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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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XVI

Era una mujer hermosísima, arrogante y tan airosa y guapetona en su rostro y figura, como elegante en su vestir y tocado, de modo que Naturaleza y Arte se juntaban para formar un acabado tipo de mujer a la moda. La mirada que echó a Chaperón y a su legista, semejante a una limosna dada más bien por compromiso que por voluntad, indicaba que la modestia no era virtud principal en la señora. Pero su gallarda altanería ¡cuán grato es decirlo! venía como de molde enfrente de aquellos despreciables hombres tan duros con los desgraciados.

– Ni para ver al Rey se necesitan más requisitos – dijo la dama sentándose en la silla que Chaperón le ofreció sonriendo. – Vi a Calomarde esta mañana y me mandó venir aquí… Yo creí que era cosa de un momento… pero si hay más de doscientas personas en la puerta… ¡Y qué gente! Diga usted ¿a qué viene toda esa gente, a delatar? Si yo fuera la Comisión, empezaría por ahorcar a todo el que delatara sin pruebas… ¿No tienen ustedes otro sitio para que hagan antesala las personas decentes?

– Señora – repuso Chaperón en tono adulador, que no galante, – siempre que usted venga, pasará desde luego a mi despacho. Tengo mucho gusto en complacerla, no sólo por estimación particular, sino por lo mucho que respeto y admiro al Sr. Calomarde, mi amigo.

– Gracias – dijo la señora con indiferencia. – Vamos a mi asunto. D. Tadeo me prometió que esto quedaría resuelto en tres días.

– D. Tadeo desde su poltrona halla muy fáciles los negocios de policía. Yo quisiera verle aquí enredado con tanta gente y tanto papel… ¡En tres días amigo Lobo, en tres días!

El licenciado apoyó la idea de su jefe, moviendo la cabeza con expresión de lástima de sí mismo, por el mucho trabajo que entre manos traía.

– Esto es vergonzoso – exclamó la señora sin disimular su enfado. – ¿Conque para despachar un pasaporte se ha de gastar más tiempo que para juzgar y condenar a muerte a un hombre?… ¡Qué tribunales, Santo Dios! ¡Qué Superintendencia y qué Comisión Militar! Pongan todo eso en manos de una mujer y despachará en dos horas lo que ustedes no saben hacer en una semana.

– Pero usted, señora – dijo Chaperón con el tono que en él pasaba por benévolo, – no tiene en cuenta las circunstancias…

– Veo que aquí las circunstancias lo hacen todo. Invocándolas a cada paso se cometen mil torpezas, infamias y atropellos. Si volviera a nacer, Dios mío, querría que fuese en un país donde no hubiera circunstancias.

– Si se tratara aquí del pasaporte de una señora – indicó el presidente de la Comisión con énfasis como el que va a desarrollar una tesis jurídica, – ande con Barrabás… Pero usted lleva dos criados, los cuales es preciso que antes se definan y se purifiquen, porque uno de ellos perteneció en tiempo de la Constitución a la clase de tropa, y el otro sirvió largos años al ministro Calatrava… Pero nos ocuparemos del asunto sin levantar mano…

– Yo deseo partir mañana – dijo la señora con displicencia – . Voy muy lejos, señor Chaperón, voy a Inglaterra.

– Empezaremos, empezaremos ahora mismo. A ver, Lobo…

Al dirigirse a la mesa, Chaperón fijó la vista en la víctima cuyo proceso verbal había sido suspendido por la entrada de la soberbia dama.

– ¡Ah!… ya no me acordaba de ti – dijo entre dientes. – Voy a despacharte.

Soledad miraba a la señora con espanto. Después de observarla bien, cerciorándose de quién era, bajó los ojos y se quedó como una muerta. Creeríase que batallaba angustiosamente con su desmayado espíritu, tratando de infundirle fuerza, y que entre sollozos imperceptibles le decía: «Levántate, alma mía, que aún falta lo más espantoso».

– Con el permiso de usted, señora – dijo Chaperón mirando a la dama, – voy a despachar antes a esta joven. Lobo, extienda usted la orden de prisión… Llame usted para que la lleven… Orden al alcaide para que la incomunique…

La víctima dejó caer su cabeza sobre el pecho.

Después miró de nuevo a la dama; pero esta vez encendiose su rostro y parecía que sus ojos relampagueaban con viva expresión de amenaza. Esto duró poco. Fue la sombra del espíritu maligno al pasar en veloz corrida por delante del ángel oscureciendo su luz.

La señora estaba también pálida y desasosegada. Indudablemente no gustaba de ver a quien veía, y en presencia de aquella humilde personilla condenada parecía tener miedo.

– Aquí tienes, mala cabeza – dijo Chaperón dirigiéndose a la huérfana, – el resultado de tu terquedad. Demasiado bueno he sido para ti… ¿Qué hemos sacado de tu declaración? Que Cordero es inocente. ¿Y qué ganamos con eso, qué gana con eso la justicia? Tú y nosotros adelantamos muy poco… Si hablaras sería distinto… Tú habrás oído decir aquello de… quien te dio el pico, te hizo rico. ¿Te vas enterando? pero ahora, picarona, lo meditarás mejor en la cárcel… Allí se aclaran mucho los sentidos… verás. Esta linda pieza – añadió señalando a la víctima y mirando a la señora – es la estafeta de los emigrados, ¿qué tal? Ella misma lo confiesa, lo cual no deja de tener mérito; pero nos ha dejado a media miel, porque no quiere decir a quién entregó las cartas que ha recibido hace unos días.

Soledad se levantó bruscamente.

– Una de las cartas de los emigrados – dijo con tono grave extendiendo el brazo, – la entregué a esa señora.

Después de señalarla con fuerza, cayó en su asiento con la cabeza hacia atrás. Breve rato estuvieron mudos y estupefactos los tres testigos de aquella escena.

– Es verdad – balbució la dama. – He recibido una carta de un emigrado que está en Inglaterra; no sé quién la llevó a mi casa… ¿qué mal hay en esto?

Chaperón, que estaba como aturdido, iba a contestar algo muy importante, cuando la señora corrió hacia la huérfana, gritando:

– Se ha desmayado esa infeliz.

En efecto, rendida Sola a la fuerza superior de las emociones y del cansancio, había perdido el conocimiento.

La señora sostuvo la cabeza de la víctima, mientras Lobo, cuya oficiosidad filantrópica no se desmentía un solo momento, acudió trasportando un vaso de agua para rociarle el rostro.

– Eso no es nada – afirmó Chaperón. – Vamos, mujer, ¡qué mimos gastamos! Todo porque la mandan a la cárcel…

La puerta se abrió dando paso a cuatro hombres de fúnebre aspecto, que parecían pertenecer al respetable gremio de enterradores.

– Ea, llevadla de una vez… – dijo don Francisco resueltamente. – El alcaide le dará algún cordial… No quiero desmayos en mi despacho.

Los cuatro hombres se acercaron a la condenada.

– Un poco de vinagre en las sienes… – añadió el jefe de la Comisión Militar. – Ea, pronto… quitadme eso de mi despacho.

– ¡A la cárcel! – exclamó con lástima la señora, acercándose más a la víctima como para defenderla.

– Señora, dispense usted – dijo Chaperón apartándola con enfática severidad. – Deje usted a la justicia cumplir con su deber… Vamos, cargar pronto. No le hagáis daño.

Los cuatro hombres levantaron en sus brazos a la joven y se la llevaron, siendo entonces perfecta la similitud de todos ellos con la venerable clase de sepultureros.

La mampara, cerrándose sola con estrépito, produjo un sordo estampido, como golpe de colosal bombo, que hizo retumbar la sala.

XVII

Aquel mismo día ¡por vida de la Chilindraina! ¡cuán amargas horas pasó el pobre don Patricio! Habrían bastado a encanecer su cabeza si ya no estuviera blanca, y a encorvar su cuerpo, si ya no lo estuviera también. Sus suspiros eran capaces de conmover las paredes de la casa: sus lágrimas corrían amargas y sin tregua por las apergaminadas mejillas. No podía permanecer en reposo un solo instante, ni distraerse con nada, ni comer, ni aposentar en su cerebro pensamiento alguno, como no fuera el fúnebre pensamiento de su desamparo y de la gran pena que le desgarraba el corazón. Este lastimoso estado provenía de que Solita había salido temprano, diciéndole:

– No sé cuándo volveré. Quizás vuelva pronto, quizás mañana, quizás nunca… Escribiré al abuelo diciéndole lo que debe hacer. Adiós…

Y dirigiéndole una mirada cariñosa, se limpió las lágrimas, y había bajado rápidamente la escalera y había desaparecido ¡Santo Dios! como un ángel que se dirige al cielo por el camino del mundo.

– ¿Será posible que haya salido hoy para Inglaterra? – se preguntaba D. Patricio apretándose el cráneo con las manos para que no se le escapara también. – ¡Pero cómo, si aquí está toda su ropa, si no ha hecho equipaje, si en la cómoda ha dejado todo su dinero!… ¿Pues adónde ha ido entonces?… «Quizás vuelva pronto, quizás mañana, quizás nunca…». Nunca, nunca.

Y repetía esta desconsoladora palabra, como un eco que de su cerebro salía a sus labios. Otro motivo de gran confusión para él era que Soledad había despedido a la criada el día anterior. Estaba, pues, el viejo solo, enteramente solo, encerrado en la espantosa jaula de sus tristes pensamientos, que era como una jaula de fieras. Pasaba del sentimentalismo más patético a la desesperación más rabiosa, y si a veces secaba sus lágrimas despaciosamente, otras se mordía los puños y se golpeaba el cráneo contra la pared. En los momentos de exaltación recorría la casa toda desde la sala a la cocina, entraba en todas las piezas, salía para volver a entrar, daba vueltas, y tropezaba y caía y se levantaba. Como entrara en la alcoba de Sola, vio su ropa y abalanzándose sobre ella hizo con febril precipitación un lío y oprimiéndolo contra su pecho, cual si fuera el cuerpo mismo de la persona amada y fugitiva, exclamó así con lastimero acento:

– Ven acá, paloma… ven acá, niña de mi corazón… ¿Por qué huyes de mí? ¿por qué huyes del pobre viejo que te adora? Ángel divino, ángel precioso de mi guarda cuya hermosura no puedo comparar sino a la de la diosa de la Libertad, circundada de luz y sonriendo a los pueblos; adorada hija mía, ¿en dónde estás? ¿no oyes mi voz? ¿no oyes que te llamo? ¿no ves que me muero sin ti? ¿no te sacrifiqué mi gloria?… ¡Ay!… Mi destino, mi glorioso destino me reclama ahora, y no puedo ir, porque sin ti soy un miserable y no tengo fuerzas para nada. Contigo al suplicio, a la gloria, a la inmortalidad, a los Elíseos Campos; sin ti a la muerte oscura, a la ignominia. Sola, Sola de mi vida, ¿en dónde estás? Dímelo, o revolveré toda la tierra por encontrarte.

 

Esto decía cuando llamaron fuertemente a la puerta. Corrió a abrir más ligero que una liebre… No era Sola quien llamaba, eran seis hombres, que sin fórmula alguna de cortesía se metieron dentro. Uno de ellos soltó de la boca estas palabras:

– ¿No es éste el viejo Sarmiento que predicaba en las esquinas?… Echadle mano, mientras yo registro.

– ¡Ah!… – exclamó D. Patricio algo confuso. – ¿Son ustedes de la policía?… Sí, yo recuerdo… conozco estas caras.

– Procedamos al registro – dijo solemnemente el que parecía jefe de los corchetes. – Toda persona que se encuentre en la casa, debe ser presa. Cuidado no se escape el abuelo.

– Quiere decir – balbució Sarmiento, – que estoy preso.

– Ya se lo dirán allá – replicó el polizonte desabridamente. – Andando… Llévenme para allá al vejete, que aquí nos quedamos dos para despachar esto.

Según la orden terminante del funcionario, (que era un funcionario vaciado en la común turquesa de los cazadores de blancos en aquella tenebrosa e infame época), Sarmiento fue inmediatamente conducido a la cárcel, y sólo por un exceso de benevolencia incomprensible y hasta peligrosa para la reputación de aquella celosa policía, le dieron tiempo para ponerse el sombrero, recoger el pañuelo y media docena de cigarrillos.

No se daba cuenta de lo que le pasaba el infeliz maestro, y durante el trayecto de su casa a la cárcel de Corte, que no era largo, fue con los ojos bajos, el cuerpo encorvado, las manos a la espalda y en un estado tal de confusión y aturdimiento, que no veía por dónde pasaba, ni oía las observaciones picarescas de los transeúntes. Cuando entraron en la cárcel, el anciano se estremeció, revolviendo los ojos en derredor. Su entrada había sido como el choque del ciego contra un muro, símil tanto más exacto cuanto que D. Patricio no veía nada dentro de las paredes del tenebroso zaguán por donde se comunicaba con el mundo aquella mansión de tristeza y dolor.

Lleváronle al registro y del registro a un patio, donde había algunas personas que imploraban la misericordia de los carceleros para poder ver a los detenidos. Hiciéronle subir luego más que de prisa por hedionda escalera que se abría en uno de los ángulos del patio, y hallose en un largo corredor o galería, que parecía haber sido claustro, pero que tenía entonces tapiadas todas sus ventanas, sin dejar más entrada a la luz que unos ventanillos bizcos en la parte más alta.

Al entrar en la galería, Sarmiento oyó gritos, lamentos, imprecaciones. Era al caer de la tarde, y como la luz entraba allí avergonzada al parecer y temerosa, deteniéndose en los ventanillos por miedo a que la encerraran también, no se podía distinguir de lejos las personas. Veíanse sombrajos movibles, los cuales, al acercarse a ellos, resultaban ser la simpática humanidad de algún calabocero que entraba en las celdas o salía de ellas.

Había centinelas de trecho en trecho, cuya vigilancia no podía ser muy grande, porque a cada instante les era forzoso apartar de las puertas de las celdas a personas importunas que iban a turbar la tranquilidad de los reos. Las llorosas mujeres, abusando de los miramientos a que tiene derecho su sexo, molestaban a los señores cabos pidiéndoles noticia de tal o cual preso, dándoles cualquier recadillo verbal o encargo enojoso, como llevar pan a alguno de los muchos hambrientos que se comían los dedos dentro de las celdas. En una de estas debía de estar encerrado un loco furioso, cuya manía era dar golpes en la puerta, con lo cual estaban muy disgustados los carceleros, hombres celosísimos de la paz de la casa. El dolor y la desesperación, callado el uno, ruidosa la otra, hacían estremecer las frágiles paredes, porque el mezquino edificio era indigno de la rabia que contenía, y a ser tal como a ella cuadraba, hubiera tenido más piedras que el Escorial y más hondos cimientos que el alcázar de Madrid.

Sarmiento fue introducido en una pieza relativamente grande, cuya suciedad parecía ser resumen y muestrario de todas las suertes de inmundicia que los años y la incuria de los hombres habían acumulado en la indecorosa cárcel de Corte. En la zona más baja, una especie de faja mugrienta marcaba el roce de muchas generaciones de presos, de muchas generaciones de alguaciles, de muchas generaciones de jueces y curiales. Alumbrábala el afligido resplandor de un quinqué colgado del techo, que parecía acababa de oír leer su sentencia de muerte, y se disponía con semblante contrito a hacer confesión de sus pecados. Como el techo era muy bajo, y los allí presentes se movían de un lado para otro en torno al ajusticiado quinqué, las sombras bailaban en las paredes haciendo caprichosos juegos y cabriolas. En el fondo había la indispensable estampa de Su Majestad, y sobre ella un Crucifijo cuya presencia no se comprendía bien, como no tuviera por objeto el recordar que los hombres casi son tan malos después como antes de la Redención.

Delante de Su Majestad en efigie y de la imagen de Cristo crucificado, estaba en pie, apoyándose en una mesa, no fingido, sino de carne y hueso, horriblemente tieso y horriblemente satisfecho de su papel, el representante de la justicia, el apóstol del absolutismo, don Francisco Chaperón, siempre negro, siempre de uniforme, siempre atento al crimen para confundirle donde quiera que estuviese en honra y gloria del Trono, del orden y de la Fe católica. Pocas veces se le había visto tan fieramente investigador como aquella noche. Indudablemente parecía que el tal personaje acababa de llegar del Gólgota y que aún le dolían las manos de clavar el último clavo en las manos del otro, del que estaba detrás y en la cruz, sirviendo de sarcástico coronamiento al retrato del señor D. Fernando VII.

A la derecha había una mesa donde estaban media docena de diablejos vestidos con el uniforme de voluntario realista y acompañados por el licenciado Lobo, prestos todos a lanzar las plumas dentro de los tinteros. La izquierda era ocupada por un banquillo pintado de color de sangre de vaca: en él se sentaba alguien a quien D. Patricio no vio en el primer momento. El anciano no había salido aún de aquel estupor que le acometiera al ser conducido fuera de su casa; miró con cierta estupidez al tremendo fantasma, miró después a toda la chusma curialesca que le rodeaba, al licenciado Lobo; miró al Santo Cristo, al Rey pintado, y por fin, clavando los ojos en el banco de color de sangre, vio a su adorada hija y compañera.

– ¡Sola!… ¡hija de mi alma!… – gritó lanzando ronca exclamación de alegría. – Tú aquí… yo también… ¡parece que esto es la cárcel!… ¡el suplicio!…¡la gloria!… ¡mi destino!…

XVIII

Clarísima luz entró de improviso en la mente del afligido viejo; desaparecieron las percepciones vagas, las ideas confusas para dar paso a aquella siempre fija, inmutable y luminosa que había dirigido su voluntad durante tanto tiempo, llenando toda su vida moral.

– Ya estoy en mí – dijo en tono de seguridad y convicción. – Soledad… ¡tú y yo en este sitio! Al fin, al fin Dios ha señalado mi día. ¿No lo decía yo?… ¿no decía yo que al fin vendría la hora sublime? ¡Destino honroso el nuestro, hija mía! He aquí que no sólo heredas mi gloria, sino que la compartes, y los dos juntamente, unidos aquí como lo estuvimos allá, somos llamados…

– Silencio – gritó Chaperón bruscamente. – Responda usted a lo que le pregunto. ¿Cómo se llama usted?

– Excusada pregunta es esa – repuso con aplomo y dignidad D. Patricio, – pues todo el mundo sabe en Madrid y fuera de él que soy Patricio Sarmiento, adalid incansable de la idea liberal, compañero de Riego, amigo de todos los patriotas, defensor de todas las Constituciones, amparo de la democracia, terror del despotismo. Soy el que jamás tembló delante de los tiranos, el que no tiene en su corazón una sola fibra que no grite libertad, y el que aun después de muerto sacará la cabeza del sepulcro para gritar…

– Basta – dijo Chaperón, notando que las palabras del reo provocaban murmullos. – Charlatán es el viejo… Responda usted. ¿Conoce a esta joven?

– ¿Que si la conozco? Que si conozco a Sola… Si no temiera faltar al respeto que debo a todo juez quienquiera que sea, diría que es necia pregunta la que Vuecencia acaba de hacerme. Esta es mi hija adoptiva, mi ángel de la guarda, mi amparo, mi compañera de vida, de muerte, de cielo y de inmortalidad. Dios, que dispone todas las grandezas, así como el hombre es autor de todas las pequeñeces, ha dispuesto que este ángel divino me acompañe también ahora. ¡Admirable solución de la Providencia! Yo creí haberla perdido y la encuentro junto a mí en la hora culminante de mi vida, cuando se cumple mi destino; aparece a mi lado, no para darme esos triviales consuelos que no necesita mi corazón magnánimo, sino para compartir mi sacrificio y con mi sacrificio mi gloria. Adelante, señores jueces, adelante. Acaben ustedes. Soledad y yo nos declaramos reos de amor a la libertad, nos declaramos dignos de caer bajo vuestras manos, y confesamos haber trabajado por el triunfo del santo principio, ahora y antes y siempre, porque para ello nacimos y por ello morimos.

Causaba diversión a los diablillos menores y aun al diablazo grande el desenfado del buen viejo, por lo cual no habían puesto tasa a la charla de este. Mas Chaperón, que deseaba concluir pronto, dijo al reo:

– ¿Es cierto que esta joven recibió un paquete de cartas de los emigrados para repartirlas a varias personas de Madrid?

– ¿Y eso se pregunta? – replicó Sarmiento como si admirara la candidez del vestiglo. – ¿Pues qué había de hacer sino trabajar noche y día por el triunfo de la sagrada causa?… ¿No he dicho que para eso nacimos y por eso morimos?

Soledad miraba con ojos muy compasivos a su amigo y al juez alternativamente. Mas pronto dejó de mirarlos y se reconcentró en sí misma, mostrando estoica indiferencia hacia aquel lúgubre diálogo entre un insensato y un verdugo. Había hecho ya con Dios pacto de resignación absoluta y se entregaba a la voluntad divina, prometiendo no oponer ninguna resistencia a los accidentes humanos, ni aceptar otro papel que el de víctima callada y tranquila. Entre el instante en que la sacaron desmayada de la caverna del gran esbirro hasta aquel en que le pusieron delante al compañero de su infortunio, habían pasado para ella horas muy angustiosas. Pero su espíritu se había rendido al fin, aceptando la fórmula esencial del cristiano, que es rendirse para vencer y perderse absolutamente para absolutamente salvarse. Si algún pequeño combate sostenía aún su alma, era porque el propósito de pensar solamente en Dios no podía cumplirse aún con rigurosa exactitud. Pensaba en algo que no era Dios, pero aun así, iba conquistando la tranquilidad y un pasmoso equilibrio moral, porque había arrojado fuera de sí valerosamente toda esperanza.

– Usted sabrá sin duda a quién venían dirigidas esas cartas – preguntó Chaperón a Sarmiento.

– ¿Pues qué?… ¿ella no lo ha dicho? – repuso el anciano nuevamente admirado de la ignorancia del tribunal. – Esto no se puede considerar como delación, porque esas personas son leales patricios que también anhelan llegue la coyuntura de sacrificarse por la libertad. Nosotros no tenemos secretos, nosotros, como los héroes de la antigüedad, lo hacemos todo a la luz del día. Fue preciso prestar un servicio a la santa causa, facilitando las comunicaciones entre todos los que conspiran dentro y fuera para hacerla triunfar, y lo prestamos, sí señor, lo prestamos a la clarísima luz del sol, coram populo. Las cartas eran cuatro.

– Atención – dijo D. Francisco acercándose a la mesa de los escribanos.

– Una era para D. Antonio Campos, ese gran patriota que acaba de llegar de Tarifa y Almería, otra para un oficial de la antigua guardia que se llama Ramalejo, la tercera venía dirigida a D. Roque Sáez y Onís, y la cuarta a D.ª Genara de Baraona.

– Muy bien – gruñó Chaperón, asemejándose mucho en su gruñido al perro que acaba de encontrar un hueso perdido. – Veo que el viejo y la niña son la peor casta de conspiraciones que se conoce en Madrid.

– Sí – dijo Sarmiento con exaltación, – insúltenos usted… Eso nos agrada. Los insultos son coronas inmarcesibles en la frente del justo. Mire usted las espinas que lleva en su cabeza aquel que está en la cruz.

– Silencio – gritó Chaperón. – Veo que él es tan parlachín como ella hipocritona. Ya sabemos lo de las cartas, linda pieza… Ahora el buen viejo nos informará de todas las particularidades que hayan ocurrido en la casa. ¿Tiene noticia de que entrara en estos líos don Benigno Cordero?

 

– ¡Cordero! – exclamó Sarmiento con asombro. – Cordero es un hombre vulgar, un tendero, un cualquiera… ¿Cómo puede ser capaz semejante hombre de intervenir en un complot de esos que sólo acometen las almas grandes y valerosas?

– ¿Seudoquis fue muchas veces a la casa?

– Dos veces, dos. Para nada hay que mentar a Cordero. Nuestra gloria es nuestra, señor mío, y de nadie más. ¡Ay de aquel que intente quitarnos una partícula de ella, siquiera sea del tamaño de un grano de alpiste! Nosotros, nosotros solos somos los héroes, nosotros las víctimas sublimes. Fuera intrusos y gentezuela que se presenta en el festín de la gloria con sus manos lavadas reclamando lo que no les pertenece ni han sabido ganar con su abnegación. Nosotros solos, ella y yo, nadie más que ella y yo.

– El que enviaba las cartas – añadió don Francisco dando un paso hacia Sarmiento, – ¿no hablaba de lo de Almería y Tarifa ni de la revolución que estaban preparando?

– Nosotros – repuso Sarmiento con desdén, – no nos ocupamos de frívolos detalles. ¡Almería, Tarifa! ¿qué vale eso ni qué significa? Hechos aislados que ni precipitan ni detienen el hecho principal, que es la victoria de la libertad. Si al fin tiene que ser, si ha de venir tan de seguro como saldrá el sol mañana… Que se frustre una intentona, que salga mal un desembarco, que fusiléis a trescientos o a mil o a un millón de patriotas… nada importa, señores. Lo que ha de venir, vendrá. Si pretendéis atajarlo con patíbulos, vendrá más pronto. Los patíbulos son árboles fecundos, que con el riego de la sangre dan frutos preciosísimos. Echad sangre, más sangre; eso es lo que hace falta. Las venas de los patriotas son el filón de donde mana la nueva vida.

«No me habléis de conspiraciones parciales; yo no entiendo de eso. El que escribió las cartas, lo mismo que mi hija, lo mismo que yo, cooperamos con nuestra voluntad y nuestros deseos más íntimos y más ardientes en ese gran complot moral cuyas ramificaciones se extienden por todo el mundo. ¡Ah! señores, no conocéis la gran conspiración del tiempo. A ella pertenezco, a ella pertenecen todas vuestras víctimas… Ea, despachemos pronto. Basta de fórmulas y de procedimientos necios. El patíbulo, el patíbulo, señores, esa es nuestra jurisprudencia. De él hemos de salir triunfantes, trocados de humanos miserables en inmaculados espíritus. Lo mismo nos da que nos ahorquéis de esta o de la otra manera, más o menos noblemente. ¿A los mártires del circo romano les importaba que el tigre que se los comía tuviera la oreja negra o amarilla? No, porque no atendían más que a la sublime idea; lo mismo nosotros no atendemos más que a esta idea que nos lleva en pos del suplicio, la cual es como un fuego sacrosanto que nos embelesa y nos purifica. No tenemos ya sentidos, no sabemos lo que es dolor… ¡La carne!… ¡ah! no nos merece más interés que el despreciable polvo de nuestros zapatos. Adelante, pues. Cumpla cada uno con su deber: el vuestro es matar, el nuestro sucumbir carnalmente, para vivir después la excelsa, la inacabable y deliciosa vida del espíritu… Vamos allá; ¿en dónde, en dónde está esa bendita horca?».

Había tanta naturalidad en las entusiastas expresiones del exaltado viejo patriota y al mismo tiempo un tono de dignidad tan majestuoso, que los empleados de la Comisión, así militares como civiles, no podían resistir al deseo de oírle. Aunque el sentimiento que a la mayoría dominaba era de burla con cierta tendencia a la compasión, no faltaba quien oyese al estrafalario viejo con un interés distinto del que comúnmente inspiran las palabras de los tontos. El mismo Chaperón se mostraba complacido, sin duda porque le divertía su víctima, haciéndolo mucho más barato que el célebre gracioso Guzmán que empezaba su carrera en el teatro del Príncipe. Pero como la dignidad del tribunal no permitía tales comedias, Don Francisco mandó al reo que diese por terminada la representación.

Los empleados de policía que se quedaron registrando la casa de Sola, aparecieron. Según parecía, habían encontrado alguna cosa de gran valor jurídico; habían hecho provisión de pedacitos de papel, fragmentos de cartas, sin olvidar un polvoriento retrato de Riego, hallado entre los bártulos de D. Patricio, dos o tres documentos masónicos o comuneros y una carta dirigida al maestro de escuela. Examinolo todo ávidamente Chaperón y lo entregó después a Lobo para que constase en el proceso. En tanto D. Patricio se había acercado a su compañera de infortunio y en voz baja le decía:

– Animo, ángel de mi vida, cordera mía. Que en esta ocasión solemne no deje de estar tu espíritu a la altura del mío. Inspírate en mí. Reflexiona en la gloria que nos espera y en el eco que tendrán nuestros sonorosos nombres en los siglos futuros perpetuándose de generación en generación. ¿Por qué estás triste en vez de estar alegre como unas castañuelas? ¿Por qué bajas los ojos en vez de alzarlos como yo, para tratar de ver en el cielo el esplendoroso asiento que nos está destinado? Tu destino es mi destino. Ambos están escritos en el mismo renglón. Hay gemelos del morir como los hay del nacer: tú y yo somos mellizos y juntos saldremos del vientre de este miserable mundo a la inmensa vida del otro… Posible es que no lo comprendieras antes, niña de mis ojos; yo tampoco lo creía, y era engañado por hechos mentirosos. Tu proyecto de abandonarme era una ficción del destino para sorprenderme después con esta unión celestial. Mi entrada en tu casa, el amparo que me diste, ¿qué significan sino la preparación para estas nuestras bodas mortuorias, de las cuales saldremos unidos por siempre ante el altar de la glorificación eterna? Tú necesitas de mí para este santo objeto, así como yo necesito de ti… Bien sabía yo que conspirabas… ¡Y conspirabas por la santa libertad! Bendita seas… Serás condenada y yo también. ¡Seremos condenados!… ¿Ves cómo no es posible la separación? ¿Ves cómo lo ha dispuesto Dios así? Viviremos juntos eternamente. ¡Qué inefable dicha!… Solilla de mi vida, ten ánimo; que la flaca naturaleza corporal no soborne con sus halagos tu alma de patriota. Vive como yo la excelsa vida del espíritu. Desprécialo todo, mira al cielo, nada más que al cielo y a mí, que soy tu compañero de gloria, tu gemelo, tu segundo tú, a quien has de estar unida por los siglos de los siglos.

Soledad miró a su amigo. La serenidad que en él producía un loco entusiasmo producíala en ella la resignación, ese heroísmo más sublime que todas las exaltaciones de valor, y al cual damos un nombre oscuro: lo llamamos paciencia, y germina como flor invisible y modesta en el alma de los que parecen débiles.

– Veo que no lloras – dijo D. Patricio observando aquel semblante plácidamente tranquilo, a quien la virtud mencionada daba angelical hermosura. – No lloras, no estás demudada…

– ¿Yo llorar? ¿por qué?

– Así me gusta – exclamó Sarmiento con entusiasmo. – ¡Oh! almas sublimes, ¡oh! almas escogidas. ¡Y pensar que os han de intimidar horcas y suplicios!… Señores jueces, aquí aguardamos la hora del holocausto. Llevadnos ya: subidnos a esos gallardos maderos que llamáis infamantes. Mientras más altos mejor. Así alumbraremos más. Somos los fanales del género humano.

Chaperón mandó que los dos reos fuesen conducidos cada cual a su calabozo; mas como el alcaide manifestase la imposibilidad de ocupar dos departamentos, se dispuso que ambos gemelos de la muerte fuesen encerrados en un solo cuarto.

– Vamos – dijo D. Patricio enlazando con su brazo la cintura de Sola.