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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XXVII

Por último, llegué cerca de ella y oyó mi voz, y vio mi propia persona, lo cual hubo de causarle al parecer mucho gusto y sacarla de su confusión y atolondramiento. Corrió hacia mí riendo y saludándome con exclamaciones de triunfo, y cuando la vi de cerca, no pude menos de advertir la diferencia que existe entre las imágenes transfiguradas y embellecidas por el pensamiento y la triste realidad, pues el corcel que montaba, por cierto a mujeriegas, la intrépida Athenais, distaba mucho de parecerse a aquel volador Pegaso que se me representaba poco antes; ni daba ella al viento la cabellera, cual llama de fuego simbolizando el pensamiento, ni su vestido negro tenía aquella diafanidad ondulante que creí distinguir primero, ni el cuartajo, pues cuartajo era, tenia más cerneja que media docena de mustios y amarillentos pelos, ni la misma miss Fly estaba tan interesante como de ordinario, aunque sí hermosa, y por cierto bastante pálida, con las trenzas mal entretejidas por arte de los dedos, sin aquel concertado desgaire del peinado de las Musas, y finalmente, con el vestido en desorden anti-armónico a causa del polvo, arrugas y jirones que en diversos puntos tenía.

– Gracias a Dios que os encuentro – exclamó alargándome la mano. – D. Carlos España me dijo que estabais en la retaguardia.

Mi gozo por verla sana y libre; lo cual equivalía a un testimonio precioso de mi honradez, me impulsó a intentar abrazarla en medio del campo, de caballo a caballo, y habría puesto en ejecución mi atrevido pensamiento si ella no lo impidiera un tanto suspensa y escandalizada.

– En buen compromiso me ha puesto usted – le dije.

– Me lo figuraba – respondió riendo. – Pero vos tenéis la culpa. ¿Por qué me dejasteis en poder de aquella gente?

– Yo no dejé a usted en poder de aquella gente; ¡malditos sean ellos mil veces!… Desapareció usted de mi vista y el masón me impidió seguir. ¿Y nuestros compañeros de viaje?

– ¿Preguntáis por la Inesita? La encontraréis en Babilafuente – dijo poniéndose seria.

– ¿En ese pueblo? ¡Bondad divina!… Corramos allí… ¿Pero han padecido ustedes algún contratiempo? ¿Hanse visto en algún peligro? ¿Las han mortificado esos bárbaros?

– No, me he aburrido y nada más. A la hora y media de salir de Salamanca tropezamos con los franceses, que echaron el guante a los masones diciendo que en Salamanca habían hecho el espionaje por cuenta de los aliados. Marmont tiene orden del Rey para no hacer causa común con esos pillos tan odiados en el país. Santorcaz se defendió; mas un oficial llamole farsante y embustero, y dispuso que todos los de la brillante comitiva quedásemos prisioneros. Gracias a Desmarets, me han tratado a mí con mucha consideración.

– ¡Prisioneros!

– Sí, nos han tenido desde entonces en ese horrible Babilafuente, mientras el lord tomaba a Salamanca. ¡Y yo que no he visto nada de eso! ¿Se rindieron los fuertes? ¡Qué gran servicio prestasteis con vuestra visita a Salamanca! ¿Qué os dijo milord?

– Sí, sí, hable usted a milord de mí… Contento está su excelencia de este leal servidor… Sepa miss Fly que lejos de agradar al duque, me ha tomado entre ojos y se dispone a formarme consejo de guerra por delitos comunes.

¿Por qué, amigo mío? ¿Qué habéis hecho?

¿Qué he de hacer? Pues nada, señora Pajarita; nada más sino seducir a una honesta hija de la Gran Bretaña, llevármela conmigo a Salamanca, ultrajarla con no sé qué insigne desafuero, y después, para colmo de fiesta, abandonarla pícaramente, o esconderla, o matarla, pues sobre este punto, que es el lado negro de mi feroz delito, no se han puesto aún de acuerdo lord Wellington y el coronel Simpson.

Miss Fly rompió en risas tan francas, tan espontáneas y regocijadas, que yo también me reí. Ambos marchábamos a buen paso en dirección a Babilafuente.

– Lo que me contáis, Sr. Araceli – dijo, mientras se teñía su rostro de rubor hechicero, – es una linda historia. Tiempo hacía que no se me presentaba un acontecimiento tan dramático, ni tan bonito embrollo. Si la vida no tuviera estas novelas, ¡cuán fastidiosa sería!

– Usted disipará las dudas del general devolviéndome mi honor, miss Fly, pues de la pureza de sentimientos de usted no creo que duden milord ni sir Abraham Simpson. Yo soy el acusado, yo el ladrón, yo el ogro de cuentos infantiles, yo el gigantón de leyenda, yo el morazo de romance.

– ¿Y no os ha desafiado Simpson? – preguntó demostrándome cuánta complacencia producía en su alma aquel extraño asunto.

– Me ha mirado con altanería y díchome palabras que no le perdono.

– Le mataréis, o al menos le heriréis gravemente, como hicisteis con el desvergonzado e insolente lord Gray – dijo con extraordinaria luz en la mirada. – Quiero que os batáis con alguien por causa mía. Vos acometéis las empresas más arriesgadas por la simpatía que tienen los grandes corazones con los grandes peligros; habéis dado pruebas de aquel valor profundo y sereno cuyo arranque parte de las raíces del alma. Un hombre de tales condiciones no permitirá que se ponga en duda su dignidad, y a los que duden de ella, les convencerá con la espada en un abrir y cerrar de ojos.

– La prueba más convincente, Athenais, ha de ser usted… Ahora pensemos en socorrer a esos infelices de Babilafuente. ¿Corre Inés algún peligro? ¡Loco de mí! ¡Y me estoy con esta calma! ¿Está buena? ¿Corre algún peligro?

– No lo sé – repuso con indiferencia la inglesa. – La casa en que estaban empezó a arder.

– ¡Y lo dice con esa tranquilidad!

– En cuanto se anunció la entrada de los españoles y me vi libre, salí en busca del jefe. D. Carlos España me recibió con agrado, y no tuvo inconveniente en cederme un caballo para volver al cuartel general.

– ¿Santorcaz, Monsalud, Inés y demás compañía masónica habrán huido también?

– No todos. El gran capitán de esta masonería ambulante está postrado en el lecho desde hace tres días y no puede moverse. ¿Cómo queréis que huya?

– Eso es obra de Dios – dije con alegría y acelerando el paso. – Ahora no se me escapará. De grado o por fuerza arrancaremos a Inés de su lado y la enviaremos bien custodiada a Madrid.

– Falta que quiera separarse de su padre. Vuestra dama encantada es una joven de miras poco elevadas, de corazón pequeño; carece de imaginación y de… de arranque. No ve más que lo que tiene delante. Es lo que yo llamo un ave doméstica. No, señor Araceli, no pidáis a la gallina que vuele como el águila. Le hablaréis el lenguaje de la pasión y os contestará cacareando en su corral.

– Una gallina, señorita Athenais – le dije, entrando en el pueblo, – es un animal útil, cariñoso, amable, sensible, que ha nacido y vive para el sacrificio, pues da al hombre sus hijos, sus plumas y finalmente su vida; mientras que un águila… pero esto es horroroso, miss Fly… arde el pueblo por los cuatro costados…

– Desde la llanura presenta Babilafuente un golpe de vista incomparable… Siento no haber traído mi álbum.

Las frágiles casas se venían al suelo con estrépito. Los atribulados vecinos se lanzaban a la calle, arrastrando penosamente colchones, muebles, ropas, cuanto podían salvar del fuego, y en diversos puntos la multitud señalaba con espanto los escombros y maderos encendidos, indicando que allí debajo habían sucumbido algunos infelices. Por todas partes no se oían más que lamentos e imprecaciones, la voz de una madre preguntando por su hijo, o de los tiernos niños desamparados y solos que buscaban a sus padres. Muchos vecinos y algunos soldados y guerrilleros se ocupaban en sacar de las habitaciones a los que estaban amenazados de no poder salir, y era preciso romper rejas, derribar tabiques, deshacer puertas y ventanas para penetrar desafiando las llamas, mientras otros se dedicaban a apagar el incendio, tarea difícil porque el agua era escasa. En medio de la plaza D. Carlos España daba órdenes para uno y otro objeto, descuidando por completo la persecución de los franceses, a quienes solamente se pudieron coger algunos carros. Gritaba el general desaforadamente y su actitud y fisonomía eran de loco furioso.

Miss Fly y yo echamos pie a tierra en la plaza, y lo primero que se ofreció a nuestra vista fue un infeliz a quien llevaban maniatado cuatro guerrilleros empujándolo cruelmente a ratos o arrastrándole cuando se resistía a seguir. Una vez que lo pusieron ante la espantosa presencia de D. Carlos España, este cerrando los puños y arqueando las negras y tempestuosas cejas, gritó de esta manera:

– ¿Por qué me lo traen aquí?… Fusilarle al momento. A estos canallas afrancesados que sirven al enemigo se les aplasta cuando se les coge, y nada más.

Observando las facciones de aquel hombre reconocí al Sr. Monsalud. Antes de referir lo que hice entonces, diré en dos palabras, por qué había venido a tan triste estado y funesta desventura. Sucedió que los pobres masones igualmente malquistos con los franceses que salían y los españoles que entraban en Babilafuente, optaron, sin embargo, por aquellos, tratando de seguirles. Excepto Santorcaz, que seguía en deplorable estado, todos corrieron, pero tuvo tan mala suerte el travieso Monsalud, que al saltar una tapia buscando el camino de Villorio, le echaron el guante los guerrilleros, y como desgraciadamente le conocían por ciertas fechorías, ni santas ni masónicas, que cometiera en Béjar, al punto le destinaron al sacrificio en expiación de las culpas de todos los masones y afrancesados de la Península.

– Mi general – dije al conde, abriéndome paso entre la muchedumbre de soldados y guerrilleros. – Este desgraciado es bastante tuno y no dudo que ha servido a nuestros enemigos; pero yo le debo un favor que estimo tanto como la vida, porque sin su ayuda no hubiera podido salir de Salamanca.

– ¿A qué viene ese sermón? – dijo con feroz impaciencia España.

– A pedir a vuecencia que le perdone, conmutándole la pena de muerte por otra.

 

El pobre Monsalud, que estaba ya medio muerto, se reanimó, y mirándome con vehemente expresión de gratitud, puso toda su alma en sus ojos.

– Ya vienes con boberías, ¡rayo de Dios! Araceli, te mandaré arrestar… – exclamó el conde haciendo extrañas gesticulaciones. – No se te puede resistir, joven entrometido… Quitadme de delante a ese sabandijo, fusiladle al momento… ¡Es preciso castigar a alguien! ¡a alguien!

A pesar de esta viva crueldad, que a veces manifestaba de un modo imponente, España no había llegado aún a aquel grado de exaltación que años adelante hizo tan célebre como espantoso su nombre. Miró primero a la víctima, después a mí y a miss Fly, y luego que hubo dado algún desahogo a su cólera con palabrotas y recriminaciones dirigidas a todos, dijo:

– Bueno, que no le fusilen. Que le den doscientos palos… pero doscientos palos bien dados… Muchachos, os lo entrego… Allí detrás de la iglesia.

– ¡Doscientos palos! – murmuró la víctima con dolor. – Prefiero que me den cuatro tiros. Así moriré de una vez.

Entonces aumentó el barullo, y un guerrillero apareció diciendo:

– Arden todas las sementeras y las eras del lado de Villorio, y arde también Villoruela y Riolobos y Huerta.

Desde la plaza, abierta al campo por un costado, se distinguía la horrible perspectiva. Llamas vagas y erráticas surgían aquí y allí del seco suelo, corriendo por sobre las mieses, cual cabellera movible, cuyas últimas negras guedejas se perdían en el cielo. En los puntos lejanos las columnas de humo eran en mayor número y cada una indicaba la troj o panera que caía bajo la planta de fuego del ejército fugitivo. Nunca había yo visto desolación semejante. Los enemigos al retirarse quemaban, talaban, arrancando los tiernos árboles de las huertas, haciendo luminarias con la paja de las eras. Cada paso suyo aplastaba una cabaña, talaba una mies, y su rencoroso aliento de muerte destruía como la cólera de Dios. El rayo, el pedrisco, el simoún, la lluvia y el terremoto obrando de consuno no habrían hecho tantos estragos en poco tiempo. Pero el rayo y el simoún, todas las iras del cielo juntas, ¿qué significan comparadas con el despecho de un ejército que se retira? Fiero animal herido, no tolera que nada viva detrás de sí.

D. Carlos España tomó una determinación rápida.

– A Villorio, a Villorio sin descansar – gritó montando a caballo. – Sr. D. Julián Sánchez, a ver si les cogemos. Además, hay que auxiliar también a esos otros pueblos.

Las órdenes corrieron al momento, y parte de los guerrilleros con dos regimientos de línea se aprestaron a seguir a D. Carlos.

– Araceli – me dijo este, – quédate aquí aguardando mis órdenes. En caso de que lleguen hoy los ingleses, sigues hacia Villorio; pero entre tanto aquí… Apagar el fuego lo que se pueda; salvar la gente que se pueda, y si se encuentran víveres…

– Bien, mi general.

– Y a ese bribón que hemos cogido, cuidado como le perdones un solo palo. Doscientos cabalitos y bien aplicados. Adiós. Mucho orden, y… ni uno menos de doscientos.

XXVIII

Cuando me vi dueño del pueblo y al frente de la tropa y guerrillas que trabajaban en él, empecé a dictar órdenes con la mayor actividad. Excuso decir que la primera fue para librar a Monsalud del horrible tormento y descomunal castigo de los palos; mas cuando llegué al sitio de la lamentable escena, ya le habían aplicado veintitrés cataplasmas de fresno, con cuyos escozores estaba el infeliz a punto de entregar rabiando su alma al Señor. Suspendí el tormento, y aunque más parecía muerto que vivo, aseguráronme que no iría de aquella, por ser los masones gente de siete vidas, como los gatos.

Miss Fly me indicó sin pérdida de tiempo la casa que servía de asilo a Santorcaz, una de las pocas que apenas habían sido tocadas por las llamas. Vociferaban a la puerta algunas mujeres y aldeanos, acompañados de dos o tres soldados, esforzándose las primeras en demostrar con toda la elocuencia de su sexo, que allí dentro se guarecía el mayor pillo que desde muchos años se había visto en Babilafuente.

– El que llevaron a la plaza – decía una vieja – es un santo del cielo comparado con este que aquí se esconde, el capitán general de todos esos luciferes.

– Como que hasta los mismos franceses les dan de lado. Diga usted, señá Frasquita, ¿por qué llaman masones a esta gente? A fe que no entiendo el voquible.

– Ni yo; pero basta saber que son muy malos, y que andan de compinche con los franceses para quitar la religión y cerrar las iglesias.

– Y los tales, cuando entran en un pueblo, apandan todas las doncellas que encuentran. Pues digo: también hay que tener cuidado con los niños, que se los roban para criarlos a su antojo, que es en la fe de Majoma.

Los soldados habían empezado a derribar la puerta y las mujeres les animaban, por la mucha inquina que había en el pueblo contra los masones. Ya vimos lo que le pasó a Monsalud. Seguramente, Santorcaz con ser el pontífice máximo de la secta trashumante, no habría salido mejor librado si en aquella ocasión no hubiese llegado yo. Luego que la puerta cediera a los recios golpes y hachazos, ordené que nadie entrase por ella, dispuse que los soldados, custodiando la entrada, contuvieran y alejasen de allí a las mujeres chillonas y procaces, y subí. Atravesé dos o tres salas cuyos muebles en desorden anunciaban la confusión de la huida. Todas las puertas estaban abiertas, y libremente pude avanzar de estancia en estancia hasta llegar a una pequeña y oscura, donde vi a Santorcaz y a Inés, él tendido en miserable lecho, ella al lado suyo, tan estrechamente abrazados los dos que sus figuras se confundían en la penumbra de sala. Padre e hija estaban aterrados, trémulos como quien de un momento a otro espera la muerte, y se habían abrazado para aguardar juntos el trance terrible. Al conocerme, Inés dio un grito de alegría.

– Padre – exclamó, – no moriremos. Mira quién está aquí.

Santorcaz fijó en mí los ojos que lucían como dos ascuas en el cadavérico semblante, y con voz hueca, cuyo timbre heló mi sangre, dijo:

– ¿Vienes por mí, Araceli? ¿Ese tigre carnicero que os manda te envía a buscarme porque los oficiales del matadero están ya sin trabajo?… Ya despacharon a Monsalud, ahora a mí…

– No matamos a nadie – respondí acercándome.

– No nos matarán – exclamó Inés derramando lágrimas de gozo. – Padre, cuando esos bárbaros daban golpes a la puerta, cuando esperábamos verles entrar armados de hachas, espadas, fusiles y guillotinas para cortarnos la cabeza, como dices que hacían en París, ¿no te dije que había creído escuchar la voz de Araceli? Le debemos la vida.

El masón clavaba en mí sus ojos, mirándome cual si no estuviera seguro de que era yo. Su fisonomía estaba en extremo descompuesta, hundidos los ojos dentro de las cárdenas órbitas, crecida la barba, lustrosa y amarilla la frente. Parecía que habían pasado por él diez años desde las escenas de Salamanca.

– Nos perdonan la vida – dijo con desdén. – Nos perdonan la vida cuando me ven enfermo y achacoso, sin poder moverme de este lecho, donde me ha clavado mi enfermedad. El conde de España ¿va a subir aquí?

– El conde de España se ha ido de Babilafuente.

Cuando dije esto, el anciano respiró como si le quitaran de encima enorme peso. Incorporose ayudado por su hija, y sus facciones, contraídas por el terror, se serenaron un poco.

– ¿Se ha marchado ese verdugo… hacia Villorio?… Entonces escaparemos por… por… y los ingleses, ¿dónde están?

– Si se trata de escapar, en todas partes hay quien lo impida. Se acabaron las correrías por los pueblos.

– De modo que estoy preso – exclamó con estupor. – ¡Soy prisionero tuyo, prisionero de…! ¡Me has cogido como se coge a un ratón en la trampa, y tengo que obedecerte y seguirte tal vez!

– Sí, preso hasta que yo quiera.

– Y harás de mí lo que se te antoje, como un chiquillo sin piedad que martiriza al león en su jaula porque sabe que este no puede hacerle daño.

– Haré lo que debo, y ante todo…

Santorcaz, al ver que fijé los ojos en su hija, estrechola de nuevo en sus brazos, gritando:

– No la separarás de mí sino matándola, ruin y miserable verdugo… ¿Así pagas el beneficio que en Salamanca te hice?… Manda a tus bárbaros soldados que nos fusilen, pero no nos separes.

Miré a Inés y vi en ella tanto cariño, tan franca adhesión al anciano, tanta verdad en sus demostraciones de afecto filial, que no pude menos de cortar el vuelo a mi violenta determinación.

– Aquí encuentro un sentimiento cuya existencia no sospechaba – dije para mí; – un sentimiento grande, inmenso, que se me revela de improviso y que me espanta y me detiene y me hace retroceder. He creído caminar por sendero continuado y seguro, y he llegado a un punto en que el sendero acaba y empieza el mar. No puedo seguir… ¿Qué inmensidad es esta que ante mí tengo? Este hombre será un malvado, será carcelero de la infeliz niña; será un enemigo de la sociedad, un agitador, un loco que merece ser exterminado; pero aquí hay algo más. Entre estos dos seres, entre estas dos criaturas tan distintas, la una tan buena, la otra odiosa y odiada, existe un lazo que yo no debo ni puedo romper, porque es obra de Dios. ¿Qué haré?

A estas reflexiones sucedieron otras de igual índole, mas no me llevaron a ninguna afirmación categórica respecto a mi conducta, y me expresé de este modo, que me pareció el más apropiado a las circunstancias.

– Si usted varía de conducta podrá tal vez vivir cerca, cuando no al lado de su hija y verla y tratarla.

– ¡Variar de conducta!… ¿Y quién eres tú, mancebo ignorante, para decirme que varíe de conducta, y dónde has aprendido a juzgar mis acciones? Estás lleno de soberbia porque el despotismo te ha enmascarado con esa librea y puesto esas charreteras que no sirven sino para marcar la jerarquía de los distintos opresores del pueblo… ¡Qué sabes tú lo que es conducta, necio! Has oído hablar a los frailes y a D. Carlos España, y crees poseer toda la ciencia del mundo.

– Yo no poseo ciencia alguna – respondí exasperado, – ¿pero se puede consentir que criaturas inocentes y honradas y dignas por todos conceptos de mejor suerte, vivan con tales padres?

– Y a ti, extraño a ella, extraño a mí, ¿qué te importa ni qué te va en esto? – exclamó agitando sus brazos y golpeando con ellos las ropas del desordenado lecho.

– Sr. Santorcaz, acabemos. Dejo a usted en libertad para ir a donde mejor le plazca. Me comprometo a garantizarle la mayor seguridad hasta que se halle fuera del país que ocupa el ejército aliado. Pero esta joven es mi prisionera y no irá sino a Madrid al lado de su madre. Si han nacido por fortuna en usted sentimientos tiernos que antes no conocía, yo aseguro que podrá ver a su hija en Madrid siempre que lo solicite.

Al decir esto, miré a Inés, que con extraordinario estupor dirigía los ojos a mí y a su padre alternativamente.

– Eres un loco – dijo D. Luis. – Mi hija y yo no nos separaremos. Háblale a ella de este asunto, y verás cómo se pone… En fin, Araceli, ¿nos dejas escapar, sí o no?

– No puedo detenerme en discusiones. Ya he dicho cuanto tenía que decir. Entre tanto quedarán en la casa y nadie se atreverá a hacerles daño.

– ¡Preso, cogido, Dios mío! – clamó Santorcaz antes afligido que colérico, y llorando de desesperación. – ¡Preso, cogido por esta soldadesca asalariada a quien detesto; preso antes de poder hacer nada de provecho, antes de descargar un par de buenos y seguros golpes!… ¡Esto es espantoso! Soy un miserable… no sirvo para nada… lo he dejado todo para lo último… me he ocupado en tonterías… lo grave, lo formal es destruir todo lo que se pueda, ya que seguramente nada existe aquí digno de conservarse.

– Tenga usted calma, que el estado de ese cuerpo no es a propósito para reformar el linaje humano.

– ¿Crees que estoy débil, que no puedo levantarme? – gritó intentando incorporarse con esfuerzos dolorosos. – Todavía puedo hacer algo… esto pasará, no es nada… aún tengo pulso… ¡Ay! en lo sucesivo no perdonaré a nadie. Todo aquél que caiga bajo mi mano perecerá sin remedio.

Inés le ponía las manos en los hombros para obligarle a estarse quieto y recogía la ropa de abrigo, que los movimientos del enfermo arrojaban a un lado y otro.

– ¡Preso, cogido como un ratón! – prosiguió este. – Es para volverse loco… ¡Cuando había fundado treinta y cuatro logias en que se afiliaba lo más atrevido y lo más revoltoso, es decir, lo mejor y lo más malo de todo el país!… ¡Oh! ¡esos indignos franceses me han hecho traición! Les he servido, y este es el pago… Araceli, ¿dices que estoy preso, que me llevarán a la cárcel de Madrid, a Ceuta tal vez?… ¡Maldigo la infame librea del despotismo que vistes! ¡Ceuta!… Bueno; me escaparé como la otra vez… mi hija y yo nos escaparemos. Aún tengo agilidad, aliento, brío; todavía soy joven… ¡Caer en poder de estos verdugos con charreteras, cuando me creía libre para siempre y tocaba los resultados de mi obra de tantos años!… porque sí, no sois más que verdugos con charreteras, grados falsos y postizos honores. ¡Mujeres de la tierra, parid hijos para que los nobles los azoten, para que los frailes los excomulguen y para que estos sayones los maten!… ¡Bien lo he dicho siempre! La masonería no debe tener entrañas, debe ser cruel, fría, pesada, abrumadora como el hacha del verdugo… ¿Quién dice que yo estoy enfermo, que yo estoy débil, que me voy a morir, que no puedo levantarme más?… Es mentira, cien veces mentira… Me levantaré y ¡ay del que se me ponga delante! Araceli, cuidado, cuidado, aprendiz de verdugo… todavía…

 

Siguió hablando algún tiempo más; pero le faltaba gradualmente el aliento, y las palabras se confundían y desfiguraban en sus labios. Al fin no oíamos sino mugidos entrecortados y guturales, que nada expresaban. Su respiración era fatigosa, había cerrado los ojos; pero los abría de cuando en cuando con la súbita agitación de la fiebre. Toqué sus manos y despedían fuego.

– Este hombre está muy malo – dije a Inés, que me miraba con perplejidad.

– Lo sé; pero en esta casa no hay nada, ni tenemos remedios, ni comida; en una palabra, nada.

Llamando a mi asistente que estaba en la calle, le di orden de que proporcionase a Inés cuanto fuese preciso y existiera en el lugar.

– Mi asistente no se separará de aquí mientras lo necesites – dije a mi amiga. – La puerta se cerrará. Puedes estar tranquila. En todo el día no saldremos de aquí. Adiós, me voy a la plaza, pero volveré pronto, porque tenemos que hablar, mucho que hablar.