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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XXX

Acerqueme a la puerta de la triste alcoba. Santorcaz no me veía, porque su observación estaba fatigada y torpe a causa del mal, y la estancia medio a oscuras.

– Alguien estaba ahí – dijo el enfermo besando las manos de su hija. – Me pareció sentir la voz de ese tunante de Gabriel.

– Padre, no hables mal de los que nos han hecho un beneficio, no tientes a Dios, no le provoques.

– Yo también le he hecho beneficios, y ya ves cómo me paga: prendiéndome.

– Araceli es un buen muchacho.

– ¡Sabe Dios lo que harán conmigo esos verdugos! – exclamó el anciano dando un suspiro. – Esto se acabó, hija mía.

– Se acabaron, sí, las locuras, los viajes, las logias que sólo sirven para hacer daño – afirmó Inés abrazando a su padre. – Pero subsistirá el amor de tu hija, y la esperanza de que viviremos todos, todos felices y tranquilos.

– Tú vives de dulces esperanzas – dijo – yo de tristes o funestos recuerdos. Para ti se abre la vida; para mí, lo contrario. Ha sido tan horrible, que ya deseo se cierre esa puerta negra y sombría, dejándome fuera de una vez… Hablas de esperanzas; ¿y si estos déspotas me encierran en una cárcel, si me envían a que muera a cualquiera de esos muladares del África…?

– No te llevarán, respondo de que no te llevarán, padrito.

– Pero cualquiera que sea mi suerte, será muy triste, niña de mi alma… Viviré encerrado, y tú… ¿tú qué vas a hacer? Te verás obligada a abandonarme… Pues qué, ¿vas a encerrarte en un calabozo?

– Sí, me encerraré contigo. Donde tú estés allí estaré yo – dijo la muchacha con cariño. – No me separaré de ti, no te abandonare jamas, ni iré… no, no iré a ninguna parte donde tú no puedas ir también.

No oí voz alguna, sino los sollozos del pobre enfermo.

– Pero en cambio, padrito – continuó ella en tono de amonestación afectuosa, – es preciso que seas bueno, que no tengas malos pensamientos, que no odies a nadie, que no hables de matar gente, pues Dios tiene buena mano para hacerlo; que desistas de todas esas majaderías que te han trastornado la cabeza, y no pierdas la tranquilidad y la salud porque haya un rey de más o de menos en el mundo; ni hagas caso de los frailes ni de los nobles, los cuales, padre querido, no se van a suprimir y a aniquilarse porque tú lo desees, ni porque así lo quiera el mal humor del Sr. Canencia, del Sr. Monsalud y del Sr. Ciruelo… He aquí tres que hablan mal de los nobles, de los poderosos y de los reyes, porque hasta ahora ningún rey, ni ningún señor han pensado en arrojarles un pedazo de pan para que callen, y otro para que griten en favor suyo… ¿Conque serás bueno? ¿Harás lo que te digo? ¿Olvidarás esas majaderías?… ¿Me querrás mucho a mí y a todos los que me quieren?

Diciendo esto, arreglaba las ropas del lecho, acomodaba en las almohadas la venerable y hermosa cabeza de Santorcaz, destruía los dobleces y durezas que pudieran incomodarle, todo con tanto cariño, solicitud, bondad y dulzura, que yo estaba encantado de lo que veía. Santorcaz callaba y suspiraba, dejándose tratar como un chico. Allí la hija parecía más que una hija una tierna madre, que se finge enojada con el precioso niño porque no quiere tomar las medicinas.

– Me convertirás en un chiquillo, querida – dijo el enfermo. – Estoy conmovido… quiero llorar. Pon tu mano sobre mi frente para que no se me escape esa luz divina que tengo dentro del cerebro… pon tu mano sobre mi corazón y aprieta. Me duele de tanto sentir. ¿Has dicho que no te separarás de mí?

– No, no me separaré.

– ¿Y si me llevan a Ceuta?

– Iré contigo.

– ¡Irás conmigo!

– Pero es preciso ser bueno y humilde.

– ¿Bueno? ¿Tú lo dudas? Te adoro, hija mía. Dime que soy bueno, dime que no soy un malvado y te lo agradeceré más que si me vinieras a llamar de parte del Ser Sup… de parte de Dios, decimos los cristianos. Si tú me dices que soy un hombre bueno, que no soy malo, tendré por embusteros a los que se empeñan en llamarme malvado.

– ¿Quién duda que eres bueno? Para mí al menos.

– Pero a ti te he hecho algún daño.

– Te lo perdono, porque me amas, y sobre todo porque me sacrificas tus pasiones, porque consientes que sea yo la destinada a quitarte esas espinas que desde hace tanto tiempo tienes clavadas en el corazón.

– ¡Y cómo punzan! – exclamó con profunda pena el infeliz masón. – Sí, quítamelas, quítamelas todas con tus manos de ángel; quítalas una a una, y esas llagas sangrientas se restañarán por sí… ¿De modo que yo soy bueno?

– Bueno, sí; yo lo diré así a quien crea lo contrario, y espero que se convencerán cuando yo lo diga. Pues no faltaba más… La verdad es lo primero. Ya verás cuánto te van a querer todos, y qué buenas cosas dirán de ti. Has padecido: yo les contaré todo lo que has padecido.

– Ven – murmuró Santorcaz con voz balbuciente, alargando los brazos para coger en sus manos trémulas la cabeza de su hija. – Trae acá esa preciosa cabeza que adoro. No es una cabeza de mujer, es de ángel. Por tus ojos mira Dios a la tierra y a los hombres, satisfecho de su obra.

El anciano cubrió de besos la hermosa frente, y yo por mi parte no ocultaré que deseaba hacer otro tanto. En aquel momento di algunos pasos y Santorcaz me vio. Advertí súbita mudanza en la expresión de su semblante, y me miró con disgusto.

– Es Gabriel, nuestro amigo, que nos defiende y nos protege – dijo Inés, – ¿por qué te asustas?

– Mi carcelero – murmuró Santorcaz con tristeza… – Me había olvidado de que estoy preso.

– No soy carcelero, sino amigo – afirmé adelantándome.

– Sr. Araceli – continuó él con voz grave, – ¿a dónde me llevan? ¡Oh, miserable de mí! Malo es caer en las garras de los satélites del despotismo… no, no, hija mía, no he dicho nada; quise decir que los soldados… no puedo negar que odio un poquillo a los soldados, porque sin ellos, ya ves, sin ellos no podrían los reyes… ¡malditos sean los reyes!… no, no, a mí no me importa que haya reyes, hija mía; allá se entiendan. Sólo que… francamente, no puedo menos de aborrecer un poco a ese muchacho que quiso separarte de mí. Ya se ve, le mandaban sus amos… estos militares son gente servil que los grandes emplean para oprimir a los hijos del pueblo… No le puedo ver, ni tú tampoco, ¿es verdad?

– No sólo le puedo ver, sino que le estimo mucho.

– Pues que entre… Araceli… también yo te estimé en otro tiempo. Inés dice que eres un buen muchacho… Será preciso creerlo… Puesto que ella te estima, ¿sabes lo que yo haría? exceptuarte a ti solo, a ti solito; ponerte a un lado, y a todos los demás enviarles a la guillot… no, no he dicho nada… Si otros la quieren levantar, háganlo en buen hora; yo no haré más que ver y aplaudir… No, no, no aplaudiré tampoco: váyanse al diablo las guillotinas.

– Padre – dijo Inés, – da la mano a Araceli, que se marchará a sus quehaceres, y ruégale que vuelva a vernos después. ¡Ay! dicen que va a darse una batalla: ¿no sientes que le suceda alguna desgracia?

– Sí, seguramente – dijo Santorcaz estrechándome la mano. – ¡Pobre joven! La batalla será muy sangrienta, y lo más probable es que muera en ella.

– ¿Qué dices, padre? – preguntó Inés con terror.

– La mejor batalla del mundo, hija mía, será aquélla en que perezcan todos los soldados de los dos ejércitos contendientes.

– ¡Pero él no, él no! Me estás asustando.

– Bueno, bueno, que viva él… que viva Araceli. Joven, mi hija te estima, y yo… yo también… también te estimo. Así es que Dios hará muy bien en conservar tu preciosa vida. Pero no servirás más a los verdugos del linaje humano, a los opresores del pueblo, a los que engordan con la sangre del pueblo, a los pícaros frailes y…

– ¡Jesús! estás hablando como Canencia, ni más ni menos.

– No he dicho nada; pero este Araceli… a quien estimo… nos aborrece, querida mía, quiere separarnos, es agente y servidor de una persona…

– A quien estimas también, padre.

– De una persona… – continuó el masón, poniéndose tan pálido que parecía un cadáver.

– A quien amas, padre – añadió la muchacha rodeando con sus brazos la cabeza del pobre enfermo, – a quien pedirás perdón… por…

El rostro de Santorcaz encendiose de repente con fuerte congestión; sus ojos despidieron rayo muy vivo, incorporose en el lecho y estirando los brazos y cerrando los puños y frunciendo el terrible ceño gritó:

– ¡Yo!… pedirle perdón… pedirle perdón yo… ¡Jamás, jamás!

Diciendo esto cayó en el lecho como cuerpo del que súbitamente y con espanto huye la vida.

Inés y yo acudimos a socorrerle. Balbucía frases ardorosas… llamaba a Inés creyéndola ausente, la miraba con extravío; me despedía con gritos y amenazas; y, finalmente, se tranquilizó cayendo en pesado sopor.

– Otra vez será – me dijo Inés con los ojos llenos de lágrimas. – No desconfío. Haz lo que dijimos. Escríbele esta tarde mismo.

– Le escribiré y vendrá en seguida a Salamanca. Prepárate a marchar allá con tu enfermo.

XXXI

Haciendo mucho ruido, llamándome a voces y azotando con su látigo las puertas y los muebles, entró en la casa miss Fly. Recibila en la sala y al verme sonrió con gracia incomparable, no exenta en verdad de coquetería. Llamó mi atención ver que se había acicalado y compuesto, cosa verdaderamente extraña en aquel lugar y ocasión. Su rostro resplandecía de belleza y frescura. Habíase peinado cual si tuviese a mano los más delicados enseres de tocador, y el vestido, limpio ya de polvo y lodo, disimulaba sus desgarrones y arrugas no sé por qué arte singular, sólo revelado a las mujeres. ¿Por qué no decirlo? Detesto las gazmoñerías y melindres. Sí, lo diré: Athenais estaba encantadora, hechicera, lindísima.

Como le manifestase mi sorpresa por aquella restauración de su interesante persona, me dijo:

– Caballero Araceli, después que vuestros soldados han apagado el incendio, quedó un poco de agua para mí. En casa de unos aldeanos me proporcionaron lo preciso para peinarme… Pero, señor comandante, ¿así cumplís con vuestros deberes? ¿No estaréis mejor al frente de vuestras tropas? Hace un rato que ha llegado Leith con su división, y pregunta por vos.

 

Al saber la noticia, no quise detenerme. Despedime de Inés, y después de asegurar bien la entrada de la casa y de encomendar a Tribaldos que cuidase a los dos prisioneros, bajé a la plaza, donde miss Fly se separó de mí sin motivo aparente. Empezaban a llegar tropas inglesas. El general Leith, a quien indiqué que España me había mandado proseguir, cuando llegaron los ingleses me ordenó que esperase hasta la noche.

– Es imposible perseguir a los franceses de cerca – dijo. – Van muy adelantados, y nos será difícil hacerles daño. Nuestras tropas están cansadas.

Quedeme allí no sin gozo, y dispuse lo necesario para que Santorcaz y su hija fuesen trasladados a Salamanca. Felizmente regresaba aquella tarde para quedar allí de guarnición, Buenaventura Figueroa, mi más íntimo y querido amigo, y le di instrucciones prolijas sobre lo que debía hacer con mis prisioneros en la ciudad y durante el viaje. Verificose este por la noche en un convoy que se envió a Roma la chica, y no sin trabajo logré un carromato de regular comodidad, en cuyo interior acomodé a padre e hija, acompañados de Tribaldos y de buen repuesto de víveres para el viaje. Quise darles también dinero, mas rehusolo Inés, y a la verdad no lo necesitaban, porque el Sr. Santorcaz (no sé si lo he dicho), que un año antes heredara íntegro su patrimonio, poseía regular hacienda, sobrada para su modesto traer.

Di también a Inés instrucciones para que contribuyese a impedir nuevas salidas de su infeliz padre al campo de Montiel de las masónicas aventuras, y ella prometiome con inequívoca seguridad que le encarcelaría convenientemente sin mortificarle, con lo cual, muy apenados nos despedimos los dos, yo por aquella nueva separación, cuyos límites no sabía, y ella por presentimientos del peligro a que expuesto quedaba en la terrible campaña emprendida. En esto, y en escribir a la condesa lo que el lector supone, entretuve gran parte de las últimas horas del día.

Partimos al amanecer del siguiente, persiguiendo a los franceses, que no pararon hasta pasar el Duero por Tordesillas, extendiéndose hasta Simancas. Allí reforzó Marmont su ejército con la división de Bonnet, y nosotros le aguardamos en la orilla izquierda vigilando sus movimientos. La cuestión era saber por qué sitio quería el francés pasar el río, para venir al encuentro del ejército aliado, cuyo cuartel general estaba en La Seca.

No quería Marmont, como es fácil suponer, darnos gusto, y sin avisarnos, cosa muy natural también, partió de improviso hacia Toro… ¡En marcha todo el mundo hacia la izquierda, ingleses, españoles, lusitanos, en marcha otra vez hacia el Guareña y hacia los perversos pueblos de Babilafuente y Villorio!

– ¡Y a esto llaman hacer la guerra! – decía uno. – Por el mucho ejercicio que hacen, tienen tan buenas piernas los ingleses. Ahora resultará que Marmont no acepta tampoco la batalla en el Guareña y lo buscaremos en el Pisuerga, en el Adaja o tal vez en el Manzanares o en el Abroñigal a las puertas de Madrid.

Tan sólo resultó que después de dos semanas de marchas y contramarchas, nos encontramos otra vez en las inmediaciones de Salamanca. Pero lo más gracioso fue cuando bailamos el minueto, como decían los españoles, pues aconteció que ambos ejércitos marcharon todo un día paralelamente, ellos sobre la izquierda y nosotros sobre la derecha, viéndonos muy bien a distancia de medio tiro de cañón y sin gastar un cartucho. Esto pasó no muy lejos de Salamanca; y cuando nos detuvimos en San Cristóbal, allí eran de ver las burlas motivadas por la tal maniobra y marcha estratégica que los chuscos calificaban de contradanza.

Desde San Cristóbal quise ir a Salamanca: pero me fue imposible, porque no se concedían licencias largas ni cortas. Tuve, sin embargo, el gusto de saber que nada singular había ocurrido en la casa de la calle del Cáliz durante mi ausencia y las marchas y minuetos del ejército aliado… En cuanto a miss Fly (me apresuro a nombrarla, porque oigo una misma pregunta en los labios de cuantos me escuchan), me había honrado no pocas veces con su encantadora palabra durante los viajes a Tordesillas, a la Nava y al Guareña; pero siempre en cortas y disimuladas entrevistas, cual si existiese algún desconocido estorbo, algún impedimento misterioso de su antes ilimitada libertad. En estas breves entrevistas advertía siempre en ella sin igual dulzura y melancólico abandono, y además una admiración injustificada hacia todas mis acciones, aunque fuesen de las más comunes e insignificantes.

Por lo demás si las entrevistas pecaban de cortas, eran frecuentísimas. No hacíamos alto en punto alguno, sin que se me presentase Athenais, cual mi propia sombra y recatadamente me hablase, diciéndome por lo general cosas alambicadas y sutiles, cuando no melifluas y apasionadas. La más refinada cortesía y un excelente humor de bromas inspiraban mis contestaciones. Regalábame a cada momento mil monerías, golosinas o cachivaches de poco valor, que adquiría en los diversos pueblos de la carrera.

Entretanto (suplico a mis oyentes se fijen bien en esto, porque sirve de lamentable antecedente a uno de los principales contratiempos de mi vida), yo notaba que no se había disipado entre mis compañeros ingleses y españoles la infundada sospecha que el viaje de Athenais a Salamanca despertara. En suma, la Pajarita había vuelto al cuartel general, y mi buena opinión y fama de caballerosidad continuaban tan problemáticas como el día que aparecí en Bernuy. En dos ocasiones en que tuve el alto honor de hablar con el señor duque, experimenté mortal pena, hallándole no sólo desdeñoso sino en extremo austero y desapacible conmigo. Los espejuelos del coronel Simpson despedían rayos olímpicos contra mí y en general cuantas personas conocía en las filas inglesas demostraban de diversos modos poca o ninguna afición a mi honrada persona.

– Sr. Araceli, Sr. Araceli – me dijo Athenais presentándose de improviso ante mí el 21 de Julio cuando acabábamos de ocupar el cerro comúnmente llamado Arapil Chico, – venid a mi lado. Simpson no ha salido aún de Salamanca. ¿Os ha pasado algo desde ayer que no nos hemos visto?

– Nada, señora, no me ha pasado nada. ¿Y a usted?

– A mí sí; pero ya os lo contaré más adelante. ¿Por qué me miráis de ese modo?… Vos también dais en creer, como los demás, que estoy triste, que estoy pálida, que he cambiado mucho…

– En efecto, miss Fly, se me figura que esa cara no es la misma.

– No me siento bien – dijo con sonrisa graciosa. – No sé lo que tengo… ¡Ah! ¿no sabéis? Dicen que va a darse una gran batalla.

– No lo dudo. Los franceses están hacia Cavarrasa. ¿Cuándo será?

– Mañana… Parece que os alegráis – dijo mostrando un temor femenino que me sorprendió, conociendo como conocía su varonil arrojo.

– Y usted también se alegrará, señora. Un alma como la de usted, para sostenerse a su propia altura, necesita estos espectáculos grandiosos, el inmenso peligro seguido de la colosal gloria. Nos batiremos, señora, nos batiremos con el Imperio, con el enemigo común, como dicen en Inglaterra, y le derrotaremos.

Athenais no me contestó, como esperaba, con ningún arrebato de entusiasmo, y la poesía de los romances parecía haberse replegado con timidez y vergüenza quizás en lo más escondido de su alma.

– Será una gran batalla y ganaremos – dijo con abatimiento; – pero… morirá mucha gente. ¿No os ocurre que podéis morir vos?

– ¿Yo?… ¿y qué importa? ¿Qué importa la vida de un miserable soldado, con tal que quede triunfante la bandera?

– Es verdad; pero no debéis exponeros… – dijo con cierta emoción. – Dicen que la división española no se batirá.

– Señora, no conozco a usted, no es usted miss Fly.

– Voy creyendo lo que decís – afirmó clavando en mí los dulces ojos azules; – voy creyendo que no soy yo miss Fly… Oíd bien, Araceli, lo que voy a deciros. Si no entráis en fuego mañana, como espero, avisádmelo… Adiós, adiós.

– Pero aguarde usted un momento, miss Fly – dije procurando detenerla.

– No, no puedo. Sois muy indiscreto… Si supierais lo que dicen… adiós, adiós.

Dando algunos pasos hacia ella, la llamé repetidas veces; mas en el mismo instante vi un coche o silla de postas que se paraba delante de mí en mitad del camino; vi que por la portezuela aparecía una cara, una mano, un brazo. Si era la condesa… ¡Dios poderoso, qué inmensa alegría! Era la condesa, que detenía su coche delante de mí, que me buscaba con la vista, que me llamaba con un lindo gesto, que iba a decir sin duda dulcísimas cosas. Corrí hacia ella loco de alegría.

XXXII

Antes de referir lo que hablamos, conviene que diga algo del lugar y momento en que tales hechos pasaban, porque una cosa y otra interesan igualmente a la historia y a la relación de los sucesos de mi vida que voy refiriendo. El 21 por la tarde pasamos el Tormes, los unos por el puente de Salamanca, los otros por los vados inmediatos. Los franceses, según todas las conjeturas, habían pasado el mismo río por Alba de Tormes, y se encontraban al parecer en los bosques que hay más allá de Cavarrasa de Arriba. Formamos nosotros una no muy extensa línea cuya izquierda se apoyaba junto al vado de Santa Marta, y la derecha en el Arapil Chico, junto al camino de Madrid. Una pequeña división inglesa con algunas tropas ligeras ocupaba el lugar de Cavarrasa de Abajo, punto el más avanzado de la línea anglo-hispano-portuguesa.

En la falda del Arapil Chico, y al borde del camino, fue donde se me apareció Athenais, que volvía a caballo de Cavarrasa, y pocos instantes después la señora condesa, mi adorada protectora y amiga. Corrí hacia ella, como he dicho, y con la más viva emoción besé sus hermosas manos que aún asomaban por la portezuela. El inmenso gozo que experimenté apenas me dejó articular otras voces que las de «madre y señora mía», voces en que mi alma, con espontaneidad y confianza sumas, esperaban iguales manifestaciones cariñosas de parte de ella. Mas con amargura y asombro advertí en los ojos de la condesa desdén, enojo, ira, ¡qué sé yo!… una severidad inexplicable que me dejó absorto y helado.

– ¿Y mi hija? – preguntó con sequedad.

– En Salamanca, señora – repuse. – No podría usted llegar más a tiempo. Tribaldos, mi asistente, acompañará a usted. Ha sido casualidad que nos hayamos encontrado aquí.

– Ya sabía que estabas en este sitio que llaman el Arapil Chico – me dijo con el mismo tono severo, sin una sonrisa, sin una mirada cariñosa, sin un apretón de manos. – En Cavarrasa de Abajo, donde me detuve un instante, encontré a sir Tomás Parr, el cual me dijo dónde estabas, con otras cosas acerca de tu conducta, que me han causado tanto asombro como indignación.

– ¡Acerca de mi conducta, señora! – exclamé con dolor tan vivo como si una hoja de acero penetrara en mi corazón. – Yo creía que en mi conducta no había nada que pudiera desagradar a usted.

– Conocí en Cádiz a sir Tomás Parr, y es un caballero incapaz de mentir – añadió ella con indecible resplandor de ira en los ojos que tanta ternura habían tenido en otro tiempo para mí. – Has seducido a una joven inglesa, has cometido una iniquidad, una violencia, una acción villana.

– ¡Yo, señora! ¡yo!… ¿Este hombre honrado que ha dado tantas pruebas de su lealtad…? ¿Este hombre ha hecho tales maldades?

– Todos lo dicen… No me lo ha dicho sólo sir Tomás Parr, sino otros muchos; me lo dirá también Wellesley.

– Pues si Wellesley lo afirmara – repliqué con desesperación, – si Wellesley lo afirmara, yo le diría…

– Que miente…

– No, el primer caballero de Inglaterra, el primer general de Europa no puede mentir; es imposible que el duque diga semejante cosa.

– Hay hechos que no pueden disimularse – añadió con pena, – que no pueden desfigurarse. Dicen que la persona agraviada se dispone a pedir que se te obligue al cumplimiento de las leyes inglesas sobre el matrimonio.

Al oír esto, una hilaridad expansiva y una indignación terrible cruzaron sus diversos efectos en mi alma, como dos rayos que se encuentran al caer sobre un mismo objeto, y por un instante se lo disputan. Me reí y estuve a punto de llorar de rabia.

– Señora, me han calumniado, es falso, es mentira que yo… – grité introduciendo por la portezuela del coche primero la cabeza y después medio cuerpo. – Me volveré loco si usted, si esta persona a quien respeto y adoro a quien no podré jamás engañar, da valor a tan infame calumnia.

– ¿Con que es calumnia?… – dijo con verdadero dolor. – Jamás lo hubiera creído en ti… Vivimos para ver cosas horribles… Pero dime, ¿veré a mi hija en seguida?

 

– Repito que es falso. Señora, me está usted matando, me impulsará usted a extremos de locura, de desesperación.

– ¿Nadie me estorbará que la recoja, que la lleve conmigo? – preguntó con afán y sin hacer caso del frenesí que me dominaba. – Que venga tu asistente. No puedo detenerme. ¿No decías en tu carta que todo estaba arreglado? ¿Ha muerto ese verdugo? ¿Está mi hija sola?… ¿Me espera?… ¿Puedo llevármela?… responde.

– No sé, señora; no sé nada; no me pregunte usted nada – dije confundido y absorto. – Desde el momento que usted duda de mí…

– Y mucho… ¿En quién puede tenerse confianza?… Déjame seguir… Tú ya no eres el mismo para mí.

– Señora, señora, no me diga usted eso, porque me muero – exclamé con inmensa aflicción.

– Bueno, si eres inocente, tiempo tienes de probármelo.

– No… no… Mañana se da una gran batalla. Puedo morir. Moriré irritado y me condenaré… ¡Mañana! ¡sabe Dios dónde estaré mañana! Usted va a Salamanca, verá y hablará a su hija; entre las dos fraguarán una red de sospechas y falsos supuestos, donde se enmarañe para siempre la memoria del infeliz soldado, que agonizará quizás dentro de algunas horas en este mismo sitio donde nos encontramos. Es posible que no nos veamos más… Estamos en un campo de batalla. ¿Distingue usted aquellos encinares que hay hacia abajo? Pues allí detrás están los franceses. ¡Cuarenta y siete mil hombres, señora! Mañana este sitio estará cubierto de cadáveres. Dirija usted la vista por estos contornos. ¿Ve usted esa juventud de tres naciones? ¿Cuántos de estos tendrán vida mañana? Me creo destinado a perecer, a perecer rabiando, porque precipitará mi muerte la idea de haber perdido el amor de las dos personas a quienes he consagrado mi vida.

Mis palabras, ardientes como la voz de la verdad, hicieron algún efecto en la condesa, y la observé suspensa y conmovida. Tendió la vista por el campo, ocupado por tanta tropa, y luego cubriose el rostro con las manos, dejándose caer en el fondo del coche.

– ¡Qué horror! – dijo. – ¡Una batalla! ¿No tienes miedo?

– Más miedo tengo a la calumnia.

– Si pruebas tu inocencia, creeré que he recobrado un hijo perdido.

– Sí, sí, lo recobrará usted – afirmé. – ¿Pero no basta que yo lo diga, no basta mi palabra?… ¿Nos conocemos de ayer? ¡Oh! Si a Inés se le dijera lo que a Vd. han dicho, no lo creería. Su alma generosa me habría absuelto sin oírme.

Una voz gritó:

– ¡Ese coche, adelante o atrás!

– Adiós – dijo la condesa, – me echan de aquí.

– Adiós, señora – respondí con profunda tristeza. – Por si no nos vemos más, nunca más, sepa usted que en el último día de mi vida conservo todos, absolutamente todos los sentimientos de que he hecho gala en todos los instantes de mi vida ante usted y ante otra persona que a entrambos nos es muy cara. Agradezco a usted, hoy como ayer, el amor que me ha mostrado, la confianza que ha puesto en mí, la dignidad que me ha infundido, la elevación que ha dado a mi conciencia… No quiero dejar deudas… Si no nos vemos más…

El coche partió, obligado a ello por una batería a la cual era forzoso ceder el paso. Cuando dejé de ver a la condesa, llevaba ella el pañuelo a los ojos para ocultar sus lágrimas.

Sofocado y aturdido por la pena angustiosa que llenaba mi alma, no reparé que el cuartel general venía por el camino adelante en dirección al Arapil Chico. El duque y los de su comitiva echaron pie a tierra en la falda del cerro, dirigiendo sus miradas hacia Cavarrasa de Arriba. Llamó el lord a los oficiales del regimiento de Ibernia, uno de los establecidos allí, y habiéndome yo presentado el primero, me dijo:

– ¡Ah! Es usted el caballero Araceli…

– El mismo, mi general – contesté, – y si vuecencia me permite en esta ocasión hablar de un asunto particular, le suplicaré que haga luz sin pérdida de tiempo sobre las calumnias que pesan sobre mí después de mi viaje a Salamanca. No puedo soportar que se me juzgue con ligereza, por las hablillas de gente malévola.

Lord Wellington, ocupado sin duda con asunto más grave, apenas me hizo caso. Después de registrar rápidamente todo el horizonte con su anteojo, me dijo casi sin mirarme:

– Señor Araceli, no puedo contestar a usted que estoy decidido a que la Gran Bretaña sea respetada.

Como yo no había dejado nunca de respetar a la Gran Bretaña, ni a las demás potencias europeas, aquellas palabras que encerraba sin duda una amenaza, me desconcertó un poco. Los oficiales generales que rodeaban al duque, trabaron con él coloquio muy importante sobre el plan de batalla. Pareciéronme entonces inoportunas y aun ridículas mis reclamaciones, por lo cual un poco turbado, contesté de este modo:

– ¡La Gran Bretaña! no deseo otra cosa que morir por ella.

– Brigadier Pack – dijo vivamente Wellington a uno de los que le acompañaban, – en la ayudantía del 23 de línea que está vacante, ponga usted a este joven español, que desea morir por la Gran Bretaña.

– Por la gloria y honor de la Gran Bretaña – añadí.

El brigadier Pack me honró con una mirada de protectora simpatía.

– La desesperación – me dijo luego Wellington – no es la principal fuente del valor; pero me alegaré de ver mañana al señor de Araceli en la cumbre del Arapil Grande. Señor D. José Olawlor – añadió dirigiéndose a su íntimo amigo, que le acompañaba, – creo que los franceses se están disponiendo para adelantársenos mañana a ocupar el Arapil Grande.

El duque manifestó cierta inquietud, y por largo tiempo su anteojo exploró los lejanos encinares y cerros hacia Levante. Poco se veía ya, porque vino la noche. Los cuerpos de ejército seguían moviéndose para ocupar las posiciones dispuestas por el general en jefe, y me separé de mis compañeros de Ibernia y de la división española.

– Nosotros – me dijo España – vamos al lugar de Torres, en la extrema derecha de la línea, más bien para observar al enemigo que para atacarle. ¡Plan admirable! El general Picton y el portugués d’Urban parece que están encargados de guardar el paso del Tormes, de modo que la situación de los franceses no puede ser más desventajosa. No falta más que ocupar el Arapil Grande.

– De eso se trata, mi general. La brigada Pack, a la cual desde hace un momento pertenezco, amanecerá mañana, con la ayuda de Dios en la ermita de Santa María de la Peña, y después… Así lo exige el honor de la Gran Bretaña…

– Adiós, mi querido Araceli, pórtate bien.

– Adiós, mi querido general. Saludo a mis compañeros desde la cumbre del Arapil Grande.