Za darmo

Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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El estupor mío tocaba a su fin. Pensamiento y corazón recobraban su prístino ser; pero la palabra tardaba; vaya si tardaba…

– Dios me ha escuchado – añadió ella. – No sólo podéis oírme, sino que vivís; y podréis hablarme y contestarme. Decidme que me amáis, y si morís después, siempre me quedará algo vuestro.

Una figura celestial, tan celestial que no parecía de este mundo, se entró dentro de mí, agasajándome y plegándose toda para que no hubiese en mi interior un solo hueco que no estuviese lleno con ella.

– No me contestáis una sola palabra – dijo la voz de mi enfermera. – Ni siquiera me miráis. ¿Por qué cerráis los ojos…? ¿Así se contesta, caballero…? Sabed que no sólo tengo dudas, sino también celos. ¿Os habré desagradado en lo que últimamente he hecho? No os lo ocultaré, porque jamás he mentido. Mi lengua nació para la verdad… ¿Ignoráis tal vez que vuestra princesa encantada y el bribón de su padre estaban en Salamanca? Quien los trajo, es cosa que ignoro. El desgraciado masón anhelaba la libertad y se la he dado con el mayor gusto, consiguiendo del general un salvo conducto para que saliese de aquí y pudiese atravesar toda España sin ser molestado.

Al oír esto, razón, memoria, sentimientos, palabra, todo volvió súbito a mí con violencia, con ímpetu, con estrépito, como una catarata despeñándose de las alturas del cielo. Di un grito, me incorporé en el lecho, agité los brazos, arrojé lejos de mí con instintiva brutalidad aquella hermosa figura que tenía delante, y prorrumpí en exclamaciones de ira. Miré a la dama y la nombré, porque ya la había conocido.

XXXVIII

El hospitalario que antes vi, entró al oír mis gritos, y ambos procuraron calmarme.

– Otra vez le empieza el delirio – dijo Juan de Dios.

– Yo he sido la causa de esta alteración – dijo miss Fly muy afligida.

Mi propia debilidad me rindió, y caí en el lecho, sofocado por la indignación que sordamente se reconcentraba en mí, no encontrando ni voz suficiente ni fuerzas para expresarse fuera.

– El pobre Sr. Araceli – dijo Juan de Dios con sentimiento piadoso – se volverá loco como yo. El demonio ha puesto su mano en él.

– Callad, hermano, y no digáis tonterías – dijo miss Fly cubriendo mis brazos con la manta y limpiando el sudor de mi frente. – ¿Qué habláis ahí de demonios?

– Sé lo que me digo – añadió el agustino, mirándome con profunda lástima. – El pobre D. Gabriel está bajo una influencia maléfica… Lo he visto, lo he visto.

Diciendo esto, destacaba de su puño cerrado dos dedos flacos y puntiagudos, y con ellos se señalaba los ojos.

– Marchad fuera a cuidar de los otros enfermos – dijo miss Fly jovialmente – y no vengáis a fastidiarnos con vuestras necedades.

Fuese Juan de Dios y nos quedamos de nuevo solos Athenais y yo. Hallándome ya en posesión completa de mi pensamiento, le hablé así:

– Señora, repítame usted lo que hace poco ha dicho. No entendí bien. Creo que ni mis sentidos ni mi razón están serenos. Estoy delirando, como ha dicho aquel buen hombre.

– Os he hablado largo rato – dijo miss Fly con cierta turbación.

– Señora, no puedo apreciar sino de un modo muy confuso lo que he visto y oído esta noche… Efectivamente, he visto delante de mí una figura hermosa y consoladora; he oído palabras… no sé qué palabras. En mi cerebro se confunden el eco de voces lejanas y el son misterioso de otras que yo mismo habré pronunciado… No distingo bien lo real de lo verdadero; durante algún tiempo he visto los objetos y los semblantes sin conocerlos.

– ¡Sin conocerlos!

– He oído palabras. Algunas las recuerdo, otras no.

– Tratad de repetir lo sustancial de lo mucho que os he dicho – murmuró Athenais, pálida y grave. – Y si no habéis entendido bien, os lo repetiré.

– En verdad no puedo repetir nada. Hay dentro de mí una confusión espantosa… He creído ver delante de mí a una persona, cuya representación ideal no me abandona jamás en mis sueños, una figura que quiero y respeto, porque la creo lo más perfecto que ha puesto Dios sobre la tierra… He creído oír no sé qué palabras dulces y claras, mezcladas con otras que no comprendía… He creído escuchar tan pronto una música del cielo, tan pronto el fragor de cien tempestades que bramaban dentro de un corazón… Nada puedo precisar… al fin he visto claramente a usted, la he conocido…

– ¿Y me habéis oído claramente también? – preguntó acercando su rostro al mío. – Ya sé que no debe darse conversación a los enfermos. Os habré molestado. Pero es lo cierto que yo esperaba con ansia que pudierais oírme. Si por desgracia murierais…

– De lo que he oído, señora, sólo recuerdo claramente que había usted puesto en libertad a una persona a quien yo aprisioné.

– ¿Y esto os disgusta? – preguntó la Mosquita con terror.

– No sólo me disgusta, sino que me contraría mucho, pero mucho – exclamé con inquietud, sacudiendo las ropas del lecho para sacar los brazos.

Athenais gimió. Después de breve pausa, mirome con fijeza y orgullo y dijo:

– Caballero Araceli, ¿tanto coraje es porque se os ha escapado el ave encantada de la calle del Cáliz?

– Por eso, por eso es – repetí.

– ¿Y seguramente la amáis?…

– La adoro, la he adorado toda mi vida. Ha tiempo que mi existencia y la suya están tan enlazadas como si fueran una sola. Mis alegrías son sus alegrías, y sus penas son mis penas. ¿En dónde está? Si ha desaparecido otra vez, señora Athenais de mi alma, juro a usted que todos los romances de Bernardo, del Cid, de Lanzarote y de Celindos, me parecerían pocos para buscarla.

Athenais estaba lastimosamente desfigurada. Diríase que era ella el enfermo y yo el enfermero. Largo rato la vi como sosteniendo no sé qué horrible lucha consigo misma. Volvía el rostro para que no viese yo su emoción: me miraba después con ira violentísima que se trocaba sin quererlo ella misma en inexplicable dulzura, hasta que levantándose con ademán de majestuosa soberbia, me dijo:

– Caballero Araceli, adiós.

– ¿Se va usted? – dije con tristeza y tomando su mano que ella separó vivamente de la mía. – Me quedaré solo… Merezco que usted me desprecie, porque he vuelto a la vida, y mi primera palabra no ha sido para dar las gracias a esta amiga cariñosa, a esta alma caritativa que me recogió sin duda del campo de batalla, que me ha curado y asistido… ¡Señora, señora mía! La vida que usted ha ganado a la muerte vería con gusto el momento en que tuviera que volverse a perder por usted.

– Palabras hermosas, caballero Araceli – me dijo con acento solemne, sin acercarse a mí, mirándome pálida y triste y seria desde lejos, como una sibila sentenciosa que pronunciase las revelaciones de mi destino. – Palabras hermosas; pero no tanto que encubran la vulgaridad de vuestra alma vacía. Yo aparto esa hojarasca y no encuentro nada. Estáis compuesto de grandeza y pequeñez.

– Como todo, como todo lo creado, señora – interrumpí.

– No, no – dijo con viveza. – Yo conozco algo que no es así; yo conozco algo donde todo es grande. Habéis hecho en vuestra vida y aun en estos mismos días cosas admirables. Pero el mismo pensamiento que concibió la muerte de lord Gray, lo entregáis a una vulgar y prosaica ama de casa como un papel en blanco para que escriba las cuentas de la lavandera. Vuestro corazón, que tan bien sabe sentir en algunos momentos, no os sirve para nada y lo entregáis a las costureras para que hagan de él un cojincillo en que clavar sus alfileres. Caballero Araceli, me fastidio aquí.

– ¡Señora, señora, por Dios, no me deje usted! Estoy muy enfermo todavía.

– ¿Acaso no tengo yo rango más alto que el de enfermera? Soy muy orgullosa, caballero. El hermano hospitalario os cuidará.

– Usted bromea, apreciable amiga, encantadora Athenais, usted se burla del verdadero afecto, de la admiración que me ha inspirado. Siéntese usted a mi lado; hablaremos de cosas diversas, de la batalla, del pobre sir Thomas Parr a quien vi morir…

– Todavía creo que valgo para algo más que para dar conversación a los ociosos y a los aburridos – me contestó con desdén. – Caballero, me tratáis con una familiaridad que me causa sorpresa.

– ¡Oh! Recordaremos las proezas inauditas que hemos realizado juntos. ¿Se acuerda usted de Jean-Jean?

– En verdad sois impertinente. Bastante os he asistido; bastantes horas he pasado junto a vos. Mientras delirabais, me he reído, oyendo las necedades y graciosos absurdos que continuamente decíais; pero ya estáis en vuestro sano juicio y de nuevo sois tonto.

– Pues bien, señora, deliraré, deliraré y diré todas las majaderías que usted quiera, con tal que me acompañe – exclamé jovialmente. – No quiero que usted se marche enojada conmigo.

Miss Fly se apoyó en la pared para no caer. Advertí que la expresión de su rostro pasaba de una furia insensata a una emoción profunda. Sus ojos se inundaron de lágrimas, y como si no le pareciese que sus manos las ocultaban bien, corrió rápidamente hacia afuera. Su intención primera fue sin duda salir; mas se quedó junto a la puerta y en sitio donde difícilmente la veía. Con todo, bastaron a revelarme su presencia, ignoro si los suspiros que creí oír o la sombra que se proyectaba en la pared y subía hasta el techo. Lo que sí no tiene duda alguna para mí, es que después de estar largo tiempo sumergido en tristes cavilaciones, me sentí con sueño, y lentamente caí en uno profundísimo que duró hasta por la mañana. ¿Debo decir que cuando me hallaba próximo a perder completamente el uso de los sentidos, se repitieron los fenómenos extraños que habían acompañado mi penoso regreso a la vida? ¿Debo decir que me pareció ver volar encima y alrededor de mi cabeza un insecto alado, que después vino a posar sobre mi frente sus dos alas blandas, pesadas y ardientes?

Eso no era más que repetición de lo que antes había soñado: el fenómeno más raro entre todos los de aquella rarísima noche vino después, poniendo digno remate a mis confusiones, y fue, señores míos, que no desvanecida aún mi confusión por aquello de la Pajarita, advertí que se cernía sobre mi frente una cosa negra, larga, no muy grande, aunque me era muy difícil precisar su tamaño, el cual objeto o animalucho tenía dos largas piernas y dos picudas alas, que abría y cerraba alternativamente, todo negro, áspero, rígido y extremadamente feo. Aquel horrible crustáceo se replegaba, y entonces parecía un puñal negro; después abría sus patas y sus alas y parecía un escorpión. Lentamente bajaba acercándose a mí, y cuando tocó mi frente sentí frío en todo mi cuerpo. Agitose mucho, meneó las horribles extremidades repetidas veces, emitiendo un chillido estridente, seco, áspero, que estremecía los nervios, y después huyó.

 

XXXIX

Tras un sueño tan largo como profundo, desperté en pleno día notablemente mejorado. La hermosa claridad del sol me produjo bienestar inmenso, y además del alivio corporal experimentaba cierto apacible reposo del alma. Me recreaba en mi salud como un fatuo en su hermosura.

A mi lado estaban dos hombres, el hospitalario y un médico militar, que después de reconocerme, hizo alegres pronósticos acerca de mi enfermedad y me mandó que comiese algo suculento si encontraba almas caritativas que me lo proporcionasen. Marchose a cortar no sé cuántas piernas, y el hermano, luego que nos quedamos solos, se sentó junto a mí, y compungidamente me dijo:

– Siga usted los consejos de un pobre penitente, Sr. D. Gabriel, y en vez de cuidarse del alimento del cuerpo, atienda al del alma, que harto lo ha menester.

– ¿Pues qué, Sr. Juan de Dios, acaso voy a morir? – le dije recelando que quisiera ensayar en mí el sistema de las silvestres yerbecillas.

– Para vivir como usted vive – afirmó el fraile con acento lúgubre, – vale más mil veces la muerte. Yo al menos la preferiría.

– No entiendo…

– Sr. Araceli, Sr. Araceli – exclamó, no ya inquieto sino con verdadera alarma, – piense usted en Dios, llame usted a Dios en su ayuda, elimine usted de su pensamiento toda idea mundana, abstráigase usted. Para conseguirlo recemos, amigo mío, recemos fervorosamente por espacio de cuatro, cinco o seis horas, sin distraernos un momento, y nos veremos libres del inmenso, del horrible peligro que nos amenaza.

– Pero este hombre me va a matar – dije con miedo. – Me manda el médico que coma, y ahora resulta que necesito una ración de seis horas de rezo. Hermanuco, por amor de Dios, tráigame una gallina, un pavo, un carnero, un buey.

– ¡Perdido, irremisiblemente perdido!… – exclamó con aflicción suma, elevando los ojos al cielo y cruzando las manos. – ¡Comer, comer! Regalar el cuerpo con incitativos manjares cuando el alma está amenazada; amenazada, Sr. Araceli… Vuelva usted en sí… recemos juntos, nada más que seis horas, sin un instante de distracción… con el pensamiento clavado en lo alto… De esta manera el pérfido se ahuyentará, vacilará al menos antes de poner su infernal mano en un alma inocente, la encontrará atada al cielo con la santas cadenas de la oración, y quizás renuncie a sus execrables propósitos.

– Hermano Juan de Dios, quíteseme de delante o no sé lo que haré. Si usted es loco de atar, yo por fortuna no lo soy, y quiero alimentarme.

– Por piedad, por todos los santos, por la salvación de su alma, amado hermano mío, modérese usted, refrene esos livianos apetitos, ponga cien cadenas a la concupiscencia del mascar, pues por la puerta de la gastronomía entran todos los melindres pecaminosos.

Le miré entre colérico y risueño, porque su austeridad, que había empezado a ser grotesca, me enfadaba, y al mismo tiempo me divertía. No, no me es posible pintarle tal como era, tal como le vi en aquel momento. Para reproducir en el lienzo la extraña figura de aquel hombre, a quien los ayunos y la exaltación de la fantasía llevaran a estado tan lastimoso, no bastaría el pincel de Zurbarán, no; sería preciso revolver la paleta del gran Velázquez para buscar allí algo de lo que sirvió para la hechura de sus inmortales bobos.

Me reí de él, diciéndole:

– Tráigame usted de comer y después rezaremos.

Por única contestación, el hospitalario se arrodilló, y sacando un libro de rezos, me dijo:

– Repita usted lo que yo vaya leyendo.

– ¡Que me mata este hombre, que me mata! ¡Favor! – grité encolerizado.

Juan de Dios se levantó, y poniendo su mano sobre mi pecho, espantado y tembloroso, me habló así:

– ¡Que viene! ¡que va a venir!

– ¿Quién? – pregunté cansado de aquella farsa.

– ¿Quién ha de ser, desgraciado, quién ha de ser? – dijo en voz baja y con abatimiento. – ¿Quién ha de ser sino el torpe enemigo del linaje humano, el negro rey que gobierna el imperio de las tinieblas como Dios el de la luz; aquel que odia la santidad y tiende mil lazos a la virtud para que se enrede? ¿Quién ha de ser sino la inmunda bestia que posee el arte de mudarse y embellecerse, tomando la figura y traje que más fácilmente seducen al descuidado pecador? ¿Quién ha de ser? ¡Extraña pregunta por cierto! ¡Me asombro de la inocente calma con que usted me habla, hallándose, como se halla, en el mismo estado que yo!

Mis carcajadas atronaban la estancia.

– Me alegraré en extremo de que venga – le dije. – ¿Cómo sabe usted que va a venir?

– Porque ya ha estado, pobrecito; porque ya ha puesto sus aleves manos sobre usted en señal de posesión y dominio, porque dijo que iba a volver.

– Eso me alegra sobremanera. ¿Y cuándo he tenido el honor de tal visita? No he visto nada.

– ¡Cómo había usted de verlo si dormía, desgraciado! – exclamó con lástima. – ¡Dormir, dormir! he aquí el gran peligro. Él aprovecha las ocasiones en que el alma está suelta y haciendo travesuras, libre de la vigilancia de la oración. Por eso yo no duermo nunca, por eso velo constantemente.

– ¿Vino mientras yo dormía?

– Sí; anoche… ¡horrible momento! La señora inglesa que tan bien ha cuidado a usted había salido. Yo estaba solo y me distraje un poco en mis rezos. Sin saber cómo, había dejado volar el pensamiento por espacios voluptuosos y sonrosados… ¡pecador indigno, mil veces indigno!… Yo había puesto el libro sobre mis rodillas, y cerrado los ojos, y dejádome aletargar en sabroso desvanecimiento, cuya vaporosa niebla y blando calor recreaban mi cuerpo y mi espíritu…

– Y entonces, cuando mi bendito hermanuco se regocijaba con tales liviandades; abriose la tierra, salió una llama de azufre…

– No se abrió la tierra, sino la puerta, y apareció… ¡Ay! apareció en aquella forma celestial, robada a las criaturas de la más alta esfera angélica; apareció cual siempre le ven mis pecadores ojos.

– Hermano, hermano, soy feliz y sentiría que estuviera usted cuerdo.

– Apareció, como he dicho, y su vista me convirtió en estatua. Otra de igual catadura le acompañaba, también en forma mujeril, representando más edad que la primera, la tan aborrecida como adorada, que es el terror de mis noches y el espanto de mis días, y el abismo que se traga mi alma.

– ¿Y en cuanto me vieron…? Adoro a esos demonios, Sr. Juan de Dios, y ahora mismo voy a mandarles un recadito con usted.

– ¿Conmigo? ¡Infeliz precito! Ya vendrán por usted y se lo llevarán con sus satánicas artes.

– Quiero saber qué hicieron, qué dijeron.

– Dijeron: «aquí nos han asegurado que está», y luego sus ojos, que todo lo ven en la lobreguez de la horrenda noche, vieron el miserable cuerpo, y se abalanzaron hacia él con aullidos que parecían sollozos tiernísimos, con lamentos que parecían la dulce armonía del amor materno, llorando junto a la cuna del niño moribundo.

– ¡Y yo dormido como un poste! ¡Padre Juan, es usted un imbécil, un majadero! ¿Por qué no me despertó?

– Usted deliraba aún; las dos ¡ay! aquellas dos apariencias hermosísimas, y tan acabadas y perfectas que sólo yo con los perspicuos ojos del alma podía adivinar bajo su deslumbradora estructura la mano del infernal artífice; las dos mujeres, digo, derramaron sobre el pecho y la frente de usted demoníacas chispas, con tan ingeniosa alquimia desfiguradas, que parecían lágrimas de ternura. Pusieron sus labios de fuego en las manos de usted como si las besaran, le arreglaron las ropas del lecho, y después…

– ¿Y después?

– Y después, buscáronme con los ojos como para preguntarme algo; mas yo, más muerto que vivo, habíame escondido bajo aquella mesa y temblaba allí y me moría. Sr. D. Gabriel, me moría queriendo rezar y sin poder rezar, queriendo dejar de ver aquel espectáculo y viéndolo siempre… Por fin, resolvieron marcharse… ya eran dueños del alma de usted y no necesitaban más.

– Se fueron, pues.

– Se fueron diciendo que iban a pedir licencia a no sé quién para trasladar a usted a otro punto mejor… al infierno cuando menos. De esta manera desapareció de entre los vivos un hermano hospitalario que era gran pecador; se lo llevaron una mañana enterito y sin dejar una sola pieza de su corporal estructura.

– ¿Y después…? Estoy muy alegre, hermano Juan.

– Después vino esa señora a quien llaman Doña Flay, la cual es una criatura angelical, que le quiere a usted mucho. Usted empezó a salir de aquel marasmo o trastorno en que le dejaron las embajadoras del negro averno: la señora inglesa habló largamente con usted y yo, que me puse a escuchar tras la puerta, oí que le decía mil cositas tiernas, melosas y hechiceras.

– ¿Y después?

– Y después usted se puso furioso y entré yo, y la inglesa me mandó salir, y a lo que entendí, mi don Gabriel se durmió. La inglesa entraba y salía, sin cesar de llorar.

– ¿Y nada más?

– Algo más hay, sí, sin duda lo más terrible y espantoso, porque el atormentador del linaje humano, aquél que, según un santo Padre, tiene por cómplice de su infame industria a la mujer, la cual es hornillo de sus alquimias, y fundamento de sus feas hechuras; aquel que me atormenta y quiere perderme, entró de nuevo en la misma duplicada forma de mujer linda…

– Y yo, ¿dormía también?

– Dormía usted con sueño tranquilo y reposado. La señora inglesa estaba junto a aquella mesa envolviendo no sé qué cosa en un papel. Entraron ellas… no expiré en aquel momento por milagro de Dios… se acercaron a usted y vuelta a los aullidos que parecían llantos, y a los signos quirománticos semejantes a blandas y amorosas caricias.

– ¿Y no dijeron nada? ¿No dijeron nada a miss Fly ni a usted?

– Sí – continuó después de tomar aliento, porque la fatiga de su oprimido pecho apenas le permitía hablar, – dijeron que ya tenían la licencia y que iban a buscar una litera para trasladar a usted a un sitio que no nombraron… Pero lo más extraño es que al oír esto la señora inglesa, que no estaba menos absorta, ni menos suspendida, ni menos espantada que yo, debió de conocer que las tan aparatosas beldades eran obra de aquel que llevó a Jesús a la cima de la montaña y a la cúspide de la ciudad; y sobrecogida como yo, lanzó un grito agudísimo precipitándose fuera de la habitación. Seguila y ambos corrimos largo trecho, hasta que ella puso fin a su atropellada carrera, y apoyando la cabeza contra una pared, allí fue el verter lágrimas, el exhalar hondos suspiros y el proferir palabras vehementes, con las cuales pedía a Dios misericordia. Una hora después volví, despertó usted, y nada más. Sólo falta que recemos, como antes dije, porque sólo la oración y la vigilancia del espíritu ahuyenta al Malo, así como el pérfido sueño, las regaladas comidas y las conversaciones mundanas le llaman.

Juan de Dios no dijo más; atendía a extraños ruidos que sonaban fuera, y estaba trémulo y lívido.

– ¡Aquí, aquí estoy, Inesilla… señora condesa! – exclamé reconociendo las dulces voces que desde mi lecho oía. – Aquí estoy vivo y sano y contento, y queriéndolas a las dos más que a mi vida.

¡Ay! Entraron ambas y desoladas corrieron hacia mí. Una me abrazó por un costado y otra por otro. Casi me desvanecí de alegría cuando las dos adoradas cabezas oprimían mi pecho.

Juan de Dios huyó de un salto, de un vuelo o no sé cómo.

Quise hablar y la emoción me lo impedía. Ellas lloraban y no decían nada tampoco. Al fin, Inés levantó los ojos sobre mi frente y la observé con curiosidad y atención.

– ¿Qué miras? – le dije. – ¿Estoy tan desfigurado que no me conoces?

– No es eso.

La condesa miró también.

– Es que noto que te falta algo – dijo Inés sonriendo.

Me llevé la mano a la frente, y en efecto, algo me faltaba.

– ¿Dónde han ido a parar los dos largos mechones de pelo que tenías aquí?

Al decir esto, con sus deditos tocaba mi cabeza.

– Pues no sé… tal vez en la batalla…

 

Las dos se rieron.

– Queridas mías, recuerdo haber visto en sueños encima de mi cabeza un animalejo frío y negro, y ahora comprendo lo que era aquello: unas tijeras. Tengo aquí sobre la sien una rozadura… ¿la ven ustedes?… Esos pelos me molestaban, y aquí del cirujano. Es hombre entendido que no olvida el más mínimo detalle.

Tantas preguntas tenía que hacer, que no sabía por cuál empezar.

– ¿Y en qué paró esa batalla? – dije. – ¿Dónde está lord Wellington?

– La batalla paró en lo que paran todas, en que se acabó cuando se cansaron de matarse – me respondió una de ellas, no sé cuál.

– Pero los franceses se retiraban cuando yo caí.

– Tanto se retiraron – dijo la condesa, – que todavía están corriendo. Wellington les va a los alcances. No tengas cuidado por eso, que ya lo harán bien sin ti… Veremos si te dan algún grado por haber cogido el águila.

– Conque yo cogí un águila…

– Un águila toda dorada, con las alas abiertas y el pico roto, puesta sobre un palo, y con rayos en las garras: la he visto – dijo Inés con satisfacción, extendiéndose en pomposas descripciones de la insignia imperial.

– Te encontraron – añadió la condesa, – entre muchos muertos y heridos, abrazado con el cadáver de un abanderado francés, el cual te mordía el brazo.

Era la parte de mi cuerpo que más me dolía.

– Te hemos buscado desde el 22 – dijo Inés, – y hasta anoche todo ha sido correr y más correr sin resultado alguno. Creímos que habías muerto. Fui a la zanja grande donde están enterrando los pobres cuerpos. Había tantos, tantos, que no los pude ver todos… Aquello parecía una maldición de Dios. Si cuando tal vi hubiera tenido en mi mano el águila que cogiste, la habría echado también en la zanja, y luego tierra, mucha tierra encima.

– Bien, Inesilla, nadie mejor que tú dice las mayores verdades de un modo más sencillo. La gloria militar y los muertos de las batallas debieran enterrarse en una misma fosa… En fin, adoradas mías, vivo estoy para quererlas muchísimo, y para casarme con la una, previo el consentimiento de la otra.

La condesa frunció ligeramente el ceño e Inés me miró el cabello. La felicidad que inundaba mi alma se desbordó en francas risas y expresiones gozosas, a que Inés habría contestado de algún modo, si la seriedad de su madre se lo hubiera permitido.

– Saquemos ahora de aquí a este bergante – dijo la condesa – y después se verá. Debemos dar gracias a esa señora inglesa que te recogió en el campo de batalla y que te ha cuidado tan bien, según nos han dicho. Sé quien es y la hemos visto. La conocí en el Puerto… Por cierto, caballerito, que tenemos que hablar tú y yo.

– ¿No está por aquí? ¡Athenais, Athenais!… Se empeñará en no venir cuando la necesitamos. Me alegro infinito de que se conozcan ustedes, creo que este conocimiento me ahorra un disgusto. Miss Fly es persona leal y generosa. ¡Sr. Juan de Dios!… Ese no vendrá aunque le ahorquen. Ha dado en decir que son ustedes el demonio.

– ¿Ese bendito hospitalario? – indicó la condesa. – El médico nos dijo que se había ya escapado dos veces de la casa de locos… Vamos, a ver cómo te arreglamos en la camilla. Llamaremos a otro enfermero.

Cuando salió la condesa, dije a Inés:

– No me has dicho nada de aquella persona…

– Ya lo sabrás todo – me contestó, sin oponerse a que le comiese a besos las manos. – Ven pronto a casa… prueba a levantarte.

– No puedo, hijita, estoy muy débil. Ese hospitalario de mil demonios se propuso hoy matarme de hambre. El agustino empeñado en que no había de comer, y miss Fly volviéndome loco con sus habladurías…

– ¡Oh! – dijo Inés con encantadora expresión de amenaza. – ¿Esa inglesa ha de estar contigo en todas partes…? Tengo una sospecha, una sospecha terrible, y si fuera cierto… ¿Seré yo demasiado buena, demasiado confiada e inocente, y tú un grandísimo tunante?

Miró de nuevo mi frente, no ya con inquietud, sino con verdadera alarma.

– ¡Inesilla de mi corazón! – exclamé. – ¡Si tienes sospechas, yo las disiparé! ¿Dudas de mí? Eso no puede ser. No ha sucedido nunca y no sucederá ahora. ¿Puedo yo dudar de ti? ¿Puede quebrantarse la fe de esta religión mutua en que ha mucho tiempo vivimos y entrañablemente nos adoramos?

– Así ha sido hasta aquí; pero ahora… tú me ocultas algo… mi madre ha pronunciado al descuido algunas palabras… No, Gabriel, no me engañes. Dímelo, dímelo pronto. Miss Fly te recogió del campo de batalla. Ella lo ha negado; pero es verdad. Nos lo han dicho.

– ¡Engañarte yo!… Eso sí que es gracioso. Aunque fuese malo y quisiera hacerlo no podría… Pero te debo decir la verdad, toda la verdad, mujer mía, y empiezo desde este momento… ¿por qué me miras la frente?

– Porque… porque – dijo pálida, grave y amenazadora – porque ese mechón de pelo te lo ha quitado miss Fly. Yo lo adivino.

– Pues sí, ella misma ha sido – contesté con serenidad imperturbable.

– ¡Ella misma!… ¡Y lo confiesa! – exclamó entre suspensa y aterrada.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Yo no sabía qué decirle. Pero la verdad salía en onda impetuosa de mi corazón a mis labios. Mentir, fingir, tergiversar, disimular era indigno de mí y de ella. Incorporándome con dificultad le dije:

– Yo te contaré muchas cosas que te sorprenderán, querida mía. Demos tú y yo las gracias a esa generosa mujer que me recogió de entre los muertos en el Arapil Grande, para que no te quedases viuda.

– En marcha, vamos – dijo la condesa entrando de súbito e interrumpiéndome. – En esta litera irás bien.