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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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XIV

En la planta baja del edificio que se llamó primero Cárcel de Corte, después Sala de Alcaldes, más tarde Audiencia y que ahora va camino de llamarse, según parece, Ministerio de Ultramar, estaba situada la Superintendencia General de Policía. La cárcel ocupaba el inmundo edificio, que ya no existe, en la manzana inmediata, hacia la Concepción Jerónima, y que fue casa y hospedería de los padres del Salvador. Desde uno a otro caserón la distancia era insignificante, como la que existe entre la agonía y la muerte, y a falta de un Puente de los Suspiros, existía el callejón del Verdugo, de fácil tránsito para los que del tribunal pasaban a los calabozos o de los calabozos a la horca.

Las respetables oficinas de aquella institución (firme columna del orden político dominante entonces), tenían alojamiento tan digno de los jueces como de las leyes, en las indecorosas crujías que ha visto no hace mucho todo el que tuvo la desgracia de frecuentarlos Juzgados de primera instancia. La Comisión Militar, que era la que juzgaba a toda clase de delincuentes, tenía su albergue en un antiguo edificio de la plazuela de San Nicolás; pero el Presidente de ella frecuentaba tanto la Superintendencia que se había mandado arreglar un despacho en el ángulo que da al callejón del Verdugo. El Superintendente recibía en la sala contigua a la callejuela del Salvador. El contraste horriblemente burlesco entre los nombres de las fétidas callejuelas por donde respiraban los dos instrumentos más activos del poder judicial y político, no establecían diferencia esencial entre ellos, porque ambos eran igualmente patibularios. Las odiosas antesalas de la horca eran negras, tristes, frías, con repulsivo aspecto de vejez y humedad, repugnante olor a polilla, tabaco, suciedad, y una atmósfera que parecía formada de lágrimas y suspiros.

En todas las grandes poblaciones y en todas las épocas ha existido siempre un infierno de papel sellado compuesto de legajos en vez de llamas y de oficinas en vez de cavernas, donde tiene su residencia una falange no pequeña de demonios bajo la forma de alguaciles, escribanos, procuradores, abogados, los cuales usan plumas por tizones, y cuyo oficio es freír a la humanidad en grandes calderas de hirviente palabrería que llaman autos. El infierno de aquella época era el más infernal que puede imaginar la humana fantasía espoleada por el terror.

En una serie de habitaciones sucias y tenebrosas tenían sus mesas los demonios inferiores, muy semejantes a hombres a causa de su hambrienta fisonomía y de su amarillo color, resultado al parecer de una inyección de esencia de pleito, que se forma de la bilis, la sangre y las lágrimas del género humano. Con los brazos enfundados en el manguito negro, desempeñaban entre desperezos, cuchicheos y bocanadas de tabaco, sus nefandas funciones que consistían en escribir mil cosas ineptas. Con su pluma estos diablillos pinchaban, martirizando lentamente; pero más allá, en otras salas más negras, más indecorosas y más ahumadas con el hálito brumoso de la curia, los demonios mayores descuartizaban como carniceros. Sus nefandas rúbricas, compuestas por trozos nigrománticos, abrían en canal a las pobres víctimas, y cada vez que llenaban un pliego de aquella simpática letra cuadrada y angulosa que ha sido el orgullo de nuestros calígrafos, daban un resoplido de satisfacción, señal de que el precito estaba bien cocho por un lado y era preciso ponerlo a cocer por el otro.

Las mesas negras, desvencijadas, cubiertas de un hule roto por donde corría libremente la arenilla secante esperando a que se acercara una mano sudorosa para pegarse a ella, sostenían los haces de llamaradas, los paquetes de ascua, en forma de barbudos legajos amarillentos, todos garabateados con la pez hirviente de los tinteros de plomo o de cuerno, en cuyo horrendo abismo se cebaban las ávidas plumas.

Mientras algunos de estos demonios escribían, otros no se daban reposo, entrando y saliendo de caverna en caverna y llevando recados a la Superintendencia y a la cárcel. Los alguaciles y ordenanzas, que eran unos pajecillos infernales muy saltones, transportaban grandes cargamentos de materia ígnea de un rincón a otro: sonaban las campanillas, como una señal demoníaca para activar los tizonazos y la quemazón; se oían llamamientos, peticiones, apuradas preguntas; buscábase entre mil legajos el legajo A o B, se recriminaban unos a otros los de manguito en brazo y pluma en oreja, se arrojaban fétidas colillas, volaba el papel con el pesado aire que entraba al abrir y cerrar las puertas, oíase chirrido de plumas trazando homicidas rúbricas, y movíanse, gimiendo sobre sus goznes mohosos, las mamparas en cuyo lienzo roto se leía: Departamento de purificaciones… Padrón general… Sentencias… Pruebas… Negociado de sospechosos.

La Superintendencia de policía y la Comisaría Militar se diferenciaban poco en el fondo y en la forma, y no se juzgue a la segunda por su calificativo, creyendo que imperaba en ella el criterio comúnmente pundonoroso y honrado, aunque severo, de nuestro ejército. Estaba presidida por un terrible individuo que vestía de brigadier, para baldón del uniforme español; militares eran también sus vocales y el fiscal; pero todo su mecanismo interno, su personal secundario así como sus procedimientos habían sido tomados de la curia más abyecta. Entonces no había propiamente ejército, porque casi todo él estaba sujeto al juicio de purificación. Los voluntarios realistas, cuyo jefe era el ministro de la Guerra, sostenían el orden social, auxiliando a los sanguinarios tribunales y también imponiéndose a ellos. La Comisión Militar, que contaba en el número de sus diversas misiones, la de purificar a aquel nefando ejército, casi totalmente afecto a la Constitución, estaba en absoluto sometida a la voluntad de aquella odiosa palanca del Gobierno llamada D. Francisco Chaperón. Los demás altos individuos del aborrecido tribunal eran figuras decorativas que sólo servían para hacer resaltar con su penumbra la roja aureola infernal del presidente.

El público aguardaba en la portería de la Comisión (plazuela de San Nicolás), impaciente, mugidor, grosero, blasfemante. Componíase en gran parte de los oscuros ministros de la delación y de los testigos de cargo, porque los de descargo no eran en ningún caso admitidos. Había personas de todas clases, abundando las de la clase popular. De la clase media eran pocos, de la más elevada poquísimos. Reuniéndolo todo, lo de dentro y lo de fuera, el gentío que escribía y el que esperaba, los diablos todos, grandes y pequeños y sus cómplices delatores podría haberse formado un magnífico presidio. La inocencia no habría reclamado para sí sino a poquísimas personas.

Grande era el alboroto entre los que esperaban por querer cada uno entrar antes que los demás, y los voluntarios tenían que forcejear a brazo partido para mantener el orden y establecer un turno riguroso.

– Yo estaba primero, señora… Échese usted atrás.

– ¿Usted primero? Si estoy aquí desde la madrugada…

– Guardia, aquí se ha colado esta mujer. Ha venido después que yo y está delante.

– Le digo a usted que estoy aquí desde la madrugada.

– ¿A qué viene usted, hermosa? Si viene usted como testigo ha de esperar a que la llamen… aunque no se admiten aquí testigos con faldas.

– No vengo como testigo.

– ¿Viene a reclamar?… Tiempo perdido.

– No vengo a reclamar.

– ¿A delatar?

La mujer calló. Era joven, vestía modestamente de negro, con mantilla. Su cara estaba pálida; sus ojos grandes y oscuros se abatían con tristeza.

– ¿Pero usted a qué viene? – le preguntó el voluntario encargado de mantener el orden.

– A ver al Sr. Chaperón. Ya se lo he dicho a usted seis veces.

– Acabáramos… ¿Y no podría usted ver en su lugar al segundo jefe?

– No señor. Tengo que hablar con el señor Chaperón, con el mismo Sr. Chaperón.

– Pues aún aguardará usted un ratito.

Una hora después, el mismo se acercó a ella y en tono de benevolencia le dijo:

– Ahora en cuanto salga ese señor sacerdote que acaba de entrar, pasará usted.

– Ya es tiempo.

– ¿Ha esperado usted mucho, niña?

– Seis horas: son las diez. Apenas puedo ya tenerme en pie. Ayer también estuve a las ocho de la mañana. Me dijeron que esto era cosa de la Superintendencia. Fui a la Superintendencia. Allí esperé seis horas; fui de oficina en oficina y al fin un señor muy gordo me dijo que yo era tonta y que la Superintendencia no tenía nada que ver con lo que yo iba a decir; que marchase a ver al Sr. Chaperón. Por la noche le busqué en su casa; dijéronme que viniese aquí…

– Usted viene a dar informes a la Comisión Militar – dijo el voluntario realista encubriendo con estas palabras la infante idea de la delación.

La joven no contestó nada.

– Ya puede usted pasar – oyó decir al fin; y otro voluntario, especie de Caronte de aquellos infernales pasadizos, la guió adentro.

Al atravesar el lóbrego pasillo, oprimiósele el corazón y tembló toda, creyendo que una infernal boca se la tragaba y que jamás vería la clara luz del día. Rechinó una mampara. La mujer vio una estancia regularmente iluminada por los huecos de dos ventanas, y entró. Allí había dos hombres.

XV

Uno estaba en pie, colocado frente al marco de la puerta, de modo que recibiendo la luz por detrás, todo él parecía negro, negro el uniforme, negras las manos, negra la cara. Pero en la sombra podía reconocerse fácilmente al celoso funcionario que dispuso la elevación de la horca en la plaza de la Cebada el 6 de Noviembre de 1823.

El otro estaba sentado y escribía con la soltura y garbo de quien ha consagrado una existencia entera al oficio curialesco. Era un viejecillo encorvado y pergaminoso, con espejuelos verdes, las facciones amomiadas, el cuerpo enjuto. Mientras escribía, su espinazo afectaba una perfecta curva, cuyo extremo, o sea la región capital, casi tocaba el papel. Al dejar la pluma, recobraba lentamente su posición vertical, que siempre era bastante incorrecta, por tener su cabeza cierta tendencia a colgar balanceándose, como fruta madura que va a caer de la rama. Tenía la costumbre de subirse a la frente las antiparras verdes mientras escribía, y entonces parecía estar dotado de cuatro ojos, dos de los cuales se encargaban de vigilar la estancia mientras sus compañeros cubrían el papel de una hermosa letra de Torío que en claridad podía competir con la de imprenta. Su nariz y la desaforada boca combinaban armoniosamente sus formas para producir una muequecilla entre satírica y benévola que producía distintos efectos en los que tenían la dicha de ser mirados por el licenciado Lobo, pues tal era el nombre de este personaje, no desconocido para nuestros lectores.

 

La joven balbució un saludo dirigiéndose al de la mesa, que le parecía más principal. Después extendió sus miradas por toda la pieza, que se le figuró no menos triste y lóbrega que un panteón. Cubría los polvorientos ladrillos del suelo una estera de empleita que a carcajadas se reía por varios puntos. Los muebles no superaban en aseo ni elegancia al resto de las oficinas, y las mesas, las sillas, los estantes se decoraban con el mismo tradicional mugre que era peculiar a todo cuanto en la casa existía, no librándose de él ni aun el retrato de nuestro Rey y señor D. Fernando VII, que en el testero principal, y dentro de un marco prolijamente decorado por las moscas, mostraba la augusta majestad neta. Los grandes ojos negros del Rey, fulgurando bajo la espesa ceja corrida, parecían llenar toda la sala con su mirada aterradora.

– ¿Qué quiere usted? – gritó bruscamente Chaperón, mirando a la joven.

La turbación suele causar algo de sordera; así es que la interpelada dejose caer en una silla con muestras de gran cansancio.

– Gracias, señor, me sentaré. Estoy muy fatigada; no me puedo tener.

Su entrecortado aliento, su palidez, la sequedad de sus labios indicaban una fatiga capaz de producir la muerte si se prolongara mucho.

– No he dicho a usted que se siente, sino que qué quiere – manifestó con desabrimiento el brigadier.

La joven se levantó vacilante como un ebrio.

– Puede usted sentarse, sí, siéntese usted – dijo Chaperón con menos dureza.

Lobo le hizo una seña amistosa, obsequiándola al mismo tiempo con un ejemplar de su sonrisa.

– Yo – dijo la joven dirigiéndose a Lobo que le parecía más amable, – quería hablar con el Sr. de Chaperón.

– Pues pronto, amiguita – gruñó este, – despachemos, que no estamos aquí para perder el tiempo.

– ¿Es Vuecencia el Sr. D. Francisco Chaperón?

– Sí, yo soy… ¿qué se te ofrece? – repuso el funcionario practicando su sistema de tutear a los que no le parecían personas de alta calidad.

– Quería hablar a Vuecencia – dijo la muchacha temblando, – acerca de D. Benigno Cordero y su hija.

– Cordero… – dijo Chaperón recordando. – ¡Ah! ya… el encajero. Está bien. ¿Tú has servido en su casa?

– No señor.

– Su causa está muy adelantada. No creo que haya nada por esclarecer. Sin embargo… Señor licenciado Lobo, recoja usted las declaraciones de esta joven.

– ¿Cómo se llama usted? – preguntó Lobo tomando la pluma.

– Soledad Gil de la Cuadra.

– ¡Gil de la Cuadra! – exclamó Chaperón con sorpresa dando algunos pasos hacia la joven. – Yo conozco ese nombre.

– Mi padre – dijo Sola reanimándose – era muy afecto a la causa del Rey. Quizás Vuecencia le conocería.

– D. Urbano Gil de la Cuadra… Ya lo creo. ¿Se acuerda usted, Lobo?… Últimamente se oscureció y no supimos más de él… Era una benemérito español que jamás se dejó embaucar por la canalla.

– Murió pobre y olvidado de todo el mundo – manifestó Sola, triste por la memoria y gozosa al mismo tiempo por una circunstancia que despertaría tal vez interés hacia ella en el ánimo de aquellos señores tan serios. – Sabiendo quién soy y recordando la veracidad y honradez de mi padre, tengo mucho adelantado en la opinión de Vuecencias.

– Seguramente.

– Y darán crédito a lo que diga.

– El pertenecer a una familia que se distinguió siempre por su aborrecimiento a las novedades constitucionales, es aquí la mejor de las recomendaciones.

– Pues bien, señores – dijo Soledad animándose más, – yo diré a Vuecencias muchas cosas que ignoran en el asunto de D. Benigno Cordero.

– Anote usted, licenciado… En efecto, siempre me han parecido algo oscuros los hechos de ese endiablado asunto de Carnero…¿no es Carnero?… No, Cordero. Tengo la convicción de su culpabilidad; pero…

– ¡Oh! señor – dijo Soledad con viveza, – precisamente yo vengo a decir que el Sr. D. Benigno y su hija son inocentes.

Chaperón, que iba en camino de la ventana, dio una rápida vuelta sobre su tacón, como los muñecos que giran en las veletas al impulso del viento.

– ¡Inocente! – exclamó arrugando todas las partes arrugables de su semblante, que era su modo especial de manifestar sorpresa.

Lobo dejó la pluma y bajó sus anteojos.

– Sí señor, inocente – repitió Sola.

– Oye, tú – añadió Chaperón. – ¿Habrás venido aquí a burlarte de nosotros?…

– No señor, de ningún modo – repuso la huérfana temblando. – He venido a decir que el Sr. Cordero es inocente.

– Cordero… inocente… Inocente… Cordero… ¡Qué bien pegan las dos palabrillas, eh! – dijo el Comisario militar con la bufonería horripilante que le aseguraba el primer puesto en la jerarquía de los demonios judiciales.

Se había acercado a la joven, casi hasta tocar con sus botas marciales las rodillas de ella, y cruzando los brazos y arrugando el ceño, la miraba de arriba abajo desdeñosamente, como pudiera mirar el can a la hormiga. Soledad elevaba los ojos para poder ver la tenebrosa cara suspendida sobre ella como una amenaza del cielo. Su convicción y su abnegación dábanle algún valor, por lo cual, desafiando la siniestra figura, se expresó de este modo:

– Yo afirmo que los Corderos son inocentes, que están presos por equivocación. Ya se supone que no habré venido sin pruebas.

Ella ignoraba que en aquel odioso tribunal las pruebas no hacían falta para condenar ni para absolver. No hacían falta para lo primero porque se condenaba sin ellas, ni para lo segundo, porque se condenaba también, a pesar de ellas.

– Conque pruebas… – dijo el vestiglo marcando más el tono de su bufonería. – ¿Y cuáles son esas pruebecitas?

– Yo no vengo a negar el delito – afirmó Soledad con voz entrecortada, porque apenas podía hablar mientras sintiera encima el formidable peso de la mirada chaperoniana. – Yo no vengo a negar el delito, no señor; vengo a afirmarlo. Pero he dicho… que el Sr. Cordero es inocente de ese delito, que el delito ¿me entienden ustedes? se ha achacado al Sr. Cordero por equivocación… y esto lo probaré revelando quién es el verdadero… culpable, sí señor; el culpable del delito… del delito.

– Eso varía – dijo Chaperón apartándose. – Para probarme que no vienes a burlarte de nosotros, dime cuál es el delito.

– Un oficial del ejército llamado D. Rafael Seudoquis, vino de Londres con unas cartas.

– ¡Ah!… estás en lo cierto – dijo Chaperón con gozo, interrumpiéndola. – Por ahí, por ahí…

– Como Seudoquis no podía estar en Madrid sino día y medio, las cartas venían en un paquete a cierta persona que las debía distribuir y recoger las contestaciones.

– Admirable – dijo Chaperón como un maestro que recibe del examinando la contestación que esperaba. – Y Seudoquis no celebró entrevistas con Cordero, sino con otra persona. ¿No es eso lo que quieres decir?

– Sí señor; Cordero ni siquiera le conoce. Lo del noviazgo de Elena con Angelito es verdad; pero D. Rafael no ha visto a su hermano ni a ninguna otra persona de su familia en las treinta horas que estuvo en Madrid.

– Vamos, veo que conoces el paño… Bien, paloma. Ahora, revélanos todo lo que sabes. Lobo, anote usted.

Lobo tomó la pluma y subió otra vez a la frente sus verdes ojos sin pestañas.

– Yo no diré nada – afirmó Soledad con la firmeza de un mártir, – no diré una palabra, aunque me den tormento, si antes Vuecencia no me da palabra de poner en libertad al Sr. Cordero y a su hija.

– Según y conforme… Aquí no somos bobos. Si yo veo clara la equivocación…

– ¡Pues no ha de verla!… Deme Vuecencia su palabra de ponerles en libertad desde que conozca al verdadero culpable.

– Bueno; te la doy, te doy mi palabra; mas con una condición. No soltaré a los Corderos si no resulta que el verdadero delincuente es un ser vivo y efectivo, ¿me entiendes? Aquí no queremos fantasmas. Si es persona a quien podemos traer aquí para que confiese y dé noticias y vomite todo lo que sabe y expíe sus crímenes… corriente. Tendremos mucho gusto en reparar la equivocación. ¿Para qué estamos aquí si no es para hacer justicia?

– El delincuente – dijo Sola con firmeza, – es un ser vivo y efectivo, podrá confesar, podrá expiar su culpa… Acabemos, señores, soy yo.

Chaperón y el experto licenciado habían visto muchas veces en aquella misma siniestra sala y en otras dependencias del tribunal, personas que negaban su culpabilidad, otras que delataban al prójimo, algunas que intentaban con lágrimas y quejidos ablandar el corazón de los jueces; habían visto muchas lástimas, infamias sin cuento, algo de abnegación en pocos casos, afectos diversos y diversísimas especies de delincuentes; pero hasta entonces no habían visto a ninguno que a sí mismo se acusara. Hecho tan inaudito les desconcertó a entrambos y se miraron consultándose aquella jurisprudencia superior a sus alcances morales.

– ¿De modo que tú dices que tú misma eres quien cometió esos delitos que Su Majestad nos ha mandado castigar? ¿Tú?…

– Sí señor, yo misma.

– ¿Y tú misma lo aseguras?… de modo que te delatas a ti misma… – insistió Chaperón no dando entero crédito a lo que oía. – Anote usted, Lobo. Esto es singularísimo, lo más singular que hemos visto aquí. Lobo, anote usted.

Si en vez de decir «anote usted», hubiera dicho: «Lobo, muerda usted», el leguleyo no se habría arrojado con más ferocidad sobre la pluma y el papel. La extrañeza del caso hacía estremecer todas las fibras de su corazón, digámoslo así, de curial.

– Soledad Gil de la Cuadra – dijo el magistrado militar dictando, – compareció… etc…

Después, volviéndose a la víctima que observaba el mover de la pluma de Lobo, como si desde su sitio pudiera leer lo que este escribía, le dijo:

– ¿Conque tú has sostenido relaciones con los emigrados? ¿Cuántas veces? ¿Con varios o con uno solo?

– Con uno solo.

– Relaciones políticas, se entiende – indicó Chaperón más bien afirmando, que preguntando.

– No señor, relaciones de amistad – dijo Soledad vacilando a cada palabra.

– ¿De amistad?… ¿Quién es él?

Solita, después de dudar breve instante, pronunció un nombre. Pudo observar que Lobo, al anotar aquel nombre, frunció primero el ceño, exagerando después hasta llegar a la caricatura la contracción burlesca de su boca.

– ¿Tienes tú parentesco con ese bergante? – pregunto Chaperón.

– No señor.

– Entonces, ¿qué relaciones son esas?

– Es mi hermano… quiero decir, mi amigo, mi protector.

– Ya, ya sabemos lo que quieren decir esas palabrillas – gruñó el hombre-horca dando a luz una especie de sonrisa. – Háblanos con franqueza; que juez y confesor vienen a ser lo mismo. ¿Eres tú su querida?

Soledad se puso como la grana. Dominándose, hablo así:

– Condéneme usted; pero no me avergüence. Yo no soy querida de nadie.

– ¿Venimos aquí con vergüencilla? – vociferó el ogro riendo con brutal jovialidad. – ¡Ay! ¡qué mimos tan monos!… Paloma, recoge ese colorete. ¿Ruborcillo tenemos? Aquí se conoce el mundo. Sr. Lobo, anote usted que ha revelado tener relaciones ilícitas con el susodicho…

– No es cierto, no es cierto – exclamó Soledad levantándose y corriendo hacia la mesa.

– ¡Orden! – gritó Chaperón señalando a la víctima su asiento.

La huérfana, que había acopiado gran caudal de resignación, volvió a su sitio y tan sólo dijo:

– Si tengo valor para sacrificarme por un inocente, también lo tendré para calumniarme.

– ¡Calumniarse!… ¿Seguimos con las palabrejas retumbantes? Pasemos a otra cosa. ¿Ese descuellacabras te ha escrito muchas veces?

– Seis veces desde que está en Inglaterra.

– ¿Te ha hablado de sucesos políticos?

– Muy poco y por referencia.

– ¿Conservas las cartas?

– No señor, las he roto.

– Ya lo averiguaremos. ¿Se ha anotado el domicilio de la reo?

– Sí señor.

 

– Adelante. Llegamos a D. Rafael Seudoquis. Ese señor trajo de Londres un paquete de cartas para que tú las repartieras…

– Sí señor… – repuso la joven con firmeza. – Puedo asegurar que Seudoquis no conoce a D. Benigno Cordero; que este no podía encargarse de repartir las cartas, ni menos su hija, porque ni uno ni otra tenían noticia de semejante cosa. Vivimos en la misma casa, yo en el segundo, ellos en el principal, y como alguien de la policía vio al Sr. Seudoquis entrar en la casa, supuso que iba a la habitación de Cordero, cuando en realidad iba a la mía.

– Muy bien, anote usted eso. Puede muy bien resultar que el tal Cordero sea inocente, ¿por qué no?… la justicia y la verdad por delante. Sepamos ahora a quién iban dirigidas esas cartas. Este es el punto principal… Cordero no supo darnos noticia alguna. Si tú lo haces, tendremos la mejor prueba de que no has venido a burlarte de nosotros.

Soledad vaciló un instante. Helado sudor corría por su frente, y sintió como un torbellino en su cerebro. Era aquel un caso que la infeliz no había previsto, porque su alma llena toda de generosidad y ofuscada por la idea del bien que a realizar iba, no supo calcular la ignominia que podía salirle al paso y detenerla en su gallardo vuelo. Aquel acto de abnegación era de esos que no pueden realizarse con éxito feliz sin tropezar con la infamia, poniendo a la voluntad en la alternativa de retroceder o incurrir en actos vergonzosos. Espantada Sola de los peligros que aparecían en su camino, no se atrevió a acometerlos, ni supo tampoco esquivarlos, porque carecía de la destreza y travesuras propias de tan gran empeño. Su única fuerza consistía en un valor heroico, pasivo, formidable, y robusteciendo su alma con él, dijo al severo magistrado:

– Yo me acuso a mí misma; pero no delataré a los demás.

– Me gusta… sí, me gusta la salida – afirmó Chaperón cruzándose de brazos delante de ella y moviendo el cuerpo como si fuera a dar un salto. – ¿Sabes que tienes frescura?… Esto es dejarnos con un palmo de narices… Dime, mocosa, si no aclaras eso de las cartas, ¿qué ventaja sacamos de que seas tú el delincuente en vez de serlo Cordero y su hija? ¿Qué diferencia hay?

– La diferencia que hay de la verdad a la mentira – replicó Soledad imperturbable. – Si ellos son inocentes, ¿por qué han de estar en la cárcel ocupando un puesto que me corresponde a mí?

– Música, música – dijo el funcionario haciendo sonar como castañuelas los dedos de su mano derecha. – Aquí no estamos para perder el tiempo en distingos. Hay mucho que hacer para resguardar Trono y Sociedad de los ataques de esa gentualla negra. A ver: ¿qué hemos sacado en limpio de tu acusación contra ti misma? Nada entre dos platos. ¡Por vida del Santísimo Sacramento! Yo creí que en punto a noticias frescas y bonitas nos ibas a traer aquí oro molido… ¡Que es inocente D. Benigno! ¿Y qué? ¡Que las cartas las recibiste tú y no él ni tampoco su hija! ¿Y qué? ¡Por vida del Sant…! esto es burlarse de la Comisión Militar. Aquí se viene a servir al Estado, no a hacer comedias. ¿Eres tú partidaria del Altar y del Trono, o por el contrario, eres amiga de la canalla? ¿Te has prestado inocentemente a esa maquinación sin saber lo que hacías?… Hablemos claro.

Diciendo esto, Chaperón demostraba en la voz y en el gesto hallarse muy satisfecho de su elocuencia y del incontrastable poder de sus razones. Después de una pausa se acercó a Sola, y mirándola desde la altura de su corpachón negro, capaz de intimidar al más bravo; accionando enérgicamente con la mano derecha, cuyo dedo índice se erguía, tieso e inflexible como un emblema de la autoridad, habló de este modo:

– El Gobierno de Su Majestad, que nos ha puesto aquí para que vigilemos, tiene recompensas para los que le sirven, ayudándole a esclarecer las maquinaciones de los pillos, ¿te vas enterando? y tiene también castigos muy severos, muy severos, pero merecidos, para los que encubren a los malvados con su punible silencio, ¿te vas enterando?

– ¿Eso lo dice Vuecencia para que delate a los que recibieron las cartas? – preguntó Soledad cerrando los ojos cual si estuviera suspendida sobre su cuello el hacha del verdugo. – Siento mucho desairar a Vuecencia; pero no puedo decir nada.

Chaperón se detuvo en su paseo por el cuarto. Viósele apretar las mandíbulas, contraer los músculos de la nariz, como si fuera a lanzar un estornudo, revolver los ojos… Sin duda su cólera augusta iba a estallar. Pero afortunadamente detuvo la formidable explosión un hombre entre soldado y alguacil, de indefinible jerarquía, mas de indudable fealdad, el cual abriendo la mampara, dijo:

– Vuecencia me dispense; pero la señora que vino esta mañana está ahí, y quiere pasar.

– Que espere… ¡Por vida del…!

– Está furiosa – observó con timidez el que parecía soldado, alguacil, polizonte, sin ser claramente ninguna de estas tres cosas.

Chaperón dudaba. Iba a decir algo, cuando una señora empujó resueltamente la mampara y entró.