Za darmo

Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XL

La casa de la calle del Cáliz, a donde por dos veces he transportado a mis oyentes, y a cuyo recinto de nuevo me han de seguir, si quieren saber el fin de esta puntual historia, era la habitación patrimonial de Santorcaz, que la había heredado de su padre un año antes, con algunas tierras productivas. Componíase el tal caserón de dos o tres edificios diversos en tamaño y estructura, que compró, unió y comunicó entre sí el Sr. D. Juan de Santorcaz, aldeano enriquecido a principios del siglo pasado. Faltaba a aquella vivienda elegancia y belleza; pero no solidez, ni magnitud, ni comodidades, aunque algunas piezas se hallaban demasiado distantes unas de otras y era excesiva la longitud de los corredores, así como el número de escalones que al discurrir de una parte a otra se encontraban.

En los aposentos donde anteriormente les vimos estaba Santorcaz con su hija el 22 de Julio durante la batalla. Esta última circunstancia hará comprender a mis oyentes que no presencié lo que voy a contar, mas si lo cuento de referencia, si lo pongo en el lugar de los hechos presenciados por mí es porque doy tanta fe a la palabra de quien me los contó, como a mis propios ojos y oídos; y así téngase esto por verídico y real.

Estaban, pues, según he dicho, el infortunado D. Luis y su hija en la sala; lamentábase ella de que existieran guerras y maldecía él su triste estado de salud que no le permitía presenciar el espectáculo de aquel día, cuando sonó con terrible estruendo la famosa aldaba del culebrón, y al poco rato el único criado que les servía y el militar que les guardaba anunciaron a los solitarios dueños que una señora quería entrar. Como miss Fly había estado allí algunos días antes, ofreciendo al masón un salvo-conducto para salir de Salamanca y de España, alegrósele a aquel el alma y dio orden de que al punto dejasen pasar e internasen hasta su presencia a la generosa visitante. Transcurridos algunos minutos, entró en la sala la condesa.

Santorcaz rugió como la fiera herida cuando no puede defenderse. Largo rato estuvieron abrazadas madre e hija, confundiendo sus lágrimas, y tan olvidadas del resto de la creación, cual si ellas solas existieran en el mundo. Vueltas al fin en su acuerdo, la madre, observando con terror a aquel hombre rabioso y sombrío que clavaba los ojos en el suelo como si quisiera con la sola fuerza de su mirada abrir un agujero en que meterse, quiso llevar a su hija consigo, y dijo palabras muy parecidas a las que yo pronuncié en circunstancias semejantes.

Los que vieron mi sorpresa, juzguen cuál sería la de Amaranta cuando Inés se separó de ella, y hecha un mar de lágrimas corrió con los brazos abiertos hacia el anciano, en ademán cariñoso. Absorta miró tan increíble movimiento la condesa. Santorcaz, cuando su hija estuvo próxima, volvió el rostro y alargó los brazos para rechazarla.

– Vete de aquí – dijo, – no quiero verte, no te conozco.

– ¡Loco! – gritó la muchacha con dolor. – Si dices otra vez que me marche, me marcharé.

Revolvió Santorcaz los fieros ojos de un lado a otro de la estancia, miró con igual rencor a la condesa y a su hija, y temblando de cólera, repitió:

– Vete, vete, te he dicho que te vayas. No quiero verte más. Sal de esta casa con esa mujer, y no vuelvas.

– Padre – dijo Inés sin dar gran importancia al frenesí del anciano. – ¿No me has dicho que esta casa es mía? ¿No me has entregado las llaves? Pues voy a acomodar a esta señora en una habitación de las de la calle, porque hoy es imposible que encuentre posada, y mañana las dos nos iremos, dejándote tranquilo.

Tomando un manojo de llaves y repiqueteando con él, no sin cierta intención zumbona, Inés salió de la estancia seguida de Amaranta, que nada comprendía de aquella tragicomedia.

Luego que se quedó solo, Santorcaz dio algunos paseos por la habitación, recorriéndola en giros y vueltas sin fin, cual macho de noria. Su fisonomía expresaba todo cuanto puede expresar la fisonomía humana, desde la saña más terrible a la emoción más tierna. Tomó después un libro, pero lo arrojó en el suelo a los pocos minutos. Cogió luego una pluma, y después de rasguñar el papel breve rato, la destrozó y la pisoteó. Levantose, y con pasos vacilantes e inseguro ademán dirigiose a la puerta vidriera, penetró en la estancia próxima, donde había un tocador de mujer y un lecho blanco. De rodillas en el suelo, hizo de la cama reclinatorio, y apoyando el rostro sobre ella, estuvo llorando todo el día.

Si Santorcaz hubiera tenido un oído agudo y finísimo, como el de algunas especies ornitológicas, habría percibido el rumor de tenues pasos en el corredor cercano; si Santorcaz hubiera poseído la doble vista, que es un absurdo para la fisiología, pero que no lo parecería si se llegaran a conocer los misteriosos órganos del espíritu, habría visto que no estaba enteramente solo; que una figura celestial batía sus alas en las inmediaciones de la triste alcoba; que sin tocar el suelo con su ligero paso, venía y se acercaba, y aplicaba con gracioso gesto su linda cabeza a la puerta para escuchar, y luego introducía un rayo de sus ojos por un resquicio para observar lo que dentro pasaba; y como si lo que veía y oía la contentase, iluminaba aquellos sombríos espacios con una sonrisa, y se marchaba para volver al poco rato y atender lo mismo. Pero el pobre masón no veía nada de esto. Aquella tarde un ordenanza inglés le trajo un salvo-conducto para salir de Salamanca; pero el masón lo rompió. La condesa e Inés, excepto en los intervalos que esta salía, hablaban por los codos en las habitaciones de la calle. Figuraos la tarea de dos lenguas de mujer que quieren decir en un día todo lo que han callado en un año. Hablaban sin cesar, pasando de un asunto a otro, sin agotar ninguno, experimentando emociones diversas, siempre sorprendidas, siempre conmovidas, quitándose una a otra la palabra, refiriendo, ponderando, encareciendo, comentando, afirmando y negando.

Esto pasaba el 22 de Julio. De vez en cuando las interrumpía zumbido lejano, estremecimiento sordo de la tierra y del aire. Era la voz de los cañones de Inglaterra y Francia que estaban batiéndose donde todos sabemos. Las dos mujeres cruzaban las manos, elevando los ojos al cielo… Los cañonazos se repetían cada vez más. Por la tarde era un mugido incesante como el del Océano tempestuoso. En madre e hija pudo tanto el terror, que se callaron: es cuanto hay que decir. Pensaban en la cantidad de hombres que se tragaría en cada una de sus sacudidas el mar irritado que bramaba a lo lejos.

Llegó la noche y los cañonazos cesaron. Muy tarde entró Tribaldos en la casa. El pobre muchacho estaba consternado, y aunque se la echaba de valiente, derramó algunas lágrimas.

– ¿A dónde vas? – preguntó con inquietud la madre a la hija, viendo que esta se ponía el manto sin decir para qué.

– Al Arapil – contestó Inés entregando otro manto a la condesa, que se lo puso también sin decir nada.

Visitó Inés por breves momentos al anciano y salió de la casa y de la ciudad, acompañada de su madre y del fiel Tribaldos. Inmenso gentío de curiosos llenaba el camino. La batalla había sido horrenda, y querían ver las sobras todos los que no pudieron ver el festín. Anduvieron largo tiempo, toda la noche, hacia arriba y hacia abajo, y de acá para allá sin encontrar lo que buscaban, ni quien razón les diera de ello. Cerca del día vieron a miss Fly que regresaba del campo de batalla delante de una camilla bien arreglada y cubierta, donde traían a un hombre que fue encontrado en el Arapil Grande, lleno de heridas, sin conocimiento y con una horrible mordida en el brazo.

Acercáronse Inés, la condesa y Tribaldos a miss Fly para hacerle preguntas; pero esta, impaciente por seguir, les contestó:

– No sé una palabra. Dejadme continuar; llevo en esta camilla al pobre sir Thomas Parr, que está herido de gravedad.

Siguieron ellas y Tribaldos y recorrieron el campo de batalla, que la luz del naciente día les permitió ver en todo su horror; vieron los cuerpos tendidos y revueltos, conservando en sus fisonomías la expresión de rabia y espanto con que les sorprendiera la muerte. Miles de ojos sin brillo y sin luz, como los ojos de las estatuas de mármol, miraban al cielo sin verlo. Las manos se agarrotaban en los fusiles y en las empuñaduras de los sables, como si fueran a alzarse para disparar y acuchillar de nuevo. Los caballos alzaban sus patas tiesas y mostraban los blancos dientes con lúgubre sonrisa. Las dos desconsoladas mujeres vieron todo esto, y examinaron los cuerpos uno a uno; vieron los charcos, las zanjas, los surcos hechos por las ruedas y los hoyos que tantos millares de pies abrieran en el bailoteo de la lucha; vieron las flores del campo machacadas, y las mariposas que alzaban el vuelo con sus alas teñidas de sangre. Regresaron a Salamanca, volvieron por la noche al campo de batalla, no ya conmovidas sino desesperadas; rezaban por el camino, preguntaban a todos los vivos y también a los muertos.

Por último, después de repetidos viajes y exploraciones dentro y fuera de la ciudad, en los cuales emplearon tres días, con ligeros intervalos de residencia y descanso en la casa de la calle del Cáliz, encontraron lo que buscaban en el hospital de sangre; improvisado en la Merced. Lo hallaron separado de los demás, en una habitación solitaria y en poder de un pobre fraile demente. Hicieron diligencias cerca de la autoridad militar, y, por último, consiguieron poder llevarle, es decir, llevarme consigo.

XLI

Acomodáronme en una estancia clara y bonita y en un buen lecho, que atropelladamente dispusieron para mí. Me dieron de comer, lo cual agradecí con toda mi alma, y empecé a encontrarme muy bien. Lo que más contribuía a precipitar mi restablecimiento era la alegría inexplicable que llenaba mi alma. Síntoma externo de este gozo era una jovialidad expansiva que me impulsaba a reír por cualquier frívolo motivo.

 

La noche de mi entrada en la casa, mientras la condesa escribía cartas a todo ser viviente en la sala inmediata, Inés me daba de cenar.

Nos hallábamos solos, y le conté toda, absolutamente toda la casi increíble novela de miss Fly, sin omitir nada que me perjudicase o me engrandeciese a los ojos de mi interlocutora. Oyome esta con atención profunda, mas no sin tristeza, y cuando concluí, diríase que mi constante amiga había perdido el uso de la palabra. No sé en qué vagas perplejidades se quedó suspenso y flotante su grande ánimo. En su fisonomía observé el enojo luchando con la compasión, y el orgullo tal vez en pugna con la hilaridad. Pero no decía nada, y sus grandes ojos se cebaban en mí. Por mi parte, mientras más duraba su abstracción contemplativa, más inclinado me sentía yo a burlarme de las nubes que oscurecían mi cielo.

– ¿Es posible que pienses todavía en eso? – le dije.

– Espero que me enseñes el mechón rubio con que te han pagado el negro… Buena pieza, piensas que me casaré contigo, con un perdido, con un bribón… Te cuidaremos, y luego que estés bueno te marcharás con tu adorada inglesa. Ninguna falta me haces.

Quería ponerse seria, y casi, casi lo lograba.

– No me marcharé, no – le dije, – porque te quiero más que a las niñas de mis ojos; me has enamorado porque eres una criatura de otros tiempos, porque vuestra alma, señora (me gusta tratar de vos a las personas) da la mano a la mía y ambas suben a las alturas donde jamás llega la vulgaridad y bajeza de los nacidos. Por vos, señora, seré Bernardo del Carpio, el Cid y Lanzarote del Lago, acometeré las empresas más absurdas, mataré a medio mundo y me comeré al otro medio.

– Si piensas embobarme con tales tonterías… – dijo sin quererse reír pero riendo.

– Señora – exclamé con dramático acento, – vos sois el imán de mi existencia, la única pareja digna de la inmensidad de mi alma; adoro las águilas que vuelan mirando cara a cara al sol, y no las gallinas que sólo saben poner huevos, criar pollos, cacarear en los corrales y morir por el hombre. Llevadme, llevadme con vos, señora, a los espacios de las grandes emociones y a las excelsitudes del pensamiento. Si me abandonáis, yo os lloraré en las ruinas; si me amáis, seré vuestro esclavo y conquistaré diez reinos para poneros uno en cada dedo de las manos.

– Calla, calla, tonto, farsante – dijo Inés defendiéndose como podía contra la hilaridad que la ahogaba.

– ¡Ah, señora y dueña mía! – proseguí yo reforzando mi entonación. – Me rechazáis. Vuestro corazón es indigno del mío. Yo lo creí templado en el fuego de la pasión, y es un pedazo de carne fofa y blanda. Os lo pedía yo para unirlo al mío y vos le arrojáis a los soldados para que claven en él sus bayonetas. Sois indigna de mí, señora. Os digo estas sublimidades, y en vez de oírme, os estáis cosiendo todo el día; tembláis cuando voy a la guerra, no pensáis más que en vuestros chiquillos, en vez de pensar en mi gloria; y os ocupáis en hacer guisotes y platos diversos para darme de comer: yo no como, señora; en la región donde yo habito no se come… De veras sois tonta: os habéis empeñado en amarme con cariño dulce y tranquilo propio de costureras, boticarios, sargentos, covachuelistas y sastres de portal. ¡Oh! amadme con exaltación, con frenesí, con delirio, como amaba Bernardo del Carpio a doña Estela, y cantad las hazañas de los héroes que son norte y faro de mi vida, y poneos delante de mí cual figura histórica, sin cuidaros de que mi ropa esté hecha pedazos, mi mesa sin comida, y mis hijos desnudos. ¿Qué veo? ¿Os reís? ¡Miseria! ¡Yo me muero por vos y os reís! ¡Yo peno y vos os regocijáis! ¡Yo enflaquezco y vos os presentáis a mí fresca, alegre y gordita!

Inés lloraba de risa, pero de una manera tan franca y natural, que todo el enojo se iba desvaneciendo en aquellas chispas de alegría. Mi corazón se entendió con el suyo, como los hermanos que por un momento riñen, para quererse más.

– Os abandono, porque amáis a otro, a una criatura vulgar y antipoética, señora – continué mirando su frente y haciendo con mis dedos movimiento semejante al abrir y cerrar de unas tijeras; – pero quiero llevarme un recuerdo vuestro, y así os corto ese mechón que os cuelga sobre la frente.

Diciéndolo, cogí la preciosa cabeza y le di mil besos.

– Que me lastimas, bárbaro – gritó sin cesar de reír.

Acudió la condesa que en la cercana habitación estaba, y al verla, Inés, más roja que una amapola, le dijo:

– Es Gabriel, que la está echando de gracioso.

– No hagáis ruido que estoy escribiendo. Todavía me faltan muchas cartas, pues tengo que escribir a Wellington, a Graham, a Castaños, a Cabarrús, a Azanza, a Soult, a O’Donnell y al Rey José.

Mi adorada suegra tenía la manía de las cartas. Escribía a todo el mundo, y de todos lograba respuesta. Su colección epistolar era un riquísimo archivo histórico, del cual sacaré algún día no pocas preciosidades.

Al día siguiente mi suegra fue a visitar a miss Fly, a quien como he dicho, había tratado en el Puerto y reconocido últimamente en Salamanca. Athenais pagó la visita a la condesa en el mismo día. Vino elegantemente vestida, deslumbradora de hermosura y de gracia. Servíale de caballero el coronel Simpson, siempre encarnadito, vivaracho, acicalado y compuesto como un figurín, y siempre honrando todos los objetos y personas con la cuádruple mirada de dos ojos y dos vidrios que jamás descansaban en su investigadora observación. Yo me había levantado y desde un sillón asistí sin moverme a la visita, que no fue larga, aunque sí digna de ocupar el penúltimo lugar en esta verídica historia.

– ¿De modo que parte usted definitivamente para Inglaterra? – dijo la condesa.

– Sí, señora – repuso Athenais, que no se dignaba mirarme – estoy cansada de la guerra y de España, y deseo abrazar a mi padre y hermanas. Si alguna vez vuelvo a España tendré el gusto de visitaros.

– Antes quizás tenga yo el de escribir a usted – dijo mi suegra acordándose de que había papel y plumas en el mundo. – Por falta de tiempo no he escrito ya a lord Byron a quien conocí en Cádiz. No llevará usted malos recuerdos de España.

– Muy buenos. Me he divertido mucho en este extraño país; he estudiado las costumbres, he hecho muchos dibujos de los trajes y gran número de paisajes en lápiz y acuarela. Espero que mi álbum llame la atención.

– También llevará usted memoria de las tristes escenas de la guerra – dijo Amaranta con emoción.

– Los franceses nada respetan – indicó miss Fly con la indiferencia que se emplea en las visitas para hablar del tiempo.

– En su retirada – afirmó Simpson – han destruido todos los pueblos de la ribera del Tormes. No nos perdonan que les hayamos matado cinco mil hombres y cogido siete mil prisioneros con dos águilas, seis banderas y once cañones… ¡Grandiosa e importante batalla! No puedo menos de felicitar al Sr. de Araceli – añadió haciéndome el honor de dirigirse a mí – por su buen comportamiento durante la acción. El brigadier Pack y el honorable general Leith han hecho delante de mí grandes elogios de usted. Me consta que su excelencia el gran Wellington no ignora nada de lo que tanto os favorece.

– En ese caso – dije – tal vez se disipe la prevención que su excelencia tenía contra mí por motivos que nunca pude saber.

Athenais se puso pálida; mas dominándose al instante, no sólo se atrevió a fijar en mí sus lindos ojos de cielo, sino que se rió y de muy buena gana, según parecía.

– Este caballero – contestó con jovialidad asombrosa por lo bien fingida – ha tenido la desgracia y la fortuna de pasar por mi amante a los ojos de los ociosos del campamento. En España, el honor de las damas está a merced de cualquier malicioso.

– ¡Pero cómo! ¿Es posible, señora? – exclamé fingiéndome sorprendido y además de sorprendido encolerizado. – ¿Es posible que por aquel felicísimo encuentro nuestro…? No sabía nada ciertamente. ¡Y se han atrevido a calumniar a usted!… ¡Qué horror!

– Y poco ha faltado para que me supusieran casada con vos – añadió apartando los ojos de mí, contra lo que las conveniencias del diálogo exigían. – Me ha servido de gran diversión, porque a la verdad, aunque os tengo por persona estimable…

– No tanto que pudiera merecer el honor… – añadí completando la frase. – Eso es claro como el agua.

– Todo provino de que alguien nos vio juntos en la ciudad, cuando para salvaros de aquellos infames soldados, pasasteis por mi criado durante unas cuantas horas – dijo Athenais, coqueteando y haciendo monerías. – Ahora falta saber si por vanidad pueril fuisteis vos mismo quien se atrevió a propalar rumores tan ridículos acerca de una noble dama inglesa, que jamás ha pensado enamorarse en España, y menos de un hombre como vos.

– ¡Yo, señora! El coronel Simpson es testigo de lo que pensaba yo sobre el particular.

– Los rumores – dijo el simpático Abraham, – partieron de la oficialidad inglesa y empezaron a circular cuando Araceli volvió de Salamanca y Athenais no.

– Y vos, mi querido sir Abrabam Simpson – dijo miss Fly con cierto enojo, – disteis circulación a las groserías que corrían acerca de mí.

– Permitidme decir, mi querida Athenais – indicó Simpson en español – que vuestra conducta ha sido algo extraña en este asunto. Sois orgullosa… lo sé… creíais rebajaros sólo ocupándoos del asunto… Lo cierto es que oíais todo, y callabais. Vuestra tristeza, vuestro silencio hacían creer…

– Me parece que no conocéis bien los hechos – dijo Athenais empezando a ruborizarse.

– Todos hablaban del asunto; el mismo Wellington se ocupó de él. Os interrogaron con delicadeza, y contestasteis de un modo vago. Se dijo que pensabais pedir el cumplimiento de las leyes inglesas sobre el matrimonio; calumnia, pura calumnia; pero ello es que lo decían y vos no lo negabais… yo mismo os llamé la atención sobre tan grave asunto, y callasteis…

– Conocéis mal los hechos – repitió Athenais más ruborizada, – y además sois muy indiscreto.

– Es que, según mi opinión – dijo Simpson, – llevasteis la delicadeza hasta un extremo lamentable, mi querida Athenais… Os sentíais ultrajada sólo por la idea de que creyeran… pues… una mujer de vuestra clase… No quiero ofender al señor; pero… es absurdo, monstruoso. La Inglaterra, señora, se hubiera estremecido en sus cimientos de granito.

– ¡Sí, en sus cimientos de granito! – repetí yo. – ¡Qué hubiera sido de la Gran Bretaña!… Es cosa que espanta.

Miss Fly me dirigió una mirada terrible.

– En fin – dijo la condesa, – los rumores circularon… yo misma lo supe… Pero la cosa no vale la pena. Si la Gran Bretaña se mantiene sin mancilla…

Miss Fly se levantó.

– Señora – le dije con el mayor respeto, – sentiría que usted dejase a España sin que yo pudiese manifestarle la profundísima gratitud que siento…

– ¿Por qué, caballero? – preguntó llevando el pañuelo a su agraciada boca.

– Por su bondad, por su caridad. Mientras viva, señora, bendeciré a la persona que me recogió del campo de batalla con otros infelices compañeros.

– Estáis en gran error – exclamó riendo. – Yo no he pensado en tal cosa. Vos sin duda lo deseabais. Recogí a varios, sí; pero no a vos. Os han engañado. Me visteis en la Merced recorriendo las salas y dormitorios… No quiero que me atribuyan el mérito de obras que no me pertenecen.

– Entonces, señora, permítame usted que le dé las gracias por… No, lo que quiero decir es que ruego a usted no me guarde rencor por haber sido causa, aunque inocente, de esos ridículos rumores.

– ¡Oh, oh!… No haga caso de semejante necedad. Soy muy superior a tales miserias… ¡La calumnia! Acaso me importa algo… ¡Vuestra persona! ¿Significa algo para mí? Sois vanidoso y petulante.

Miss Fly hacía esfuerzos extraordinarios por conservar en su semblante aquella calma inglesa que sirve de modelo a la majestuosa impasibilidad de la escultura. Miraba a los cristales, a los viejos cuadros, al suelo, a Inés, a todos menos a mí.

– Entonces, señora – añadí, – puesto que ningún daño ha padecido usted por causa mía…

– Ninguno, absolutamente ninguno. Os hacéis demasiado honor, caballero Araceli, y sólo con pedirme excusas por la vil calumnia, sólo con asociar vuestra persona a la mía, estáis faltando al comedimiento, sí, faltando a la consideración que debe inspirar en todo lo habitado una hija de la Gran Bretaña.

– Perdón, señora, mil veces perdón. Sólo me resta decir a usted que deseo ser su humildísimo servidor y criado aquí y en todas partes y en todas las ocasiones de mi vida. ¿También así falto al comedimiento?

– También… pero, en fin, admito vuestros homenajes. Gracias, gracias – dijo con altivez. – Adiós.

 

Al fin de la visita, aunque repetidas veces se empeñó en reír, no pudo conseguirlo sino a medias. Sus manos temblaban, destrozando las puntas del chal amarillo. Despidiose cariñosamente de la condesa, y con mucha ceremonia de Inés y de mí.

– ¿Y no será usted tan buena que nos escriba alguna vez para enterarnos de su salud? – le dije.

– ¿Os importa algo?

– ¡Mucho, muchísimo! – respondí con vehemencia y sinceridad profunda.

– ¡Escribiros! Para eso necesitaría acordarme de vos. Soy muy desmemoriada, señor de Araceli.

– Yo, mientras viva, no olvidaré la generosidad de usted, Athenais. Me cuesta mucho trabajo olvidar.

– Pues a mí no – ,dijo mirándome por última vez.

Y en aquella mirada postrera que sus ojos me echaron, puso tanto orgullo, tanta soberbia, tanta irritación que sentí verdadera pena. Al fin salió de la sala. La palidez de su rostro y la furia de su alma la hacían terrible y majestuosamente bella.

Pocos momentos después aquel hermoso insecto de mil colores, que por unos días revoloteara en caprichosos círculos y juegos alrededor de mí, había desaparecido para siempre.

Muchas personas que anteriormente me han oído contar esto sostienen que jamás ha existido miss Fly; que toda esta parte de mi historia es una invención mía para recrearme a mí propio y entretener a los demás; pero ¿no debe creerse ciegamente la palabra de un hombre honrado? Por ventura, quien de tanta rectitud dio pruebas, ¿será capaz ahora de oscurecer su reputación con ficciones absurdas y con fábricas de la imaginación que no tengan por base y fundamento a la misma verdad, hija de Dios?

Poco después de que los dos ingleses nos dejaron solos, la condesa dijo a Inés:

– Hija mía, ¿tienes inconveniente en casarte con Gabriel?

– No, ninguno – repuso ella con tanto aplomo, que me dejó sorprendido.

Con inefable afecto besé su hermosa mano que tenía entre las mías.

– ¿Está tranquila y satisfecha tu alma, hija mía?

– Tranquila y satisfecha – repuso. – ¡Pobrecita miss Fly!

Ambos nos miramos. Un cielo lleno de luz divina, y de inexplicable música de ángeles flotaba entre uno y otro semblante… Si es posible ver a Dios, yo lo veía, yo.

– ¡Qué hermoso es vivir! – exclamé. – ¡Qué bien hizo Dios en criarnos a los dos, a los tres! ¿Hay felicidad comparable a la mía? ¿Pero esto qué es, es vivir o es morir?

Al oír esto, la condesa, que había corrido a abrazamos, se apartó de nosotros. Fijó los ojos en el suelo con tristeza. Inés y yo pensamos al mismo tiempo en lo mismo y sentimos la misma pena, una lástima íntima y honda que turbaba nuestra dicha.

– ¿Qué tal está hoy? – preguntó Amaranta.

– Muy mal – repuso Inés. – Vamos los dos allá. Hace ya hora y media que no me ha visto, y estará muy taciturno.

Aunque extenuado y débil, me levanté y la seguí apoyado en su brazo.

– Haré la última tentativa y venceré – dijo cerca de la guarida del masón. – Le he observado muy bien todo el día, y el pobrecito no desea ya sino rendirse.