y los padres de usted consintieron, sin reparar en los continuos y graves peligros a que está expuesta una tierna doncella sola y sin amparo en país extranjero, en medio de un ejército! Señora, por amor de Dios…

– ¡Ah! no conocéis sin duda que nosotras, las hijas de Inglaterra estamos protegidas por las leyes de tal manera y con tanto rigor, que ningún hombre se atreve a faltarnos al respeto.

– Sí, así dicen que pasa en Inglaterra. Y parece que allá salen las señoritas solas a paseo y viajan solas o acompañadas de cualquier galancete.

– Aunque fuera su novio, no importa.

– ¡Pero estamos en España, señora, en España! Usted no sabe bien en qué país se ha metido.

– Pero sigo al ejército aliado y estoy al amparo de las leyes inglesas – dijo sonriendo. – Caballero, faltad al pudor si os parece, intentad galantearme de una manera menos decorosa que la que empleáis para amar a esa Dulcinea que fue causa de la muerte de Gray, y lord Wellington os mandará fusilar, si no os casáis conmigo.

– Me casaría, señora.

– Caballero, veo que quizás sin malicia principiáis a faltar al comedimiento.

– Pues no me casaría… Permítame usted que me retire.

– Podéis hacerlo – me dijo levantándose penosamente para cerrar por dentro la puerta.

– Os agradeceré que mañana hagáis traer mi maleta. Felizmente no la traía conmigo. Está en el convoy.

– Se traerá la maleta. Buenas noches, señora.

IX

Fuera de la estancia sentí el ruido de los cerrojos que corría por dentro la hermosa inglesa y me retiré a mi aposento que era el rincón de un oscuro pasillo, donde Tribaldos me había arreglado un lecho con mantas y capotes. Tendime sobre aquellas durezas y en buena parte de la noche no pude conciliar el sueño; de tal modo se había encajado dentro de mi cerebro la extraña señora inglesa, con su caída, sus desmayos, su té y su acabada hermosura. Pero al fin, rendido por el gran cansancio, me dormí sosegadamente. Por la mañana, díjome la señora de Forfolleda que la señorita rubia estaba mejor, que había pedido agua y té y pan, ofreciendo dinero abundante por cualquier servicio que se le prestara. Como manifestase deseos de entrar a saludarla, añadió la Forfolleda que no era conveniente, por estar la señorita arreglándose y componiéndose, a pesar de las heridas leves de su brazo.

Al salir a mis quehaceres, que fueron muchísimos y me ocuparon casi todo el día, encontré a sir Tomás Parr, a quien encargué lo de la maleta.

Por la tarde, después del gran trabajo de aquel día que me hizo poner un tanto en olvido a la interesante dama, regresé a casa de Forfolleda, y vi a gran número de ingleses que entraban y salían, como diligentes amigos que iban a informarse de la salud de su compatriota. Entré a saludarla, y la pequeña estancia estaba llena de casacas rojas pertenecientes a otros tantos hombres rubios que hablaban con animación. La joven inglesa reía y bromeaba, y habíase puesto tan linda, sin cambiar de traje, que no parecía la misma persona demacrada, melancólica y nerviosa de la noche anterior. La contusión del brazo entorpecía algo sus graciosos movimientos.

Después que nos saludamos y cambié con aquellos señores algunos fríos cumplidos, uno de ellos invitó a la señorita a dar un paseo; otro ponderó la hermosura de la apacible tarde, y no hubo quien no dijese una palabra para decidirla a dejar la triste alcoba. Ella, sin embargo, afirmó que no saldría hasta la siguiente mañana y con estos diálogos y otros en que la graciosa joven no hacía maldito caso de su libertador, vino la noche y con la noche luces dentro del cuarto y tras las luces un par de teteras que trajeron los criados de los ingleses. Entonces se alegraron todos los semblantes y empezó el trasiego con tanto ahínco que el que menos se echó dentro un río de licor de la China, sin que ni un momento cesase la charla. Trajeron después botellas de vino de Jerez, que en un santiamén dejaron como cuerpos sin alma, porque toda ella pasó a fortificar las de aquellos claros varones; mas ninguno perdió su gravedad. Brindamos a la salud de Inglaterra, de España, y a eso de las nueve nos retiramos todos, despidiéndonos la hermosa ninfa con afabilidad, pero sin que ni con frase, ni gesto, ni mirada me distinguiese de los demás.

Me retiraba a mi escondite cuando sentí que la desconocida echaba el cerrojo. Aquella noche me mortificó como en la anterior un tenaz desvelo; mas ya estaba a punto de vencerlo cuando hízome saltar en el lecho el chirrido del cerrojo con que aseguraba su cuarto la consabida. Miré hacia la puerta, pues desde mi alcoba-rincón se distinguía esta muy bien, y vi a la inglesa que salía, encaminándose a una galería o solana situada al otro confín del pasillo y de la casa. Como había dejado abierta la puerta, la luz de su cuarto iluminaba la casa lo suficiente para ver cuanto pasaba en ella.

 

Llegó la inglesa a la destartalada galería y abriendo una ventana que daba al campo se asomó. Como estaba vestido, fácil me fue levantarme en un momento y dirigirme hacia ella con paso quedo para no asustarla. Cuando estuve cerca, volvió la cara y con gran sorpresa mía, no se inmutó al verme. Antes bien con imperturbable tranquilidad, me dijo:

– ¿Andáis rondando por aquí?… Hace en aquel cuarto un calor insoportable.

– Lo mismo sucede en el mío, señora – dije; – cuando la he visto a usted pensaba salir al campo a respirar el aire fresco de la noche.

– Eso mismo pensaba yo también… La noche está hermosa… ¿y pensabais salir?…

– Sí señora, pero si usted lo permite tendré el honor de acompañarla y juntos disfrutaremos de este suave ambiente, del grato aroma de esos pinares…

– No… salid, bajad, iré yo también, – dijo con viva resolución y mucha naturalidad.

Entrando rápidamente en su cuarto de donde sacara una capa de forma extraña y echándosela sobre los hombros, me suplicó que cuidadosamente la embozara por no tener ella aún agilidad en su brazo herido; y una vez que la envolví bien, salimos ambos, sin tomar ella mi brazo, y como dos amigos que van a paseo. Por todas partes se oía rumor de soldados, y la claridad de la luna permitía ver todos los objetos y conocer a las personas.

Súbitamente y sin contestar a no sé qué vulgar frase pronunciada por mí, la inglesa me dijo:

– Ya sé que sois noble, caballero. ¿A qué familia pertenecéis? ¿A los Pachecos, a los Vargas, a los Enríquez, a los Acuñas, a los Toledos o a los Dávilas?

– A ninguna de esas, señora – le respondí ocultando con mi embozo la sonrisa que no pude contener – sino a los Aracelis de Andalucía, que descienden, como usted no ignora, del mismo Hércules.

– ¿De Hércules? No lo sabía ciertamente – repuso con naturalidad. – ¿Hace mucho que estáis en campaña?

– Desde que empezó, señora.

– Sois valiente y generoso, sin duda – dijo mirándome fijamente al rostro. – Bien se conoce en vuestro semblante que lleváis en las venas la sangre de aquellos insignes caballeros que han sido asombro y envidia de Europa por espacio de muchos siglos.

– Señora, usted me favorece demasiado.

– Decidme; ¿sabéis tirar las armas, domar un potro, derribar un toro, tañer la guitarra y componer versos?

– No puedo negar que un poco entendido soy en alguna, sino en todas esas habilidades.

Después de pequeña pausa y deteniendo el paso, me preguntó bruscamente:

– ¿Y estáis enamorado?

Durante un rato no supe qué responder; tan extrañas me parecían aquellas palabras.

– ¿Cómo no, siendo español, siendo joven y militar? – contesté decidido a llevar la conversación a donde la fantasía de mi incógnita amiga quisiera llevarla.

– Veo que os sorprende mi modo de hablaros – añadió ella. – Acostumbrado a no oír en boca de vuestras mojigatas compatriotas sino medias palabras, vulgaridades, y frases de hipocresía, os sorprende esta libertad con que me expreso, estas extrañas preguntas que os dirijo… Quizás me juzguéis mal…

– Oh, no señora.

– Pero mi honor no depende de vuestros pensamientos. Seríais un necio si creyerais que esto es otra cosa que una curiosidad de inglesa, casi diré de artista y de viajera. Las costumbres y los caracteres de este país son dignos de profundo estudio.

– De modo que lo que quiere es estudiarme – dije entre dientes. – Resignémonos a ser libro de texto.

– El hombre que ha dado muerte a lord Gray, que ha realizado esa gran obra de justicia, que ha sido brazo de Dios y vengador de la moral ultrajada, excita mi curiosidad de un modo pasmoso… Me han hablado de vos con admiración y contádome algunos hechos vuestros dignos de gran estima… Dispensad mi curiosidad, que escandalizaría a una española y que sin duda os escandaliza a vos… Habiendo matado a Gray por celos, claro que estabais enamorado.

Y vuestra dama (esto de vuestra dama me hizo reír de nuevo), ¿habita en algún castillo de estas cercanías o en algún palacio de Andalucía? ¿Es noble como vos?…

Al oír esto comprendí que tenía que habérmelas con una imaginación exaltada y novelesca, y al punto apoderose de mí cierto espíritu de socarronería. No me inclinaba a burlarme de la inglesa, que a pesar de su sentimentalismo fuera de ocasión no era ridícula; pero mi carácter me inducía a seguir la broma, como si dijéramos, prestándome a los caprichos de aquella idealidad tan falsa como encantadora. Todos somos algo poetas, y es muy dulce embellecer la propia vida, y muy natural regocijarnos con este embellecimiento aun sabiendo que la transformación es obra nuestra. Así es que con cierta exaltación novelesca también, mas no con completa seriedad, contesté a la damisela:

– Noble es, señora, y hermosísima y principal; pero ¿de qué me vale tener en ella un dechado de perfecciones, si un funesto destino la aleja constantemente de mí? ¿Qué pensará usted, señora, si le digo que hace tiempo cierto maligno encantador la tiene transfigurada en la persona de una vulgar comiquilla que recorre los pueblos formando parte de una compañía de histriones de la legua?

Esto era, sin duda, demasiado fuerte.

– Caballero – dijo la inglesa con estupor; – ¿pues qué, todavía hay encantamientos en España?

– Encantamientos, precisamente no – dije tratando de abatir el vuelo; – pero hay artes del demonio, y si no artes del demonio, malicias y ardides de hombres perversos.

– Veo que leéis libros de caballería.

– Pues ¿quién duda que son los más hermosos entre todos los que se han escrito? Ellos suspenden el ánimo, despiertan la sensibilidad, avivan el valor, infunden entusiasmo por las grandes acciones, engrandecen la gloria y achican el peligro en todos los momentos de la vida.

– ¡Engrandecen la gloria y achican el peligro! – exclamó deteniéndose. – Si esto que habéis dicho es verdad, sois digno de haber nacido en otros tiempos… pero no he entendido bien eso de que vuestra dama está transformada en una comiquilla…

– Así es, señora. Si pudiera contar a usted todo lo que ha precedido a esta transformación, no dudo que usted me compadecería.

– ¿Y dónde están la encantada y el encantador? Les doy estos nombres porque veo que creéis en encantamentos.

– Están en Salamanca.

– Como si estuvieran en el otro mundo. Salamanca está en poder de los franceses.

– Pero la tomaremos.

– Decís eso como si fuera lo más natural del mundo.

– Y lo es. No se ría usted de mi petulancia; pero si todo el ejército aliado desapareciera y me quedase solo…

– Iríais solo a la conquista de la ciudad, queréis decir.

– ¡Ah, señora! – exclamé con énfasis. – Un hombre que ama no sabe lo que dice. Veo que es un desatino.

– Un desatino relativo – repuso. – Pero ahora comprendo que os estáis burlando de mí. Os habéis enamorado de una cómica y queréis hacerla pasar por gran señora.

– Cuando entremos en Salamanca podré convencer a usted de que no me burlo.

– No dudo que haya cómicos en el país, ni menos cómicas guapas – dijo riendo. – Hace dos días pasó por delante de mí una compañía que me recordó el carro de las Cortes de la Muerte. Iban allí siete u ocho histriones, y, en efecto dijeron que iban a Salamanca.

– Llevaban dos o tres carros. En uno de ellos iban dos mujeres, una de ellas hermosísima. Venían de Plasencia.

– Me parece que sí.

– Y en otro carro llevaban lienzos pintados.

– Los habéis visto; pero no sabéis lo que yo sé. Cuando pasaron por delante de mí, sorprendiéndome por su extraño aspecto que me recordaba una de las más graciosas aventuras del Libro, un vecino de Puerto de Baños me dijo: «Esos no son cómicos sino pícaros masones que se disfrazan así para pasar por entre los españoles, que les descuartizarían si les conocieran».