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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XXXIII

¡El Arapil Grande! Era la mayor de aquellas dos esfinges de tierra, levantadas la una frente a la otra, mirándose y mirándonos. Entre las dos debía desarrollarse al día siguiente uno de los más sangrientos dramas del siglo, el verdadero prefacio de Waterloo, donde sonaron por última vez las trompas de la Ilíada del Imperio. A un lado y otro del lugar llamado de Arapiles se elevaban los dos célebres cerros, pequeño el uno, grande el otro. El primero nos pertenecía, el segundo no pertenecía a nadie en la noche del 21. No pertenecía a nadie por lo mismo que era la presa más codiciada; y el leopardo de un lado y el águila del otro le miraban con anhelo deseando tomarlo y temiendo tomarlo. Cada cual temía encontrarse allí al contrario en el momento de poner la planta sobre la preciosa altura.

Más a la derecha del Arapil Grande, y más cerca de nuestra línea, estaba Huerta, y a la izquierda en punto avanzado, formando el vértice de la cuña, Cavarrasa de Arriba. El de abajo, mucho más distante y a espaldas del gran Arapil, estaba en poder de los franceses.

La noche era como de Julio, serena y clara. Acampó la brigada Pack en un llano, para aguardar el día. Como no se permitía encender fuego, los pobrecitos ingleses tuvieron que comer carne fría; pero las mujeres, que en esto eran auxiliares poderosos de la milicia británica, traían de Aldeatejada y aun de Salamanca fiambres muy bien aderezados, que con el rom abundante devolvieron el alma a aquellos desmadejados cuerpos. Las mujeres (y no bajaban de veinte las que vi en la brigada), departían con sus esposos cariñosamente, y según pude entender, rezaban o se fortalecían el espíritu con recuerdos de la Verde Erín y de la bella Escocia. Gran martirio era para los highlanders, que no se les consintiera en aquel sitio tocar la zampoña, entonando las melancólicas canciones de su país; y formaban animados corrillos, en los cuales me metí bonitamente, para tener el extraño placer de oírles sin entenderles. Érame en extremo agradable ver la conformidad y alegría de aquella gente, transportada tan lejos de su patria, sostenida en su deber y conducida al sacrificio por la fe de la misma patria… Yo escuchaba con delicia sus palabras y aun entendiendo muy poco de ellas, creí comprender el espíritu de las ardientes conversaciones. Un escocés fornido, alto, hermoso, de cabellos rubios como el oro y de mejillas sonrosadas como una doncella, levantose al ver que me acercaba al corrillo, y en chapurreado lenguaje, mitad español, mitad portugués, me dijo:

– Señor oficial español, dignaos honrarnos aceptando este pedazo de carne y este vaso de rom, y brindemos a la salud de España y de la vieja Escocia.

– ¡A la salud del rey Jorge III! – exclamé aceptando sin vacilar el obsequio de aquellos valientes.

Sonoros hurras me contestaron.

– El hombre muere y las naciones viven – dijo dirigiéndose a mí otro escocés que llevaba bajo el brazo el enorme pellejo henchido de una zampoña. – ¡Hurra por Inglaterra! ¡Qué importa morir! Un grano de arena que el viento lleva de aquí para allá no significa nada en la superficie del mundo. Dios nos está mirando, amigos, por los bellos ojos de la madre Inglaterra.

No pude menos de abrazar al generoso escocés, que me estrechó contra su pecho, diciendo:

– ¡Viva España!

– ¡Viva lord Wellington! – grité yo.

Las mujeres lloraban, charlando por lo bajo. Su lenguaje incomprensible para mí, me pareció un coro de pájaras picoteando alrededor del nido.

Los escoceses se distinguían por el pintoresco traje de cuadros rojos y negros, la pierna desnuda, las hermosas cabezas osiánicas cubiertas con el sombrero de piel, y el cinto adornado con la guedeja que parecía cabellera arrancada del cráneo del vencedor en las salvajes guerras septentrionales. Mezclábanse con ellos los ingleses, cuyas casacas rojas les hacían muy visibles a pesar de la oscuridad. Los oficiales envueltos en capas blancas y cubiertos con los sombreritos picudos y emplumados, nada airosos por cierto, semejaban pájaros zancudos de anchas alas y movible cresta.

Con las primeras luces del día la brigada se puso en marcha hacia el Arapil Grande. A medida que nos acercábamos, más nos convencíamos de que los franceses se nos habían anticipado por hallarse en mejores condiciones para el movimiento, a causa de la proximidad de su línea. El brigadier distribuyó sus fuerzas, y las guerrillas se desplegaron. Los ojos de todos fijábanse en la ermita situada como a la mitad del cerro, y en las pocas casas dispersas, únicos edificios que interrumpían a larguísimos trechos la soledad y desnudez del paisaje.

Subieron algunas columnas sin tropiezo alguno, y llegábamos como a cien varas de Santa María de la Peña cuando la ondulación del terreno, descendiendo a nuestros ojos a medida que adelantábamos, nos dejó ver, primero, una línea de cabezas, luego una línea de bustos, después los cuerpos enteros. Eran los franceses. El sol naciente que aparecía a espaldas de nuestros enemigos nos deslumbraba, siendo causa de que los viésemos imperfectamente. Un murmullo lejano llegó a nuestros oídos, y del lado acá también los escoceses profirieron algunas palabras; no fue preciso más para que brotase la chispa eléctrica. Rompiose el fuego. Las guerrillas lo sostenían, mientras algunos corrieron a ocupar la ermita.

Precedía a esta un patio, semejante a un cementerio. Entraron en él los ingleses; pero los imperiales, que se habían colado por el ábside, dominaron pronto lo principal del edificio con los anexos posteriores; así es que aún no habían forzado la puerta los nuestros cuando ya les hacían fuego desde la espadaña de las campanas y desde la claraboya abierta sobre el pórtico.

El brigadier Pack, uno de los hombres más valientes, más serenos y más caballerosos que he conocido, arengó a los highlanders. El coronel que mandaba el 3.º de cazadores arengó a los suyos, y todos arengaron, en suma, incluso yo, que les hablé en español el lenguaje más apropiado a las circunstancias. Tengo la seguridad de que me entendieron.

El 23 de línea no había entrado en el patio, sino que flanqueaba la ermita por su izquierda, observando si venían más fuerzas francesas. En caso contrario, la partida era nuestra, por la sencilla razón de que éramos más hasta entonces. Pero no tardó en aparecer otra columna enemiga. Esperarla, darle respiro, es decir, aparentar siquiera fuese por un momento que se la temía, habría sido renunciar de antemano a toda ventaja.

– ¡A ellos! – grité a mi coronel.

– All right! – exclamó este.

Y el 23 de línea cayó como una avalancha sobre la columna francesa. Trabose un vivo combate cuerpo a cuerpo; vacilaron un poco nuestros ingleses, porque el empuje de los enemigos era terrible en el primer momento; pero tornando a cargar con aquella constancia imperturbable que, si no es el heroísmo mismo, es lo que más se le parece, toda la ventaja estuvo pronto de nuestra parte. Retiráronse en desorden los imperiales, o mejor dicho, variaron de táctica, dispersándose en pequeños grupos, mientras les venían refuerzos. Habíamos tenido pérdidas casi iguales en uno y otro lado, y bastantes cuerpos yacían en el suelo; pero aquello no era nada todavía, un juego de chicos, un prefacio inocente que casi hacía reír.

Nuestra desventaja real consistía en que ignorábamos la fuerza que podían enviar los franceses contra nosotros. Veíamos enfrente el espeso bosque de Cavarrasa, y nadie sabía lo que se ocultaba bajo aquel manto de verdura. ¿Serán muchos, serán pocos? Cuando la intuición, la inspiración o el genio zahorí de los grandes capitanes no sabe contestar a estas preguntas, la ciencia militar está muy expuesta a resultar vana y estéril como jerga de pedantes. Mirábamos al bosque, y el oscuro ramaje de las encinas no nos decía nada. No sabíamos leer en aquella verdinegra superficie que ofrecía misteriosos cambiantes de color y de luz, fajas movibles y oscilantes signos en su vasta extensión. Era una masa enorme de verdura, un monstruo chato y horrible que se aplanaba en la tierra con la cabeza gacha y las alas extendidas, empollando quizás bajo ellas innumerables guerreros.

Al ver en retirada la segunda columna francesa, mandó Pack redoblar la tentativa contra la ermita, y los highlanders intentaron asaltarla por distintos puntos, lo cual hubiera sido fácil si al sonar los primeros tiros no ocurriese del lado del bosque algo de particular. Creeríase que el monstruo se movía; que alzaba una de las alas; que echaba de sí un enjambre de homúnculos, los cuales distinguíanse allá lejos al costado de la madre, pequeños como hormigas. Luego iban creciendo, íbanse acercando… de pigmeos tornábanse en gigantes; lucían sus cascos: sus espadas semejaban rayos flamígeros; subían en ademán amenazador columna tras columna, hombre tras hombre.

El coronel me miró y nos miramos los jefes todos sin decirnos nada. Con la presteza del buen táctico, Pack, sin abandonar el asedio de la ermita, nos mandó más gente y esperamos tranquilos. El bosque seguía vomitando gente.

– Es preciso combatir a la defensiva – dijo el coronel.

– A la defensiva, sí. ¡Viva Inglaterra!

– ¡Viva el emperador! – repitieron los ecos allá lejos.

– ¡Ingleses, la Inglaterra os mira!

El clamor que antes nos contestara de lejos diciendo: ¡viva el emperador! resonó con más fuerza. El animal se acercaba y su feroz bramido infundía zozobra.

XXXIV

Ocupáronse al instante unas casas viejas y unos tejares que había como a 60 varas a un lado y otro de la ermita, estableciéndose imaginaria línea defensiva, cuyo único apoyo material era una depresión del terreno, una especie de zanja sin profundidad que parecía marcar el linde entre dos heredades. Si yo hubiera mandado toda la fuerza del brigadier Pack, habría intentado jugar el todo por el todo y desconcertar al enemigo antes que embistiera; pero los ingleses no hacían nunca estas locuras que salen bien una vez, y veinte se malogran. Por el contrario, Pack dispuso sus fuerzas a la defensiva; con ojo admirable y rápido se hizo cargo de todos los accidentes del terreno, de las suaves ondulaciones del cerro por aquella parte, del peñón aislado, del árbol solitario, de la tapia ruinosa, y todo lo aprovechó.

 

Llegaron los franceses. Nos miraban desde lejos con recelo, nos olían, nos escuchaban.

¿Habéis visto a la cigüeña alargar el cuello a un lado y otro, de tal modo que no se sabe si mira o si oye, sostenerse en un pie, alzando el otro con intento de no fijarlo en tierra hasta no hallar suelo seguro? Pues así se acercaban los franceses. Entre nosotros, algunos reían.

No puedo dar idea del silencio que reinaba en las filas en aquel momento. ¿Eran soldados en acecho o monjes en oración?… Pero instantáneamente, la cigüeña puso los dos pies en tierra. Estaba en terreno firme. Sonaron mil tiros a la vez y se nos vino encima una oleada humana compuesta de bayonetas, de gritos, de patadas, de ferocidades sin nombre.

– ¡Fuego! ¡muerte! ¡sangre! ¡canallas! – tales son las palabras con que puedo indicar, por lo poco que entendía, aquella algazara de la indignación inglesa, que mugía en torno mío, un concierto de articulaciones guturales, un graznido al mismo tiempo discorde y sublime como de mil celestiales loros y cotorras charlando a la vez.

Yo había visto cosas admirables en soldados españoles y franceses, tratándose de atacar; pero no había visto nada comparable a los ingleses tratando de resistir. Yo no había visto que las columnas se dejaran acuchillar. El viejo tronco inerte no recibe con tanta paciencia el golpe de la segur que lo corta, como aquellos hombres la bayoneta que los destrozaba. Repetidas veces rechazaron a los franceses haciéndoles correr mucho más allá de la ermita. Había gente para todo; para morir resistiendo y para matar empujando. Por momentos parecía que les rechazábamos definitivamente; pero el bosque, sacando de su plumaje nuevas empolladuras de gente, nos ponía en desventaja numérica, pues si bien del Arapil Chico venían a ayudarnos algunas compañías, no eran en número suficiente.

La mortandad era grande por un lado y por otro, más por el nuestro, y a tanto llegó que nos vimos en gran apuro para retirar los muchos muertos y heridos que imposibilitaban los movimientos. El combate se suspendía y se trababa en cortos intervalos. No retrocedíamos ni una línea; pero tampoco avanzábamos, y habíamos abandonado el patio de la ermita por ser imposible sostenerse allí. Las casas de labor y tejares sí eran nuestros y no parecían los highlanders dispuestos a dejárselos quitar, pero esta serie de ventajas y desventajas que equilibraba las dos potencias enemigas, este contrapeso sostenido a fuerza de arrojo no podía durar mucho. Que los franceses enviasen gente, que, por el contrario, las enviase lord Wellington, y la cuestión había de decidirse pronto; que la enviasen los dos al mismo tiempo y entonces… sólo Dios sabía el resultado.

El brigadier Pack me llamó, diciéndome:

– Corred al cuartel general y decid al lord lo que pasa.

Monté a caballo y a todo escape me dirigí al cuartel general. Cuando bajaba la pendiente en dirección a las líneas del ejército aliado, distinguí muy bien las masas del ejército francés moviéndose sin cesar; pero entre el centro de uno y otro ejército no se disparaba aún ni un solo tiro. Todo el interés estaba todavía en aquella apartada escena del Arapil Grande, en aquello que parecía un detalle insignificante, un capricho del genio militar que a la sazón meditaba la gran batalla.

Cuando pasé junto a los diversos cuerpos de la línea aliada, llamó mi atención verles quietos y tranquilos, esperando órdenes mano sobre mano. No había batalla: es más, no parecía que iba a haber batalla, sino simulacro. Pero los jefes, todos en pie sobre las elevaciones del terreno, sobre los carros de municiones y aun sobre las cureñas, observaban, ayudados de sus anteojos, la peripecia del Arapil Grande, junto a la ermita.

– ¿Por qué toda esta gente no corre a ayudar al brigadier Pack? – me preguntaba yo lleno de confusiones.

Era que ni Wellington ni Marmont querían aparentar gran deseo de ocupar el Arapil Grande, por lo mismo que uno y otro consideraban aquella posición como la clave de la batalla. Marmont fingía movimientos diversos para desconcertar a Wellington: amenazaba correr hacia el Tormes para que el ojo imperturbable del capitán inglés se apartase del Arapil; luego afectaba retirarse como si no quisiera librar batalla, y en tanto Wellington, quieto, inmutable, sereno, atento, vigilante, permanecía en su puesto observando las evoluciones del francés, y sostenía con poderosa mano las mil riendas de aquel ejército que quería lanzarse antes de tiempo.

Marmont quería engañar a Wellington; pero Wellington no sólo quería engañar sino que estaba engañando a Marmont. Este se movía para desconcertar a su enemigo, y el inglés atento a las correrías del otro, espiaba la más ligera falta del francés para caerle encima. Al mismo tiempo afectaba no hacer caso del Arapil Grande y colocó bastantes tropas en la derecha del Tormes para hacer creer que allí quería poner todo el interés de la batalla. En tanto tenía dispuestas fuerzas enormes para un caso de apuro en el gran cerro. Pero ese caso de apuro, según él, no había llegado todavía, ni llegaría, mientras hubiera carne viva en Santa María de la Peña. Eran las diez de la mañana y fuera de la breve acción que he descrito, los dos ejércitos no habían disparado un tiro.

Cuando atravesé las filas, muchos jefes apostados en distintos puntos me dirigían preguntas a que era imposible contestar, y cuando llegué al cuartel general, vi a Wellington a caballo, rodeado de multitud de generales.

Antes de acercarme a él, ya había dicho yo expresivamente con el gesto, con la mirada:

– No se puede.

– ¿Qué no se puede? – exclamó con calma imperturbable, después que verbalmente le manifesté lo que pasaba allá.

– Dominar el Arapil Grande.

– Yo no he mandado a Pack que dominara el Arapil Grande, porque es imposible – repuso. – Los franceses están muy cerca y desde ayer tienen hechos mil preparativos para disputarnos esa posición, aunque lo disimulan.

– Entonces…

– Yo no he mandado a Pack que dominase por completo el cerro, sino que impidiese a los franceses que se establecieran allí definitivamente. ¿Se establecerán? ¿No existen ya el 23 de línea, ni el 3.º de cazadores, ni el 7.º de highlanders?

– Existen… un poco todavía, mi general.

– Con las fuerzas que han ido después basta para el objeto, que es resistir, nada más que resistir. Basta con que ni un francés pise la vertiente que cae hacia acá. Si no se puede dominar la ermita, no creo que falte gente para entretener al enemigo unas cuantas horas.

– En efecto, mi general – dije. – Por muy aprisa que se muera, ochocientos cuerpos dan mucho de sí. Se puede conservar hasta el medio día lo que poseemos.

Cuando esto decía, atendiendo más a las lejanas líneas enemigas que a mí, observé en él un movimiento súbito; volviose al general Álava, que estaba a su lado y dijo:

– Esto cambia de repente. Los franceses extienden demasiado su línea. Su derecha quiere envolverme…

Una formidable masa de franceses se extendía hacia el Tormes, dejando un claro bastante notable entre ella y Cavarrasa. Era necesario ser ciego para no comprender que por aquel claro, por aquella juntura iba a introducir su terrible espada hasta la empuñadura el genio del ejército aliado.

XXXV

El cuartel general retrocedió, diéronse órdenes, corrieron los oficiales de un lado para otro, resonó un murmullo elocuente en todo el ejército, avanzaron los cañones, piafaron los caballos. Sin esperar más, corrí al Arapil para anunciar que todo cambiaba. Veíanse oscilar las líneas de los regimientos, y los reflejos de las bayonetas figuraban movibles ondas luminosas; los cuerpos de ejército se estremecían conmovidos por las palpitaciones íntimas de ese miedo singular que precede siempre al heroísmo. La respiración y la emoción de tantos hombres daba a la atmósfera no sé qué extraño calor. El aire ardiente y pesado no bastaba para todos.

Las órdenes trasmitidas con rapidez inmensa llevaban en sí el pensamiento del general en jefe. Todos lo adivinamos en virtud de la extraña solidaridad que en momentos dados se establece entre la voluntad y los miembros, entre el cerebro que piensa y las manos que ejecutan. El plan era precipitar el centro contra el claro de la línea enemiga y al mismo tiempo arrojar sobre el Arapil Grande toda la fuerza de la derecha, que hasta entonces había permanecido en el llano en actitud expectativa.

Hallábame cerca del lugar de partida, cuando un estrépito horrible hirió mis oídos. Era la artillería de la izquierda enemiga, que tronaba contra el gran cerro. Le atacaba con empuje colosal. Nuestra derecha, compuesta de valientes cuerpos de ejército, subía en el mismo instante a sacar de su aprieto a los incomparables highlanders, 23 de línea y 3.º de ligeros, cuyas proezas he descrito.

Pasé por entre la quinta división al mando del general Leith, que desde el pueblo de los Arapiles marchaba al cerro; pasé por entre la tercera división, mandada por el mayor general Packenham, la caballería del general d’Urban y los dragones del decimocuarto regimiento, que iban en cuatro columnas a envolver la izquierda del enemigo en la famosa altura; y vi desde lejos la brigada del general Bradford, la de Cole y la caballería de Stapleton Cotton, que marchaban en otra dirección contra el centro enemigo; distinguí asimismo a lo lejos a mis compañeros de la división española formando parte de la reserva mandada por Hope.

La ermita antes nombrada no coronaba el Arapil Grande, pues había alturas mucho mayores. Era en realidad aquella eminencia regular y escalonada, y si desde lejos no lo parecía, al aventurarse en ella hallábanse grandes depresiones del terreno, ondulaciones, pendientes, ora suaves ora ásperas, y suelo de tierra ligeramente pedregoso.

Los franceses, desde el momento en que creyeron oportuno no disimular su pensamiento, aparecieron por distintos puntos y ocuparon la parte más alta y sitios eminentes, amenazando de todos ellos las escasas fuerzas que operaban allí desde por la mañana. La primera división que rompió el fuego contra el enemigo fue la de Packenham, que intentó subir y subió por la vertiente que cae al pueblo. Sostúvole la caballería portuguesa de d’Urban; pero sus progresos no fueron grandes, porque los franceses, que acababan de salir del bosque, habían tomado posiciones en lo más alto, y aunque la pendiente era suave, dábales bastante ventaja.

Cuando llegué a las inmediaciones de la ermita, el brigadier Pack no había perdido una línea de sus anteriores posiciones; pero sus bravos regimientos estaban reducidos a menos de la mitad. El general Leith acababa de llegar con la quinta división, y el aspecto de las cosas había cambiado completamente porque si el enemigo enviaba numerosas fuerzas a la cumbre del cerro, nosotros no le íbamos en zaga en número ni en bravura.

Pero no había tiempo que perder. Era preciso arrojar hombres y más hombres sobre aquel montón de tierra, despreciando los fuegos de la artillería francesa, que nos cañoneaba desde el bosque, aunque sin hacernos gran daño. Era preciso echar a los franceses de Santa María de la Peña y después seguir subiendo, subiendo hasta plantar los pabellones ingleses en lo más alto del Arapil Grande.

– El refuerzo ha venido casi antes que la contestación – dije al brigadier Pack. – ¿Qué debo hacer?

– Tomar el mando del 23 de línea, que ha quedado sin jefes. ¡Arriba, siempre arriba! Ya veo lo que tenemos que hacer. Sostenernos aquí, atraer el mayor número posible de tropas enemigas, para que Cole y Bradford no hallen gran resistencia en el centro. Esta es la llave de la batalla. ¡Arriba, siempre arriba!

Los franceses parecían no dar ya gran importancia a Santa María de la Peña, y coronaron la altura. Las columnas escalonadas con gran arte, nos esperaban a pie firme. Allí no había posibilidad de destrozarlas con la caballería, ni de hacerles gran daño con los cañones situados a mucha distancia. Era preciso subir a pecho descubierto y echarles de allí como Dios nos diera a entender. El problema era difícil, la tarea inmensa, el peligro horrible.

Tocó al 23 de línea la gloria de avanzar el primero contra las inmóviles columnas francesas que ocupaban la altura. ¡Espantoso momento! La escalera, señores, era terrible, y en cada uno de sus fúnebres peldaños, el soldado se admiraba de encontrarse con vida. Si en vez de subir bajase, aquélla sería la escalera del infierno. Y sin embargo, las tropas de Pack y de Leith subían. ¿Cómo? No lo sé. En virtud de un prodigio inexplicable. Aquellos ingleses no se parecían a los hombres que yo había visto. Se les mandaba una cosa, un absurdo, un imposible, y lo hacían, o al menos lo intentaban.

 

Al referir lo que allí pasó, no me es posible precisar los movimientos de cada batallón, ni las órdenes de cada jefe, ni lo que cada cual hacía dentro de su esfera. La imaginación conserva con caracteres indelebles y pavorosos lo principal; pero lo accesorio no, y lo principal era entonces que subíamos empujados por una fuerza irresistible, por no sé qué manos poderosas que se agarraban a nuestra espalda. Veíamos la muerte delante, arriba; pero la propia muerte nos atraía. ¡Oh! Quien no ha subido nunca más que las escaleras de su casa, no comprenderá esto.

Como el terreno era desigual, había sitios en que la pendiente desaparecía. En aquellos escalones se trababan combates parciales de un encarnizamiento y ferocidad inauditos. Los valientes del Mediodía, que conocen rara vez el heroísmo pasivo de dejarse matar antes que descomponer las filas separándose de ellas, no comprenderán aquella locura imperturbable a que nos conducía la separación convertida en virtud. Fácil es a la alta cumbre desprenderse y precipitarse, aumentando su velocidad con el movimiento, y caer sobre el llano y arrollarlo e invadirlo; pero nosotros éramos el llano, empeñado en subir a la cumbre, y deseoso de aplastarla, y hundirla y abollarla. En la guerra como en la naturaleza, la altura domina y triunfa, es la superioridad material, y una forma simbólica de la victoria, porque la victoria es realmente algo que con flamígera velocidad baja rodando y atropellando, hendiendo y destruyendo. El que está arriba tiene la fuerza material y moral, y por consiguiente el pensamiento de la lucha, que puede dirigir a su antojo. Como la cabeza en el cuerpo humano, dispone de los sentidos y de la idea… nosotros éramos pobres fuerzas rastreras que arañando el suelo, estábamos a merced de los de arriba, y sin embargo queríamos destronarlos. Figuraos que los pies se empeñaran en arrojar la cabeza de los hombros para ponerse encima ellos, ¡estúpidos que no saben más que andar!

Los primeros escalones no ofrecieron gran dificultad. Moría mucha gente; pero se subía. Después ya fue distinto. Creeríase que los franceses nos permitían el ascenso a fin de cogernos luego más a mano. Las disposiciones de Pack para que sufriésemos lo menos posible eran admirables. Inútil es decir que todos los jefes habían dejado sus caballos, y unos detrás, otros a la cabeza de las líneas, llevaban, por decirlo así, de la mano a los obedientes soldados. Un orden preciso en medio de las muertes, un paso seguro, un aplomo sin igual regimentando la maniobra, impedían que los estragos fuesen excesivos. Con las armas modernas, aquel hecho hubiera sido imposible.

Era indispensable aprovechar los intervalos en que el enemigo cargaba los fusiles, para correr nosotros a la bayoneta. Teníamos en contra nuestra el cansancio, pues si en algunos sitios la inclinación era poco más que rampa, en otros era regular cuesta. Los franceses reposados, satisfechos y seguros de su posición, nos abrasaban a fuego certero y nos recibían a bayoneta limpia. A veces una columna nuestra lograba, con su constancia abrumadora, abrirse paso por encima de los cadáveres de los enemigos; mas para esto se necesitaba duplicar y triplicar los empujes, duplicar y triplicar los muertos, y el resultado no correspondía a la inmensidad del esfuerzo.

¡Qué espantosa ascensión! Cuando se empeñaban en algún descanso combates parciales, las voces, el tumulto, el hervidero de aquellos cráteres no son comparables a nada de cuanto la cólera de los hombres ha inventado para remedar la ferocidad de las bestias. Entre mil muertes se conquistaba el terreno palmo a palmo, y una vez que se le dominaba, se sostenía con encarnizamiento el pedazo de tierra necesario para poner los pies. Inglaterra no cedía el espacio en que fijaba las suelas de sus zapatos, y para quitárselo y vencer aquel prodigio de constancia, era preciso a los franceses desplegar todo su arrojo favorecido por la altura. Aun así no lograban echar a los británicos por la pendiente abajo. ¡Ay del que rodase primero! Conociendo el peligro inmenso de un pasajero desmayo, de un retroceso, de una mirada atrás, los pies de aquellos hombres echaban raíces. Aun después de muertas, parecía que sus largas piernas se enclavaban en el suelo hasta las rodillas, como jalones que debían marcar eternamente la conquista del poderoso genio de Inglaterra.

Mas al fin llegó un momento terrible; un momento en que las columnas subían y morían, en que la mucha gente que se lanzaba por aquel talud, destrozada, abrasada, diezmada, sintiéndose mermar a cada paso, entendió que sus fuerzas no traían gran ventaja. Tras las columnas francesas arrolladas, aparecían otras. Como en el espantoso bosque de Macbeth, en la cresta del Grande Arapil cada rama era un hombre. Nos acercábamos arriba, y aquel cráter superior vomitaba soldados. Se ignoraba de dónde podía salir tanta gente, y era que la meseta del cerro tenía cabida para un ejército. Llegó, pues, un momento, en que los ingleses vieron venir sobre ellos la cima del cerro mismo, una monstruosidad horrenda que esgrimía mil bayonetas y apuntaba con miles de cañones de fusil. El pánico se apoderó de todos, no aquel pánico nervioso que obliga a correr, sino una angustia soberana y grave que quita toda esperanza, dando resignación. Era imposible, de todo punto imposible, seguir subiendo.

Pero bajar era el punto más difícil. Nada más fácil si se dejaban acuchillar por los franceses, resignándose a rodar sobre la tierra vivos o muertos. Una retirada en declive paso a paso y dando al enemigo cada palmo de terreno con tanta parsimonia como se le quitó, es el colmo de la dificultad. Pack bramaba de ira, y la sangre agolpada en la carnaza encendida de su rostro parecía querer brotar por cada poro. Era hombre que tenía alma para plantarse solo en la cumbre del cerro. Daba órdenes con ronca voz; pero sus órdenes no se oían ya: esgrimía la espada acuchillando al cielo, porque el cielo tenía sin duda la culpa de que los ingleses no pudiesen continuar adelante.

Había llegado la ocasión de que muriese estoicamente uno para resguardar con su cuerpo al que daba un paso atrás. De este modo se salvaba la mitad de la carne. Una mala retirada arroja en las brasas todo cuanto hay en el asador. Las columnas se escalonaban con arte admirable; el fuego era más vivo, y cada vez que descendía de lo alto desgajándose uno de aquellos pesados aludes, creeríase que todo había concluido; pero la confusión momentánea desaparecía al instante, las masas inglesas aparecían de nuevo compactas y formidables, y la muerte tenía que contentarse con la mitad. Así se fue cediendo lentamente parte del terreno, hasta que los imperiales dejaron de atacarnos. Habían llegado a un punto en que el cañón inglés les molestaba mucho, y además los progresos de Packenham por el flanco del Grande Arapil les inquietaban bastante. Reconcentráronse y aguardaron.

En tanto, por otro lado ocurrían sucesos admirables y gloriosos. Todo iba bien en todas partes menos en nuestro malhadado cerro. El general Cole destrozaba el centro francés. La caballería de Stapleton Cotton, penetrando por entre las descompuestas filas, daba una de las cargas más brillantes, más sublimes y al mismo tiempo más horrorosas que pueden verse. Desde la posición a que nos retiramos, no avergonzados pero sí humillados, distinguíamos a lo lejos aquella admirable función que nos causaba envidia. Las columnas de dragones, las falanges de caballos, los más ligeros, los más vivos, los más guerreros que pueden verse, penetraban como inmensas culebras por entre la infantería francesa. Los golpes de los sables ofrecían a la vista un salpicar perenne de pequeños rayos, menuda lluvia de acero que destrozaba pechos, aniquilaba gente, atropellaba y deshacía como el huracán. Los gritos de los jinetes, el brillo de sus cascos, el relinchar de los corceles que regocijaban en aquella fiesta sangrienta sus brutales e imperfectas almas, ofrecían espectáculo aterrador. Indiferentes como es natural, a las desdichas del enemigo, los corazones guerreros se endiosaban con aquel espectáculo. La confianza huye de los combates, deidad asustada y llorosa, conducida por el miedo; no queda más que la ira guerrera que nada perdona, y el bárbaro instinto de la fuerza, que por misterioso enigma del espíritu se convierte en virtud admirable.