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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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II

Cuando recibí esta carta, marchaba a unirme al ejército llamado de Extremadura, pero que no estaba ya en Extremadura, sino en Fuente Aguinaldo, territorio de Salamanca.

En Abril había yo dejado definitivamente la compañía de los guerrilleros para volver al ejército. Tocome servir a las órdenes de un mariscal de campo llamado Carlos Espagne, el que después fue conde de España, de fúnebre memoria en Cataluña. Hasta entonces aquel joven francés, alistado en nuestros ejércitos desde 1792, no tenía celebridad, a pesar de haberse distinguido en las acciones de Barca del Puerto, de Tamames, del Fresno y de Medina del Campo. Era un excelente militar, muy bravo y fuerte, pero de carácter variable y díscolo. Digno de admiración en los combates, movían a risa o a cólera sus rarezas cuando no había enemigos delante. Tenía una figura poco simpática, y su fisonomía, compuesta casi exclusivamente de una nariz de cotorra y de unos ojazos pardos bajo cejas angulosas, revueltas, movibles y en las cuales cada pelo tenía la dirección que le parecía, revelaba un espíritu desconfiado y pasiones ardientes, ante las cuales el amigo y el subalterno debían ponerse en guardia.

Muchas de sus acciones revelaban lamentable vaciedad en los aposentos cerebrales, y si no peleamos algunas veces contra molinos de viento, fue porque Dios nos tuvo de su mano; pero era frecuente tocar llamada en el silencio y soledad de la alta noche, salir precipitadamente de los alojamientos, buscar al enemigo que tan a deshora nos hacía romper el dulce sueño, y no encontrar más que al lunático España vociferando en medio del campo contra sus invisibles compatriotas.

Mandaba este hombre una división perteneciente al ejército de que era comandante general D. Carlos O’Donnell. Habíasele unido por aquel tiempo la partida de D. Julián Sánchez, guerrillero muy afortunado en Castilla la Vieja, y se disponía a formar en las filas de Wellington, establecido en Fuente Aguinaldo, después de haber ganado a Badajoz a fines de Marzo. Los franceses de Castilla la Vieja mandados por Marmont andaban muy desconcertados. Soult, operaba en Andalucía sin atreverse a atacar al lord y este decidió avanzar resueltamente hacia Castilla. En resumen, la guerra no tomaba mal aspecto para nosotros; por el contrario, parecía en evidente declinación la estrella imperial, después de los golpes sufridos en Ciudad-Rodrigo, Arroyomolinos y Badajoz.

Yo había recibido el empleo de comandante en Febrero de aquel mismo año. Por mi ventura mandé durante algún tiempo (pues también fui jefe de guerrillas) una partida que corrió el país de Aranda y luego las sierras de Covarrubias y la Demanda. A principios de Marzo tenía la seguridad de que Santorcaz no estaba en aquel país. Alargué atrevidamente mis excursiones hasta Burgos, ocupada por los franceses, entré disfrazado en la plaza, y pude saber que el antiguo comisario de policía había residido allí meses antes. Bajando luego a Segovia, continué mis pesquisas; pero una orden superior me obligó a unirme a la división de D. Carlos España.

Obedecí, y como en los mismos días recibiese la última carta de las que puntualmente he copiado, juzgué favor especial del cielo aquella disposición militar que me enviaba a Extremadura. Pero, como he dicho, Wellington, a quien debiera unirse España, había dejado ya las orillas del Tiétar. Nosotros debíamos salir de Piedrahíta para unirnos a él en Fuente Aguinaldo o en Ciudad-Rodrigo. De aquí se podía ir fácilmente a Plasencia.

Mientras con zozobra y desesperación revolvía en mi mente distintos proyectos, ocurrieron sucesos que no debo pasar en silencio.

III

Después de larguísima jornada durante la tarde y gran parte de una hermosísima noche de Junio, España ordenó que descansásemos en Santibáñez de Valvaneda, pueblo que está sobre el camino de Béjar a Salamanca. Teníamos provisiones relativamente abundantes, dada la gran escasez de la época, y como reinaba en el ejército muy buena disposición a divertirse, allí era de ver la algazara y alegría del pueblo a media noche cuando tomamos posesión de las casas, y con las casas, de los jergones y baterías de cocina.

Tocome habitar en el mejor aposento de una casa con resabios de palacio y honores de mesón. Acomodó mi asistente para mí una hermosa cama, y no tengo inconveniente en decir que me acosté, sí, señores, sin que nada extraordinario ni con asomos de poesía me ocurriese en aquel acto vulgar de la vida. Y también es cierto, aunque igualmente prosaico, que me dormí, sin que el crepúsculo de mis sentidos me impresionase otra cosa que la histórica canción cantada a media voz por mi asistente en la estancia contigua:

 
En el Carpio está Bernardo
y el Moro en el Arapil.
Como va el Tormes por medio,
non se pueden combatir.
 

Me dormí, y no se crea que ahora van a salir fantasmas, ni que los rotos artesonados o vetustas paredes de la histórica casa, ogaño palacio y hoy venta, se moverán para dar entrada a un deforme vestiglo, ni mucho menos a una alta doncella de acabada hermosura que venga a suplicar me tome el trabajo de desencantarla o prestarle cualquier otro servicio, ora del dominio de la fábula, ora del de las bajas realidades. Ni esperen que dueña barbuda, ni enano enteco, ni gigante fiero vengan súbito a hacerme reverencias y mandarme les siga por luengos y oscuros corredores que conducen a maravillosos subterráneos llenos de sepulturas o tesoros. Nada de esto hallarán en mi relato los que lo escuchan. Sepan tan sólo que me dormí. Por largo tiempo, a pesar de la profundidad del sueño, no me abandonó la sensación del ruido que sonaba en la parte baja de la casa. Las pisadas de los caballos retumbaban en mi cerebro con eco lejano, produciendo vibración semejante a las de un hondo temblor de tierra. Pero estos rumores cesaron poco a poco, y al fin todo quedó en silencio. Mi espíritu se sumergió en esa esfera sin nombre, en que desaparece todo lo externo, absolutamente todo, y se queda él solo, recreándose en sí propio o jugando consigo mismo.

Pero de repente, no sé a qué hora, ni después de cuántas horas de sueño, despertome una sensación singularísima, que no puedo descifrar, porque sin que fuese afectado ninguno de mis sentidos, me incorporé rápidamente diciendo: «¿quién está aquí?».

Ya despierto, grité a mi asistente:

– Tribaldos, levántate y enciende luz.

Casi en el mismo instante en que esto decía, comprendí mi engaño. Estaba enteramente solo. No había ocurrido otra cosa sino que mi espíritu, en una de sus caprichosas travesuras (pues esto son indudablemente las fantasmagorías del sueño) había hecho el más común de todos, que consiste en fingirse dos, con ilusoria y mentida división, alterando por un instante su eternal unidad. Este misterioso yo y tú suele presentarse también cuando estamos despiertos.

Pero si en mi alcoba nada ocurría de extraño fuera de mí, como lo demostró al entrar en ella Tribaldos alumbrando y registrando, algo ocurría en los bajos del edificio, donde el grave silencio de la noche fue interrumpido por fuerte algazara de gentes, coches y caballos.

– Mi comandante – dijo Tribaldos sacando el sable para dar tajos en el aire a un lado y otro – esos pillos no quieren dejarnos dormir esta noche. ¡Afuera, tunantes! ¿Pensáis que os tengo miedo?

– ¿Con quién hablas?

– Con los duendes, señor – repuso. – Han venido a divertirse con usía, después que jugaron conmigo. Uno me cogía por el pie derecho, otro por el izquierdo, y otro más feo que Barrabás atome una cuerda al cuello, con cuyo tren y el tirar por aquí y por allí me llevaron volando a mi pueblo para que viese a Dorotea hablando con el sargento Moscardón.

– ¿Pero crees tú en duendes?

– ¡Pues no he de creer, si los he visto! Más paseos he dado con ellos que pelos tengo en la cabeza – repuso con acento de convicción profunda. – Esta casa está llena de sus señorías.

– Tribaldos, hazme el favor de no matar más mosquitos con tu sable. Deja los duendes y baja a ver de qué proviene ese infernal ruido que se siente en el patio. Parece que han llegado viajeros; pero según lo que alborotan, ni el mismo sir Arturo Wellesley con todo su séquito traería más gente.

Salió el mozo dejándome solo, y al poco rato le vi aparecer de nuevo, murmurando entre dientes frases amenazadoras, y con desapacible mohín en la fisonomía.

– ¿Creerá mi comandante que son ingleses o príncipes viajantes los que de tal modo atruenan la casa? Pues son cómicos, señor, unos comiquillos que van a Salamanca para representar en las fiestas de San Juan. Lo menos conté ocho entre damas y galanes, y traen dos carros con lienzos pintados, trajes, coronas doradas, armaduras de cartón y mojigangas. Buena gente… El ventero les quiso echar a la calle; pero han sacado dinero y su majestad el Sr. Chiporro, al ver lo amarillo, les tratará como a duques.

– ¡Malditos sean los cómicos! Es la peor raza de bergantes que hormiguea en el mundo.

– Si yo fuera D. Carlos España – dijo mi asistente demostrándome los sentimientos benévolos de su corazón – cogería a todos los de la compañía, y llevándoles al corral, uno tras otro, a toditos les arcabuceaba.

– Tanto, no.

– Así dejarían de hacer picardías. Pedrezuela y su endemoniada mujer la María Pepa del Valle, cómicos eran. Había que ver con qué talento hacía él su papel de comisionado regio y ella el de la señora comisionada regia. De tal modo engañaron a la gente, que en todos los pueblos por donde corrían les creyeron, y en el Tomelloso, que es el mío, y no es tierra de bobos, también.

– Ese Pedrezuela – dije, sintiendo que el sueño se apoderaba nuevamente de mí – fue el que en varios pueblos de la margen del Tajo condenó a muerte a más de sesenta personas.

– El mismo que viste y calza – repuso – pero ya las pagó todas juntas, porque cuando el general Castaños y yo fuimos a ayudar al lord en el bloqueo de Ciudad-Rodrigo, cogimos a Pedrezuela y a su mujercita y los fusilamos contra una tapia. Desde entonces, cuando veo un cómico, muevo el dedo buscando el gatillo.

 

Tribaldos salió para volver un momento después.

– Me parece que se marchan ya – dije advirtiendo cierto acrecentamiento de ruido que anunciaba la partida.

– No, mi comandante – repuso riendo; – es que el sargento Panduro y el cabo Rocacha han pegado fuego al carro donde llevan los trebejos de representar. Oiga mi comandante chillar a los reyes, príncipes y senescales al ver cómo arden sus tronos, sus coronas y mantos de armiño. ¡Cáspita; cómo graznan las princesas y archipámpanas! Voy abajo a ver si esa canalla llora aquí tan bien como en el teatro… El jefe de la compañía da unos gritos… ¿Oye, mi comandante?… Vuelvo abajo a verlos partir.

Claramente oí aquella entre las demás voces irritadas, y lo más extraño es que su timbre, aunque lejano y desfigurado por la ira, me hizo estremecer. Yo conocía aquella voz.

Levanteme precipitadamente y vestime a toda prisa; pero los ruidos extinguiéronse poco a poco, indicando que las pobres víctimas de una cruel burla de soldados, salían a toda prisa de la venta. Cuando yo salía, entró Tribaldos y me dijo:

– Mi comandante, ya se ha ido esa flor y nata de la pillería. Todo el patio está lleno con pedazos encendidos de los palacios de Varsovia y con los yelmos de cartón y la sotana encarnada del Dux de Venecia.

– ¿Y por qué lado se han ido esos infelices?

– Hacia Grijuelo.

– Es que van a Salamanca. Coge tu fusil y sígueme al momento.

– Mi comandante, el general España quiere ver a usía ahora mismo. El ayudante de su excelencia ha traído el recado.

– El demonio cargue contigo, con el recado, con el ayudante y con el general… Pero me he puesto el corbatín del revés… dame acá esa casaca, bruto… pues no me iba sin ella.

– El general le espera a usía. De abajo se sienten las patadas y voces que da en su alojamiento.

Al bajar a la plaza, ya los incómodos viajeros habían desaparecido. D. Carlos España me salió al encuentro diciéndome:

– Acabo de recibir un despacho del lord, mandándome marchar hacia Santi Spíritus… Arriba todo el mundo; tocar llamada.

Y así concluyó un incidente que no debiera ser contado, si no se relacionara con otros curiosísimos que se verán a continuación.

IV

Dejando el camino real a la derecha, nos dirigimos por una senda áspera y tortuosa para atravesar la sierra. Vino la aurora y el día sin que en todo él ocurriese ningún suceso digno de ser marcado con piedra blanca, negra ni amarilla, mas en el siguiente tuve un encuentro que desde luego señalo como de los más felices de mi vida.

Marchábamos perezosamente al medio día sin cuidado ni precauciones, por la seguridad de que no encontraríamos franceses en tan agrestes parajes. Iban cantando los soldados, y los oficiales disertando en amena conversación sobre la campaña emprendida, dejábamos a los caballos seguir en su natural y pacífica andadura, sin espolearles ni reprimirles. El día era hermoso, y a más de hermoso algo caliente, por lo cual caía la llama del sol sobre nuestras espaldas, calentándolas más de lo necesario.

Yo iba de vanguardia. Al llegar a la vista de San Esteban de la Sierra, pueblo pequeño, rodeado de frondosa verdura y grata sombra de árboles, a cuyo amparo habíamos resuelto sestear, sentí algazara en los primeros grupos de soldados, que marchaban delante, rotas las filas y haciendo de las suyas con los aldeanos que se parecían en el camino.

– No es nada, mi comandante – me contestó Tribaldos, a quien pregunté la causa de tan escandalosa gritería. – Son Panduro y Rocacha que han topado con un fraile agustino, y más que agustino pedigüeño, y más que pedigüeño tunante, el cual no se apartó del camino cuando la tropa pasaba.

– ¿Y qué le han hecho?

– Nada más que jugar a la pelota – respondió riendo. – Su paternidad llora y calla.

– Veo que Rocacha monta un asno y corre en él hacia el lugar.

– Es el asno de su paternidad, pues su paternidad trae un asno consigo cargado de nabos podridos.

– Que dejen en paz a ese pobre hombre, ¡por vida de!… – exclamé con ira – y que siga su camino.

Adelanteme y distinguí entre soldados, que de mil modos le mortificaban, a un bendito cogulla, vestido con el hábito agustino, y azorado y lloroso.

– ¡Señor – decía mirando piadosamente al cielo y con las manos cruzadas – que esto sea en descargo de mis culpas!

Su hábito descolorido y lleno de agujeros cuadraba muy bien a la miserable catadura de un flaquísimo y amarillo rostro, donde el polvo con lágrimas o sudores amasado formaba costras parduscas. Lejos de revelar aquella miserable persona la holgura y saciedad de los conventos urbanos, los mejores criaderos de gente que se han conocido, parecía anacoreta de los desiertos o mendigo de los caminos. Cuando se vio menos hostigado, volvió a todos lados los ojos buscando su desgraciado compañero de infortunio, y como le viese volver a escape y jadeando, oprimidos los ijares por el poderoso Rocacha, se apresuró a acudir a su encuentro.

En tanto yo miraba al buen fraile, y cuando le vi volver, tirando ya del cordel de su asno reconquistado, no pude reprimir una exclamación de sorpresa. Aquella cara, que al pronto despertó vagos recuerdos en mi mente, reveló al fin su enemiga, y a pesar de la edad transcurrida y de lo injuriada que estaba por años y penas, la reconocí como perteneciente a una persona con quien tuve amistad en otro tiempo.

– Sr. Juan de Dios – exclamé deteniendo mi caballo a punto que el fraile pasaba junto a mí. – ¿Es usted o no el que veo dentro de esos hábitos y detrás de esa capa de polvo?

El agustino me miró sobresaltado, y luego que por buen rato me contemplara, díjome así con melifluo acento:

– ¿De dónde me conoce el señor general? Juan de Dios soy, en efecto. Doy las gracias a su eminencia por haber mandado que me devolvieran el burro.

– ¿Eminencia me llama usted…? – repuse. – Todavía no me han hecho cardenal.

– En mi turbación no sé lo que me digo. Si su alteza me da licencia, me retiraré.

– Antes pruebe a ver si me conoce. ¿Mi cara ha variado tanto desde aquel tiempo en que estábamos juntos en casa de D. Mauro Requejo?

Este nombre hizo estremecer al buen agustino, que fijó en mí sus ojos calenturientos, y más bien espantado que sorprendido dijo:

– ¿Será posible que el que tengo delante sea Gabriel? ¡Jesús mío! Señor general, ¿es usted Gabriel, el que en Abril de 1808…? Lo recuerdo bien… Deme usted a besar sus pies… ¿Conque es Gabriel en persona?

– El mismo soy. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos encontrado! Usted hecho un frailito…

– Para servir a Dios y salvar mi alma. Hace tiempo que abracé esta vida tan trabajosa para el cuerpo como saludable para el alma. ¿Y tú, Gabriel?… ¿Y usted Sr. D. Gabriel, se dedicó a la milicia? También es honrosa vida la de las armas, y Dios premia a los buenos soldados, algunos de los cuales santos han sido.

– A eso voy, padre, y usted parece que ya lo ha conseguido, porque su pobreza no miente y su cara de mortificación me dice que ayuna los siete reviernes.

– Yo soy un humildísimo siervo de Dios – dijo bajando los ojos – y hago lo poco que está en mi miserable poder. Ahora, señor general, experimento mucho gozo en ver a usted… y en reconocer al generoso mancebo que fue mi amigo, y con esto y su venia, me retiro, pues este ejército va sierra adentro, y yo busco el camino real.

– No permito que nos separemos tan pronto, amigo mío, usted está fatigado y además no tiene cara de haber cumplido aquel precepto que manda empiece la caridad por uno mismo. En ese pueblo descansará el regimiento. Vamos a comer lo que haya, y usted me acompañará para que hablemos un poco, refrescando viejas memorias.

– Si el señor general me lo manda, obedeceré, porque mi destino es obedecer – dijo marchando junto a mí en dirección al pueblo.

– Veo que el asno tiene mejor pelaje que su dueño y no se mortifica tanto con ayunos y vigilias. Le llevará a usted como una pluma, porque parece una pieza de buena andadura.

– Yo no monto en él – me respondió sin alzar los ojos del suelo. – Voy siempre a pie.

– Eso es demasiado.

– Llevo conmigo este bondadoso animal para que me ayude a cargar las limosnas y los enfermos que recojo en los pueblos para llevarlos al hospital.

– ¿Al hospital?

– Sí, señor. Yo pertenezco a la Orden Hospitalaria que fundó en Granada nuestro santo padre y patrono mío el gran San Juan de Dios, hace doscientos y setenta años poco más o menos. Seguimos en nuestros estatutos la regla del gran San Agustín, y tenemos hospitales en varios pueblos de España. Recogemos los mendigos de los caminos, visitamos las casas de los pobres para cuidar a los enfermos que no quieren ir a la nuestra y vivimos de limosnas.

– ¡Admirable vida, hermano! – dije bajando del caballo y encaminándome con otros oficiales y el hermano Juan a un bosquecillo que a la vera del pueblo estaba, donde a la grata sombra de algunos corpulentos y frescos árboles nos prepararon nuestros asistentes una frugal comida.

– Ate usted su burro en el tronco de un árbol – dije a mi antiguo amigo – y acomódese sobre este césped junto a mí, para que demos al cuerpo alguna cosa, que todo no ha de ser para el alma.

– Haré compañía al Sr. D. Gabriel – dijo Juan de Dios humildemente luego que ató la cabalgadura. – Yo no como.

– ¿Qué no come? ¿Por ventura manda Dios que no se coma? ¿Y cómo ha de estar dispuesto a servir al prójimo un cuerpo vacío? Vamos, Sr. Juan de Dios, deje a un lado esa cortedad.

– Yo no como viandas aderezadas en cocina, ni nada caliente y compuesto que tenga olor a gastronomía.

– ¿Llama gastronomía a este carnero fiambre y seco y a este pan más duro que la roca?

– Yo no puedo probar eso – repuso sonriendo. – Me alimento tan sólo con yerbas del campo y raíces silvestres.

– Hombre, lo admiro; pero francamente… Al menos beberá usted un trago. Es de Rueda.

– No bebo más que agua.

– ¡Hombre… agua y yerbecitas del campo! Lindo comistrajo es ese. En fin, si de tal modo se salva uno…

– Ya hace tiempo que hice voto firmísimo de vivir de esa manera, y hasta hoy, D. Gabriel mío, aunque no limpio de pecados, tengo la satisfacción de no haber cometido el de faltar a mi voto una sola vez.

– Pues no insisto, amigo. No se vaya usted a condenar por culpa mía. La verdad es que tengo un hambre… Pobre Sr. Juan de Dios…

– ¡Quién había de decir que nos encontraríamos después de tantos años…! ¿No es verdad?

– Sí señor.

– Yo creí que usted había pasado a mejor vida. Como desapareció…

– Entré en la Orden en Enero del año 9. Acabé mis primeros ejercicios en Marzo y recibí las primeras órdenes el año último. Todavía no soy fraile profeso.

– ¡Cuántas cosas han pasado desde que no nos vemos!

– ¡Sí señor, cuántas!

– Usted, retirado del mundo, vive de un modo beatífico sin penas ni alegrías, contento de su estado…

Juan de Dios exhaló un suspiro profundísimo y después bajó los ojos. Observándole bien, advertí las señales que en su extenuado rostro patentizaban no ser jactancia de beato aquello de las campestres yerbecitas y agua de los arroyos cristalinos. Bordeaba sus ojos un cerco violáceo muy intenso que hacía más vivo el brillo de sus pupilas, y marcándosele los huesos de la cara bajo la estirada y amarillenta piel. Su expresión era la de las almas exaltadas por una piedad que igualmente hace sus efectos en el espíritu y en el sistema nervioso. Misticismo y enfermedad al mismo tiempo es una devoción singular que ha llevado hermosísimas figuras al cielo de las grandezas humanas. Si en un principio creí ver en Juan de Dios un poco de artificio e hipocresía, muy luego convencime de lo contrario, y aquel santo varón arrojado por las tempestades mundanas a la vida contemplativa y austera, estaba inflamado por un fervor tan ardiente y verdadero. Se le veía quemarse, se observaba la combustión de aquel cuerpo, que poco a poco se convertía en ceniza, calcinado por la llama de la espiritual calentura; se veía que aquel hombre apenas tocaba a la tierra, apenas al mundo de los vivos, y que la miserable arcilla que aún mantenía el noble espíritu con endeble atadura, se iba descomponiendo y desmenuzando grano a grano.

– Es admirable, amigo mío – le dije – que haya llegado a tan lisonjero estado de santidad un hombre que no se vio libre ciertamente de las pasiones mundanas.

La fisonomía de fray Juan de Dios contrájose con ligero temblor. Pero serenándose al punto su rostro, me dijo:

 

– ¿No sabe usted qué ha sido de aquellos benditos señores de Requejo? Sentiría que les hubiese pasado alguna desgracia.

– No he vuelto a saber de ellos. Estarán cada vez más ricos, porque los pícaros hacen fortuna.

El fraile no hizo gesto alguno de asentimiento.

– Pero Dios les habrá castigado al fin – continué – por los martirios que hicieron padecer a aquella infeliz muchacha…

Al decir esto advertí que en las venas de aquel miserable cuerpo humano, que la tumba pedía para sí, quedaba todavía un resto de sangre. Bajo la piel de la cara se traslucieron por un instante las hinchadas venas azules, y un ligero tinte amoratado encendió la austera frente. No me hubiera sorprendido más ver una imagen de madera sonrojándose al contacto del beso de las devotas.

– Dios sabrá lo que tiene que hacer con los señores de Requejo por esa conducta – me contestó.

– Creo que no le será indiferente a usted saber el fin que ha tenido aquella desgraciada joven.

– ¿Indiferente? no – repuso poniéndose como un cadáver.

– ¡Oh! Las personas destinadas a padecer… – dije observando atentamente la impresión que en el santo producían mis palabras. – Aquella pobre joven tan buena, tan bonita, tan modesta…

– ¿Qué?

– Ha muerto.

Yo creí que Juan de Dios se conmovería al oír esto; pero con gran sorpresa vi su rostro resplandeciente de serenidad y beatitud. Mi asombro llegó a su colmo cuando en tono de convicción profundísima, dijo:

– Ya lo sabía. Murió en el convento de Córdoba, donde la encerró su familia en Junio de 1808.

– ¿Y cómo sabe usted eso? – pregunté respetando el engaño del pobre agustino.

– Nosotros tenemos visiones singulares. Dios permite que por un estado especial de nuestro espíritu, sepamos algunos hechos ocurridos en país lejano, sin que nadie nos los cuente. Inés murió. Yo la he visto repetidas veces en mis éxtasis, y es indudable que sólo se nos presenta la imagen de las personas que han tenido la suerte de abandonar para siempre este ruin y miserable mundo.

– Así debe de ser.

– Así es, aunque los torpes ojos del cuerpo crean otra cosa. ¡Ay! Los del alma son los que no se engañan nunca, porque hay siempre en ellos un rayo de eterna luz. La corporal vista es un órgano de quien dispone a su antojo el demonio para atormentarnos. Lo que vemos en ella es muchas veces ilusorio y fantástico. Yo, Sr. D. Gabriel, padezco tormentos muy horrorosos por las continuas pruebas a que sujeta mi espíritu el Señor de cielo y tierra, y por los pérfidos amaños del ángel de las tinieblas, que anhelando perderme, juega con mis débiles sentidos y se burla de esta desgraciada criatura.

– Querido amigo, cuénteme usted lo que pasa. Yo también sirvo a veces de juguete y mofa a ese señor demonio, y puedo dar a usted algún buen consejo sobre el modo de vencerle y burlarse de él en vez de ser burlado.